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En defensa de la anomalía

Reproducimos a continuación el valioso estudio introductorio de Luis Moreno Villamediana (Maracaibo, 1966) a La imaginación atrofiada (2023), de Miguel Angel Campos. "La imaginación atrofiada es la constante exposición de lo larvado o mal entendido, eso que en los archivos se guarda como bestia fantástica o como anomalía. A los rasgos de Miranda, Rip van Winkle, Wakefield, Soames y da Cunha puede sumarse el de la iguana taimada de Fray Mocho. Hay que, de nuevo, desagraviar el mal —no el petróleo ahora, sino el de otros elementos, igualmente hondos."

Arturo Michelena. Miranda en la Carraca. Oleo sobre tela. 1896. Colección Fundación Galería de Arte Nacional.

1.

La anécdota inicial de Incredulidad podría utilizarse como punto de mira de la obra de Miguel Angel Campos, sin pretender que la abarque o resuma—las metonimias:

En una página del escritor argentino Fray Mocho descubro la más encantadora descripción naturalista. Intento recordar de qué trata el resto de los otros veintitantos capítulos de Tierra de matreros y me doy cuenta de que solo he retenido aquella página. Capítulo XVI, “En el monte”: una iguana taimada acecha un camuatí, suerte de avispero de rica miel, descarga la cola contra el panal y abre un hondo surco, desaparece como un rayo y va a lamerse la cola. La operación la repite varias veces hasta que una avispa da con el vándalo y todas lo acribillan. La iguana salta de dolor y como último recurso se echa a la corriente, alcanza la otra orilla y observa espantada la nube que revolotea alrededor del nido destruido (p. 9).

Eso que se anota parece la adaptación de la picaresca al mundo natural—“Válete por ti”, le dijo a Lázaro de Tormes su madre al despedirlo. Me gusta la expresión “iguana taimada”, porque resalta esa conducta que aspira a la supervivencia a toda costa: allí se evidencia un proceso de cálculo capaz de prever la amenaza y adaptar la velocidad de escape, aunque al final haya una represalia. Lo novelesco es, propiamente, la insistencia, que hace de la peculiaridad un patrón; en ese muestrario patafísico es donde Campos halla interés, porque esa actuación viola el dogma y su ulterior expectativa. Se ve pronto: enterado de aquello, un biólogo, “con total seguridad darwiniana”, concluye que la estampa de Fray Mocho es más un ejercicio literario que el registro de un suceso—literalmente, solo literalmente, una escena de science fiction, donde no puede vincularse el comportamiento del animal a una causa historiada—; al ensayista, sin embargo, le fascinan “los caprichos de la naturaleza asimétrica”. Su inclinación infringe la compulsiva fe de la etiología y la candidez de lo observable. Acá la competencia se presenta invertida, como una habilidad a lo mejor vesánica cuyo infundio señala un mayor repertorio de posibilidades. La cita de Tierra de matreros es un emplazamiento donde lo verosímil se enriquece con la entrada de lo que permanece inexplicado. La frase latina que enmarca el vigésimo primer ensayo del Libro I Montaigne proclama el poder de lo imaginario: “Fortis imaginatio generat casum”, la fuerte imaginación genera el evento.

Habrá que repetir las palabras cruciales: “encantadora descripción naturalista”, “iguana taimada”, “caprichos de la naturaleza asimétrica”. En ellas hay un programa que elige perspectivas, bibliografía, formas de redacción, protagonistas, temas. Miguel Angel Campos procura anular el carácter axiológico de la ciencia con el apunte de las veleidades y las excepciones, pues la fingida neutralidad que refrenda la sociología es una especie de lacra. Para él es preferible el empleo de la novela teórica que el dossier de un perito jactancioso. Esa novela —por llamarla de una manera errática o ambigua— compendia el cruce de elementos biográficos y societarios, condiciones materiales y especulaciones de orden metafísico y sobrenatural. Más que la herencia de Durkheim o Pierre Bourdieu, a Campos le incumbe sobre todo el análisis cernido por Picón Salas, H. A. Murena y Roger Caillois. Este escribió en Approches de l’imaginaire:

Parece que todo esfuerzo humano de conocimiento se reduce a la búsqueda de lo invariable en un mundo de fluctuaciones. En cuanto a mí, de hecho, me atrevo a confesar que no puedo quedarme con la antinomia común, pues no percibo diferencia apreciable entre lo conocido y lo ignoto (p. 19; la traducción es mía).

