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Alfredo Boulton o la modernidad en clave adánica

Por | 2 diciembre 2023

Treinta años transcurrieron entre un escrito y otro; tres décadas pasaron entre la primera línea y la última; entre el primer texto realmente significativo sobre la pintura venezolana escrito por Alfredo Boulton y el último de ellos, acaso el último de sus grandes textos sobre el arte de su tiempo en Venezuela, al cual dedicó su vida entera así como su obra de intelectual, de coleccionista y de connoisseur. El primero de esos textos tenía a Armando Reverón por objeto; el último trataba del pintor ingenuo Bárbaro Rivas.

Durante esos treinta años, entre 1954 y 1984, se forjaron muchas cosas en Venezuela: entre ellas no es de menor importancia que se forjara el primer, y hasta ahora el último y el único régimen político en el devenir histórico del país que haya sido a la vez civil, democrático y alternativo, cristalizando así una dinámica de esperanza tan frágil como portentosa por parte de la sociedad venezolana que buscó ese logro político, en vano, desde los primeros días de la república independiente, y que aún, de nuevo, quiere volver a encontrarlo. También se forjaron durante esos treinta años, a la vez, la modernidad y su historia en Venezuela: la modernidad como un sistema de aspiraciones sociales, infraestructurales, estéticas y la posibilidad de escribir su historia como un capítulo polémico en la existencia de la nación. Es decir, entre 1954 y 1984 la sociedad venezolana alcanzó conciencia de quiénes eran los protagonistas de su modernidad, identificó a sus pioneros y fundadores, reconoció, discutió o celebró sus obras, y devino así sujeto de esa misma modernidad como un proyecto a la vez contínuo e inacabado.

Así se inicia el ensayo que por invitación de Ariel Jimenez me correspondió escribir para el libro editado por él para MoMA en el año 2008, titulado Alfredo Boulton y sus contemporáneos. Diálogos críticos en el arte venezolano entre 1912 y 1974.

Lo que me movía a escribir ese texto se resume a la vez en una constatación y en una pregunta, que aún no he logrado responder y que quizá no lograré nunca responder. La constatación está resumida en las líneas que preceden extraídas del texto original: 30 años claves para la nación transcurrieron entre ambos, el primero y el último de los textos dedicados por Boulton al arte venezolano que le fue contemporáneo, al troquelaje de una perspectiva sobre el arte venezolano de su propio tiempo. La pregunta es más punzante: ¿porqué el hombre que estableció el canon estético de la modernidad pictórica venezolana para la república burguesa del país que nacía a la modernidad; por qué el patricio blanco y europeizante, sofisticado y cosmopolita se despierta a la inteligencia -a la comprensión- del arte nacional a través de la figura, cuán antitética, cuán extraña, cuán marginal, cuán diferente a él mismo, de Armando Reverón? ¿Porqué, llegado al término de su jornada intelectual y visiva, Boulton viene a clausurarla con un ensayo -y una exposición- dedicada a un pintor analfabeta, al sujeto marginal por excelencia del arte nacional?(1)

Una respuesta inmediata y obvia es de orden social: por mucho que fuese Reverón, en las mismas palabras de Boulton para ese ensayo, un ‘estrafalario y delirante hombre’ no era menos uno de los suyos, a la vez por procedencia y por comunidad generacional con los artistas que Boulton frecuentaría -no en balde 19 años menor que el artista. 

Pero Boulton no ‘descubrió’ a Reverón: ya en 1939 Mariano Picón Salas había escrito el más revelador de los ensayos críticos sobre el artista -una pieza ejemplar para la literatura sobre el arte en Venezuela donde se entendía, mejor que nunca, a Reverón artista y «hombre enigma».(2) La obra de Boulton sobre Reverón comienza tras su muerte y es, en todo sentido, una construcción retrospectiva, elegíaca. Tampoco ‘descubrió’ Boulton a Rivas: lo recibió -y supo reconocerlo- de quienes encarnaban su némesis, intelectuales de Sardio y el Techo de la Ballena, entre otros.

1955 también marca una ruptura, aquella en la que Alfredo Boulton el fotógrafo artista -si se puede decir- se convierte en Alfredo Boulton el crítico e historiador de las artes nacionales

Es curioso que Boulton escribiera su primer gran texto crítico sobre Armando Reverón: que escogiera, por razones que sería necesario dilucidar a la luz de su obra y persona, a un sujeto excéntrico, diferente –y sobre todo absolutamente distinto de su propia persona-, es decir voluntariamente marginal, para señalar el inicio de su labor historiográfica y con ello la fundación retrospectiva del arte moderno en Venezuela.(3) Escribió presumiblemente Alfredo Boulton dicho texto entre el mes de septiembre de 1954, cuando Reverón fallece, y el mes de Julio de 1955, cuando se publica como pieza central en el catálogo de la primera muestra retrospectiva del artista en el Museo de Bellas Artes de Caracas. 

