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Edilio Peña: dramaturgo de una época

Edilio Peña (Puerto La Cruz, 1951) es tal vez “el dramaturgo venezolano que, en los comienzos del siglo XXI, con mayor riesgo se ha comprometido frente a la situación de su país”, afirma Leonardo Azparren (Barquisimeto, 1941). La amplia trayectoria de Peña, dramaturgo, novelista, guionista de cine, se proyecta desde el último cuarto del siglo pasado, cuando sus piezas teatrales adquirieron relevancia en Venezuela y algunas de ellas incluso fueron llevadas al cine con notable éxito. “Teatro comprometido, teatro político en su significación más elevada”, su obra posee la capacidad de relacionarse con el espectador en forma dinámica al margen de ideologías escolásticas.

Edilio Peña retratado por Vasco Szinetar. c. 2000

Dramaturgo, narrador, ensayista y guionista de cine. Estudió en la Escuela Teófilo Leal de Barcelona, estado Anzoátegui, donde nació en 1951. Premio Tirso de Molina del Instituto de Cultura Hispánica 1976 con Los pájaros se van con la muerte. Premio Nacional de guiones cinematográficos Miguel Otero Silva. Es profesor de dramaturgia y técnica literaria del drama en la Facultad de Arte de la Universidad de Los Andes (Mérida). Premio Casa de las Américas. Cuando en 1973, a los 22 años, obtuvo el premio de El Nuevo Grupo con Resistencia, se dio a conocer al dramaturgo que dio los primeros pasos para ir más allá del realismo crítico que predominaba en los dramaturgos surgidos después de 1958 y abrió una ventana para las experiencias posmodernistas que se dieron en las décadas siguientes. Forma parte del grupo de dramaturgos nacido en la segunda mitad del siglo XX que debutó en los siguientes quince años.

En su diseño general, las obras de Peña tienen una extensión mediana con pocos personajes, los suficientes para construir situaciones de enunciación concentradas con la correspondiente tensión dialogal. El diálogo breve y cortado le da a las obras un ritmo rápido. Aunque las situaciones básicas de enunciación representan relaciones absurdas y perversas, amén de conferirle a la incomunicación un rol importante, tienen rasgos iniciales casi naturalistas en sus diálogos, que aproximan al espectador con los personajes para percibirlos extraños cuando la acción avanza en marcos sociales concretos.

También destacan en su teatro las formas lúdicas a través de frecuentes intercambios de roles, con los que las fábulas enfatizan la teatralidad de la situación de enunciación. Si la situación en la que se encuentran los personajes luce absurda, ubicados en un espacio cerrado de una habitación o en espacios inciertos determinados por círculos de luz, esta situación discursiva está relacionada con tres ideas recurrentes: las relaciones de poder, la soledad y, casi como consecuencia, la muerte. De esta manera Peña aborda los marcos sociales en los que produce sus obras; está siempre atento a ellos hasta asumirlos de manera descarnada, como veremos más adelante. En estas circunstancias, el estar en situación de los personajes se transforma en un desgaste ocioso de la existencia en el tiempo, mediante conversaciones que no conducen a un objetivo preciso, sin dejar a un lado referencias casuales pero concretas a los marcos sociales en los que las obras fueron escritas. Así, Peña y su discurso se mantienen en la historia.

En la presentación de la edición de sus Obras de teatro (Mérida, 1999), el crítico Carlos Herrera señala:

“Otro tentativo alcance que se deriva de la lectura de estas obras, parece exponernos a un escritor obcecado por el pesimismo, como si buscase prefigurar con esta actitud un corte a la esfera de lo ideológico-político y sus negativas influencias en el ámbito social. Desde esta óptica, dichas piezas se revelaron más como una bofetada al gusto burgués de aquellos años que como propuestas de arte para gustos neutros o frívolos.”

Desde sus inicios la presencia del poder es opresiva. El círculo de luz en el que están los personajes es una zona represiva. En Resistencia (1973) “Sólo dos círculos de luz blanca en el espacio iluminan dos cabezas”, y en El círculo (1975) “Gradualmente, un círculo de luz violácea, concentrado, comienza a hacer presencia en el centro del escenario”. En la primera, “las dos cabezas inician el diálogo de la tortura” eje temático que desemboca en la historia y la política, por el interrogatorio del Hombre Extranjero al Hombre Indio que deviene en incoherencias:

HOMBRE EXTRANJERO: ¡Perros! Con esos elementos arcaicos nunca le haremos ceder y el triunfo se torna más lejano. Más lejano aún. ¿Es que no ven? (Buscando.) A ver, a ver, a ver (Grita.) ¡Esto es insoportable! (Pausa.) Se… se me ocurre que convoquemos todos los científicos del reino. ¿Qué te parece?