Tales apellidos (y algún otro que quizá perteneciera al Collège de Sociologie: Bataille, Michel Leiris) fundan una escritura anclada en lo literario y su crítica. Al saber escolar le enfrentan ellos una solicitud que no duda en admitir la persistencia del enigma de toda cultura, sea la religión, las tradiciones paralelas o los síntomas. Su voluntad no es desapasionada, pues se arriesgan a incluir la imagen que apoya su cavilación; en el caso del autor de Incredulidad, ese núcleo se asocia al panorama de la infancia en Concesión Siete, con los taladros petroleros, los ríos cercanos, el dispensario atendido por su madre y el árbol del caujaro. La conjunción le da unidad a un ensamble que comenzó con La imaginación atrofiada, pasa por Desagravio del mal, entre otros, y por ahora llega a Rosas en la saga del petróleo. En esos libros se enlazan continuas alusiones a la literatura como una modalidad de atención, y su requisitoria es una epistemología donde se intersectan variados documentos, que construyen una entidad anormal que acaba reflejando, en fracciones, lo propio, lo recibido, la comparecencia incesante del gamonal, el deseo de lo público, las batallas contra la conformidad, el socavamiento de las fantasías nacionales… La acumulación de fragmentos en holgados párrafos más bien furiosos, de comas abundantes, articula ese levantamiento topográfico —la transposición del monólogo interior al ensayo disidente. En Las novedades del petróleo, Campos había caracterizado ya el valor estético del relato atómico: la novela, escribe, “opta por el discurso ‘responsable’ que desemboca en la tesis”; pero los cuentos “son fotografías, fogonazos susceptibles de captar lo inmediato, lo pasajero”. Y concluye: “su poca conciencia, paradójicamente, lo hace más literario” (p. 8).

Las páginas que se abren con Fray Mocho terminan con la mención de Salvador Garmendia, Gustavo Díaz Solís, Alfredo Armas Alfonzo y José Balza.(1) La narrativa se instala en un espacio contiguo a la memoria para darle estructura. La novela teórica de Campos no cede a la responsabilidad positivista ni a la pedagogía; como en el caso de Andrés Mariño Palacio —otro nombre tutelar—, sus exigencias son dudas.

2.

Miguel Angel Campos. La imaginación atrofiada. Maracaibo: Fundaluz. 2023.

La imaginación atrofiada es, me parece, el compendio más cosmopolita de Miguel Angel Campos. Ese adjetivo simultáneamente remite a la diversidad onomástica y jurisdiccional de sus referencias y a la misma actitud de Mariño Palacio, para quien el crítico era sobre todo un agente de emplazamiento que logra administrar lecturas híbridas. La caracterización no implica esa postura un poco dandy de nuestra modernidad bituminosa, rendida ante la disponibilidad de artefactos culturales y bienes de consumo, sino la visión de un atlas más prolijo que, sin embargo, se afinca alrededor de empeños reiterados. Este volumen —ahora acrecido con los perfiles de Wakefield, Rip van Winkle y Enoch Soames, que antes salieron en aquella publicación de 2009— habría que añadirlo a una lista propuesta por Campos en 1998, y que él y yo nunca completamos: la de la obras “fruto de una pasión patológica” que “pertenecieran al reino del ensayo” (Incredulidad, p. 269). La morbidez es menos una condición personal que un rasgo de las figuras que circulan en estas páginas y de los textos discutidos, y, a final de cuentas, un arte poética que vindica la óptica de lo inusitado.

El viaje de Miranda por Estados Unidos, en 1783, aparece en el arranque como una acción detectivesca que habrá de trocarse en potencia marcial. La trayectoria se reseña como “paseo”—puesto entre comillas, para señalar la gama de sus intereses y efectos. Resulta inevitable pensar en aquel hombre como en un flâneur anticipado que abarca un territorio más vasto. Aquella geografía, como Campos advierte, le sirve como “la referencia más contemporánea” del modelo de combate que podría ser útil en nuestra guerra de independencia. En la extensión que ausculta, Miranda está atento a los detalles más nimios:

Se hace llevar a los Fuertes, a las orillas de un río donde se ven las ruinas de un puente, al oculto bosquecillo donde aún la vegetación luce chamuscada y hay esparcidos fragmentos de tela, uniformes rasgados. ¿Qué busca incisivamente entre los restos, qué espera sacar de unas ruinas toscas, bastimento que tramperos y granjeros prefieren abandonar a la maleza? Busca la nueva simetría del movimiento, los colores de lo eficiente, la luz de ciudades donde la noche no es vigilada por la voz monacal del sereno, el secreto de la confluencia plena del sol y la nieve.