Pero 1955 también marca una ruptura, aquella en la que Alfredo Boulton el fotógrafo artista -si se puede decir- se convierte en Alfredo Boulton el crítico e historiador de las artes nacionales, precisamente de la mano del anacoreta Reverón; se trata pues esa ruptura de un pasaje consecuente desde la representación (imagística) a la interpretación (de las imágenes); un síncope, la interrupción de una obra (fotográfica) para emprender la obra crítica del historiador-intérprete. Con ello 1955 también marca una fundación, un comienzo, una génesis en la constitución de la historia del arte moderno venezolano; y tal fundación se confirma, precisamente, 30 años después, cuando Boulton escriba el último de sus ensayos críticos sobre un tema inédito en su obra, sobre otra figura disímil, antitética, marginal, esta sí -Bárbaro Rivas- una absoluta otredad analfabeta con relación al venerable señor Alfredo Boulton.

Treinta años más tarde, entonces, en junio de 1984, abría sus puertas en el entonces llamado Museo de Arte Contemporáneo Sofía Imber de Caracas la más importante muestra retrospectiva dedicada al genio ingenuo de Bárbaro Rivas, acaso el más significativo de los artistas populares de Venezuela y uno de los protagonistas indiscutidos de la modernidad pictórica venezolana. En el catálogo de esa muestra (organizada por dos personajes tan respetados -también entre ellos disímiles- como Alfredo Boulton y Francisco da Antonio) Boulton publicaría su último gran texto crítico sobre el arte venezolano.

Así se enlazan el origen y el destino de esta obra de historiógrafo del arte, el legado de este Vasari tropical y patricio, en dos figuras semejantes entre ellas, Reverón y Rivas, por no provenir del mundo disciplinario –y disciplinado- del arte; por su mutua, resplandeciente y sufrida alienación, por haber sido ambos ajenos al mundo en su decisión de mantenerse fuera de las políticas que rigen el arte y la civis; por haber tenido Reverón que olvidar su aprendizaje artístico para luego re-inventar su arte en condiciones a la vez precisas y extremas, por limitadas, que sólo él supo en su soledad determinar y por no haber tenido nunca Rivas “que liberarse de ninguna atadura que lo ligase a movimiento alguno artístico; a ningún ismo”, para decirlo con la misma voz de Boulton.(4) 

¿Por qué se abre y se cierra entonces la obra crítica de Boulton con estas dos figuras antitéticas con relación a su propio ser individual, familiar, social? ¿Cómo interpretar que el arco de ese canon -el arco de la modernidad artística según Boulton- tenga por fundación y por clausura a dos artistas ajenos, a dos genios en -y de- su margen, a dos excluídos, a dos rotundas islas existenciales? Hay allí acaso una lección, una cifra -quizá moral- sobre la «leyenda» de nuestra modernidad, sobre nuestra legendaria modernidad.

En su texto sobre Reverón, Boulton afirma que éste apenas tenía idea de la pintura moderna: «Durante su época de España -dice- tuvo oportunidad de estudiar los más grandes artistas de la pintura mundial, y recuerdo que me hablaba con entusiasmo de Velázquez y Goya. Pero en general se puede decir que tuvo una cultura plástica bastante limitada. De la pintura moderna, que podríamos situar conservadoramente de Manet a Monet, tenía una idea muy superficial. Del movimiento cubista, por ejemplo, hasta la variadísima gama que se hace hoy en día, no conocía ni le preocupaba absolutamente nada.»(5)

Alfredo Boulton retratado por Armando Reverón. 1934

Alguna vez, hablando con Francisco da Antonio, recuerdo habernos librado a una divagación sobre Boulton y Reverón. […] El retrato de Boulton resalta por su distancia, por la pose explícitamente cuidada, como si entre Reverón y Boulton aquella imagen actuase asordinando, o mediando, la cercanía de la amistad, en beneficio de una insuperable diferencia; como si Reverón quisiera identificar en su obra el lujo patricio de aquel visitante, sus maneras -y amaneranientos- de caballero inglés; su faz de muñeco, de belâtre, como si aquel amigo sofisticado viniese a marcar, en la efigie con la que el pintor lo representa, la distancia del Castillete con relación al mundo de los salones donde tienen lugar el arte y los banquetes, sus jardines racionales, sus palacios antiguos y modernos, la ciudad, el urbanismo, la urbanidad, el poder. 

Boulton conoció y frecuentó mucho a Reverón –aun cuando dudo que hayan llegado a ser amigos íntimos- y por ello lo visitó con regularidades disímiles, raramente en los períodos durante los cuales la salud mental y la excentricidad de Reverón se hacían pertubadores cómplices de las propias máscaras del artista.(6) Y ciertamente sólo escribió sobre su obra, o sólo emprendió el proyecto voluntario de construir una historiografía reveroniana, tras la muerte del artista, hecho que sin duda desencadenó aquel texto de 1955.

