Márgenes, escrituras, voces
Alejandro Sebastiani Verlezza (Caracas, 1982) reseña Diario de sombra, textos de Antonio López Ortega (Punta Cardón, Falcón, 1957) publicados por la desaparecida editorial El Estilete en 2017.
No es en el individuo, sino en el coro, donde puede radicar una cierta verdad. Kafka. Aforismos.
“Yo”: una ficción de la que a lo sumo somos coautores. Imre Kertész. Yo, otro.
Para entrar en Diario de sombra (Caracas: El Estilete, 2017) de Antonio López Ortega, me gustaría arrojar algunas conjeturas sobre el espacio literario en el que está situado, no exento de las más diversas convulsiones históricas, pues en este mismo momento, dado un larguísimo «proceso» de dos décadas, se viene reanimando de manera significativa en Venezuela una zona de la expresión –franca, híbrida, portuaria– vinculada con lo que podría llamarse una cierta intimidad: surge del yo –la experiencia, a veces menuda, cruda, dura– y tantas veces navega lejos de los objetivos claros, los fantasmas de la finalidad, los grandes proyectos y sus tensiones. El principio, tal vez, sea sencillo: lo vivido y lo leído comienzan a expresarse, la voz suele volverse hacia sí misma, con todas sus intermitencias, exploraciones y descubrimientos. Aparece, más que la confesión, el despliegue de la memoria personal que de pronto se engarza con territorios más amplios y complejos, lo que suele llamarse con insistencia el país.
Alejandro Oliveros, Victoria de Stefano, Armando Rojas Guardia, Rafael Castillo Zapata, José Balza, Andrés Boersner –y en las recientes generaciones Ricardo Ramírez Requena– habitan estas regiones. Me gusta decir que son márgenes de la escritura porque suelen moverse en un borde expresivo y genérico proteico, sin tablas muy fijas que se diga. Muy a su manera, por estas veredas, con sus propios recursos narrativos y reflexivos, incursiona López Ortega con Diario de sombras.
La escritura de un diario –valga el comentario– suele asociarse a la intimidad y su expresión. Muchas veces, obras de percepciones muy largas de escudriñar ahora –están instaladas en los resortes de la cultura– se suele asumir muchas veces una idea muy literal –¡pero muy literal!– de esa intimidad: si el corazón no está “al desnudo”, como anotaría Baudelaire, si la riqueza emotiva de una vida no está “expuesta”, si la página no se ha vuelto un “confesionario”, entonces no, no hay diario. No siempre suele ser así. Aquí, más bien, el camino sería de regreso: más que la literalización autobiográfica, propia del testimonio histórico, la voz que se va creando durante la escritura habla desde una intimidad más cercana a la memoria, los sentidos, la imaginación, sin perder su dosis de verdad. Y aquí un reparo: la intimidad –los ecos que puede hacer visible su escritura– puede expresarse y aparecer con nitidez en detalles a veces fugitivos, muy menudos. Pasa en los autores que he mencionado y en Diario de sombra: la inflexión en una frase, los virajes anímicos, la elipsis ante la narración de alguna incertidumbre, el silencio, la pausa que deja algún dato suspendido, o inconcluso (a veces suele quedar de lado por pudor en el reino de lo no dicho), cierta forma de viajar y relacionarse con la propia experiencia de la escritura, hace evidentes dolores, separaciones, más personales que “históricas” (aunque las “refleje”, a fin de cuentas). Debe ser porque un diario, mayormente, viene marcado por el tono y las inflexiones de quien lo escribe, vale insistir, más aún si se trata de ver ahora la voz que habla en Diario de sombra, la de un narrador, un editor, un ensayista que ha asumido que lo suyo es la observación, la vigilancia, el balance, el juego de los perfiles, la indagación sensible, el retrato; estos rasgos, se me ocurre, vienen merodeando desde una obra temprana del autor: Calendario.
Diario de sombra se mueve en varios registros: bitácora, cuaderno de notas, archivo personal, cajón de sastre con citas comentadas en función de dar con una mirada –así lo dice el narrador– regida por tres impulsos: el primero tiene que ver con el país y sus extravíos, desde los ámbitos más “domésticos”; el segundo se relaciona con los desatinos, los desvaríos, las insistencias, los traumas que emanan de la nada fácil relación –por no decir atávica en el caso venezolano– entre los intelectuales y el poder (es algo conocido el pathos que implica esta dupla en las actuales condiciones, tanto para los que viven “fuera” como “adentro”). Si bien las dos anteriores son las regiones donde más se sienten las convulsiones, los malestares y las rupturas de –y en– la cultura venezolana, el tercer registro, en palabras del propio López Ortega, «dejaría aflorar las percepciones más personales, las intuiciones que apenas emergen, la voz que tiembla porque no quiere dejar de ser el flujo de la conciencia». Diario de sombra, aquí, muestra su costado calidoscópico: el narrador se prueba en distintos tonos, desde la introspección, la escritura de las circunstancias más personales (el perro –Thor– como testigo del diario trabajo podría ser un personaje del diario, los viajes que marcan el ritmo de las épocas vitales); el trazo más lírico, incluso, desasosegado. Siento, en este punto particular, cierta afinidad con Victoria de Stefano y La insubordinación de los márgenes.