El visitante actúa en esas líneas espléndidas como el sensible forense de lo natural, tal vez habituado a los poemas de Wordsworth, y adelantándose a los acopios de Henry David Thoreau. A su modo, Campos convierte al coronel caraqueño en un filósofo al estilo de Ernst Bloch, en otro gesto que transpone un cuerpo textual sobre una conducta. De Bloch escribió Adorno que en Rastros movilizaba en provecho de la teoría las experiencias primarias [primäre Erfahrungen] provenientes del contacto con las historias indias [Indianergeschichten]. El ojo infantil que transita el paisaje especula. Francisco de Miranda distingue y registra las variaciones de la naturaleza, pero en última instancia ve en todo el trazado de una gesta que dio paso a “un nuevo horizonte en la vida de la civitas” y, al cabo, la modernidad propiciada por la técnica. El trabajo de Campos opone en la conciencia del Precursor la mirada de la “aséptica”, “verdadera” originalidad del nuevo mundo, en Norteamérica, y el viscoso universo equívoco de Caracas—esa “gran casa solariega a la expectativa del solo chocolate vespertino”. La escena que el forastero examina está cundida de herramientas de labrantía y drenaje —“máquinas simplísimas”— más que de construcciones con material innovador. (Miranda se halla más cerca de Michelet, a quien Barthes delineó como alguien que lentamente recorre y se traga la Historia, que de Walter Benjamín y Rebecca Solnit.)(2) Sin embargo, aun esos utensilios le sirven para unir las secuelas del cultivo y la independencia a una aventajada percepción de los vestigios. En su cabeza, según Campos sugiere, se bosqueja el mapa de contiendas futuras al sur del continente, con sus acometidas, sus cascotes, sus muertos, sus botines. Las refriegas producen modelos e indicios, edificaciones cuyo destrozo habrá de tener alcance político y judicial, como lo sabe Eyal Weizman; de allí que esa aplicación del caraqueño también sea premonitoria del método que aquel principió con el nombre de “arquitectura forense” (3).

La permanencia de Miranda en Estados Unidos difiere de la estadía de los viajeros de Indias, sobre todo, en la revelación de lo real; aquel “explora, en definitiva, lo peculiar de la campiña americana liberada de la zoología fantástica de los Cronistas”. En el último ensayo de este libro, Campos desaprueba con sutileza la retórica y las ensoñaciones de una cultura sujeta al imaginario de “pantanos de lagartos desproporcionados”, y concluye subrayando la sorpresa de “los indigenistas, los teólogos de la liberación, los teóricos de la cultura popular, los ideólogos de la tecnología popular, etc.; perplejos en su onanismo, en la contemplación de lo original-funcional de magnífica continuidad cósmica”. En 1783, los instrumentos que abundaban en los terrenos cultivables en la vecindad de Filadelfia y Boston eran la encarnación de un temple que procura la multiplicación de productos y rentas, un instante en el desarrollo de esos mismos instrumentos. Las “sencillísimas máquinas” que rehabilita la nómina de arriba son el muestrario de una eternidad posible, paradójicamente deseable como historia; en ello se anteponen a las “máquinas simplísimas” de aquella amplitud federada. En estas páginas, la discrepancia adquiere el valor de una moral que favorece el prosaísmo de las sociedades sin mito, con fallos y equívocos, parciales virtudes y deformidades, sobre la pureza de la Arcadia. Hay un lema admisible en un momento avanzado del conjunto: “en vez de hibridación deberíamos considerar lo caótico, la mescolanza funcional como realización del temperamento de lo nuevo”.

Francisco de Miranda supo inventariar las incoherencias del país por donde se paseaba, que incluyen la novedad de sus instituciones y la pervivencia de la superstición; Miguel Angel Campos, las del propio caballero que no puede omitir los prejuicios de casta —el extranjero interesado en aquella democracia inédita, por ejemplo, no soporta las “Asambleas heterogéneas” donde se mezclan individuos dispares. En el retrato se exhibe un talante complejo, capaz de intuir “las grandes transformaciones, el sacudón a la vuelta de la esquina”; en ello tiene mucho de moderno, nos dice el ensayista, que a continuación invoca los límites de aquel aventurero. Pero en esas páginas no basta abreviar las andanzas del “paladín de patricia figura” evocado por José Tadeo Arreaza Calatrava y a quien pintara Arturo Michelena; su roman está ya en La tragedia del Generalísimo, de Denzil Romero. Campos lee el diario de Miranda para documentar los vínculos de sus acotaciones y la emergencia de la literatura estadounidense.

