Diáspora venezolana: el falso espejo de los humillados
«Habrá quien lo entienda como un modo de lidiar con la humillación que durante casi dos décadas hemos sufrido frente al mundo: desde la ridícula escasez del papel de baño y el desodorante, hasta la indignidad de la gente comiendo de la basura, nuestras miserias se han explotado y viralizado, se han vuelto objeto de burla, de lástima y desconfianza. No se debe subestimar el efecto de algo así en la autoestima de un pueblo.»
Hace unos meses, una noticia causó un revuelo en las redes sociales: el secretario general del sindicato de trabajadores de las plataformas digitales del Perú, es decir, de los «delivery» de ese país, anunció una huelga del reparto de comida para exigir a las empresas del rubro que atendieran sus reclamos.
No se trata de la primera protesta que estos repartidores organizan en América Latina: acciones parecidas habían ocurrido en Chile, Argentina y otros países, siempre a espaldas del Estado y prácticamente sin apoyo político. Y aunque seguro habrá motivos diferentes para explicar la soledad en que se encuentra este gremio, uno de los más precarizados del continente, me interesa reflexionar sobre una en particular: que este tipo de repartidores, en su inmensa mayoría, son extranjeros. Y por «extranjeros» quiero decir en realidad «venezolanos».
La noticia de la huelga era compartida entre quejas y burlas, en un verdadero hervidero xenófobo que implicaba a varias nacionalidades vecinas. Algunos señalaban el tupé de los migrantes venezolanos al exigir un trato digno, cuando debían más bien mostrarse agradecidos, mientras que otros criminalizaban abiertamente el gentilicio, o repetían la clásica sentencia de que, si tanto les molesta su trabajo, pueden no ya cambiarlo por algún otro, sino largarse de vuelta a su país.
Las opciones del migrante, se sabe, son aguantar en silencio el maltrato o marcharse por donde vino, pero nunca quejarse, ni organizarse, ni protestar. Y aunque es cierto que los parias nunca escasearon en América Latina –colombianos, ecuatorianos, haitianos y peruanos, entre otros, han tenido su turno en el banquillo de los indeseables–, esa experiencia común, lejos de invitar a la empatía y la solidaridad, parece hacerlo más bien a un sentimiento vengativo, al alivio mezquino de saber que es otro a quien conducen al cadalso. Es parte de la naturaleza humana: los chivos expiatorios les permiten a los pueblos reconciliarse consigo mismos y con su historia. Como los espejos deformantes de las ferias, les devuelven una imagen propia grande, poderosa, artificial.
El resultado de estas experiencias es siempre el mismo: la aplastante soledad del migrante venezolano. Su relato, despojado de matices y simplificado al extremo, ya no le pertenece.
En eso, paradójicamente, los venezolanos tenemos experiencia. Como cantaba Desorden Público a mediados de los 90, Venezuela estuvo siempre «mal amamantada/ con un tetero de petróleo/ que te hipnotiza, que te oxida/ y te deja dormida».
Es decir, acostumbrada a niveles de consumo, de derroche y de bienestar muy por encima del promedio de los países de la región. No por otra cosa fue una importante receptora de migrantes: había democracia, relativa paz social, educación pública gratuita, benéficas leyes laborales, generosos subsidios estatales y sobre todo dinero, dinero fácil rondando en la sociedad. Y ese último espejismo resulta siempre difícil de resistir, a la vez que difícil de perdonar para quienes lo miran de lejos.
Por eso ahora que los papeles se han invertido y el venezolano se vio en la dolorosa obligación de abandonar su arruinada burbuja petrolera y enfrentarse a la realidad de sus vecinos, los descubre, en su mayoría, poco o nada dispuestos a recibirlo.
Por otro lado, semejante choque cultural no puede menospreciarse. No me refiero únicamente al contraste entre el caribeño bullicioso y desordenado y el andino desconfiado y cerril, sino también a sus diferentes expectativas respecto a la sociedad y la vida, a lo que se puede esperar del sistema y de los demás, y muy especialmente a lo que es lícito defender, exigir y sacrificar. Reflejo de ello es la imagen ambigua que respecto al migrante venezolano tienen en sus distintos países de acogida.
