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El tiempo de las moscas

Por | 12 septiembre 2024

Ricardo Jiménez. De la serie «Caracas desde el carro». 1994.

Ya no había nada que cuidar ni homenajear, pero él se acostumbró a hacerlo. Lo que quedaba del antiguo hombre fuerte era apenas un montículo de hierro, el pedestal con una placa ya sin letras porque cada una fue cayendo bajo al peso del tiempo y del olvido. Todos en el pueblo se acostumbraron a ver al custodio dirigirse cada mañana al centro de la plaza, detenerse frente al lugar donde alguna vez estuvo una estatua y su gloria, hacer una especie de saludo solemne como si para él el héroe estuviera ahí y sus ojos fueran los únicos capaces de atestiguar su encumbrada presencia. Era tan habitual la ceremonia que ni siquiera causaba comentarios críticos, burlones o maliciosos. El custodio con su uniforme raído, el brazalete luctuoso en el brazo izquierdo, la escobilla para limpiar la base del monumento, la garrafa de agua para saciar la sed era parte del paisaje diario en la población.

Los más viejos aseguraban que se llamaba Francisco, pero para las nuevas generaciones ese hombre alto y seco de carnes no tenía otro nombre que “El custodio”, ni más identidad ni pasado que lo necesario para hacer de él un chiste, la metáfora viviente de un tiempo y un heroísmo ya llovido. Al principio, le pagaban para cuidar la estatua, contaban los viejos de la comarca, pero cuando todo se vino abajo ni un solo centavo más vio el pobre. Que de qué vivía, cómo lograba mantener la carne sobre los huesos, la barriga con algo adentro para tener aliento para ir día tras día a su inútil oficio nadie daba cuenta. Solo notaban que cada día era más huesos que carne y que el uniforme, que lucía como una segunda piel, le quedaba grande como si este estuviera engulléndose paulatina e inmisericordemente al cuerpo que vestía.

Parece un garrancho, decía la dueña del abasto cuando veía pasar a ese hombre largo y taciturno al frente de su negocio. Uno que otro cliente sonreía con desgana, detrás del mostrador, al oír el comentario en el sopor de la tarde atravesada por el vuelo de las moscas que insistían en posarse sobre rostros y cuellos. Letargo vespertino que la mujer trataba de mitigar con un abanico.

Cuando llegaba la noche, el custodio se despedía del estrado donde imantaba su héroe invisible y depuesto y regresaba a casa con el paso lento de aquel a quien nadie espera. La rutina era más o menos la misma excepto el día del natalicio de su ídolo. Durante esa fecha el guardián permanecía en vigilia sin inmutarse por la presencia de los muchachos y de las parejas que se sentaban a cuchichear y a besuquearse en la plaza; aunque al vendedor de algodones de azúcar le pedía que no se pusiera al lado del podio porque los héroes no nacieron para la dulzura sino para el valor de la amargura. Nadie lo contradecía, todos le llevaban el hilo porque para la colectividad era su loco si no favorito al menos el más identitario, una suerte de patrimonio local. Cuando se muera, comentaban algunos, lo enterraremos en la plaza. Es lo justo, respondía cualquiera, el que se animaba, mientras todos trataban de espantar las moscas que sobrevolaban sus pieles sudadas.

En el pueblo la vida transcurría en esa aletargada normalidad hasta que una calurosa mañana de agosto arribó al lugar un agrimensor oficial, cuya misión era tomar las medidas precisas de la plaza para llevar a cabo un proyecto que ni él mismo sabía de qué se trataba. Él solo tenía órdenes de tomar las medidas y rendir esas cuentas a sus jefes en la ciudad, le informó al dueño del hotel donde se hospedó cuando este lo interrogó sobre el motivo de su visita a ese pueblo de moscas. Al principio, el agrimensor fue amable con quienes lo abordaron para saber cuál era la misión encomendada por el Ejecutivo. En las noches se acercaban a la recepción del hotel el cura, el médico, la maestra, el carnicero y el sepulturero del pueblo. A todos atendía en sus inquietudes, aunque no pudo darles una información real y oportuna sobre los proyectos gubernamentales detrás de su trabajo topográfico. Al cuarto día de su estancia se encerró en la habitación, no salió ni porque la mujer del abasto, coqueta y ataviada con un vistoso vestido de flores grandes y blancas sobre una tela negra, le tocó la puerta para saber si todo estaba bien. Al quinto día, el agrimensor abandonó la comarca. Nadie lo vio salir, pero para todos él huyó como un cobarde y un desagradecido. Mejor que se fuera. A nadie le gusta los intrusos.

Así como llegó se marchó, ni bienvenido ni despedido. La aldea volvió a su soporífera normalidad, la mujer del abasto puso en venta su vestido de flores, que ya le quedaba muy chico. Con el rechazo del visitante comprendió que el romance no tenía cabida en su vida. Y esas moscas… Ella se ventilaba con el abanico.

Poco a poco los habitantes fueron olvidando esa breve irrupción forastera. Mejor que se fuera por donde vino el fulano, era esa la percepción general. Lo curioso es que el tiempo transcurrió y nadie más vino de afuera a medir cimientos o a construir lo que sea que iban a levantar en la plaza.

En este país solo le importamos a las moscas, se quejaba el tabernero mientras limpiaba la barra del bar con un mugriento y pegostoso trapo amarillo. Nadie va a construir nada acá, remató y sirvió un trago turbio y transparente. Una estatua, una estatua es lo que nosotros debemos montar otra vez en la plaza, exclamó un borracho como presa de una inesperada epifanía. Al custodio, montemos al custodio en la base de la estatua, le metemos unas cabillas en las patas y lo envaramos, soltó otro borracho tan salvaje ocurrencia acompañada de una carcajada estruendosa. Otros presentes lo escoltaron en la risa y en la saña: le encementamos los pies para que no tenga que estar yendo y viniendo el muy desgraciado, que se quede pegado en su lugar favorito —propusieron, exclamaron, gritaron, celebraron. El tabernero los escuchaba con estupor y preocupación. Sabía por experiencia propia cómo una idea desquiciada en manos de una turba podría hacerse siniestra realidad más rápido que un chasquido. Aquí nadie va a subir a nadie en ningún pedestal de héroe. Ya tuvimos suficiente, pronunció en tono alto y firme, dejen de inventar o se van temprano hoy a casa, les habló fuerte a modo de advertencia. No, nooo, a mi casa no me mandes, me tocaría acostarme con mi mujer, bromeó el borracho que había propuesto envarar al custodio, y todos volvieron a reventar de risa. Así se zanjó el tema del loco y la estatua esa noche en la taberna. Y vinieron otras noches con la habitual monotonía y nadie más se ocupó del tema.

Entretanto, el custodio en casa alimentaba al visitante con la poca comida que conseguía. Debía mantenerlo bien amarrado y con la boca taponada para que no fuera a gritar y lo descubrieran en su papel de secuestrador. El hambre y las precarias condiciones higiénicas habían mermado la salud y el ánimo del agrimensor. Todas las noches, al regresar de su inútil oficio, el custodio reproducía los discursos grabados de su héroe. Ambos los escuchaban. Uno con gusto. El otro a la fuerza. Van a pasar los años, le explicaba el custodio, con esa voz apenas perceptible, tan ligera y esquiva como la patica de una mosca, aquí solo se rinde el más débil. Y yo tengo el legado. Y yo tengo la fuerza.

Carolina Lozada

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