Este procedimiento yuxtapone la conciencia individual y la experiencia latente de una era, que más tarde habrá de traslucirse en el censo de las bibliotecas y los cánones. Escritores como Melville o Twain o Faulkner o McCullers, constatamos aquí, “no arrojan luz sobre su tiempo, arrojan sombras”. La oración es atinada: le quita a la literatura las cualidades de la profecía y la certidumbre. El escenario está listo para la conversión de Miranda en rastreador, alguien dispuesto a hacer el reportaje de gestos e incidentes singulares. Así se minan las expectativas de la diplomacia y se estrena el feroz escaparate de la civilidad estropeada: “el fenómeno humano es rescatado en toda su anacrónica vigencia. Lo irregular, lo excepcional, lo patológico deviene en interés central para la reflexión literaria”. Las entradas periódicas de aquellos cuadernos mirandinos cobran una índole teratológica, como la de una menguada cámara de entuertos comunales. Al visitante no se le escapan las rarezas de la erudición (en algún lado conoce a un ciego apasionado por la poesía española); menos, el racismo, la brujería, la intolerancia religiosa y todas sus consecuencias. Tampoco esquiva las profusiones vegetales del paisaje, cosa extraña en él. La visión de Miranda no es profesionalmente exótica, más bien antecede los grandes discursos novelescos de los autores mencionados.

A su manera, el Generalísimo es también un doliente. En alguna jornada conoce a un joven aquejado, dice Campos, por una “enfermedad alegórica”. La categoría tiene algo de espectral, como si remitiera a un ejercicio de cotejos incorpóreos. Acá retrata un caso de macromegalia:

La cabeza le ha crecido hasta tres veces el tamaño normal, a los seis años empezó a transformarse y hasta los 28 ha permanecido echado de un lado, la cabeza enorme se le ha deformado por el peso que soporta en la misma posición.

Ese trastorno le ha impedido conocer el mundo más allá de dos millas a la redonda, pero, como compensación, le ha dado la posibilidad de hacer el catastro del universo que hay “debaxo”. El suyo es un examen profundo de trazos invisibles, en el rol de un Ernst Bloch circunscrito al mero vecindario de un cuarto. (¿Acaso su pose no señala la fatalidad pictórica de Miranda en la Carraca? Un pequeño milagro de recurrencias y adelantos.) Lo inusitado se manifiesta, pues, como la captación de otras configuraciones de lo real y el consiguiente registro de las asimetrías. El Precursor es asimismo un enfermo alegórico: en sus apostillas supo inscribir los conflictos que, según Miguel Ángel Campos, “determinan el espléndido nacimiento de la literatura clásica norteamericana de mediados del siglo XIX”. Es, en breve, un modelo del ensayista MAC.

3.

Las siglas dan la idea de una marca registrada, y lo son. El mecanismo MAC une en pocas páginas la idiosincrasia de Wakefield y de Rip van Winkle. Las creaturas de Hawthorne y Washington Irving son otros espeleólogos: sobre ellos actúa, más que el puro capricho, la voluntad de investigar estratos diferentes. Van Winkle, leemos, viaja “al pasado y al futuro de manera simultánea”, pues su siesta dura para él solamente unas horas, pero en la cuenta de los almanaques ocupa veinte años. Wakefield, a su vez, “expone su cuestionamiento por medio de una extravagancia”: decide huir de su mujer, arrienda una habitación cerca del hogar conyugal y en ella pasa, igualmente, dos décadas. Ambos son divagadores paralizados. La calificación no es necesariamente adversativa: la parálisis dibuja a quien se evade para no claudicar ante el apremio de lo funcional o el patrocinio fósil de la expectativa; es casi un avatar de la observación —esa variedad un poco raída del estoicismo. En este libro, califica a aquellos personajes y hasta a Euclides da Cunha:

Diríamos que está paralizado, un estado de sonambulismo lo define, pero al contrario de los sonámbulos él sí puede despertar, aunque sabe que no debe hacerlo. Su aprisionamiento, como el de cierta araña suspendida por el veneno de un enemigo más poderoso, produce la revelación, en este caso trátase de un mundo de muertos-vivos guerreando por un paraíso que no está en la tierra, pero para alcanzarlo es preciso arrasarla. Se detiene para que lo exterior fluya, se muestre sin inhibiciones, no es pausa, quiere contemplar lo desbordado monstruoso, es un gesto solemne, y así ya nada puede ser falseado.