La certitud de que Reverón había fundado una forma involuntaria pero indiscutible de modernidad en la pintura venezolana es, pues, en Boulton, una certitud retrospectiva (y no es poco lo que le debemos con ello) -pero también Mariano Picón Salas había expresado esa misma convicción en 1939, y ya como una certitud contemporánea. 

Es interesante notarlo por contraste ante la certeza que pudo tener Boulton sobre la significación de la obra escultórica de Francisco Narváez, o sobre la obra de Alejandro Otero o de Jesús Soto. Reverón debió ser, para todos ellos, incluído Boulton, algo incomprensible y a la vez admirable. Un hombre que hubiese podido ser también un hombre de su mundo, pero que había decidido escapar hacia otro lugar, hacia un lugar ajeno, hacia otro país.

Un país oscuro –por ignoto- donde la luz que puede ser más clara, y hasta enceguecedora, requiere de una disposición excéntrica, de un extrañamiento. Un país que apenas había sido revelado a la conciencia de la ciudad en 1948, cuando el joven poeta Juan Liscano, entre otros, fue encargado de organizar la Fiesta de las Tradiciones para celebrar el advenimiento del primer gobierno popularmente electo en Venezuela: cuando se vio, entonces, por primera vez, en la capital del país y ante un público masivo, bailar el tamunangue; cuando por primera vez la ciudad letrada escuchó el ruido ensordecedor de los tambores negros que estaban destinados a marcar para siempre su ritmo, hasta entonces condenados a festejar la alegría de la peonada en el recodo de las grandes haciendas o en la inaccesible distancia de los pueblos costeños.

No parece existir entonces en Venezuela, hasta hoy, suficiente claridad sobre este hecho fundamental: la modernidad política –la promesa de democracia social y el espacio público- y la modernidad artística –también en 1948 se celebraba en el Taller Libre de Arte la primera muestra de arte abstracto- hacen ambas eclosión sobre la conciencia de la nación aun mismo tiempo que las tradiciones más telúricas, al mismo tiempo que el folclore deviene un hecho popular –y esta popularización del folclore es, sin duda, uno de los efectos y de las características más palpables de nuestra modernidad. Al mismo tiempo que Venezuela descubre el arte inmemorial de sus artesanos y músicos populares, hasta entonces escondidos e ignorados, el país descubre también el arte del futuro, el mensaje de celeridad de lo moderno.

Me permitiría aquí evocar un paralelismo: las grandes vanguardias modernas en Rusia y en Ucrania, el Suprematismo y el Constructivismo fueron contemporáneas, y orgánicamente vinculadas, con el redescubrimiento de las tradiciones cultuales y religiosas populares, con el redescubrimiento de la inmensa tradición de pintura arcaica de íconos en el seno de la iglesia de oriente, por ejemplo, que la dinastía Romanov había mantenido en sordina, reprimida, durante más de tres siglos en beneficio de su voluntad occidentalizante. Hans Belting recuerda, por ejemplo, que sólo en 1913, durante las celebraciones del tricentenario de la monarquía Romanov, descubrieron los rusos la tradición del ícono como forma primitiva, pre-occidental, de pintura rusa. Y cuando Malevich habla de ellos, con admiración irrestricta, ya anuncia el aniconismo radical de su pintura suprematista: «la antigua pintura sagrada rusa, un arte verdaderamente divino, no solo interpela el alma de los hombres simples, sino que representa un tipo de rostro celeste sobre el cual el hombre material no puede hacerse una imagen.»(7)

Como si toda modernidad requiriera, para instaurarse, primero instaurar a sus ‘primitivos’, inventar la instancia de lo ‘primitivo’ sobre lo cual simular su consumación teleológica, la escaramuza (ficticia) de su poder conclusivo, de su voluntad de clausura de la historia, el colmo con el cual se identifica y en el cual, como un narciso, encontraría su propia imagen disímil.

La presencia de lo popular en Boulton es, entonces, un tema aún por estudiar. No parece haberse interesado el historiador por la obra de los artesanos anónimos, a pesar de su investigación tardía sobre la cerámica pre-hispánica y a pesar de su constante interés por el paisaje vernáculo y los tipos raciales de sus habitantes, por la belleza física del pueblo humilde de Venezuela. Alfredo Boulton fue, orgullosamente, un patricio enraizado en su tierra, amante de sus gentes, pero su obra de intelectual señaló siempre el trabajo formativo de las élites: de los próceres y entre ellos los primeros y más patricios, Miranda y Bolívar; de los “descubridores” y entre ellos los de más sofisticada inteligencia, Humboldt o Pisarro; de los artistas de vanguardia: Narváez, Soto, Cruz-Diez, Otero. Y sin embargo, como una paradoja en la que residiría su secreto, su obra de historiador y de historiógrafo del arte se abre y se cierra con dos excepciones, con dos venezolanos eremitas, con dos excluídos del gran banquete cívico, con dos hombres de la tierra: Reverón y Rivas.

