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Teatro venezolano del siglo XX (IX): Del realismo crítico a la autoreflexión

En este capítulo de su obra inédita sobre la historia del teatro venezolano Leonardo Azparren Giménez (Barquisimeto, 1941) aborda el realismo crítico como discurso dominante de la nueva dramaturgia que surge en el país con la llegada de la democracia en 1958. “Para usar una palabra en desuso en tiempos posmodernos, al emplear un nuevo discurso dramático y criticar los mecanismos ocultos de la realidad, los dramaturgos se comprometieron con un país efervescente y con un espectador democrático.”

Ensayo de La Atlántida, de Levy Rosell. Foto: Archivo Efraín Amaya. 1974.

El inicio de la democracia en 1958 creo condiciones de libertad antes no disfrutadas por el teatro venezolano. Directores y dramaturgos comenzaron a expresar con amplitud nuevas formas de representación teatral, en particular los dramaturgos. A partir de los años sesenta, el realismo crítico fue el principal discurso del nuevo teatro, casi su emblema con independencia de los propósitos y las estrategias empleadas por cada autor. A diferencia del realismo ingenuo posgomecista, cuya visión de la realidad les impidió representarla en su complejidad, el nuevo discurso teatral construyó una representación de la realidad en cualquiera de sus zonas que puso de manifiesto el compromiso histórico, social y personal del escritor, gracias al empleo de un lenguaje moderno inquisitivo equiparable con el de los nuevos discursos europeos y norteamericanos. Un realismo crítico democrático.

Consciente de ser sujeto y agente social, el nuevo dramaturgo tuvo conciencia de que su obra no era ni podía/debía ser indiferente, que había discursos teatrales e ideológicos apropiados para hacer eficaces los procesos de producción, recepción y circulación de su obra y que su trascendencia dependía de ellos; comenzó a ser conscientes del valor y la función de sus textos. Con palabras de György Lukács (1966), en el nuevo drama venezolano “ya no chocan solo las pasiones sino las ideologías, las intuiciones del mundo” (267). El sentimiento dramático de país de la dramaturgia de La Alborada, a comienzos del siglo, de alguna manera fue retomado para consolidar en la dramaturgia una sintonía nacional necesaria. A partir de los años sesenta, en la práctica teatral venezolana las ideologías políticas y teatrales comenzaron a ser dinámicas y las intuiciones personales comprometidas con las relaciones sociales y con el Yo de la persona.

Los nuevos dramaturgos fueron profesionales del teatro, a diferencia de sus antecesores, novelistas, ensayistas y poetas. Además, quienes nacieron en la década de los treinta y se formaron en el teatro desde finales de los cuarenta habían tenido una actitud opositora a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, y en los sesenta algunos de ellos se solidarizaron con la izquierda radical y las guerrillas. Los grupos de teatro privilegiaron obras realistas, influenciados principalmente por el teatro norteamericano de la segunda posguerra (Arthur Miller, Tennessee  Williams…) y las teorías de Bertolt Brecht y Antonin Artaud al comienzo. En la década de la dictadura fue impedida la representación de Soga de niebla, de César Rengifo, y en noviembre de 1957 Román Chalbaud fue hecho preso, próximo a representar Réquiem para un eclipse. Ambas obras fueron los primeros textos venezolanos estrenados después de derrocada la dictadura, el 23 de enero de 1958. En 1959, el grupo El Duende, de Gilberto Pinto, tuvo un gran éxito con Escuadrón hacia la muerte, de Alfonso Sastre.

Es, pues, el realismo crítico el discurso principal y casi hegemónico de la nueva dramaturgia. Los lenguajes verbal y no verbal empleados para representar la realidad dieron forma a arquetipos discursivos, situaciones y personajes enraizados en la estructura de las situaciones sociales y personales de los autores; en especial, por la representación de la marginalidad social y existencial. Esa marginalidad encontró su semejante en el concepto del desarraigo desarrollado por Susana Castillo (1980):

El venezolano de hoy trata de encontrar su razón de ser dentro de un medio movedizo y alucinador cuya realidad se escapa de las manos, y su carácter empieza a exteriorizar cambios significativos. (55)
Existe una necesidad urgente de replantear la historia, historia entendida como un proceso dinámico, desmitificador e interpretativo. Y esta actitud no es casual, puesto que hurgar en la historia significa buscar asideros, raíces. Y nunca más Venezuela necesitó más de ese sentimiento de arraigo. (60)

Para usar una palabra en desuso en tiempos posmodernos, al emplear un nuevo discurso dramático y criticar los mecanismos ocultos de la realidad, los dramaturgos se comprometieron con un país efervescente y con un espectador democrático.