A menudo se les tilda de soberbios y pedantes, por no aceptar de buena gana la explotación o por alzar la cabeza y animarse a opinar, a participar y a exigir, en lugar de conformarse con el puesto silencioso y subalterno que supuestamente les corresponde. Pero a la vez se les acusa de precarizar el trabajo y contribuir, de modo voluntario o accidental, con esa máxima conservadora que reza que los pobres lo son porque quieren y que en todas partes se surge con sacrificio y trabajo duro.
Transformados así por la fantasía local, los migrantes venezolanos se vuelven víctimas y victimarios: refugiados y delincuentes, competidores desleales y cargas para el Estado, partidarios del comunismo y del imperialismo yanqui. Sus mujeres son vulgares robamaridos y a la vez muchachitas ingenuas de las cuales aprovecharse.
Por lo demás, la instrumentalización electoral de su desgracia es ubicua: su desgracia les sirve a algunos para advertir que lo mismo podría pasar en cualquier otro país y que, por ende, lo mejor es aceptar las inequidades del sistema como algo irremediable. Y en la acera ideológica contraria, se hace lo mismo a la luz de la CIA y el imperialismo yanqui.
Cualquier otra opinión, cualquier intento por contextualizar, conduce al migrante inevitablemente al silencio, a la infantilización, cuando no directamente al racismo y la xenofobia, usualmente en forma de amenazas de deportación. El resultado de estas experiencias es siempre el mismo: la aplastante soledad del migrante venezolano. Su relato, despojado de matices y simplificado al extremo, ya no le pertenece.
Quizá haga falta decir que no pretendo aquí absolver a mis compatriotas de la soberbia, el prejuicio y la ignorancia de la que muchos seguramente haremos gala, sobre todo al opinar de la historia y la política de los países que recién descubrimos.
Habrá quien lo entienda como un modo de lidiar con la humillación que durante casi dos décadas hemos sufrido frente al mundo: desde la ridícula escasez del papel de baño y el desodorante, hasta la indignidad de la gente comiendo de la basura, nuestras miserias se han explotado y viralizado, se han vuelto objeto de burla, de lástima y desconfianza. No se debe subestimar el efecto de algo así en la autoestima de un pueblo.
La pérdida, en todo caso, no es nuestra únicamente. Tras sobrevivir la criminalización de la protesta, a la captación y abolición de los espacios sindicales por el gobierno, y a la militarización y cartelización de la sociedad civil, muchos venezolanos tenemos presente el valor de la organización, del trabajo y de la democracia.
La huelga de los «deliverys» peruanos sirve de ejemplo, como también las recientes y multitudinarias manifestaciones en Venezuela contra lo que, a todas luces, es un fraude electoral. Al responsabilizarnos de la injusticia y la precariedad que impera en los países latinoamericanos —puesta de relieve más que nunca con nuestra llegada—, no solo se barre el sucio bajo la alfombra, sino que se nos niega aportar al cambio que urge en nuestras sociedades. Y ese es un lujo que América Latina no debería permitirse.
©Trópico Absoluto
Gabriel Payares (Londres, 1982) es un escritor venezolano, licenciado en Letras de la Universidad Central de Venezuela, Magíster en Literatura Latinoamericana por la Universidad Simón Bolívar (Venezuela) y Magíster en Escritura Creativa por la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Argentina). En su carrera destacan sus numerosos reconocimientos por su cuentística. Obtuvo el premio Monte Ávila 2008 de Autores inéditos, ganó el concurso Anual de cuentos del diario El Nacional (2011), el Primer premio Nacional de Literatura Rafael María Baralt (2013), y una Primera Mención en el Premio Iberoamericano de Cuento de Julio Cortázar (2014, Habana) y el Premio Internacional de Cuentos Abelardo Castillo (Buenos Aires, 2021). Ha colaborado con medios impresos y digitales y sus textos se pueden encontrar en diferentes antologías tanto nacionales como latinoamericanas. En 2020 fue escogido por la Hong Kong Baptist University para su programa de escritura internacional (International Writer’s Workshop).
Este artículo se publicó originalmente en el diario Clarín de Buenos Aires el 28.08.2024. Se reproduce aquí con autorización de su autor.
1 Comentarios
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Que bien escrito este artículo!
Llama a la reflexión de lo mucho ya dicho. El falso espejo es imagen reveladora de, a penas, el inicio de una vida en sacrificio. Fe en que pronto ese sacrificio será historia!