/ Elecciones-28J

El silencio de Caracas ahoga

Foto: Fran Beaufrand

Leo por ahí algo que por fortuna no resuena en el vacío: El silencio de Caracas ahoga.

Sí. Conozco ese silencio.

Y no. No estoy ahí, pero he estado y estoy. Así, estando sin estar. Es algo que aprendí y que aconsejo a todo el mundo practicar porque eso es el amor.

De modo que me planteo un ejercicio antiguo.

Y digo esto porque lo abandoné.

Solía escribir reflexiones, crónicas, y publicarlas en un blog. Pero en un momento, hace cerca de una década, comencé a perder el hilo, la concatenación de la prosa. Me escondí en los segmentos, porque así vivo más tranquila, encriptando, cortando las imágenes, deshilachando los tramos de los viajes y las casas que he tenido por hogar. Cuántas, pues no lo sé, tampoco me obsesiona. Pasajera de sofá, cuidadora de moradas mientras viajan, mientras viajo, y me acomodo, mientras que mientras… En Caracas he sentido el vacío de una ciudad, de sus madrugadas tan negras como perderse en el mismo cerro de noche. Perdí la habilidad de anudar discursos y solo podía reconocer pedazos viviendo como dentro de una botella fracturada. Me quedé muda hundida en el silencio. De repente no había fiesta ni reunión, nada. Solo el monte y los libros, montañas de tierra y de papeles, y ordenar, recorrer, transitar, intentar darle un sentido al caos de las mesas de viejo, de las colecciones de otros, de los ausentes que ahí estaban entre su propia naturaleza muerta, sus almohadas aún con la forma de sus cabezas. El silencio de aquellas bibliotecas que cuidé tan vivas en medio de casas desoladas era mi única fiesta, un ritual monástico, una obsesión que contemplaba mientras me servía un trago de alguna botella a medio beber o me tomaba un café. Pensaba cómo armonizar la compulsión de comprar libros como ladrillos de una casa imaginaria. La única casa son las palabras y sus imágenes. El deseo de tomar un lomo y que diga algo, algún consuelo, alguna marca orientadora, algún mapa, una iluminación. ¿Cómo navegamos una colección de libros? ¿Cómo los organizamos? Es como ordenar un texto, el pensamiento, los días en el calendario, dar sentido al itinerario, qué avenida o calle vamos a tomar, a qué hora la reunión, la cita, la comida, el mercado, el ocio, la caminata, la naturaleza, los planes, las precauciones, los desvaríos. Me paseaba por aquellas casas hermosas y solas, vacías como iglesias. Aquellas casas hechas de planes truncados de otros, sus dueños, los que pensaron el color de las paredes, los vasos, los cuadros. Casas con su memoria de polvo hecho de la carne muerta que soltamos, el pelo, los hilos desprendidos de la ropa, restos de papel, de harina, de paredes, construcciones, maquillaje. El papel, la identidad, los papeles, qué cosa tan importante y tan tormentosa.

En 2018 falleció mi abuela y ya está. Dije: Bueno. Me voy. Se terminó la única casa que era ella que no tenía casa. Había regresado a Caracas a finales de 2015 tras un viaje de dos meses que se tornó en dos años, y la habité de la manera más auténtica que pude. Voté en las legislativas que nos robaron. La robada más oscura porque no fue a un representante sino a muchos. Todos los diputados, el edificio, la asamblea, la discusión, los moderadores, las pluralidades, el lugar donde se forman los políticos, donde se juntan, hacen acuerdos y se pelean; donde se modelan las leyes, se derogan, se escriben y corrigen, uno de los tres poderes autónomos de las repúblicas, y, a mi juicio, el más importante, por su color, su vastedad. Se robaron todo eso. Lo diluyeron, los humillaron, nos humillaron, los golpearon, los insultaron, nos destruyeron moralmente. No había agua, no había papel, ni luz, ni comida, ni desodorante, ni toallas sanitarias, ni servilletas, ni aceite, ni azúcar, ni harina para las arepas. La plata en los cajeros salía como confeti para llenar una piñata. Y así mismo un día se acabó. Se acabaron los billetes. Mengua, mucha. La gente comía de la basura y todo estaba oscuro desde muy temprano. Un toque de queda sin fin ni contrato. Llegó 2017 y amanecía con estruendos, temblaban las paredes, los túneles y puentes. Era como que venía el terremoto. Se movían los marcos de las puertas, el mareo. Es rarísimo el temblor, pero mucho peor es vivir en él. Caracas era un hervidero. Estudiaba mucho y me corté el pelo bien corto. Desde entonces apenas resisto que crezca. Me asfixia.

No sé muy bien qué es lo que hago con este ejercicio de historia personal en la pizarra colectiva. No sé exactamente por qué. Pero al mismo tiempo sí. Lo hago porque amo estar en ese cerro, por ver todos sus colores y sus piedras, por ser más disciplinada para recoger las ramas y armar un álbum diverso, botánico y mineral, eterno. Daría todo por Caracas, por Venezuela. Lo doy todos los días en el ejercicio de que no trato con tiranos. Los conozco ya y no me interesan. La entereza es la astucia de no echar lágrimas. Es responder a lo que necesitas y a lo que crees sin dar explicaciones. Dedicarse a la escucha de ese silencio. Levantarse todos los días en otra parte que no es la propia, aunque lo sea. Estar sin estar ahí mismo, donde estamos todos, los que allí viven y los que no, porque hay un sitio en el que estamos todos y eso es lo único que llena ese silencio, este vacío atronador.


Betina Barrios Ayala. Buenos Aires


*Este texto comenzó a escribirse durante la madrugada del 29 de julio sobre la calle Perú, entre Chile e Independencia en el barrio de San Telmo en Buenos Aires, Capital Federal de la República Argentina.

3 Comentarios

  1. Tan delicioso leerlo como tormentoso recordar tanto abuso, desaliento, desasosiego. Pero llegó el momento de llenar ese vacío con un grito que nos desgarre la garganta y digamos «Jasta el final» como un manera hasta que logremos la libertad.

  2. Extraordinario texto. Me leo, me respiro en él. Me fui sin despedirme de Caracas en diciembre de 2017, desde entonces vivo en Santiago, al otro lado de la cordillera. Casi 8 años sin volver y cuando fui, en junio, fui -fue- un celaje. Mi viaje al verde atronador de Caracas. Lo demás son preguntas sin respuestas.

  3. El silencio de Caracas, de Maracaibo, de Barquisimeto, ahoga. Ahoga a miles de kilómetros de distancia cuando un mensaje de WhatsApp te revela que alguien a quien amas fue violada por Policías (en plural, en uniforme), a sus 20 añitos promisorios, de regreso de su trabajo promisorio, a punto de ser Periodista Summa Cum Laude. Ahoga el llanto que no te deja dormir desde tu invierno seguro, impotente e inútil, sin Policías violadores que se quedaron con tu cédula y te prometen «joderte» si los denuncias. Silencio autoinflingido para que no te jodan. Ese es el que ahoga más, no roba sólo el aliento, roba el derecho, la dignidad, las promesas, el futuro.
    Gracias prima querida, por este texto que ayuda a salir del agua un momentico.

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