HOMBRE INDIO: Lo que usted diga, mi comandante. (Choca las botas.)

HOMBRE EXTRANJERO: ¡Perfecto! Y plantearles la urgencia de un nuevo elemento. Un nuevo tipo de arma. Un nuevo tipo de tortura. ¡Eso! Una tortura que vaya mermando toda posibilidad de pensamiento; salvo la que dictaminemos nosotros. Una tortura donde el dolor no exista. Donde no tenga nada que ver. ¿Qué te parece?

En El círculo, el Hombre y la Mujer se agotan en un estar-ahí bajo la amenaza de la reducción del círculo y el peligro de desaparecer. Una metáfora del poder opresor está presente en el amo anónimo del círculo:

HOMBRE.- Sí, el dueño del círculo es muy hábil y terrible. La clase obrera es la clase más condicionada; es la más importante para ese dueño y señor. Fíjate, unas estructuras y superestructuras para crear toda una serie de círculos complicadamente incomprensibles.

La acción en ambas obras se agota en relaciones lúdicas, razón por la que Peña completa el sentido de las situaciones con acotaciones, sin constituir un relato con los diálogos:

Una música sacra hace presencia. La música a destiempo será desafinada, discorde; como si se escuchase de un disco rayado. Seguidamente la mujer toma del brazo al hombre, haciendo coreográficamente un símbolo religioso: podría ser una cruz. Convierten la sonrisa en una vieja mueca sugerida. Actúan toda una ceremonia religioso-matrimonial hasta quedar cerca del escenario.

El círculo comienza a cerrarse al final y se hace presente la muerte inevitable:

MUJER: ¡Pero yo no quiero morir! ¡Comprendes? No… no. (Mirando de donde proviene la luz del círculo.) ¡Oiga!… ¡Oiga… usted o ustedes… yo no quiero morir! ¿Comprende? ¿Comprenden?… Yo no… no… no… ¡Nooooo! (Se cierra el círculo completamente.)

HOMBRE (Desde el fondo. Casi superpuesto en el grito final de la mujer.) Vivimos, y no conocimos la vida… Morimos, y no conocemos la muerte.

Obra emblemática en varios sentidos, Los pájaros se van con la muerte (1976) representa una experiencia postrera y marginal reducida a sus linderos más sustantivos: la condición vital de dos seres, Madre e Hija, cuyos polos son lo inaccesible de la integración social y la búsqueda de alternativas paliativas en el mundo mítico. El factor que condiciona y coacciona a ambos personajes es “él”, en su condición trina de esposo/padre/exterioridad:

HIJA: Sigues culpándome, mamá; sigues culpándolo y no te das cuenta que todo me cae a mí.

MADRE: Yo no lo puedo evitar. (Pausa) Son los años… deben ser. Yo no tengo la culpa.

HIJA: No. Los años no juegan aquí. (Señala la habitación.) ¡No te das cuenta que aquí nada cambia?… Juega él, y tú vives para él: porque detrás de esas cosas, lo quieres. ¿Dime que no, mamá?

Aunque la hija asoma un deseo de cambio, no es suficiente para decidirla a salir. En la madre sería necio aspirar que albergue alguna duda. La razón del encierro, en estos términos, resalta la oquedad de sus vidas y acentúa la exterioridad inalcanzable. Son personajes a quienes les ha sido negada la vida social.

Destaca la capacidad de Peña para insertar la condición venezolana de sus protagonistas, ubicadas en un rancho y con referencias al mito de María Lionza, en un nivel sustantivo y crítico por cuanto ahora el fetiche es el único sentido en unas vidas despojadas de contingencias. Al final se impone la muerte de la Hija en manos de la Madre.

La acción de Los olvidados (1978) “transcurre en una casa que parece un comando, en un comando que parece una casa”. Acota Peña que quiso “representar una historia increíble, pero que parezca común a todos y viceversa”. El Viejo, quien alguna vez fue militar, y la Vieja hacen frente a la muerte con varios crucifijos colgados en el cuello. En Los hermanos (1980) Antonio y José sin manos están en un calabozo. Religión y política determinan la situación de enunciación. En ambas el desgaste del tiempo por una espera infructuosa es determinante. La vejez y la muerte en una soledad insuperable determinan al Viejo y a la Vieja en la primera, mientras Antonio y José esperan sin esperanza en la segunda (“¿Y si nos morimos de tanto esperar?”).

