Ruinas del presente
«El derribo de los monumentos a Chávez no puede ser leído, por tanto, como un ejemplo de cómo la sociedad se replantea sus lazos con el pasado, pues no se trata de una figura distante del pasado colonial, sino de un antepresente. Y aunque el gesto desmonumentalizador tenga más parecido a los derribos de las estatuas de Vladimir Lenin, Josef Stalin, Saddan Hussein, Muamar el Gadafi, o Bachar el Asad, por cuanto simbolizan el final de un ciclo, no puedo evitar observar la precocidad del gesto, envuelta en el pesimismo que será nuevamente un gesto de protesta que se ha vuelto tolerable para el gobierno, en la medida en que no reconoce en dicho gesto el descrédito social y consigue mantenerse a flote.»
La iconicidad de las imágenes del derribo de estatuas de Hugo Chávez acompaña el relato de los acontecimientos en torno a las elecciones venezolanas del 28 de julio de 2024. Blancos de malestar social, las estatuas de Carabobo, Falcón, Guárico y La Guaira fueron derribadas o dañadas al igual que ocurrió durante las protestas de 2017 y 2019. Hay quien lee, en las remociones más recientes, la culminación material de ese descontento, por encontrarse muchos de estos monumentos en bastiones electorales del chavismo. Un análisis político e histórico básico demuestra, quizá, que se trata de actos demasiado precoces, pues han sido realizados sin haberse producido aún la caída del gobierno. Esta anticipación me lleva necesariamente a pensar en este «acto monumental», pues tanto el desvelamiento como el derribo son actos monumentales, a la luz del debate sobre nuestra experiencia presentista contemporánea. La imagen del Hugo Chávez de bronce siendo sometido al resentimiento social abre una ventana de reflexión sobre el significado de los monumentos en sociedades profundamente polarizadas y cómo la política memorial bolivariana se descubre paradójica en su reiterado gusto por el caudillismo en una era global caracterizada por la ausencia de metanarrativas unificadoras.
En 2019, mi abuela me dijo convencida que a aquellos que estuvieron presentes en la exhumación de Simón Bolívar les cayó una maldición: el primero en caer muerto fue el mismo Hugo Chávez, el segundo, el gobernador del Estado Guárico, William Lara; el tercero, el diputado Luis Tascón, y la lista seguía. La pava aumenta con las mismas declaraciones de Chávez en su programa ¡Aló, Presidente!, cuando rogaba que su nombre no fuera puesto a ninguna calle, estructura o institución. Modestia del discurso que, tal y como demuestra la historia, no se corresponde con el profuso culto a la personalidad que representa, mismamente, el programa televisivo. Pero es que la presencia del fallecido líder es tan obscenamente profusa que, desde la campaña de los Ojos de Chávez, andar en el espacio público se hace incómodo, pues esos ojos no transmiten protección espiritual sino vigilancia y censura.
No es la primera vez que los venezolanos, en el calor de la protesta, intentan destruir los monumentos de Chávez. Durante la crisis política de 2017, se apedreó, quemó e intentó el derribo de las estatuas en Mariara (Carabobo) y en Villa del Rosario (Zulia). En 2018, la estatua del pueblo natal de Chávez, Sabaneta, donada por el dirigente ruso Vladimir Putin, fue quemada y destruida. La respuesta institucional, tanto entonces como ahora, ha sido el aumento de vigilancia y el resguardo de otras estatuas para prevenir la destrucción. Cualquier monumento busca perpetuar una memoria hacia el futuro, siendo, en el caso de Chávez, el reconocimiento de su Revolución Bolivariana. Sin embargo, su figura y legado han sido divisivos, generando pasiones tanto de fervor como de repudio.
La decisión de desmantelarlos es, por supuesto, un acto político simbólico, pero el gesto no debe confundirse con una evaluación del pasado, con un acto de impugnación histórica o de justicia reparadora. La imagen del derribo representa la canalización del fiasco, de la decepción y del hartazgo, y es, por tanto, una valoración en tiempo presente, acontecimiento, sí, de la declaración sobre la fractura del consenso social. Pero ¿cómo puede haber consenso social no ya en un país envuelto en una crisis múltiple, sino en una época en la que las metanarrivas y los grandes relatos han sido cuestionados y las conmemoraciones individuales parecen estar fuera de lugar?
La presencia de la narrativa teleológica en el espacio público y discurso oficial impide pensar en una historiografía alejada de estos extremos, por cuanto ni Bolívar ni Chávez constituyen antepasados de la nación, sino antepresentes, figuras que nos preceden y explican pero que aún viven porque no se las deja morir.
