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Epílogo razonado a El fin de la tristeza

Por | 26 mayo 2024

Miguel Gomes reseña la novela El fin de la tristeza, de Alberto Barrera Tyszka (Caracas, 1960). Gomes encuentra en el relato algunos "aspectos fundamentales de la narrativa venezolana reciente", al tiempo que lo valora como "uno de los títulos imprescindibles de su autor". "El fin de la tristeza quizá sea una de las fábulas del deterioro más memorables de la narrativa venezolana de entre milenios, suma definitiva de sus asuntos e imaginería. La postración, desintegración y decadencia del cuerpo social no cesa de anegarnos mientras avanzamos en la lectura."

1.

Concluyo mi segunda lectura de El fin de la tristeza (2024), de Alberto Barrera Tyszka, preguntándome si será posible no volver repetidas veces a esta novela durante los próximos años con la intención, por una parte, de describir aspectos fundamentales de la narrativa venezolana reciente y, por otra, de explicar qué lo hace uno de los títulos imprescindibles de su autor[1].

El protagonista, Gabriel Medina, hombre que «no soport[a] más estar informado» (p. 13), ha querido durante un tiempo evitar enfrentarse a la realidad sórdida que lo asalta desde los noticiarios. Pese a trabajar para el Departamento del Archivo Principal de la Secretaría Central de Registros y Notarías —el solo nombre nos permite adivinar una burocracia que prolifera como una metástasis del Estado—, Gabriel no logra extraviarse en su grisura de funcionario y un día descubre que su psiquiatra, Elena Villalba, aparece en la pantalla televisiva de un comercio: «Detienen a la Doctora Suicidio», reza la leyenda del generador de caracteres (p. 9). Se ha descubierto que demasiados pacientes de Villalba acaban con sus vidas; en el escándalo, mayúsculo, una ominosa turba de detectives, periodistas e influencers se inmiscuye y, luego de visitar a la psiquiatra en la cárcel, Gabriel se percata de que también está involucrado, de que la policía lo espía, de que vendrán a dar a sus manos grabaciones de las sesiones privadas de la doctora… Hasta Inés, la mujer que lo obsesiona, se expone a lo peor. Todo eso en un país con ribetes de distopía autoritaria y, a la vez, explícitamente identificado como Venezuela (p. 32).

Ese vistazo general a duras penas consigue esclarecer la importancia de los desafíos que Barrera Tyszka ha asumido con El fin de la tristeza. Desafíos ante la tradición literaria, ante sus propios medios expresivos y ante los modos como una comunidad se evalúa a sí misma.

2.

Se me ocurre que tres son los mayores riesgos que afronta el narrador latinoamericano decidido a abordar el thriller, en particular en los aledaños de lo policial o lo detectivesco. El primero —supongamos que queden escritores con escrúpulos estéticos—, el casi fatal compromiso de negociar con un público de hábitos menos literarios que televisivos. El segundo, la parálisis causada por la sensatez si se tienen las suficientes luces para reconocer que las incursiones de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Benito Suárez Lynch y, por supuesto, Honorio Bustos Domecq en ese sistema de subgéneros son insuperables. El tercero consiste en comprender que tras el ejercicio de dichas formas de escritura en el contexto específico de América Latina reverberan a estas alturas los ecos de una metáfora de atroz obviedad: «nuestros países son un crimen» (quien la formuló inicialmente fue un genio; sus imitadores, no).

Alberto Barrera Tyszka. El fin de la tristeza. Ciudad de México: Random House. 2024