La detención es un atributo de la minuciosidad, y ampara la dialéctica inherente al símbolo de aquel-que-actúa-dormido y del zombi. En estos, ser minucioso es recorrer el filo entre la práctica forzosa de los nexos comunales y el más simple abandono, entre el edén viable y el sertón maldito donde hay que inaugurarlo. El ecosistema donde operan es la adyacencia que une el sitio familiar y el desusado—su misma presencia, sin ningún postín, lo vuelve unheimlich. Reconocer esa zona quirúrgica es un objetivo del mecanismo MAC, que así confina el lugar de su escritura, su tradición intelectual, su destino civil, su domicilio desde siempre. En retrospectiva, el triunvirato constituido por Rip van Winkle, Wakefield y Miranda es un hallazgo, más que un invento: su protagonismo en este libro se sustenta en una arqueología puntillista que primero identifica los lazos y después los salvaguarda, en su propósito de erigir una suerte de hospicio—el topos del experimento y el socorro. El anquilosamiento fija el mirador; el Generalísimo igualmente sueña al borde de un abismo:

En otra oportunidad, el coche va a campo traviesa en una noche oscurísima, bruscamente los caballos se detienen: “mi criado salta a tierra y hallamos que el coche estaba sobre la orilla de un foso bastante profundo”. Los animales reaccionan instintivamente ante el peligro y se frenan a pesar del cochero, quien dice conocer el camino.

El peligro predica el sufrimiento, un signo de la factible transición de la enfermedad alegórica a la muerte. Miranda no se inquieta: “debaxo” es un riesgo que se evita con alguna facilidad cuando se viaja en coche; las mismas bestias intuyen el despeñadero y lo esquivan, convencidos del valor literal de la caída. Para ellas, pensamos, nomás existen la vacilación en pleno aire y el tiempo inmensurable entre el golpe y el fin. Sin embargo, aquella terna parece eternizarse justo en el margen, porque quizá se encuentre ahí el mayor número de alternativas sobre el porvenir: la huida a la fosa o al hogar, la progresiva conversión en estatua, la levitación, la siesta in situ

En la historia de Enoch Soames, por su parte, la contemplación adquiere otro grosor. Una visita del ensayista a Londres, en la primavera de 1997, se vuelve un cúmulo de datos y, sobre todo, la evidencia de un nuevo desarreglo. La arquitectura que ve en aquella ciudad se concilia con la cronología, porque cada evento ha dejado su rastro en la grilla urbana, como una cicatriz. El mecanismo MAC tiene la función de raspar el hollín y devela los hitos relevantes —tan personales siempre:

Anduve por lugares marcados, desde la Casa de Miranda hasta el East End de Jack el Destripador, tomé el vetusto vagón del tramo de la línea de Elephant and Castle para air a Portobello Road, solo para pisar las callejuelas donde se hicieron escenas de “Al maestro con cariño. En ese mismo vagón, en alguna mañana de 1947, Germán Arciniegas leyó su periódico. Descendí, efectivamente, por las escalera de entrada a la estación de Bethnal Green, donde en 1943 un obús acabó con la vida de 173. Un escenario como ése parece anular el tiempo, el pasado como imágenes no puede ser recreado porque esas imágenes son el absoluto presente.

Campos apela aquí a la enumeración de Borges para aludir a la historia de la capital inglesa, hecha como todas, de violencia y prolíficos instantes de respiro. Las noticias pertenecen un poco a los anales y la estadística, y otro, a la bibliografía subjetiva: la aparición de Arciniegas es una anécdota arcana que cobra importancia en la pesquisa de los estantes de MAC; igualmente, en el análisis del mapa trasatlántico y sus relaciones políticas y sentimentales. No descartemos el reflejo especular —invertido—de otro forastero que examina las costumbres de un país desde varios rincones. Germán Arciniegas o Miguel Angel Campos; Germán Arciniegas y Miguel Angel Campos; Francisco de Miranda. El presente es la parálisis perfecta: contiene la múltiple identidad de los paseantes yuxtapuesta en uno, quien sea; el alba y la tarde; la ilusión incumplida; el oxímoron de una antigüedad puesta al día; un laberinto roto; un mechón del Precursor, por qué no; millones de ejemplares del Times; las muchedumbres de América (en Europa)…