En Lady Ana (1988) Peña ofrece uno de los personajes femeninos mejor construidos y atractivos. En su apartamento, Amapola espera. Es una actriz algo decadente que vive su soledad rodeada de fantasmas porque Dios no existe, atenta a la interpretación de Lady Ana en Ricardo III de Shakespeare. Esa espera solitaria rodeada de recuerdos del mundo del teatro es una larga confesión (“Mi vida ha sido un eterno soliloquio con la muerte”), hasta que llega el Director, argentino, con quien recita fragmentos del texto shakesperiano en el cierre de la obra. La idea rectora y la situación básica de enunciación es la ficción que Amapola vive para no enfrentar su presente, además del reto que significa una Muchacha, a quien mata por ser una potencial competencia para interpretar a Lady Ana.

Un universo escabroso, en el que predominan las relaciones de sumisión y carencia de afectos (Los amantes de Sara, 1991) tiene lugar en un hotel de un puerto marino de un país petrolero, se reviste a ratos con un tratamiento crudo sobre el sexo (Regalo de Van Gogh, 1991):

LUSTER: Ay mi amor… no seas ingenua. No hay sexo serio. Si no pregúntale a Henry Miller.

GRETA: ¿Y cómo fue que tu hermano no se contagió?

LUSTER: Acostumbraba tener relaciones anales con ella. Tú sabes… en aquella época temía desvirgarla… mi hermano pensaba que su novia era virgen. Entonces yo me atreví… una calamidad… la muchacha tenía más experiencia que una masajista del diario… cuando descubrí la gota de pus… pasé más de quince días nadando en penicilina.

Peña retoma el círculo de luz en Ese espacio peligroso (1991) para cercar a los personajes. Siempre retoma el juego de roles que enmascara la realidad, amén de enfatizar la teatralidad de la acción (El chingo, 1994) y desarticula el relato realista para explorar zonas humanas escondidas y diferidas, sin desdeñar algunos de sus recursos como la naturalidad aparente del habla:

ROBERTO ANDRADE: Usted… no… podría… ser… mi madre…

RICARDO SALVATIERRA: ¿Por qué dice eso, señor Roberto Andrade?

ROBERTO ANDRADE: Porque yo esperaba una mujer. No un hombre.

RICARDO SALVATIERRA: ¡Pero yo soy un actor! No subestime mi profesionalismo. Tengo más de diez años en el oficio. Cualquier actor del medio envidiaría mis dotes interpretativas. Ninguno podría hacer lo que yo hago. Señor Andrade, soy un actor entrenado solo para interpretar la realidad vivida o por vivir. La que se escurre a diario por este mundo. No la realidad imaginada por un escritor… ¿Comprende? Mi profesión es algo más que ser un actor. Es como… la reencarnación.

El teatro de Edilio Peña es un universo imaginario extraño, sórdido e inquieto; irreverente ante el gusto teatral convencional, propone bucear en los meandros de la existencia oculta de cada quien. En La ópera del suicida, Trompa de elefante, La noche de la bestia y El mago del patíbulo, obras de 2014, los elementos de sus obras anteriores son reiterados con madurez y economía de recursos. En estas obras un rasgo sólido común importante es la familia. Las relaciones filiales articulan fábula e intriga, incluso cuando son desconstruidas para no quedar atrapadas en algún relato realista. Son relaciones conflictivas en las que ambas partes –padres e hijos, no hijas- reclaman algo, la muerte es una paradoja y la identidad es puesta en duda.

Edilio Peña es, con seguridad, el dramaturgo venezolano que, en los comienzos del siglo XXI, con mayor riesgo se ha comprometido frente a la situación de su país.