Presumo que el inconsciente creador posee mecanismos para lidiar con las contingencias que enumero. Los combates simbólicos que Harold Bloom sopesó en su mejor momento como pensador, el de The Anxiety of Influence, pueden alentar al escritor a salir al ruedo para vencer el obstáculo edípico encarnado en sus maestros. También ayuda, por una vía contraria, el no canalizar la libido artística exclusivamente a ideales vanguardistas de innovación y ruptura programática. Lo anterior no basta, sin embargo, para captar los aciertos de El fin de la tristeza. Su lectura no nos desvincula de ninguna manera de una tradición o, mejor dicho, de varias: la novela se entrega a ellas con deleite, sin la urgencia de superar modelos ni subvertir los clásicos, tampoco reservándose —y esto es crucial— como objeto para un solo público. La experiencia simultánea de Barrera Tyszka como novelista y guionista quizá contribuya. Cuando leemos, cuesta no recordar, por ejemplo, filmes que han hecho de la tensión entre sueño y realidad una subespecie del thriller cinematográfico: Lost Highway (1997) de David Lynch, The Machinist (2004) de Brad Anderson, Inception (2010) de Christopher Nolan. Acaso la genealogía nos encamine a Das Cabinet des Dr. Caligari (1920) de Robert Wiene, por el último giro de tuerca de esa cinta, en el patio de un asilo mental. Pero no es necesario ir tan atrás en el tiempo; el Brazil (1985) de Terry Gilliam resulta insoslayable para la generación de Barrera Tyszka y hemos de tener en cuenta que las peripecias de Gabriel Medina se escenifican también en una sociedad totalitaria, donde lo amoroso y lo kafkiano se entrecruzan.

De combinar las remisiones fílmicas que el público amplio puede manejar con las más selectas remisiones literarias de El fin de la tristeza —ya me ocuparé de la cuestión—, lo que tenemos entre manos es un código doble que resuelve los mencionados problemas planteados por el thriller al escritor latinoamericano. En concreto, se suspende la tentación del comercialismo inmisericorde, pues el libro delinea una zona exegética que mantiene la autonomía preciada por los círculos letrados, y se esquiva la reiteración pasiva de lugares comunes, por la complejidad misma de una intertextualidad que junta la cultura de masas y la de élite, convocando una amplia gama de experiencias personales e interpretaciones. Las dos reseñas de El fin de la tristeza aparecidas hasta ahora, la de Pedro Plaza Salvati y la de Fernando Mires, cada una bien fundamentada a su manera, difieren entre sí a tal punto que empiezan a corroborar lo que señalo[2].

La capacidad de promover lecturas desencontradas, de paso, socava el determinismo y la fijeza doctrinal exigidos por la alegoría —no lo olvidemos: «nuestros países son un crimen»—. Me parece importante subrayarlo porque, tal como Gordon Teskey asevera, el discurso alegórico es «logocéntrico por excelencia» al depender «de una noción de estructura centrada en la que las diferencias han de confluir en el Uno»[3]. De lo mucho que pueda vislumbrar el lector en la tragedia de Gabriel Medina lo más inverosímilmente argumentable sería una ontología cuyo centro articulador no se preste a dudas.

3.

En lo que concierne al horizonte literario en que El fin de la tristeza se sitúa, debería comenzarse acotando que, entre las novelas de Barrera Tyszka, esta es la primera que bordea los predios de lo fantástico. Cabe observar que no uso la expresión en su acepción laxa donde se confunde con lo maravilloso; me atengo aquí a las reflexiones tempranas de Bioy Casares en el prólogo a la Antología de la literatura fantástica (1940) que organizó junto con Borges y Silvina Ocampo. En ellas, distinguía tres clases de textos fantásticos:

a) Los que se explican por la agencia de un ser o de un hecho sobrenatural.
b) Los que tienen explicación fantástica, pero no sobrenatural (científicas no me parece el epíteto conveniente para estas intenciones rigurosas, verosímiles, a fuerza de sintaxis).
c) Los que se explican por la intervención de un ser o de un hecho sobrenatural, pero insinúan, también, la posibilidad de una explicación natural […]; los que admiten una explicativa alucinación[4].

A la tercera opción se aproxima la historia fantasmagórica de Gabriel Medina, a la que accedemos cuando la narración nos deja a merced de sus laberintos anímicos: se trata de un narrador no confiable si los hay; desde el principio sabemos que es paciente de una psiquiatra y su actitud es escapista. Que de vez en cuando surja la tercera persona al describirse los suicidios de los otros pacientes de Villalba o los contenidos de las grabaciones hechas por la doctora en sus sesiones no hace más que reforzar el vaivén entre razón y delirio, objetividad y subjetividad desbocada.