Pero al personaje del cuento de Max Beerbohm no le bastó la amalgama de lo concreto y lo metafísico adosada a las fechas exactas —ni siquiera porque lo toca como una recta secante. A Enoch Soames lo mortifica la actualidad impasible: en ella, la poesía y su prestigio son fortuitos, un encontronazo demasiado tenue para anclar la jactancia. Su ambición no se subordina al orden de la rima o el atuendo, y exige comprobar la eternidad en las antologías y las enciclopedias. En la ciencia ficción, un salto de cien años requiere de cálculos, palancas, propulsores, cerebros electrónicos. Pero esa es la episteme de H. G. Wells, no la de Beerbohm, más afín a los conjuros —o a su escarnio.(4) El futuro perfila para Soames otra promesse de bonheur, donde se cumple la ventura intuida. El diablo es, entonces, el alguacil de esa posteridad. Aquel lánguido encapotado victoriano pacta con él para que le permita repasar, en la Sala de Lectura del Museo Británico, los sumarios de la literatura inglesa de fines del siglo diecinueve; en ellos, ay, su nombre no aparece. El Lucifer unánime solamente despacha contratos leoninos, y el poeta fugaz debe entregar su alma a ese vulgar forajido elegante.

La síntesis de aquellas páginas de Beerbohm no logran prepararnos para la aventura de MAC en Inglaterra, cuyo resumen ocupa la sección segunda de “Esperando a Enoch Soames”. El título insinúa el Waiting for Godot de Beckett, pero lo enmienda. El irlandés podría haber llamado a su pieza Esperando (infructuosamente) a Godot; claro, el apéndice no es más que el despeje anticipado, anticlimático, de su resolución. Campos esboza el parentesco para enseguida alejarse del absurdo —o dedicarse enteramente a él, o a su fachada. Lo que ocurrió en su visita al Reading Room famoso se introduce como una información neutral: “Enoch Soames, quien justo a las 2:15 de la tarde del día 3 de junio de 1897 cerró un pacto con el demonio, debió sentir una relativa seguridad cuando irrumpió en el Salón de Lectura del Museo Británico”. Comprendemos, sí, que Miguel Angel Campos, Angel Viloria (entomólogo), R. J. Teller (comediante y mago, del dúo Penn & Teller) y veintisiete personas más legitiman su comparecencia.

Soames es otro ejemplo de lo desbordado monstruoso, y esa caracterización pone al ensayista en el lugar del Euclides da Cunha: su misión es contemplar, con un temblor recóndito, la ilusoria ventaja de aquel espectro impertinente y su fracaso. El viaje temporal infringe la continuidad de lo mundano, con lo cual se afilia a las leyes de la pura virtualidad. O no. Es un hecho que aquella comitiva vio cómo el fulano encorvado y tambaleante, más bien alto, de largos cabellos castaños, atravesó el salón de vuelta de los anaqueles, tal vez, y se desvaneció. El fantasma del poetastro bohemio supone un corte en el conjunto de lo acreditable; es un prodigio estéril, a medias entre la frágil condición de la quimera y el estatuto de lo terrenal. Sin embargo, su existencia entre las tapas de Seven Men (1919) de Beerbohm y las declaraciones juradas de los testigos lo convierten en una ficción biológica, como el explorador de La rosa púrpura del Cairo, de Woody Allen, que sale de la pantalla de un cine de provincia y camina entre los vivos.

El mecanismo MAC es un visor que inspecciona semejantes excesos. El reconocimiento pasa por la acogida de ese immajnari karrakter que ejecuta sus labores con reserva, pues sabe que en ellas hay un siniestro subyacente. Enoch Soames resultó defraudado por lo leído en el catálogo de un tal T. K Nupton, pero Campos lo hace mutar de sujeto espurio a organismo. La atención que le presta destaca el misterio de su origen: “Ignorábamos todo el ciclo que le había dado vida, pero adicionalmente ésta era una flor rara, pero si generaba emociones lo hacía desde una patología, desde nuestra imposibilidad de conocer no solo la planta sino la tierra donde florecía”. El acto de escritura es un proyecto de idealismo al modo de George Berkeley; esse est percipi, escribió este, y Miguel Angel Campos lo remeda. Su frase: “Para mí, Soames estuvo allí y se mostró a unos pocos, yo fui uno de ellos”, comenta una dramaturgia que incluye un convenio maldito y el acontecimiento que lo ratifica, y la secuencia solo puede describirse como insólita.

4.

“Los sertones, de Euclides da Cunha, no es tanto un libro como una monstruosidad”. El juicio de Miguel Angel Campos acumula bastantes connotaciones para erigirse en lema. En el clásico brasileño, los apartados iniciales tienen una falsa autonomía: se enfocan en los tipos humanos, la geodesia, la flora. Sin embargo, la pluralidad de asuntos difícilmente nos distraiga de su “composición secreta”, que involucra el panorama y las etnias, informa sobre los antecedentes familiares de Antônio Conselheiro y sus vagabundeos de anacoreta, y luego se explaya en la guerra de Canudos librada por él. En el cierre quedan la “argamasa de sangre y pus” de rebeldes y soldados, y el cadáver de aquel iluminado, en cuyo cráneo se buscará después “las líneas esenciales del crimen y de la locura” (da Cunha, p. 383). Era, por supuesto, una tarea inútil: los delirios personales y los disparates de la nacionalidad no hallan esclarecimiento en el cuerpo ni en el relieve topográfico. MAC está seguro: “La historia es demasiado concreta, es muy poco story para ver en ella un símbolo, solo el temor puede inducirnos a ello, a la comodidad del más inocuo ejercicio intelectual”.