Estas obras de Edilio Peña se resisten a una interpretación cartesiana y no pueden ser reducidas a un mensaje. Además de la preeminencia de la condición performativa del discurso, la mezcla de códigos verbales y no verbales responde a la lógica del universo imaginario del autor, no a presupuestos ideológicos a pesar o gracias a las referencias a circunstancias concretas de la vida social venezolana. En El mago del patíbulo se hace presente Saddam Husein para ser ajusticiado; en La noche de la bestia la tragedia habida en La Guaira en diciembre de 1999 es traída a colación para acentuar la situación ambigua de la protagonista; en Trompa de elefante se hace presente el “gobierno revolucionario”, la expropiación de terrenos baldíos para darlos a damnificados y la disposición de los revolucionarios de impedir que “nadie más conozca la risa”; y en La ópera del suicida el petróleo hace su aparición para justificar un negocio de El hombre sin cabeza.

Esta manera de permanecer en la vida cotidiana, esta llamada de atención sobre las circunstancias históricas venezolanas está inserta en el sentido global del discurso de Peña, en el que la gestualidad se impone sobre la palabra y el lenguaje cotidiano adquiere ribetes inauditos. Paso a paño, Peña recorre las profundidades de la vida social venezolana, pero al mismo tiempo universal. Representa un mundo social convertido en experiencia personal, al punto de retar al espectador. Lo que hace sin medias tintas en Hambre en el trópico (2019), alegato agresivo y cargado de rabia, panfletario a ratos, en el que representa la dramática situación de una sociedad hambreada y reducida en sus posibilidades de existir. Su obra es un pico muy significativo del teatro político venezolano iniciado en 2013-2015, cuando Julio Planchart escribió La república de Caín. Ambas obras representan la forma despótica del ejercicio del poder contra una sociedad y la postración de una población desarmada y sin esperanzas.

Los marcos sociales en los que Hambre en el trópico fue escrita corresponden a la más grave crisis humanitaria padecida por Venezuela, cuyas manifestaciones más evidentes son la migración de más de cinco millones de venezolanos, el colapso de la educación y la salud pública, el hambre generalizada, la desesperanza de la gran mayoría de la población y una hiperinflación estimada la más alta del mundo.

Julio Planchart representó las perversiones de un régimen bajo la conducción de dos déspotas: Cipriano Castro (1899-1908) y Juan Vicente Gómez (1909-1935). Peña representa una síntesis o, mejor, la consecuencia de un régimen que durante más de veinte años –desde1999– acumuló un proceso de destrucción física y moral de una nación y su sociedad.

El diálogo inicial sintetiza la fábula de Peña y su situación básica de enunciación:

EL HIJO: Papá, ¿y dónde está el restaurant del que tanto me habías hablado?

EL PADRE: Sigue extraviado en mi mente, espero no se haya vuelto una ilusión.

EL HIJO: Ojalá pueda regresar del olvido, pero no como regresan las palomas negras cuando pierden la esperanza en el infierno.

EL PADRE: Es lo que espero.

EL HIJO: Dios quiera.

EL PADRE: Hazme el favor de no hablarme de ese señor. Menos, invocarlo.

EL HIJO: Pero Dios nos ha dado todo.

EL PADRE: Nada. Se cogió el paraíso para él solo.

Ambos personajes están ante una inmensa montaña de basura que permanece en el centro del lugar de la acción hasta el final. Es una montaña que “se ha tragado esa torre de petróleo abandonada”, en la que perros famélicos y zamuros se pelean la comida. También es el destino de niños que “una vez fueron personas, pero la necesidad los volvió perros”, comenta El Padre.

Los personajes de Peña emplean un lenguaje duro y rudo, más de una vez obsceno y hasta blasfemo cuando se refieren a Dios. La referencia al Papa Francisco no se hace esperar:

EL PADRE: Ese [Dios] siempre ha estado en complicidad con la revolución. No vez cómo actúa el Papa. Ha visitado tres veces la isla de la felicidad. Esa dictadura de los Castros que convirtió el cadáver de la gente en zombis, y que no les queda otra opción que buscar escapar de su desventura lanzándose a un mar infestado de tiburones.

En el basural donde viven los personajes, los niños caminan cual perros y uno de ellos se encuentra una mano humana, la de El Padre que la vendió: “Yo no sentí dolor cuando me arrancaron la mano. Todo fue tan rápido. Como un acto de magia”.

El restaurant, sustituido por la montaña de basura, es el motivo recurrente de la conversación entra padre e hijo. Y los recuerdos nostálgicos aparecen sobre la ciudad que “fue la cuna del cielo”. El recuerdo es también sobre “los padres que decidieron sacrificar a sus hijos como corderos” para cocinarlos a fuego lento.

