/ Elecciones-28J

Ajmátova en julio

Desierto de Atacama, Perú. S/F

I

Llevo siete años en el Perú. Llegué en mayo de 2017, aterrorizada por la represión brutal del mandato del señor Nicolás Maduro en contra de manifestantes que exigían un cambio de gobierno en el contexto de una crisis humanitaria que había dejado a la población sin medicinas ni alimentos. Una agresiva política de expropiaciones y control de precios condenó a amplios sectores de la población a una severa escasez de productos, y el aparato económico estatal, sumido en corrupción, fue incapaz de satisfacer las necesidades de un pueblo que moría de mengua.

Hace poco, en medio de una terrible discusión familiar por temas políticos, alguien abrió una herida de la que teníamos siete años sin hablar: nos estábamos muriendo de hambre. Acostumbrada a disfrutar de teatros, vinos, ropa hermosa, viajes, libros y cualquier cosa que aumentara el consumismo y el placer por las cosas bellas, nunca pensé que dejaría de comer para que mis hijos, mis padres y mis perros pudieran alimentarse. Es una confesión vergonzosa, pues crecí bajo una estricta educación en la que, ante el ofrecimiento de comida en medio de una visita, era prudente decir no y ser breve para no perturbar. No se podía admitir que había hambre, pues era una palabra fea y su demostración era signo de poca educación: “Nunca digas que estás muerta de hambre, no está bien”.

Pero resulta que, entre 2014 y 2017, el hambre fue vivencia, inclusive en sectores de clase media: no había alimentos y el gobierno implementó una macabra política por la cual los ciudadanos solo podrían comprar comida en los lugares autorizados después de presentar unos carnés, en algunos casos partidas de nacimiento si se trataba de productos para menores de edad, y récipes de pocos días de prescripción para medicamentos. Con respecto a estos últimos, el sistema fue perverso: hasta para comprar jeringas había que presentar un récipe, era difícil encontrar algodón o solución fisiológica y cuando llegaba algún medicamento importante (de esos que necesitan quienes padecen enfermedades crónicas para seguir viviendo), aparecía algún jefe del CLAP — consejos locales encargados de decir arbitrariamente quién comía y quién no—, y se llevaba ex profeso todas las medicinas para traficarlas en el mercado negro.

De esto fui víctima: mis tres niños menores de cuatro años nacieron con una enfermedad crónica autoinmune. Vi a otras madres de niños con otras dolencias crónicas llorar desesperadas, mientras iban de farmacia en farmacia. Compraba medicamentos por un precio mil veces por encima de su valor en el mejor de los casos, o a veces tenía que decidir cuál de los niños estaba menos enfermo para no darle lo que también necesitaba y así salvar al que estaba en crisis.

Da vergüenza tener hambre y da vergüenza ver cómo los cuerpos se desdibujan; todos, uno por uno. Y eso era lo que pasaba en las familias, en las urbanizaciones, en los barrios, en las universidades, en las escuelas, en todos lados. Dejamos de reconocernos cuando comenzamos a ser huesos ambulantes y las ropas eran excesivamente grandes para resguardar esos manojos de huesos en los que nos convertimos. Llegué a perder 20 kilos. Ese es el grado de deshumanización al que se enfrentaron millones de venezolanos, mientras los funcionarios del chavismo hacían alarde de sus banquetes en los hoteles más prestigiosos del país.

Sin embargo, pude llegar al Perú detrás de mi esposo. No había otra opción para que mis hijos sobrevivieran, ya no al hambre y a su enfermedad, sino a los ataques a las zonas civiles con gases y balas. No fui la única que emigró por supervivencia; fuimos ocho millones de personas, uno de los éxodos más significativos del mundo en los últimos años.

II

Tratar de salvar a los hijos es un instinto animal, salvaje, doloroso, apasionante y desgarrador. Queremos salvarlos de la muerte, de las enfermedades, del sufrimiento, de los demás, de nosotros y de ellos mismos. Los pretendemos vivos y que mueran después de nosotros, jamás antes. Los queremos inmortales, eternos y felices. Eso está en el corazón de una madre.

Por eso quise que salieran de Venezuela en 2017, los quería y los quiero vivos. Que fuesen felices también, con amor y cuidados sería suficiente. Pero a veces los movimientos migratorios masivos causan resistencia y para nadie es un secreto que la xenofobia está presente en América Latina cuando muchos sienten el acento venezolano: hay gente que no puede contenerse cuando nos escuchan y muestran, sin disimulo, su molestia o su miedo.

J., mi hija, ha sufrido la discriminación desde que tiene cinco años. Cuando llegó al Perú, los niños del preescolar le decían que todos los venezolanos éramos ladrones. Un día llegó aterrorizada porque esas mismas criaturas le dijeron que la iban a llevar a la frontera y la dejarían allá porque no era peruana. Con cinco años creía que era cierto y ella no lograba entender que su papá tenía una visa por la que todos teníamos un régimen migratorio regular. Esos mismos ojos aterrorizados los volví a ver este 2024, cuando tras varios años de xenofobia y hostigamiento, me dijo que quería morir. Unos niños venezolanos, que están tan o más destruidos que nosotros, eran los nuevos protagonistas del acoso. Son niños cuya migración tuvo más sufrimiento que la nuestra y eso es bastante decir. Este particular capítulo de nuestra vida nos abrió una nueva herida, por la que queriendo salvar a los hijos, no pudimos ahorrarles sufrimientos ni allá ni aquí.