Como para señalar, bella y silenciosamente, que la humanidad y sus grandezas, y entre ellas la intuición creativa, no soporta patrones de urbanidad ni normas civilizatorias, Boulton escoge a estos dos inmensos artistas para abrir y cerrar su personal historia del arte moderno en Venezuela, porque acaso ellos representan la venezolanidad más allá de todo constreñimiento civilizatorio, la libertad más allá de la civilización, la creación más allá de la “cultura” y, en última instancia, la invención de una modernidad en tierra adánica.

La pregunta que yo me hago -y repito entonces: como esbozo de una interrogación moral, como sugerencia para la consideración de una dimensión moral de nuestra propia arqueología moderna, de la arkhè de nuestra modernidad, es: ¿serían acaso Reverón y Rivas, alfa y omega de una narrativa canónica delineada por Boulton, y más allá de su veracidad, los «primitivos necesarios» para construir la leyenda -y la historia- de nuestras artes modernas según Boulton?

Bárbaro Rivas retratado por Paolo Gasparini. 1957.

Muy distinta a su relación con Reverón fue la aproximación de Boulton a Rivas. “La vida y obra de Bárbaro Rivas –escribe- son un claro ejemplo de que el talento no depende exclusivamente de la formación cultural del individuo.”(8) Esta frase, ligera y simple, escrita por Boulton al final de su vida es todo un continente revelatorio del hermoso aprendizaje de Venezuela que fue su obra entera. Pudiéramos decir entonces, en este momento presente y difícil de la nación, que la ciudadanía tampoco depende de la cultura formal, ni de la educación institucional, sino tan sólo de la decisión creativa y libre de los individuos. Y que Rivas, eremita y genio, “gran relator” de la pintura en Venezuela, para usar de nuevo las palabras de Boulton, no es otra cosa que el testimonio fehaciente y complejo de esa decisión, manifestada en obras insólitas, capaces de dialogar con la pintura moderna de su tiempo, desde el joven Jacobo Borges en la Caracas de los años 60 hasta los contemporáneos pintores de Cobra en Europa, que sin duda desconocía el genio de Petare.

Había comenzado Boulton enfatizando que Reverón, pobre en cultura -lo dice así explícitamente: «un hombre de conocimiento plástico bastante reducido que tuvo siempre poca preocupación por la inquietud cultural»- desde su aislamiento voluntario se habría enfrentado con el «Enigma», con «el trance de la Creación Absoluta» para alcanzar su arte, la resolución de su «lucha artística» -hipótesis por lo menos ambigua, si no sospechosa y ciertamente cargada de dudosos significantes ideológicos. También concluye Boulton, 30 años más tarde, al confrontarse sinceramente con Rivas, en un aprendizaje singular: que el talento no depende -dice- de la formación cultural del individuo. 

Yo quisiera hoy detenerme sobre una dimensión política de este gesto de fundación y de clausura legendaria de la narrativa moderna de nuestras artes visuales, sobre esta invención de los ‘primitivos necesarios’ que Boulton requirió para abrir y cerrar la diégesis del arte moderno en Venezuela, enfatizando su poder ‘emancipante’: es que en 1984, cuando ya se había iniciado la sistemática caída del signo monetario nacional, arbitrariamente sostenido desde 1930 por la monoeconomía petrolera del Estado, cuando se iniciaba el descenso sin fin del ingreso per cápita de los venezolanos, embrague trágico hacia el fin de la república civil, la lección que (casi) extrae Boulton desde su mirada a Rivas, y que no llega a enunciar, compete tanto al arte como a la noción misma de ciudadanía: si algo había que concluir de Rivas -pero también de Reverón- es que la idea de una ciudadanía que procedería de la inserción individual en el proyecto de la república letrada, -con su corolario ideológico: la ciudadanía como fruto de la educación pública-, era (y es) un mito, el espejismo ideológico de una idea de país cuyo imaginario colectivo se materializó en un binario movimiento pendular entre dos multiformes polaridades, protéicas: la de las donaciones naturales y la de las promesas emancipantes. Y que en ese mito, en ese proyecto, en esa falaciosa versión de la ciudadanía Reverón y Rivas, ex-céntricos ambos, no podían más que permanecer al márgen, como figuras de excepción que la república letrada sólo podría integrar a través de cierto paternalismo infantilizante y condescendiente, desde la falsa emotividad de una mirada para la cual, además de ‘necesarios primitivos’, ellos serían también -por así decirlo- ‘inocentes’, encarnación de una forma -también un espejismo- de ‘inocencia’, desde la cual el discurso que los nombra también los domestica, los transforma en una suerte de alteridad absoluta, ejemplares sujetos para una ideología folclórica empeñada en verles como infans (desprovistos de discurso), como niños, como raros, como otros en cuya alteridad se hacen «mansos», naufragando así en esa ideal y falsa mansedumbre impuesta por la ideología nacional todo lo que de acerbo, de perturbante, de radical, de gutural, de animal, de incontrolado, trepidante, protoforme, y áspero hay en sus obras. 