Por esto, el realismo crítico de la nueva dramaturgia venezolana no es comprensible sin correlacionarlo con la dinámica y las contradicciones del modelo social a partir de los años sesenta, pero sin implicar que las obras hayan sido solo documentos sociales y reflejos pasivos de la realidad; pero sí una respuesta simbólica que la describe, interpreta y explica con sus marcos sociales. El Yo como centro crítico del espectro social de los dramaturgos se acentuó y dio origen a la autorreflexión en la medida en que el modelo maduró.

Es, pues, el realismo crítico el discurso principal y casi hegemónico de la nueva dramaturgia.

Este último cambio ocurrió junto con una desacralización social, política, ética y estética gracias a la cual la dramaturgia venezolana ha discutido, casi sin limitaciones, los principales aspectos de la vida nacional pública y privada. La reivindicación de la libertad e independencia del individuo ante el anonimato de las masas, sin negar su cualidad social sino acentuándola, aportó otra dimensión a la nueva dramaturgia con el protagonismo de la persona. Su consagración después de un siglo de aspiraciones se tradujo en escrituras y discursos personales afinados y perfeccionados. El resultado fue, en cada autor, un repertorio personal de modos de escritura, situaciones paradigmáticas, hablas individuales y estructuras sintácticas consolidadas.

Esto ocurrió en los cuarenta años transcurridos entre los estrenos de Soga de niebla, de César Rengifo, y Réquiem para un eclipse, de Román Chalbaud, a comienzos de 1958, y Tap dance, de Isaac Chocrón en 1999. Los cambios respecto al medio siglo anterior fueron tan radicales que, al fortalecer sus correlaciones con el país, en la misma medida la nueva dramaturgia superó las preceptivas y estilos del realismo ingenuo. Esas cuatro décadas muestran el desarrollo de la nueva dramaturgia venezolana, en el que la visión crítica fue compartida por el discurso social, radical y subversivo en algunos autores, tendencialmente hegemónico, y, en poco tiempo, el subjetivo y reflexivo cuyo centro de atención son las situaciones personales del Yo de cada quien, una dialéctica que no escapó a los tiempos posmodernos. Una nueva generación nacida en la segunda mitad del siglo ensayó y ensaya un discurso más abierto y menos determinado por sus antecesores.

Del realismo crítico a la autorreflexión

Las obras de César Rengifo y Román Chalbaud, estrenadas en los primeros meses de 1958, indican las dos dimensiones críticas principales de la dramaturgia emergente en democracia: la revisión social del país a partir de los relatos sobre su historia, por parte de Rengifo, y una indagación sobre la vida personal alienada y marginal por conflictos privados y morales en Chalbaud. Ambas se integrarán en varios autores. Rengifo y Chalbaud representaron situaciones dramáticas y teatrales basadas en estructuras discursivas abiertas, con habla y personajes libres de cánones y normas políticas y morales tradicionales. Si bien la producción dramática de Rengifo se inició en los años del posgomecismo, su inserción en el nuevo teatro hizo de este dramaturgo, hasta su muerte en 1980, un autor de dos épocas y una figura importante en el cambio operado a partir de 1958. Por su parte Chalbaud, aunque se dio a conocer muy joven en los años cincuenta, todas sus obras, en particular las producidas en los años sesenta –Sagrado y obsceno (1961), La quema de Judas (1964), Los ángeles terribles (1968) y El pez que fuma (1968)–, son representantes ejemplares de la nueva dramaturgia.

Sin mayor resonancia en los sesenta, José Ignacio Cabrujas encontró en la historia el universo temático adecuado para su militancia política y teatral: Baile detrás del espejo (1957), Juan Francisco de León (1959), Los insurgentes (1961), En nombre del rey (1962) y Días de poder (1965) fueron sus obras de temas históricos, antes de su cambio radical con Venezuela barata (1965), Fiésole (1967) y Profundo (1971). Isaac Chocrón con sus primeras obras, en las que se interrogó sobre su reencuentro con el país después de más de diez años fuera –Mónica y el florentino (1959), El quinto infierno (1961), Animales feroces (1963) y Asia y el Lejano Oriente (1966)– sentó las bases de una escritura rigurosa y uniforme que fue más allá de sus circunstancias sociales para una exploración muy personal sobre los mecanismos ocultos del Yo.