No todo se soluciona con un psiquiatra, psicólogos y con la intercesión de Dios a través de la bendición del cura. Por eso, a comienzos de julio de 2024, decidimos que regresaríamos a Venezuela. La libertad estaba cerca, pues el proceso electoral era la cumbre de varias mesas de negociación política, con varios actores internacionales, a los fines del restablecimiento democrático en Venezuela. Era solo cuestión de meses terminar los compromisos profesionales en el Perú, acomodar y comprar ciertas cosas en Venezuela, pagar las deudas, finiquitar estatus migratorios y llegar a nuestro país como una familia que apostaba por rodearse de los seres amados que quedaban y tratar de sanar tanta herida acumulada por tragedias políticas que nos salpicaban.

III

Trato de hallar un sentido al sufrimiento que he visto en otros en medio de esta tragedia de la última década. Me gusta leer a Anna Ajmátova y Marina Tsvietaieva. Ambas fueron madres, las imagino sintiendo lo mismo que yo: queriendo salvar a sus hijos, ser libres, pero también llenas de angustia frente al sufrimiento que había alrededor de ellas. Esa poesía nos da testimonio de tanto dolor causado por movimientos totalitarios que aspiraban a la destrucción de cualquier vestigio de humanidad, desde la libertad, pasando por los afectos naturales hasta llegar al pensamiento.

Por eso también durante un tiempo, me dediqué a leer a Oscar Figes y a Karl Schlogel, tratando de hurgar cómo fue posible que en la URSS, sobre todo en la Gran Purga, hubiera una maquinaria capaz de moler gente. Fusilamientos, delaciones, persecuciones, tortura, violaciones: el imperio de la muerte. Estaba asombrada porque crecí viendo videos del Ballet Bólshoi y el Ballet Kirov de Leningrado (hoy Mariinsky), solo bailarines sonriendo y ejecutando el ballet más bello y exquisito del mundo. Detrás de tanta belleza se escondía el horror de una sociedad en la que no sonreír al burócrata de turno era señal de traición a un régimen que sólo ofrecía ejecuciones a los enemigos del pueblo.

Varias veces compartí en mis redes sociales fragmentos de Figes, y no fueron pocas las veces en las que algunos intelectuales de izquierda afirmaban indignados que esos textos estaban cargados de mentiras, pues para ellos en la URSS no se violaron jamás derechos humanos, los gulags no eran campos de concentración en los que la gente moría lentamente de hambre y del cansancio por trabajos forzados ni hubo familias enteras deportadas y con su dignidad rebajada a menos que desechos. Entendí que siempre habrá personas que nieguen que un sistema político pueda ser capaz de deshumanizar a millones de personas por medio del sufrimiento, sin que medie límite ético alguno más allá de la lealtad a una ideología. El odio hacia el «otro», hacia la otra ideología, priva a los hombres de crítica y vergüenza.

IV

Hace una semana, los venezolanos votaron en unas elecciones que abrirían las puertas para una redemocratización. Era lo prometido en mesas de negociación internacional, en las que supuestamente se buscaba llegar a un pacto que evitara más sufrimiento a la nación. La verdad es que la gente salió a votar convencida de que la democracia era la única vía para dejar atrás un período político y social que se resume en hambre, muerte y opresión, quizás el más doloroso en casi un siglo. En las zonas donde el chavismo alguna vez fue un credo político y religioso, la gente se felicitaba porque ganaría «María Corina» a través de Edmundo, el candidato habilitado para que la oposición pudiera participar en el proceso electoral, ya que los procedimientos administrativos y judiciales parcializados de la injusticia chavista la habían sacado del juego. Aun así, la oposición acudió a hacer lo que tenía que hacer: votar.

No obstante, las fuerzas del chavismo-madurismo declararon que Nicolás Maduro era el ganador, un funcionario dio cifras al azar y estas, a su vez, han sido debate de matemáticos, que concluyen que no son ciertas. Después dijeron que no había actas por un supuesto ataque cibernético en el que involucraron a Elon Musk y a Macedonia del Norte. Para el chavismo-madurismo, la soberanía reside en Nicolás Maduro. Así lo demostraron en una semana: los manifestantes tomaron las calles y derribaron estatuas de Hugo Chávez (al que algunos fanáticos quieren equiparar como una especie de Lenin bolivariano) y propagandas electorales del oficialismo. Las zonas más pobres que ya no son chavistas se hicieron sentir con gritos y cacerolazos. En las redes sociales se podían ver las imágenes de la indignación, que mostraban a un pueblo determinado a ser libre y expulsar del poder a una casta de intocables que se escudan en el poder militar para seguir oprimiendo a millones de personas.