En el entorno del ensayo, esas palabras no son discordantes. Sí, antes leemos que el texto es la “representación de un conflicto más vasto”, y más adelante, que el volumen “posee la capacidad de hablar por toda una cultura”; pero esa cualidad no se funda en la asunción de un destino continental, sino en el índice de una “aspereza primitiva” y el repertorio de un “reino subterráneo”. El escritor, sociólogo, ingeniero militar, físico, naturalista, periodista, geólogo, geógrafo, botánico, zoólogo, hidrógrafo, historiador, profesor, filósofo y poeta brasileño(5) no copia o impone una horma; más bien, recurre a los saberes para afianzar el carácter opaco del objeto de estudio. No es casual que Los sertones sea el resultado de un trabajo de campo que combina una convocatoria de lo ostensible y una indagación del inframundo. En La imaginación atrofiada, la convergencia de lo vertical y lo horizontal se establece como premisa de la enfermedad alegórica. ¿No es Euclides da Cunha otro “oscuro genio atormentado”? Sus zancadas por la planicie polvorosa eran a la vez el hundimiento en un barranco cuya ángulo de caída era entre agudo y recto.

En un aparte añadido para esta reedición, Campos reitera aquel temperamento:

Nos hemos concentrado en el libro, es una joya exótica pero a la vista, lo oculto está dispuesto para ser descifrado. Pero el hombre Euclides da Cunha es un laberinto, un pozo sin fondo. Se ha hundido en un mundo a placer, lo ha reconocido y así se dispone a verificarlo en cada una de sus acciones automáticas, todo cuanto contradiga ese horizonte instintivo entra en un conflicto de recelo y laceración.

El escritor que allí aparece quiso vengarse de la infidelidad de su esposa e intentó matarla, pero murió de un disparo en el pulmón debido a la puntería del joven Dilermando de Assis, el amante de aquella. La afrenta que propició su muerte es, recuerda MAC, la misma que había llevado a Antônio Conselheiro al sertón. El adulterio hace de uno y otro un infecto vulnerable al cataclismo y a la potencia de lo femenino. Es cierto, sus elecciones no son las de Wakefield o van Winkle; sin embargo, en ellos no hay parálisis ya, sino el vaivén de “lo colectivo informe, la inmensidad vacía” que los irá acercando al fin. La cifra que el mecanismo MAC descubre es un par de sujetos que miden el tamaño del infierno.

Campos acude a da Cunha para constituir un método y fijar una visión. Le interesa lo que Gesualdo Bufalino llamó diceria dell’untore y que Joaquín Jordá tradujo como “perorata del apestado”.

Como producto, Los sertones es “una manual de escritura torrentosa”. De nuevo, la calificación del ensayista sugiere una retórica que invariablemente engloba el superávit. La sintaxis es la manifestación de una lucha con el caos fundamental y la renuncia al control. A pesar de su admiración por Mariano Picón Salas y Andrés Bello —que recompone el “mundo hiriente (…) para evitar hundirse en él”—, Campos acude a da Cunha para constituir un método y fijar una visión. Le interesa lo que Gesualdo Bufalino llamó diceria dell’untore y que Joaquín Jordá tradujo como “perorata del apestado”. El suyo es un discurso que abarca la muerte de la leyenda, la exaltación del desconcierto; su opuesto, o su enemigo, es el engaño de lo civil estable y circunspecto que antes creyó apuntalar el origen en un pasado “nebuloso”. Todo “anhelo fáustico de lo moderno”, nos dice, equivale en la historia a rechazar cualquier “filiación con las sombras, con la muerte hecha tótem o familiar animal doméstico, inmerso en su melancolía ante el paisaje”. Lo imperativo es “asumir la indefensión”, es decir, atenuar las certezas de la ideología y el mito.