Si bien el país, sus agobios, quedan a veces suspendidos, pareciera que en cierto momento –más allá de los autores, si bien la escritura de sus diarios cobra un rostro propio– empiezan a “corear” el mismo malestar. Tal vez este rasgo tome cierto tiempo para avistarlo con mayor nitidez (pudiera ser la filiación secreta entre los textos ya evocados). En todo caso, lo que más me llama la atención de Diario de sombra es su polivalente registro, capaz de navegar hacia las costas del ensayo y la narración. La pregunta que rige múltiples impulsos: «¿una escritura secreta, íntima, como para llevar el pulso de los días?». Bajo esta dirección, avanzando a tientas, los tonos resultan muy diversos. La entrada correspondiente al 28 de agosto del 2005 llama la atención en este sentido: ante el trazo descriptivo, aparece la repentina aparición del tú, como si el autor –para dar cuenta de lo que ve– necesitara tomar cierta distancia consigo mismo (hay que recordarlo: refiere la escritura de su diario como una “frágil embarcación”):
La relativa calma de las aguas. Un oleaje quieto que apenas baña las rocas de la orilla. Al fondo, un azul cíclico, oceánico, que se va reproduciendo en olas regulares. Este orden infinito, milenario, inconsciente, superior a la humanidad entera. Este orden que se repite sin origen, para que tus ojos lo vean y no lo entiendan. ¿Por qué no ha podido ser otra cosa: tormentas de arena, ráfagas lunares o una zozobra indescriptible? ¿Por qué precisamente el agua envuelta en mangas azules, repitiéndose hasta el cansancio? Pero ni siquiera cansancio, que es una noción tuya, que ya implicaría cierta lógica. Sólo este desvarío –las olas– y tú tratando de entender el por qué de la secuencia que te subyuga. De tanta agua –te lo dices a fin de tarde, mientras te alejas de la escena– lo único que obtienes es ahogo.
Pero ese ahogo, más que de la visión, puede tener otros rostros: aquí vale volver a la zona más política de Diario de sombras, la que hace ver cómo insistentemente –¡dos décadas, dos décadas!– un grupo de escritores venezolanos –agobiados por las circunstancias– ha hecho más de un esfuerzo por escribir cómo resuena en ellos el país. Si la escritura de López Ortega se mueve en esta zona de alta tensión, sería justo recordar otro libro en similar sintonía, aunque asumido con otras estrategias y recursos (el psicoanálisis, la historiografía): Diario en ruinas, de Ana Teresa Torres.
En muchas ocasiones, a fin de cuentas, hay una lidia expresiva entre los acontecimientos y el tono más idóneo para registrarlos. Los hechos, en su avasallante sucesión, suelen desbordar las perspectivas (¿será esta una técnica propagandística, un rasgo de los tiempos actuales, acaso una mezcla de ambas?), pero la verdad de una experiencia y el esfuerzo por expresarla siempre será incontestable ante la tentación de sojuzgar, acallar.
Esta consciencia, lanzo otra conjetura más, ya para cerrar, presente en Diario de sombras –y en los autores aquí mencionados– me lleva en ocasiones a dos libros de Alejandro Rossi: Manual del distraído y Cartas credenciales.
©Trópico Absoluto
Alejandro Sebastiani Verlezza (Caracas, 1982), es poeta y ensayista. Estudió Comunicación Social en la Universidad Santa María y Letras en la Universidad Central de Venezuela, donde es actualmente profesor. Ha publicado: Posdatas (Caracas: El Pez Soluble, 2009), el diario Derivas (Caracas: bid & co, 2013) y otro poemario: Canción de la encrucijada (Caracas: Editorial Eclepsidra, 2016). Ha preparado junto con Adalber Salas Hernández dos antologías: Tramas cruzadas, destinos comunes (Bogotá: Común Presencia Editores, 2013) y Destinos portátiles (Lima: Vallejo & Co, 2015). Preparó la antología poética Del fluir de Santos López (Madrid: Kalathos ediciones, 2016) y la selección de ensayos La otra locura de Armando Rojas Guardia (Caracas: bid & co, 2017).
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