Pero allí estaba yo, ya no leyendo los libros sobre represión soviética, sino cientos de denuncias de desaparición forzada de personas, muertos, perseguidos, aprehendidos ilegítimamente, torturados y escuchando las súplicas de madres, padres e hijos buscando a sus parientes. Lograron romper afectos naturales, cuando emprendieron redes de delación en las que familiares traicionaron a familiares para que se los llevaran, sabiendo que probablemente los matarían después de torturarlos. También los jefes del CLAP, aquellos que traficaban comida entre los años 2014 y 2017, impulsaron la aprehensión de sus vecinos bajo el delito de instigación al odio: llamaron para que buscaran a las personas con las que habían crecido y compartido toda una vida; el único bien al que se debían era la revolución, que les dio una parcela de poder donde podían deshumanizar a otros y sentirse poderosos. Nicolás Maduro anunció la creación de campos de trabajo y reeducación al estilo gulag, afirmó que esta vez las traiciones serían aplacadas sin piedad.

A esta hora, siguen las violaciones graves de derechos humanos en todos los rincones del país: niños, ancianos, adolescentes, mujeres, hombres, comunistas, cristianos, ateos, liberales, socialdemócratas… todas esas categorías de personas están siendo perseguidas y aprehendidas por hombres encapuchados que llegan en vehículos de los órganos de seguridad. Gente gimiendo, otros gritando, otros llorando desconsoladamente y otros esperando que lleguen a sus casas a llevárselos, sabiendo que quizás no regresarán ni hallarán sus cuerpos.

V

He leído en los últimos días que intelectuales de cierta izquierda respetada soslayan la masiva violación de derechos humanos que perpetra el gobierno de Venezuela contra civiles indefensos. Buscan torcer argumentos y desviar la discusión de esos seres que sufren en este momento, quizás torturados o recluidos en cárceles infrahumanas al lado de presos comunes, para enmarcarla en la responsabilidad histórica de los Estados Unidos en los conflictos con otras naciones. Pareciera para estas personas que cualquier cosa que haya hecho cualquier gobierno de derecha y capitalista que existe, justifica la barbarie que sufren miles de venezolanos que hoy están tras las rejas por protestar contra el desconocimiento de la voluntad popular, manifestada el 28 de julio de 2024. ¿De dónde viene la necesidad de las personas que están a salvo de banalizar el sufrimiento de quienes son brutalmente oprimidos? Pero también hay una necesidad de dejar memoria de las cosas que muchos pretenden olvidar, de las que algunos no quieren que se hable pero que es necesario hacerlas palabra para que los actos del totalitarismo no puedan ser relativizados ni convertidos en bondad.

«No sólo por mí elevo esta plegaria,
sino por todos aquellos que a mi lado
soportaron el frío atroz y el bochorno de julio,
a los pies de aquella pared roja y ciega.

…Ya las veo, ya las oigo, ya las siento.

Y aquella, que no pudo soportar el sufrimiento,
y aquella, que ya no pisa el suelo materno,
y a la que sacudiendo su hermosa cabellera
dijo: «Vengo aquí como quien va a su casa».

Quisiera, una a una, llamarlas por sus nombres,
mas me han robado la lista, ya nunca podré hacerlo.

Para ellas he tejido este amplísimo manto
con sus propias palabras, con su llanto inconsolable.

Las recuerdo siempre, dondequiera que me encuentre,
jamás las olvidaré, aunque me asalte una nueva desgracia.

Y si algún día silencian esta boca atormentada
por la que gritan cien millones de almas,

que también me recuerden como yo a ellas hoy
en vísperas del Día de Muertos.
(Ajmátova- Requiem)

Alejandra Mujica Fuenmayor
Lima, Perú

6 Comentarios

  1. Magistral texto, redondo, del sufrimiento ruso al venezolano. ¡Qué tristeza, volver a esto en pleno siglo XXI! Gracias por un texto del que me queda latiendo la gran pregunta: ¿ De dónde viene la necesidad de las personas que están a salvo de banalizar el sufrimiento de quienes son brutalmente oprimidos? Yo también me lo he preguntado miles de veces.

  2. Jessica Sánchez

    25 años después de tantas burlas y de tanto que hemos sufrido como pueblo, solo me queda refugiarme en la justicia divina.
    Soy parte de los 8 millones de disidentes exiliados y siempre a quien me pregunte, narraré la barbarie que hemos sufrido a lo largo de estos años de parte de ese régimen dictatorial del mal

  3. Liliana Fasciani

    Un valiente testimonio de la realidad más dura que se haya vivido en Venezuela en el siglo XXI. Que tu voz, tu pluma, tus palabras lleguen a quienes no saben, o no creen o no han entendido.

  4. maria ines calderon

    Crónica franca, dolorosa donde se percibe la fuerza de una mujer luchadora por el bienestar de sus hijos. Bravo por las confesiones. Por el estilo pulcro. Espero que pronto llegue el día en que tu y tus hijos cumplan el sueño de regresar.

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