No desconocía Boulton, y al contrario admiraba, que Rivas hubiese “sublimizado el mundo”, que hubiese demostrado maestría técnica en el “control de las armonías” o que fuese su obra, sorprendentemente cercana a la “picaresca española”, a la vez de inédita eficacia narrrativa y de admirable “candor fantasioso”. Me interesa sobre todo señalar que el ensayo de Boulton sobre Rivas significó un gesto de conclusión coherente con su aproximación al arte venezolano: terminar su obra considerando a una figura que es proporcional a la de Reverón, con cuya consideración crítica se había iniciado. Pero ese texto es también una excepción en su obra, por dos razones: por que es la primera y única aproximación de Boulton a las artes populares venezolanas y por ser, más que un análisis de la obra del artista, una reflexión teórica sobre la «universalidad» del arte, sobre el misterio de la “intuición pictórica” que se encarna en un genio “de propia hechura”, desprovisto de educación formal, desprovisto de lengua escrita, desprovisto, pues, de “cultura”. 

Fue la obra de Boulton una especie de trazado cartográfico para la escritura de la historia del arte, o para la fundación de la antropología visual en Venezuela, nada en ella se agota, pero no deja campo alguno sin tocar

Y esto es, sin duda, lo que a todas luces surge para Boulton como una sombra intrigante, es decir como un enigma. Tengo para mí que en el hecho de que la república letrada no haya sabido romper el espejo ficticio de esa ilusión de enigma para reconocer sin tanta despectiva condescendencia en las sabidurías espontáneas, arcaicas, populares, silvestres de la nación una fuente tan compleja y rica como la que procedía de la alfabetización militante e institucional, tengo para mí que allí late dolorosamente quizás una de las tantas causas de nuestra falencia colectiva.

Otro aspecto significativo del texto de Boulton sobre Rivas consiste en marcar un nuevo territorio dentro de su obra: el de las artes populares. Es cierto que el argumento de Boulton para justificar su interés en Rivas es, precisamente, su convencimiento de que Bárbaro no es un artista popular convencional; de que es un genio intuitivo por lo cual merece ser considerado en el «parnaso» del arte, al lado del Aduanero Rousseau o de Armando Reverón. Pero no deja de ser notable que Boulton se interesara, y escribiera, sobre un artista plenamente vinculado a la constelación de las artes populares, así fuese a través de aquella denegación teórica, y así añadiese un nuevo campo de estudio a su obra, que sin embargo no desarrolló. Un campo que lejos de agotar deja abierto –como en otros textos marcantes de nuevas pistas “disciplinarias”- para que quienes poseen mayor autoridad lleguen algún día a considerarlo. Fue la obra de Boulton una especie de trazado cartográfico para la escritura de la historia del arte, o para la fundación de la antropología visual en Venezuela, nada en ella se agota, pero no deja campo alguno sin tocar: las civilizaciones prehispánicas, la sociedad colonial, la fundación republicana, la invención del paisaje y de la naturaleza local, el arte cívico, las artes modernas, la fisionomía de los próceres, las artes populares. Marcó, con ello, caprichosa pero definitivamente, el destino de la historiografía del arte y del gentilicio venezolano.

Me interesa sin embargo subrayar especialmente que la alianza ideológica que vincula en la obra de Boulton el texto fundacional sobre Reverón con el texto conclusivo sobre Rivas, sería un síntoma más, considerable, de cierto “adanismo” nacional. Son estas dos figuras, en verdad, dos vidas trágicas, abrumadas por el peso de una civilidad que las excluía, quienes en la mirada de Boulton se transforman en prueba de una potencia primigenia de la civilización venezolana.  En ello Boulton no se distingue de la mayoría de sus contemporáneos humanistas modernos en Venezuela: Mariano Picón o Mario Briceño, Arturo Uslar o Guillermo Meneses, Rómulo Gallegos o Isaac Pardo, todos parecen haber despertado a la verdad de Venezuela desde el asco de su historia decimonónica de guerras y miserias, volcándose entonces a descubrir, detrás de esa tragedia, el fondo arcádico de la Nación.

Alfredo Boulton. Vista de El Avila desde Los Guayabitos. c. 1948.

No otro sentido tienen las imágenes que Boulton produjera como fotógrafo de los valles de Caracas o de las encrespadas alturas andinas, de los llanos de Páez o de la isla de Margarita. No otra fue su fascinación por los hombres de la tierra: descubrir, denegando la inexistencia del orígen y la complejidad irremediable de la libertad humana, que es siempre responsable de su propia miseria, a un Adán venezolano para fundar, sobre su supuesta tierra de gracia y vírgen, puramente imaginaria, la posibilidad de lo moderno.