Prototipo de estas estrategias es «El sur» (1953) de Borges, con su narrador terciopersonal que adopta la perspectiva de Juan Dahlman en el sanatorio; el cuento no debería eludirse en una discusión de El fin de la tristeza porque ambas obras vierten en la coyuntura clínica la calculada ambigüedad de identidades personales, familiares y colectivas. Barrera Tyszka añade ingredientes, con todo, que no están en el relato borgiano y adensan nuestros retos lectores. Para no ir muy lejos, un poderoso tono pesadillesco en el registro de la burocracia —ya he mencionado a Kafka—, que acerca su novela a otras narraciones hispanoamericanas en las cuales se recrean los entretelones administrativos de estados dictatoriales, como es el caso —imposible desconocerlo— de «Los censores» de Luisa Valenzuela (Donde viven las águilas, 1983). No podemos dudar tampoco de un diálogo soterrado, oblicuo, con otros atentados venezolanos contra los anquilosamientos del thriller provistos de un telón de fondo político análogo en que protagonistas de un policial se debaten entre la cordura y la demencia; destacan El baile de Madame Kalalú (2016) de Juan Carlos Méndez Guédez y Ficciones asesinas (2021) de Krina Ber. No omitamos anécdotas secundarias como la del doctor Montesinos incorporada por Rodrigo Blanco Calderón en The Night (2016).

4.

Que Venezuela disponga ya de varias novelas que operan con la tríada de psiquiatría, autoritarismo e intriga obliga a preguntarse si estos thrillers o seudo-thrillers no han optado por remozar el alegorema «nuestros países son un crimen» hibridándolo con otro: «somos una sociedad desquiciada» —desvío psicológico de otro más, añejo y prominente en las letras iberoamericanas: «somos naciones enfermas»—. Podría ser, aunque prefiero atribuir la coincidencia a la cristalización de una estructura afectiva, es decir, a una intuición compartida, no a un discurso fosilizado que emite segmentos de doctrina[5]. Pienso, sobre todo, en la cadena de imágenes y correspondencias que dio una de sus primeras señas en una célebre crónica de Mario Vargas Llosa acerca del ascenso al poder de Hugo Chávez Frías; el título era «El suicidio de una nación» (El País, 7/8/1999), tropo muy sencillo, casi coloquial, pero que ha tenido a lo largo de los años repercusiones a veces amplificadas novelescamente. Los suicidios en serie consignados en El fin de la tristeza, sean o no fruto de la dolencia de Medina, insinúan una sensación apocalíptica similar, y no creo que el novelista lo haya hecho adrede. Con frecuencia se ha hablado de «trauma» y «duelo» en estos años de profundas fracturas económicas y sociales en Venezuela: el vocabulario psicológico no le será ajeno a nadie que lea sobre el país[6]. Ni eso ni la profunda melancolía que atraviesa buena parte de la producción literaria nacional de los últimos lustros; ya en varias ocasiones me he detenido en la elocución a la que acuden las fábulas del deterioro, cuyas manifestaciones más intensas giran en torno a una oscuridad no tanto física como espiritual, desde Criaturas de la noche (2000) de Israel Centeno hasta The Night, pasando por Nocturama (2006) de Ana Teresa Torres[7]. La violencia que también caracteriza numerosos relatos y novelas constituye el envés del abatimiento; no pueden fácilmente deslindarse.

El fin de la tristeza quizá sea una de las fábulas del deterioro más memorables de la narrativa venezolana de entre milenios, suma definitiva de sus asuntos e imaginería. La postración, desintegración y decadencia del cuerpo social no cesa de anegarnos mientras avanzamos en la lectura. Uno de los suicidas «era ingeniero y había trabajado toda su vida para distintas empresas constructoras. Ahora recibía una pensión que no le alcanzaba ni para comprar café» (p. 18). Mauricio, amigo de Gabriel Medina, no solo «decidió migrar y se fue a vivir a Santiago de Chile», sino que antes le recomienda verse con la doctora Villalba porque «tenía planes solidarios, que ayudaba a la gente sin recursos […], si le dices que no tienes plata, te hace un precio especial» (pp. 38-39). La administración pública pone como prioridad que los funcionarios sean dóciles y cooperen acríticamente con el Gobierno (p. 11), pero igualmente sabemos que este manifiesta su poder con corrupción descarada y persecución; el hijo de la suicida Raquel Sayago, para no ir muy lejos, ha sido una de las víctimas:

Detuvieron a Rubén en las protestas. Pasó unos meses preso. Hubo que pagar mucho dinero para garantizar su protección en la cárcel y para que un abogado con conexiones pudiera obtener su libertad condicional. Luego también tuvieron que gastar más plata para que lo sacaran del país de manera clandestina, por la frontera (p. 63).