En su madurez, César Rengifo innovó su lenguaje y alcanzó una comunicación más eficaz con un discurso basado en narraciones históricas y temas petroleros, siempre según la interpretación de la ideología marxista. Además, el humor y la ironía fueron nuevas estrategias para su denuncia social e ideológica en La fiesta de los moribundos (1967), y Una medalla para las conejitas (1979), entre otros títulos.

En la década de los sesenta, otros dramaturgos, Manuel Trujillo (1925 – ¿?) y Ricardo Acosta (1934-1987), ampliaron los linderos del realismo crítico aunque sin mayor resonancia; de hecho cayeron en un injusto olvido. Ambos escribieron un teatro contestatario, con humor y, en algunos aspectos, experimental. En El gentilmuerto (1967), Trujillo parodia La cantante calva de Ionesco, en cuyos diálogos intercala tópicos políticos de la época, y en Movilización general (1962-1968) escribe una farsa contra el capitalismo en tres episodios. Ricardo Acosta, vinculado al partido comunista, hecho preso y con estudios teatrales en New York, se paseó por varios temas, siempre con referencias políticas a la actualidad. Rubén Monasterios (1990) se preguntó por las motivaciones que indujeron a Acosta a interesarse por el pintor renacentista Caravaggio en Agonía y muerte del Caravaggio (1967), y en La vida es sueño (1968). 

Desde temprano, los dramaturgos comenzaron a trabajar con mayor propiedad las estructuras abiertas en sus textos. Los cambios más significativos fueron perceptibles en el tratamiento del espacio y el tiempo dramáticos; también en la desarticulación del perfil psicológico tradicional de los personajes. Hicieron explícito el mecanismo de la construcción dramática de la fábula y la intriga para estimular la participación crítica del espectador, en particular cuando los temas tenían componentes políticos. Le propusieron al espectador participar en la recodificación del orden natural del tiempo y el espacio de la fábula, organizados en el texto en función de su eficacia escénica, como probaron Chocrón en Animales feroces (1963) y Chalbaud en La quema de Judas (1964). Levy Rossell fue la revelación y el entusiasmo de una nueva generación con su novísimo teatro, desprejuiciado en su forma y contenido. El entusiasmo que provocó Vimazoluleka no acompañó a sus otras obras, algunas de interés relativo (¡Hola, público!, La Atlántida, Lo mío me lo dejan en la olla y Reverón). Sí permanece el recuerdo de sus atrevimientos, que llevaron a Monasterios a afirmar (1990: 99): “con anticipación de cinco años, Rossell descubrió la fórmula con la que juega en los años setenta Carlos Giménez”. La ausencia de consistencia conceptual en la concepción de las fábulas redujo su teatro a formalismos más o menos entretenidos.

Ensayo de La Atlántida, de Levy Rosell. Foto: Archivo Efraín Amaya. 1974.
Rodolfo Santana. La muerte de Alfredo Gris. Maracaibo: Editorial Universitaria de la Universidad de Zulia. 1968.

Otra innovación fue el discurso metafórico que encontramos en obras de Rodolfo Santana, La muerte de Alfredo Gris (1968) y Barbarroja (1971); de Cabrujas, Fiésole (1967); y de Chocrón, Tric Trac (1967). Se ha visto en Santana, con motivo de Barbarroja, algunos atisbos posmodernos por la desconstrucción del relato histórico oficial (Villegas 2011: 233). Por último, los dramaturgos buscaron la economía del lenguaje y una nueva sintaxis en beneficio de la eficacia, fuese con metáforas y parábolas o con diálogos casi magros. En el primer caso, Santana con El sitio (1969) y Barbarroja fortaleció el lenguaje de la parábola dramática; y Cabrujas en Acto cultural (1976) propuso una manera lacerante y universal de enraizarse en el país, al mismo tiempo que creó una nueva imaginería teatral. La economía del lenguaje escénico y verbal alcanzó su mejor depuración en las obras de Chocrón, quien metódicamente despojó a la acción dramática de elementos accesorios y circunstanciales; así lo evidenció en Mesopotamia (1979), Solimán el magnífico (1991) y Escrito y sellado (1993).