“Grandes indicios del Paraíso” había visto Colón al navegar las aguas de la península de Paria, y en la carta que enviara a los Reyes Católicos en 1498, desde La Española, describiendo su arrivo a Venezuela, afirma la certeza de haber observado allí los predios del Paraíso Terrenal, que llama entonces Tierra de Gracia. Desde esta mención hasta el célebre capítulo de la lluvia en Canaima, donde Rómulo Gallegos describe una insólita escena de purificación, se dibuja una enorme y significativa elipse adánica en el pensamiento venezolano. Tal es el personaje de Canaima: un hombre del mundo que aparentemente se pierde, al encontrarse con el alma de la selva en la densidad absoluta de la tempestad, transformándose de nuevo en una figura adánica, es decir a la vez fracasada y virgen. Sucede, como lo supo ver el novelista heráldico de Venezuela, Gallegos -José Balza dixit– que todo Adán en tiempos modernos esta condenado al ostracismo y a la incomprensión: es decir, a ser un anti-héroe.

Tales son, pues, Reverón y Rivas: dos antihéroes en quienes Boulton observa el inicio y el fin del arte moderno en Venezuela y con quienes inaugura y concluye su propia obra. La idea de un Adán moderno no es nueva, ni particularmente original. Una aparente colisión, que en verdad es una secreta complicidad ideológica, entre modernidad y primitivismo ha existido siempre […] En ese sentido, la casa de Reverón, como lugar de nacimiento del arte moderno venezolano, es también una más de las casas de Adán en el Paraíso.(9)

Pero todos sabemos que el Paraíso es una ficción. Y por ello la voluntad de ver a Venezuela como una escena o como un lugar adánicos ha sido, y es, una ficción. Como toda obra de ficción, ella alimenta e ilumina la realidad, pero nunca coincide con ella. Como toda obra de ficción, lo que así se construye es un lugar sin lugar, un lugar fuera de lugar. El adanismo de nuestros humanistas modernos consistió en la voluntad de construir un país posible sobre un relato de redención definitiva, que concebía a la modernidad como una épica empresa de higienización. Esa empresa necesitaba, para poder asentarse en los hechos de la historia, la certeza de la existencia de una humanidad virgen, que no hubiese sido manchada por el horror de su pasado: una humanidad inocente o sólo víctima; una humanidad desasida de responsabilidad cívica.   

Una humanidad infantil, la infancia (aún inocente) de una humanidad. Aquí yace para todos nosotros una interrogación de carácter moral: cada vez que veo las hermosas imágenes del Silencio, aquella ciudad radiante que Villanueva imaginó, me pregunto dónde están las imágenes de la miseria secular, sórdida y violenta, que la precedió (y la cual, diariamente resurge como un monstruo latente). La invención imaginal de una tierra adánica es necesariamente cómplice de un complejo proceso de desincorporación moral, a través del cual los venezolanos hemos denegado nuestra responsabilidad sobre nuestra propia (oscura) historia. La invención ficticia de la tierra adánica -o primigenia e indigenista- es la escaramuza de una victimización colectiva: nos hacemos todos víctimas (y no sujetos) de la historia, esa nube negra cargada que cubre la tierra virgen e inmaculada de nuestro falso paraíso. No somos, entonces, los actores de su historia: cada cierto tiempo abandonamos esa responsabilidad ineludible, entre culpabilidad y complicidad, pero sobre todo lo hacemos cuando olvidamos que todo ser humano, analfabeto o cosmopolita, baña su ser en idénticas complejidades, y que toda obra es obra de lo que allí resurge, sobrevive o se decide, y no del Enigma ni de la Gracia, ni de la Intuición o de la Creación Absoluta. Que todo ciudadano lo es por decisión, no por educación. Que todos, en el silencio o en la elocuencia, estamos enfrentados a las mismas radicales interrogaciones de la existencia, y que no hay respuesta que sea superior a otra en razón de cultura o ilustración.

Tales fueron los hombres y las mujeres puros que nos fueron descritos y retratados por nuestros humanistas modernos. Tal es la idea de un país que yace sobre su propia e impensada donación natural y que estaría llamado a transformarla en energías cívicas, creativas, sobre las que no pesaría nunca la hipoteca de la historia -tal es, en fin, «la ideología venezolana»- como si no pesase sobre su destino la amenaza de brutales retornos al laberinto de nuestras contradicciones antropológicas. Tales son las figuras simbólicas de ese adanismo: acaso una pintura que Boulton pensaba inmaculada, por blanca, realizada como un prodigio, a pesar de la persona de sombras que fue Armando Reverón y que en verdad era un entramado rugoso y sucio, una obra toda hecha de maculaturas; tales son los relatos pictóricos de Rivas que Boulton supo ver asidos a la tragedia personal del artista, pero que leyó sin embargo también como parábolas infantiles, aun cuando en verdad eran –no han dejado de ser- los humildes recursos de un hombre que sufría para escapar a los dolores del mundo, transfigurándolos en pintura; las inesperadas, amargas, deformantes coartadas de la angustia.