En La imaginación atrofiada nos topamos con el desgaste de Murena al negarse a practicar la profecía y la denuncia; solo le atrae el “mal de las profundidades”, como a aquel macromegálico que Miranda conoció en un aposento cerrado. Es otro subterráneo [Unterirdischen], como el personaje que Nietzsche tipifica en el prefacio de Aurora —alguien que perfora, cava y excava. Junto a Murena está quien propulsó, según MAC, “una de las formas celebradas de la atrofia”: Gabriel García Márquez. Las hipérboles de este dan la impresión de un inventario de maravillas para el uso de un concilio extemporáneo: “El relator García Márquez, emula a los viajeros de regreso de Oriente, en la placidez de la Corte, dando testimonio a su Majestad”. La analogía concibe un primer movimiento que de inmediato pasa a la supuesta asonada política, complacida en plantear la utopía adolescente de apenas permutar un señorío por otro. Anteriormente, el oficio de relator estuvo asociado en el libro a Euclides da Cunha; el contraste resalta la actitud de quien acepta la duda y el trastorno, por un lado, y por el otro quien esgrime la tesis populista de la presurosa redención.

Las modalidades menos encomiadas de la atrofia sobresalen como negación de lo probable, pero no desisten del cambio. Lo imaginario puede secarse por la repetición de lances sin azar —apta, eso sí, para confirmar los principios de la etiología—; sin embargo, su apertura es susceptible de concebir estructuras heteróclitas, que incluyen las incompletas; las que abocetan una sencilla calle en Filadelfia; las innumerables; las que apuntalan una cultura eternamente agónica; las freaks; las que precisan el retorno de un fantasma o un muerto; las contrahechas; las que de lejos parecen moscas… Miguel Ángel Campos resolvió alterar la conducta previsible hasta hacer de las infracciones una poética, y con esa mudanza nos permite admitir que hay achaques necesarios. La imaginación atrofiada es la constante exposición de lo larvado o mal entendido, eso que en los archivos se guarda como bestia fantástica o como anomalía. A los rasgos de Miranda, Rip van Winkle, Wakefield, Soames y da Cunha puede sumarse el de la iguana taimada de Fray Mocho. Hay que, de nuevo, desagraviar el mal —no el petróleo ahora, sino el de otros elementos, igualmente hondos.

Notas

1. Cf. Rosas en la saga del petróleo: “La peripecia de aquella fundación me conmueve y es de mis favoritas, parece sacada de una novela del Garmendia que alcanza a pincelar el criollismo del petróleo” (p. 19).

2. Los estudios de Benjamin sobre la modernidad son de sobra conocidos; el de Solnit se llama River of Shadows. Eadweard Muybridge and the Technological West. New York, Viking, 2003.

3. Eyal Weizman, Forensic Architecture. Princeton, Princeton University Press, 2017.

4. En el ensayo “A Small Boy Seeing Giants”, Beerbohm comenta la actitud de su colega: “Si pudiéramos todos seguir el buen ejemplo del señor H. G. Wells, desterrar de nuestro espíritu el presente y posar nuestra mirada fijamente en el futuro, entonces podríamos compartir su saludable desdén por el pasado. Pero no podemos. Somos mórbidos. Tal vez yo más que la mayoría”. (The Prince of Minor Writers. The Selected Essays of Max Beerbohm. Ed. e-book, NYRB, New York, 2015. Kindle; la traducción es mía.)

5. La enumeración se extrae de Wikipedia.

Referencias

Caillois, Roger. Approches de l’imaginaire. Gallimard, París, 1974.
Campos, Miguel Angel. Incredulidad. UNICA/IVIC, Maracaibo, 2009.
—————————-. Las novedades del petróleo. Fundarte, Caracas, 1994.
—————————-. Rosas en la saga del petróleo. Edición del autor, Maracaibo, 2018.
Da Cunha, Euclides. Trad. Estela dos Santos. Los sertones. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980.

Luis Moreno Villamediana (Maracaibo, 1966) es poeta, narrador, ensayista, crítico y traductor. Profesor de la Universidad de Los Andes. Ha publicado los títulos de poesía Cantares digestos, Manual para los días críticos, En defensa del desgaste, Eme sin tilde, Laphrase y Otono (sic). Como narrador, ha publicado El edificio fantasma. Ha recibido el Premio Bienal de Poesía José Rafael Pocaterra, el Premio Internacional de Poesía Juan Antonio Pérez Bonalde, el Premio Equinoccio de Poesía Eugenio Montejo, el Primer Premio del Concurso Nacional de Cuento Guillermo Meneses, el I Premio Libro del Año de los Libreros, el Premio de Literatura Infantil del Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz, el Premio Anual de Cuento Salvador Garmendia y el Premio Bienal Literaria de Ensayo Eugenio Montejo.

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