Por momentos, la secuencia de situaciones puede lucir tautológica; pero el propósito es ahondar en la experiencia de hambre hasta el extremo. Por eso los cambios de situación y la incorporación de nuevos personajes no significan diversidad sino intensidad. Ocurre cuando aparece El Funcionario, cuyo rol es hacer presente la burocracia que entorpece cualquier gestión para comer –El Padre y El Hijo deben tener el carnet de la patria- y los dos hermanos (“La música como la alegría está prohibida en este país”).

Peña incorpora todos los aspectos de la vida cotidiana que coaccionan a los personajes. La sociedad cortesana de La república de Caín ahora es una especie de corte de los milagros de miseria y hambre, coaccionada y objeto de todo tipo de censura por parte del régimen. A partir del hambre, el régimen se hace presente en todas sus formas, incluso en los aspectos que lo emparentan con el régimen cubano: “La famosa Cabaña, donde más fusilamientos se produjeron en la revolución cubana”. Más allá del realismo político convencional, Peña incorpora doce cadáveres, quienes padecen frío:

CADÁVER 1: Pero… ¿qué sentido tiene seguir torturándonos si estamos muertos? Ya acabaron con nosotros. Los opositores muertos no tienen sentido. ¿Qué muerto puede atreverse a tumbar un gobierno?

La montaña de basura también afecta al Funcionario:

El Funcionario se marcha. Justo antes de salir, dispara sobre la cabeza del niño que en cuatro patas hurgaba entre la basura moviendo su cola de pelos como un perro.

EL FUNCIONARIO: ¡Adiós, angelito del cielo!

Edilio Peña es, con seguridad, el dramaturgo venezolano que, en los comienzos del siglo XXI, con mayor riesgo se ha comprometido frente a la situación de su país. Hambre en el trópico puede estar destinada a tener la misma suerte de La república de Caín, permanecer guardada un tiempo indefinido. Apela a diversas imágenes para acentuar el horror que significa el hambre. Uno de los cadáveres invita a comer los corazones de los hermanos muertos como “un rito de expurgación e iniciación”.

Mediante un sencillo deja vu, la obra concluye en un elegante restaurant chino en el que La Mujer y El Hombre se preparan para comer, mientras al otro lado de una gran pared de vidrio “se puede observar una multitud aglomerada de cadáveres hambrientos”. Presente y pasado coinciden. El Hombre –El Padre– recuerda a su hijo, a “esa montaña de basura donde la gente se convertía en perros para poder comer”. Y El Mesonero les ofrece estofado de perro. Cuando aparece el chef para explicar el estofado resulta ser El Funcionario, a quien La Mujer degüella:

El Funcionario se lleva las manos a la garganta y cae convulsionando, mientras inunda de sangre el piso pulido de la escena del lujoso restaurant. Indiferentes, las gentes presentes no se detienen a mirar el acontecimiento dramático que ha acontecido. Siguen comiendo, bebiendo y sonriendo en medio de la fantasía de una felicidad prestada. En ese momento, entra El hombre I, tocando la flauta traversa, mientras repentinamente los comensales, al unísono, se levantan de sus mesas, ovacionándolo y aplaudiéndolo con frenesí.  

Teatro comprometido. Sí, en tiempos en los que la posmodernidad convive con la revolución. Teatro político en su significación más elevada, la de correlacionarse con el espectador en forma dinámica al margen de ideologías escolásticas, para que sea coproductor social de la ficción de una fábula.

©Trópico Absoluto

Leonardo Azparren Giménez (Barquisimeto, 1941), es licenciado en filosofía y magíster en teatro latinoamericano. Profesor titular de la Universidad Central de Venezuela y coordinador de la maestría en Teatro Latinoamericano de esa universidad. Miembro de número de la Academia Venezolana de la lengua. Ha sido diplomático (1971-1991), director del Fondo de Fomento Cinematográfico (1982-86), presidente del Círculo de Críticos de Teatro de Venezuela (1986-88), miembro de la Editorial Monte Ávila (1994) y de la Fundación Teresa Carreño (1995-1999). Especialista en teatro venezolano y teatro griego, sus investigaciones se centran en los procesos de modernización del teatro venezolano y en el discurso teatral. Ha publicado, entre otros: Cabrujas en tres actos (1983); Documentos para la historia del teatro en Venezuela, siglos XVI, XVII y XVIII (1994); El teatro en Venezuela, ensayos históricos (1997); El realismo en el nuevo teatro venezolano (2002), y Estudios sobre teatro venezolano (2006).

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