Y las sesiones grabadas de la Doctora Suicidio son, en fin, «un catálogo de tristes», como las llama Gabriel al aprestarse a resumir la sesión de una de las pacientes:

Una señora habla de un hijo perdido; cuenta que se fue con su esposa y un niño pequeño, cruzaron a pie la selva y el desierto. Ella dice que dijo muchas veces que era una locura. Pero no le hicieron caso. Tiempo después, recibió un mensaje que decía que por fin habían llegado a México. Nunca más volvió a saber de ellos (p. 155).

No ha de ignorarse que la depresión que embarga al protagonista de Barrera Tyszka no queda confinada en su psique. Representa, de hecho, uno de sus pocos intentos de retomar un contacto con la bipolar realidad humana que lo rodea. En un partido de béisbol, inmerso en las reacciones de la concurrencia —no asiste por gusto, sino porque allí un contacto misterioso, furtivamente, le dará el chip con las grabaciones de Villalba—, sentencia:

Después de una hora, me siento derrotado. Estoy en una fiesta a la que no pertenezco. En medio del bullicio, siento nítidamente cómo dentro de mí comienza a despertar la tristeza. Es una pesadumbre liviana que se levanta poco a poco y, en medio de la algarabía, va tomando fuerza dentro de mi cuerpo, se adhiere a la respiración.
Pienso: es mi manera de estar con los otros (p. 142).

Dado que el «catálogo de tristes» parece arraigar en la circunstancia intolerable del país, tal vez deberíamos vincular el sentir de Gabriel a una constatación que hace al principio de la novela, cuando nos habla de El Archivo —así abrevia el nombre de la institución para la cual trabaja y donde ha decidido recluirse, haciendo de ella su medida del mundo—. La descripción no tiene desperdicio:

A este lugar se remiten todos los documentos firmados y sellados en cada una de las notarías y registros públicos. En el momento de su creación, dijeron que sería un gran centro de digitalización de toda la actividad legal del país. Era un proyecto moderno y ambicioso que, desde el inicio, fracasó eficientemente. El presupuesto se perdió en trámites inexistentes, jamás se adquirieron los equipos adecuados, no se contrató al personal especializado y muy pronto El Archivo pasó a convertirse en un inmenso depósito, poblado por cajas de cartón llenas de documentos (p. 11).

Esas cajas, además, son nocivas para quienes laboran en el lugar, pues contienen «un tipo de hongo que […] podría invadir y habitar los pulmones» (p. 12). A Gabriel lo preocupa, ante todo, que el hongo le borre las huellas dactilares: «Siento que es una forma de perder mi identidad, mi cuerpo; una rara manera de empezar a esfumarme». Esa alienante abyección —lo abyecto ha sido un rasgo perseverante de las fábulas venezolanas del deterioro a las que he aludido— es consecuencia del «fracaso» nada más y nada menos que de un «proyecto moderno» en el que se almacena toda la legalidad nacional.

Los guiños alegóricos son evidentes. El archivo es un auténtico topos de la narrativa hispanoamericana del que una y otra vez se desprenden ideologemas que no se agotan con los examinados por Roberto González Echevarría[8]; en efecto, grandes novelas del siglo XXI provenientes de distintos países han echado mano de él cuando ficcionalizan las huellas que deja la violencia política extrema y las crisis personales o sociales que acarrean: Dos veces junio (2002) del argentino Martín Kohan; Insensatez (2004) del salvadoreño —nacido en Honduras— Horacio Castellanos Moya; y El material humano (2009), del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa. Pero el desenlace caligaresco de El fin de la tristeza, sus roces con lo fantástico, contrarresta los guiños y, como he adelantado, nos coloca en un terreno de indeterminaciones en que, para recurrir al léxico metafísico de Teskey, las diferencias no confluyen en el Uno. Barrera Tyszka se mantiene fiel a su poética, donde siempre ha predominado la antialegoría, por lo que entiendo la multiplicación de elementos aparentemente alegóricos tarde o temprano deconstruidos dentro del texto mismo para conservar la apertura resaltada por Umberto Eco en ciertas obras de arte[9].