Elenco del primer montaje de Acto Cultural, de José Ignacio Cabrujas. De izquierda a derecha: Rafael Briceño, María Cristina Lozada, Tania Sarabia, José Ignacio Cabrujas, Perla Vonasek, Ricardo Salazar y Fausto Verdial. 1976.

Los cambios discursivos y temáticos estuvieron asociados con el interés creciente por el drama personal del Yo en contexto –público o privado- y la autorreflexión. Los dramaturgos se preguntaron, como ciudadanos e intelectuales, sobre su situación personal pública y privada en relación con los cambios que el país experimentaba, y sus obras se tornaron, por supuesto, más reflexivas y menos descriptivas en la concepción de los temas y más incisivas en sus recursos discursivos. Fiésole y La revolución indican un deslinde personal y general, a partir del cual sus autores enfatizaron la autorreflexión para comprender y representar las correlaciones personales con los otros. En el vasto silencio de Manhattan (1971) y Vida con mamá (1976), de Elisa Lerner, cuyo título es temático, y Juan de la noche (1985), de Alicia Álamo Bartolomé, a partir de la vida y obra de San Juan de la cruz, se insertan en esta tendencia.

En sus inicios, la nueva dramaturgia estuvo vinculada con proyectos grupales. César Rengifo fue uno de los fundadores del grupo Máscaras y Gilberto Pinto de El Duende, en los años cincuenta. José Ignacio Cabrujas comenzó a escribir cuando era miembro del Teatro Universitario de la Universidad Central de Venezuela, a finales de los cincuenta. Algunos autores se iniciaron con trabajos conjuntos; tales los casos de Cabrujas, Román Chalbaud e Isaac Chocrón, quienes a seis manos escribieron Triángulo (1962) en el Teatro Arte de Caracas (TAC), inicio de una colaboración que se concretó, en 1967, con la creación de El Nuevo Grupo.

A partir de 1968, la diversificación se dio con la aparición de dramaturgos solitarios –Rodolfo Santana; José Gabriel Núñez, Los peces del acuario (1967); Edilio Peña, Resistencia (1973) y El círculo (1975); Néstor Caballero, Con una pequeña ayuda de mis amigos (1978), o con auténticos outsiders olvidados como Manuel Trujillo y Ricardo Acosta.

Entre 1967 y 1988, la principal plataforma de la dramaturgia nacional fue El Nuevo Grupo. Gilberto Agüero, El gallinero (1968); Rodolfo Santana, La muerte de Alfredo Gris (1968); Edilio Peña, Resistencia (1973); Ibsen Martínez, Humboldt & Bonpland (1981); Luis Britto García, El tirano Aguirre (1976); Carlos Sánchez Delgado, El pacto (1979); y Néstor Caballero, El rey de los araguatos (1978), entre otros nuevos dramaturgos, debutaron en sus escenarios. También directores consagrados estrenaron sus obras: Ugo Ulive: Prueba de fuego (1981), y Reynaldo (1985); y Juan Carlos Gené, Golpes a mi puerta (1984).

A partir de 1984, los proyectos teatrales dirigidos por Carlos Giménez promovieron, directa o indirectamente, dramaturgos novísimos, a medio camino entre los temas tradicionales de la marginalidad y la alienación urbana, y la búsqueda de una nueva sintonía con el espectador, con un lenguaje directo a veces provocador a veces efectista pero pocas veces transgresor. Tales son los casos de Elio Palencia, City tour; Marcos Purroy, Teatro en el PH; Daniel Uribe, Teatro en el autobús; César Rojas, Las puntas del triángulo / Los alfareros; y Rubén Darío Gil, La curiosidad mató al gato / La dama del sol. En otros contextos, desde Maracaibo Enrique León, Nelly Olivier, Cerco (1990); y Dianora Hernández, Nos están tumbando el bar (1991); y Freddy Torres en Mérida, Cuatro piedras (1982), Pensión Pico Bolívar (1986) iniciaron el desbloqueo de la dramaturgia en su entorno capitalino y la apertura en todo el país, como había sido en el siglo XIX.

La vitalidad de las correlaciones de la dramaturgia con el país quedó verificada con el reconocimiento que los dramaturgos y sus intérpretes recibieron de la opinión pública. Esa dramaturgia produjo situaciones y personajes arquetípicos. Eloy y Gabriel (La revolución), Amadeo Mier y Cosme Paraima (Acto cultural), Pío Miranda (El día que me quieras), La Brusca (Lo que dejó la tempestad) y La Danta (La quema de Judas) son personajes arquetípicos de referencia nacional no solo teatral por las situaciones que protagonizan.

