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Una emergencia

James me aguantaba el pasaporte y la ropa. Uno dice «me va a dar una vaina», hasta que un día te da una vaina y no te lo puedes creer. A veces sobreviene cierto extrañamiento cuando uno tiene que hablar de las causas cercanas al corazón en otro idioma: There is a lot going on in my country, repetí un par de veces, mientras me conectaban los cables y tomaban la temperatura. Sucedió el martes 30 de julio, después de casi 48 horas con el teléfono en la mano. Tenía que explicar mis síntomas, pero yo solo atinaba a repetir en mi cabeza las cabezas de Chávez volando por los aires mientras un caballo nos llevaba a todos arrastrados hacia las horas finales de un sueño esplendoroso y aterrador. Pero otra cosa le añadió una nueva capa de extrañeza a los acontecimientos de esa mañana: era la primera vez que entraba a una sala de emergencias en Estados Unidos y no podía menos que recordar mi última visita a una sala de emergencias en Venezuela, por allá en 2016, sin insumos y con médicos amenazados de muerte. Los hospitales bien equipados, esas señales de civilización y normalidad te hacen sentir miserable, poca cosa, mendigo. O peor: te hacen sentir avergonzado por tu privilegio. Pensé en la experiencia reciente de mi papá, afectado por glaucoma y laberintitis, a merced de la sanidad pública en Puerto la Cruz, donde se trabaja con las uñas y bajo los designios de una emergencia humanitaria compleja: uno ayuda como puede, pero nunca es suficiente, nunca es suficiente cuando el mal es la estrategia. Total que bueno. Ahí estaba yo reposando mi moridera mientras llegaban los resultados y los resultados decían que no era un infarto. Le pregunté varias veces a la doctora si estaban seguros de que no era un infarto, porque se había sentido tan grave y final que en mi delirio de dolor y angustia, le rogué a James que si me moría, llamara primero a mi hermana Lily. Y que ayudara a mis sobrinos. No recuerdo haberle dicho que ayudara a mis sobrinos, pero James jura que eso fue lo que le dije. Y entonces qué tengo, insistí. Quizás fue el estrés. PERO COMO VA A SER ESTRÉS SI YO TENGO AÑOS ESTRESADA Y NUNCA ME HABÍA PASADO NADA. La compasiva doctora me miró con calma, asegurándome que esto tampoco podía tomarse a la ligera. Horas después volví a casa. Las palpitaciones siguen afectándome. James no se atreve a decirme que me distraiga o ponga el teléfono a un lado. Venezuela es una pesadilla que nos despierta y nos lleva de la mano por donde sea que caminemos: muertos, presos políticos, desaparecidos. Uno se cansa de nuestras vidas en llamas, del maldito asedio sin final. Escribo esto porque sigo con el teléfono en la mano. Los tiempos interesantes nos harán más fuertes, pero también más vulnerables. Sigamos juntos, pues. Una Venezuela libre es un gran sueño que tenemos que hacer realidad.

Enza García Arreaza
Cedar Rapids, Iowa, EE.UU.

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