No debería extrañarnos que ello ocurra si consideramos la retórica estatal venezolana de las últimas décadas: el director de El Archivo, no por casualidad, dicta a sus subordinados una «conferencia sobre la naturaleza singular y épica de “nuestra identidad”» (pp. 30-31)[10]. Al desviarse de esos hábitos verbales El fin de la tristeza, de manera nunca flagrante, con la sutileza propia de su autor, manifiesta su disidencia, más allá de la brumosa idea de sí mismo que tiene el narrador principal.

5.

«Pesadumbre liviana» (p. 142): nótese el oxímoron en las palabras de Gabriel Medina al retratar sus emociones. El lenguaje contradictorio es síntoma de una herida —de nuevo, suya y general; la sinécdoque define sus lazos con Venezuela: «En este país es muy difícil encontrar una verdad» (p. 15)—. Nos hemos familiarizado con su miedo a que se desvanezca su identidad, a no ser quien es; la profusión de dualismos, escisiones, ratifica la amenaza. El novelista jamás lo declara: su expresión lo indica. Repárese en el significado ambivalente del título por la bisemia de la palabra fin, ‘culminación’ o ‘propósito’. Recuérdese que la primera persona en varios pasajes cede paso a la tercera. El mismo principio de la novela también está marcado por lo que aparenta ser una brusca enálage, un «tú» que interpretamos como máscara del «yo»:

¿No te ha pasado que, de pronto, te cruzas con alguien desconocido, con alguien que no has visto nunca, y se miran y sientes algo especial, como si esa persona —de la que no sabes nada— estuviera secretamente conectada contigo, como si pudiera llegar a ser alguien en tu vida? (p. 7)

Y páginas después nos enteramos de que es un «tú» literal, sujeto de una pregunta que le hace Gabriel a Natalia (p. 10) —por cierto, compañera de El Archivo que da la sensación de flirtear con él pero que, igual de dúplice, podría ser informante del Gobierno (p. 134)—. Posteriormente, cuando relate que la visión de la Doctora Suicidio en las pantallas televisivas se le confunde con la de Inés —ese «alguien desconocido» que caminaba en la calle—, Gabriel confesará: «Estoy atrapado en el vaivén de esas dos imágenes» (p. 9).

La disociación y la inversión configuran el mundo interior del protagonista. «Soy y no soy yo al mismo tiempo» (p. 173), nos advierte, y en algún instante, poco antes que sepamos que su padre, con quien varias veces conversa, seguramente ha estado muerto desde el principio de la narración, oiremos un imperioso consejo de este: «¡Compórtate como si tú no fueras tú, coño! ¡Inténtalo! Cuanto menos seas tú, te irá mejor en la vida» (p. 184). La misma fuerza disgregadora recompone a la larga los perfiles del exterior: «Pienso», afirma Gabriel, que «no hay forma de entender lo que pasa. Cualquier análisis es inútil. El absurdo es la normalidad. Lo real es una alucinación» (p. 182).

Aquellos estrafalarios «hongos» evocados por nuestro desesperado héroe parecen haber sido destructivos. No solo su discurso se vuelve progresivamente fragmentario e incoherente, sino que sus puentes con el entorno colapsan. Cuando la cosmovisión oficial totalitaria está unificada con rigidez, cuando se erige en centro inamovible, para el individuo el sentido —más que la mera información— se disipa.

6.

«Y nada será tuyo salvo un ir hacia donde no hay dónde», dice el epígrafe de la novela, tomado de Alejandra Pizarnik[11]. Aparte del peso extratextual de esa selección si consideramos el destino de la poeta argentina, ha de repararse en lo que sugiere el cotejo de la cita con varios aspectos de la novela: las resonancias políticas y sociales de la noción de suicidio; los efectos de la ruina de un proyecto de modernidad —por lo tanto, de fe en el futuro— en la psique del venezolano.