Las obras de algunos dramaturgos son discursos con sistemas categoriales de valores y creencias propios. Tales la visión ideológica de los relatos históricos en César Rengifo, la familia en Isaac Chocrón, la historia y la cultura en José Ignacio Cabrujas, la marginalidad urbana en Román Chalbaud y la violencia tendencialmente anárquica en Rodolfo Santana. Dentro de las líneas troncales en las que se desarrolló la dramaturgia, a partir de 1966, emergieron hegemónicos los fundadores de El Nuevo Grupo; de hecho son pilares nacionales. A su lado, César Rengifo se constituyó, gracias a sus ensayos renovadores, en otro referente de la nueva modernidad teatral. La principal opción emergente fue Rodolfo Santana, con un discurso iconoclasta e irreverente respecto a los discursos ideológicos tradicionales y a la escritura que definía a la dramaturgia nacional.

En el panorama nacional, otros dramaturgos hicieron aportes importantes. Las obras de Luis Britto García son collages en los que el experimento de formas diversas está acompañado de la crítica irónica y humorística de la vida social –Venezuela tuya (1971), Así es la cosa (1972). Su visión, con un inocultable contenido ideológico y político, la amplió con relatos que recrean épocas y situaciones históricas en un intento por encontrar las raíces del presente –El tirano Aguirre o la conquista de El Dorado (1976), La misa del esclavo (1980) y Muñequita linda (1985). Ibsen Martínez se interesó por algunos conflictos socio-históricos –Humboldt y Bonpland taxidermistas (1981), La hora Texaco (1982) y LSD (1983) subtitulada “Memorias de un venezolano de la democracia”– con una crítica ajena a patrones ideológicos pero ciertamente política sobre los modos de la sociedad actual.

En la década de los cincuenta y en la siguiente, nació una nueva generación de dramaturgos que remozó el discurso teatral, en un intento por abordar nuevas zonas de la realidad social y personal. Esa dramaturgia se apartó de los relatos históricos tradicionales, incluso los desacralizó y puso a un lado los tópicos conocidos de la vida social.

Entre quienes se consolidaron en los ochenta, Néstor Caballero fue el más prolijo, con un agudo sentido para abordar temas de interés social. En Edilio Peña el rigor de la escritura es rico en situaciones existenciales. Peña es el único que ha acompañado su escritura dramática con la reflexión teórica. Carlos Sánchez Delgado se inició con obras en las que comprometió su personalidad –Purísima (1989)– y en su madurez ha abordado temas históricos en los que la invención priva sobre la fidelidad a algún relato. El teatro de Xiomara Moreno es, desde su debut con Gárgolas (1983), una apertura temprana a procedimientos posmodernos. Elio Palencia, Gustavo Ott, Jhonny Gavlovski, José Tomás Angola y César Rojas completan el grupo insignia de la renovación a partir de la década de los ochenta.

©Trópico Absoluto

Referencias

Castillo, Susana. 1980. El desarraigo en el teatro venezolano. Caracas: Editorial Ateneo de Caracas.

Lukács, György. 1966. Sociología de la literatura. Madrid: Ediciones Península.

Villegas, Juan. 2011. Historia del teatro y las teatralidades en América Latina. Irvine (USA): Ediciones de GESTOS.

Leonardo Azparren Giménez (Barquisimeto, 1941), es licenciado en filosofía y magister en teatro latinoamericano. Profesor titular de la Universidad Central de Venezuela, donde coordinaba la maestría en Teatro Latinoamericano. Miembro de número de la Academia Venezolana de la lengua. Ha sido diplomático (1971-1991), director del Fondo de Fomento Cinematográfico (1982-86), presidente del Círculo de Críticos de Teatro de Venezuela (1986-88), miembro de la Editorial Monte Ávila (1994) y de la Fundación Teresa Carreño (1995-1999). Especialista en teatro venezolano y teatro griego, sus investigaciones se centran en los procesos de modernización del teatro venezolano y en el discurso teatral. Ha publicado, entre otros: Cabrujas en tres actos (1983); Documentos para la historia del teatro en Venezuela, siglos XVI, XVII y XVIII (1994); El teatro en Venezuela, ensayos históricos (1997); El realismo en el nuevo teatro venezolano (2002), y Estudios sobre teatro venezolano (2006).

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