Nuestra marcha
«En todo caso, es otra la manera de ser de la dictadura, aunque se alimente de todos sus pasados, aunque lleve en la sangre o en su memoria psíquica residuos latentes o activos de lo que fueron las previas.»
Se ha consumado la continuidad de la dictadura. O como quedó registrado al gusto de nuestros historiadores, se ha consolidado «el continuismo». Todo el poder dictatorial, en su versión nefasta, persecutoria, destructiva y regresiva, se ha reafirmado hoy nuevamente.
En los detalles de esta circunstancia abundará nuestro periodismo y no hará falta repetirlos aquí. Quizá lo que importe consignar sea cómo todo eso, la recepción que genere en nosotros, principales y directos afectados, deje sus marcas. Hay cicatrices que cuesta cerrar. Las de tipo histórico son las más difíciles, porque nunca o casi nunca cierran definitivamente. Las generaciones nuevas no ocluyen una herida. Las heridas pasan, se trasladan, son la heredad también común. Es una realidad de muy enorme peso. Algunas sociedades pueden con esa carga, otras nunca. ¿Cuál de ellas es la nuestra?
Alguien, en redes sociales, manifestaba que hemos sido víctimas de cuatro grandes dictaduras en ciento veinte años. Sumando los años de cada una, de ese siglo y tanto vivido, sesenta y cinco años han estado bajo el signo de la autocracia, cada una a su modo, cada una con sus grados de ferocidad, de sevicia, de horrores.
Estamos de acuerdo en que a esta opinión no le falta verdad. Asombra, eso sí, darse cuenta de pronto; asombra sacar rápidamente esa cifra y quedar por momentos aturdidos con el resultado. En ese lapso, apenas 51 años de libertad y no completos: habría que considerar los gobiernos inmediatos a la caída del gomecismo como «transiciones» a la porción de libertad obtenida.
Pero hoy, en todo caso, es otra la manera de ser de la dictadura, aunque se alimente de todos sus pasados, aunque lleve en la sangre o en su memoria psíquica residuos latentes o activos de lo que fueron las previas. Y aun así, no habría de qué extrañarse: es el poder y sus infinitas maneras de hacerse visible lo que estamos vivenciando. Es el poder de siempre que logra colarse por los más mínimos espacios que nuestra estulticia le deja a merced. Porque somos falibles, qué duda cabe. Nuestra fragilidad es constitutiva, es nuestro suelo fundante.
es otra la manera de ser de la dictadura, aunque se alimente de todos sus pasados…
Me vienen de pronto aquellas líneas del historiador Carrera Damas en las que afirmaba con mucha convicción que eramos, somos, un pueblo que se encuentra en una «larga marcha hacia la democracia». Una frase que, oída por primera vez, deja en ascuas, en suspenso (ese sí largo), eso de ser venezolano. Es una frase con esquinas oscuras, y calles ciegas. Si nuestra sociedad asienta buena parte de su destino en ese largo andar hacia su realización de libertad y derechos, no parece que el horizonte posible se vislumbre con cierta sensatez. Esa misma historia que tan a fondo ha estudiado el profesor Carrera y otros como él, no menos agudos, insiste una vez y otra en mostrarse esquiva, en burlar la apuesta, en desviar el camino. Ahí están las pruebas en ciento veintitantos años de «vida republicana». ¿Necesitamos más?
Todo, sin embargo, puede ocurrir en contra de ese continuismo flagrante reinstalado en nuestro país; aún en la situación inmediata y bajo las condiciones evidentes. Hay un pueblo desencantado de lo que len ha hecho vivir y está muy movilizado. Hoy, muchísimo más que hace un siglo o medio siglo, nuestra gente se ha vuelto más avisada, más cauta, más «viva». Ese es el suelo que nos queda y que tenemos. Habrá que acelerar la marcha para que el camino no sea ni largo ni corto, que racionalmente nos deje en el sitio al que deseamos y nos merecemos finalmente llegar.
©Trópico Absoluto
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