Esta inclinación por una política memorial decimonónica, alejada del sentir de una época en la que la historia no se concibe como magistra vitae al decir de Reinhart Koselleck, es indudablemente un síntoma de un sistema enfocado y ensimismado en el mantenimiento del poder, pues es una herramienta impositiva que intenta hacer prevalecer un relato e, incluso, construir una genealogía revolucionaria que legitime la dilatación temporal del ejercicio del poder. A lo largo de dos décadas se ha ofrecido una suerte de teleología bolivariana en la que el proyecto socialista del chavismo es una culminación de los deseos de Simón Bolívar, hasta el punto de erigir un monumento doble que combinaba un clásico Bolívar ecuestre con un Chávez sosteniendo la espada del libertador en un complejo monumental de La Guaira. Un desvelamiento que sorprendió a un país que estaba sufriendo al mismo tiempo la mutilación de otros monumentos, no por lo que representaban, sino por hacer uso del bronce en las rutas de tráfico ilícito que otorgan un beneficio de seis dólares por kilo. Ironías de la historia, ese relato teleológico no parece haber tenido calado social alguno, pues la estatua de Chávez de La Guaira se encuentra entre las derrumbadas. ¿Qué deseos de eternidad puede tener un régimen que, aunque vestido de democracia, ha dilapidado toda esperanza de alternacia y juego político?
El fenómeno de derribar monumentos de figuras controvertidas se ha observado globalmente en los últimos años. Sin embargo, se trata de figuras mayoritariamente vinculadas al pasado colonial y que hoy representan la prevalencia de ciertas formas de racismo institucional. Pese al esfuerzo de estas evaluaciones del pasado y la permanencia, en el arte público, de un relato nacional sesgado, no puedo evitar pensar que la iconoclasia posmoderna responde, en parte o en todo, a una lógica distinta. La replicación del gesto y acto desmonumentalizador en las redes sociales, la difusión y viralización de ciertas imágenes, sin duda ha contribuido al contagio emocional que provocan determinadas imágenes vueltas tendencia, las cuales se reducen a dos o tres palabras clave habitualmente con connotaciones violentas y una determinada estética que se espeja una y otra vez. Como tantas otras veces, el medio condiciona el mensaje y, en este caso, el acto desmonumentalizador, más que proponer una reflexión historiográfica, sobre cómo queremos pensar y narrar el presente y pasado reciente para el futuro, ha servido a la batalla por el control del discurso político.
El caso de Chávez y su monumento, por tanto, no surge de una revalorización histórica, sino que responde a esa lógica contemporánea en la que todo lo que acontece está articulado de acuerdo a una concepción del tiempo en presente que desoye el pasado y está ciego ante el futuro. Pese a la aberración que supone toda idolatría, afirmar que se acerca el fin de veinticinco años de dictadura es condescendiente u olvida el apoyo popular con el que, democráticamente, Chávez llegó al poder; al tiempo que no se produce un discurso que plantee los retos de la historiografía de este período dentro de veinticinco años. Obviamente si, parafraseando a Walter Benjamin, la historia es una sucesión de infamias, es más infame la hiperprofusión del culto a Chávez que la destrucción de sus estatuas. La presencia de la narrativa teleológica en el espacio público y discurso oficial impide pensar en una historiografía alejada de estos extremos, por cuanto ni Bolívar ni Chávez constituyen antepasados de la nación, sino antepresentes, figuras que nos preceden y explican pero que aún viven porque no se las deja morir. Asimismo, son constante presente las imágenes de desmantelamiento publicadas en la red a las que podemos volver una y otra vez, un archivo de perpetua actualidad.
El derribo de los monumentos a Chávez no puede ser leído, por tanto, como un ejemplo de cómo la sociedad de replantea sus lazos con el pasado, pues no se trata de una figura distante del pasado colonial, sino de un antepresente. Y aunque el gesto desmonumentalizador tenga más parecido a los derribos de las estatuas de Vladimir Lenin, Josef Stalin, Saddan Hussein, Muamar el Gadafi, o Bachar el Asad, por cuanto simbolizan el final de un ciclo, no puedo evitar observar la precocidad del gesto, envuelta en el pesimismo que será nuevamente un gesto de protesta que se ha vuelto tolerable para el gobierno, en la medida en que no reconoce en dicho gesto el descrédito social y consigue mantenerse a flote.
¿Qué horizonte de expectativa se puede tener desde la oposición con un discurso que apenas transciende el ámbito de la experiencia del presente? ¿Qué esperanza se puede depositar en el anuncio recurrente de una nueva ruptura?
©Trópico Absoluto
Isabel Piniella (Cumaná, 1989) es investigadora postdoctal en el Institut d’Histoire du Temps Présent del CNRS como miembro del proyecto internacional HISTAMAL dirigido por la Prof. Frédérique Langue. Doctora en Historia por la Universidad de Berna, obtuvo previamente su maestría en Filosofía Contemporánea en las Universidades Autónoma de Barcelona y de Girona y su grado en Humanidades en la Universidad Pompeu Fabra. Ha publicado diversos textos sobre cultura e historia venezolanas, entre ellos “Boom and Doom of Venezuelan Exceptionalism” en el catálogo de exposición OIL. Beauty and Horror in the Petrolage (eds. Alexander Klose y Benjamin Steininger, Wolfburg: Kunstmuseum Wolfburg, 2021).
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