Yo quisiera concluir con una breve glosa anecdótica sobre los efectos monumentalizantes de la representación como manifestación y síntoma de ese adanismo: no hay duda de que el ojo de Boulton se detuvo con particular atención en el cuerpo mestizo de los venezolanos, y que en más de uno de ellos encontró fruición erotizante.

También es verdad que el ojo de Boulton transforma esos cuerpos en efigies monumentales. Las humildes mujeres del pueblo devienen en cariátides, los jóvenes mestizos cargan como Atlas el mundo en sus brazos. Eladio Montiel es el angel de la Anunciación cuando lanza las bolas criollas. El Diamante Negro es un rey moreno, un príncipe de luces sobre un cuerpo oscuro. Luis Acosta es Neptuno o Venus-Hombre que nace de la espuma genital del mar en Margarita. No sólo intentó Boulton en sus afanes de mirada heráldica definir el canon del arte y del paisaje nacional, el canon de las fisonomías heróicas de nuestros próceres y hasta el de las artes prehispánicas. También quiso definir el paradigma fisonómico -primigenio- del venezolano, ofreciéndonos un repertorio canonizante. 

No es otra la saga que acontece entre la imagen de Luis Acosta saliendo del mar en Margarita y el coloso, el torso colosal de Barutaima que comandaba la mirada infinita sobre el valle de Caracas desde los jardines de la casa de Alfredo Boulton, a la cual para más señas le daba su nombre: Barutaima. 

Alfredo Boulton. Barutaima de Francisco Narváez.

El antropólogo político Rafael Sánchez ha esbozado en su magnífico libro sobre los ‘jacobinos bailarines’ una hipótesis sobre nuestras tentaciones autoritarias, sobre la forma bifronte y antitética como hemos concebido el paradigma de liderazgo a lo largo de nuestra historia republicana: por un lado atorrantes bailarines o caminantes incesantes, esperpénticos oradores o enfurecidas hienas ignorantes; por otro de estatuas vivas, escayolados próceres, monumentos hieráticos en un incesante simulacro de erudición o de legalidad republicana. «En Venezuela -escribe Sánchez- no es Bolívar, el individuo de carne y hueso, sino la estatua de Bolívar quien encarna al pueblo.»(10)

Creo que esta ‘teoría’ hacia la cual yo mismo mantengo algunas reservas críticas, puede iluminar la saga de Luis Acosta transformado en coloso marmóreo, y en general la potencia monumentalizante -tanto del paisaje como de los humanos- que la fotografía de Boulton proyectó sobre su Venezuela adánica: Adán monumental, Adán torero.(11)

Alfredo Boulton. El Diamante Negro. 1952.

Ante la efigie de Luis Sánchez Olivares, El Diamante Negro, envuelta su mestiza desnudez en su capote de paseo, yo me pregunto: ¿qué llevó a Boulton a tomar esas fotos, además de un obvio interés homoerótico? ̦¿Por qué Boulton, a quien no se le conoció nunca grande o continua afición taurina, se aproximó al Diamante Negro para convertirlo en el príncipe de los mestizos envuelto en sus áureos ornamentos?

Lo que el silencio monumental de las efigies fotográficas de Boulton no dicen es que, a altura de 1950, el Diamante Negro era quizás el héroe popular más idolatrado en Venezuela. No exagero: tercer torero venezolano en haber alcanzado su consagración como matador de toros en Madrid, el Diamante Negro fué recibido a su retorno de España en 1948 por una multitud en La Guaira que lo llevó hasta la Plaza Bolívar. Su reaparición en Caracas venció el toque de queda decretado por el golpe de Estado contra Rómulo Gallegos, que había sucedido cuatro días antes, y se llevó a cabo la corrida en el Nuevo Circo de Caracas, a plaza llena, y no a las ‘lorquinanas’ cinco de la tarde, al mediodía para no interferir con el estado de excepción nocturno. La popularidad de Luis Sánchez Olivares fue mayor que la de sus contemporáneos del deporte en Venezuela tales como el nadador Teo Capriles, Simón Chávez ‘Pollo de la Palmita’ (boxeador) o los peloteros Alejandro Carrasquel y Vidal López. El tenor Alfredo Sadel había puesto de moda por aquellos años un popular pasodoble dedicado al Diamante Negro -‘rey de andar moruno frente al toro desafiante/brazo siempre armado de arte puro y de valor/Diamante que cuando sales al ruedo te aprietas los machos/y buscas el triunfo inmortal»- que vino a convertirse en el primer disco de 78 revoluciones enteramente masterizado en Venezuela, rompiendo todos los precedentes comerciales al alcanzar 25 mil unidades vendidas.

Boulton no retrataba, pues, accidentalmente a un torero, o a otro mestizo hermoso: retrataba a un héroe nacional, ni más ni menos; mestizo sí, primigenio en su mirada, y arropado en el oro de su gloria. Lo convertía así, como a Luis Acosta en la estatua de Barutaima, en una efigie, en hierático monumento icónico.