En la indeterminación cultivada en cada una de sus novelas por Barrera Tyszka hallaremos, no obstante, una alternativa para el pesimismo. La conclusión de El fin de la tristeza lo hace patente. Todo parece haberse desmoronado para Gabriel Medina. En eso, se acerca a Inés. Tiene todavía confianza en que ella, de verdad, exista:

—Inés —digo.
Y comienzo a pestañear rápidamente.
Ella no responde. Solo me observa, desorientada, indecisa.
Un silencio inquietante se desliza entre ambos. Inés duda.
Y, entonces, la abrazo. Con fuerza, intensamente. Y no me importa lo que ocurre alrededor. No me importa nada. Me aferro a ella como si solo así pudiera, por fin, acabar con la tristeza (p. 206).

La indecisión de Inés, su gesto dubitativo, pueden blandirse contra el aplastante desengaño de quien teme una existencia sin meta. Como lectores podemos sospechar que se trata de otra ilusión de Gabriel, pero carecemos de pruebas definitivas. Gracias a ello, la trama de la novela —y la del país en que ocurre— puede continuar en nuestra imaginación y ser parte de nuestra inmediatez. Una historia que aún no termina.

Notas

[1] Alberto Barrera Tyszka, El fin de la tristeza, Ciudad de México: Random House, 2024.

[2] Pedro Plaza Salvati, «Vivir sin realidad», Zenda, 18/4/2024 (https://www.zendalibros.com/vivir-sin-realidad/); Fernando Mires, «Venezuela, más allá de su tristeza», TalCual, 28/4/2024 (https://talcualdigital.com/venezuela-mas-alla-de-su-tristeza-por-fernando-mires/).

[3] Gordon Teskey, Allegory and Violence, Ithaca: Cornell, 1999, p. 3.

[4] Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, eds., Antología de la literatura fantástica, Barcelona: Edhasa, 2008, p. 18.

[5] Parto, desde luego, de nociones que Raymond Williams desarrolló en libros como Problems in Materialism and Culture, London: Verso, 1982, pp. 24-25.

[6] A modo de muestra, véase el estudio de Tomás Straka, donde se compara el inicio del siglo XXI con otros momentos de la historia nacional: «La larga tristeza (y esperanza) venezolana», Nueva Sociedad, núm. 260, noviembre-diciembre 2015, pp. 134-148.

[7] Remito al lector interesado a El desengaño de la modernidad, Caracas: ABediciones, 2017, pp. 230-231.

[8] Roberto González Echevarría, Myth and Archive: A Theory of Latin American Narrative, Cambridge University Press, 1990.

[9] He ido a fondo en el tema en «Alberto Barrera Tyszka y las formas de lo real», Trópico Absoluto, 14 de diciembre de 2019 (https://tropicoabsoluto.com/2019/12/14/alberto-barrera-tyszka-y-las-formas-de-lo-real/), y, antes, en El desengaño de la modernidad, op. cit., p. 332. Con respecto a Eco, en muchas obras discute del determinismo propio de las estructuras alegóricas, pero puede consultarse Opera aperta. Forma e inderterminazione nelle poetiche contemporanee, Milano: Bompiani, 1962, pp. 37ss.

[10] Ana Teresa Torres describe la llamada «Revolución Bolivariana» como una «alegoría melancólica de la Independencia» que incita a quienes han estado expuestos a sus efectos a descifrar el presente en términos de un pasado fundacional con correspondencias mesiánicas entre «padres» de la nacionalidad y Hugo Chávez (La herencia de la tribu, Caracas: Alfa, 2009, pp. 165-190).

[11] Aunque no identificada en El fin de la tristeza, la frase de Pizarnik proviene de «La mesa verde», uno de los Textos de sombra (Alejandra Pizarnik, Poesía completa, Barcelona: Lumen, 2001, p. 449).

Miguel Gomes (Caracas, 1964), estudió literatura en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad de Coimbra. Doctor en literatura por la Stony Brook University, New York. Board of Trustees Distinguished Professor de la Universidad de Connecticut, donde enseña desde 1993. Miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Connecticut y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Posee una amplia obra narrativa. Entre sus libros de crítica se cuentan: Los géneros literarios en Hispanoamérica (Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 1999) y La realidad y el valor estético: configuraciones del poder en el ensayo hispanoamericano (Caracas: Editorial Equinoccio, 2010).

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