Pero tras esa efigie, tras el garbo tieso de su imagen, había también un jacobino danzante. Cuando “El Inquieto Anacobero”, el legendario Daniel Santos llegó a Caracas en 1950 se encontró una ciudad conmocionada, con el pueblo reuniéndose en las plazas a escuchar la radio traer las noticias sobre la salud del Diamante Negro, hospitalizado tras haber sido herido con un puñal en el pulmón en una riña callejera, a las puertas del Nuevo Circo. El rotativo Ultimas Noticias había superado todos los récords de venta con la noticia, con 80.795 ejemplares distribuidos en la edición de aquel día, 22 de febrero de 1950, mientras el ministro de la defensa ordenaba el envío de 200 soldados de la Guardia Nacional con el objeto de donar sangre para el torero. 

Daniel Santos compuso entonces una guaracha titulada -‘Vírgen de Coromoto, sálvame al Diamante Negro’- que aún en marzo de aquel año ocupaba los primeros lugares de escucha radial en Venezuela. Esa canción llevaba, sin embargo, un verso fatídico, la marca de una apostasía, una palabra hereje para la religión nacional de la patria boba: «Oh patrona de esta tierra/ven asómate a esta sierra/para que veas llorando/a un pueblo que está implorando/de tu poder un milagro/oye, escucha bien mi ruego/y sálvame al Diamante Negro/gloria taurina del ruedo/del calibre de Bolívar/bravo, fuerte, sano, bueno.»

No hay duda: el adanismo nacional, la mirada que se empeñó en ver una tierra de gracia para erigir encima a la modernidad salvífica, y que nunca quiso ver las máculas de la historia o la danza dionisíaca de los pueblos, escondiéndolo todo en una versión apolínea de la realidad -blanco Reverón inmaculado, inocente e ingenuo Rivas, hierático príncipe moreno, dios oceánico y colosal, ángel en vuelo- fue siempre cómplice de la monumentalización de los héroes patrios, y de la teología bolivariana. 

Entonces no tardó la Iglesia católica, y Don Vicente Lecuna en nombre de la feligresía bolivariana, en solicitar al ministro del interior, general Llovera Páez, la censura inmediata de la guaracha de “El inquieto Anacobero”.(12) No existe, al día de hoy, siquiera una grabación de aquella guaracha prohibida. Se permitió más tarde una versión sin herejía -de la cual se había excluído la osada comparación del Diamante con Bolívar. Sólo nos queda, de aquella anécdota, muda la efigie regia del torero, su capa de luces escondiendo su cuerpo moreno: no su torso herido, sino la imagen de su perfil adánico transformada en monumento, es decir, en estatua.

Notas

1.  El objeto de mi reflexión concierne la aproximación de Boulton al arte y a los artistas que le fueron contemporáneos. Antes de 1954, bajo varios pseudónimos -Bruno Plá, Bernardo Pons- se inicia su participación en prensa nacional como crítico de arte, pero no es hasta 1954, con su ensayo sobre Reverón que -abandonada la ambición de fotografía artística- Alfredo Boulton inicia la construcción sistemática de una narrativa crítica del arte venezolano, en especial contemporáneo. También es cierto que después de 1984 Boulton publica su libro determinante sobre la pintura colonial, El pintor del Tocuyo. Y aun cuando su monografía sobre Héctor Poleo apareció tras esa fecha terminal de 1984, no era Poleo ajeno al sistema de su obra anterior, como sí, en cambio, la figura de Bárbaro Rivas.

2. Mariano Picón Salas: Reverón in Revista Nacional de Cultura, [Caracas: Ministerio de Educación Nacional, #13, año 11, Noviembre de 1939, p. 63] Ver: https://icaa.mfah.org/s/en/item/808902#?c=&m=&s=&cv=&xywh=-1116%2C0%2C3930%2C2199.

3.  Conviene matizar la «marginalidad» de Reverón dentro de la historia del arte moderno en Venezuela. Es verdad que el artista elaboró una personalidad excéntrica y que, voluntariamente, se aísla del mundo mundano, y de la civis moderna, en su casa-taller de Macuto. Pero Reverón fué, desde su regreso de Europa en 1915, y hasta su fallecimiento en 1954, una figura central, reconocida por sus pares, objeto de interés por el mejor coleccionismo en Venezuela, tempranamente incluído, desde 1939, en las colecciones públicas de la nación. Habría que entender mejor, en toda su complejidad antropológica, la decisión reveroniana de ex-centrarse, la construcciónnde su aislamiento, su ser-isla en la modernidad venezolana. Ver, al respecto: Luis Pérez Oramas: La isla enunciativa, isla reveriana (comunicación inédita leída en coloquio sobre Venezuela organizado en Paris 1 Université La Sorbonne, 1994. In: https://www.academia.edu/108553674/La_isla_enunciativa_isla_reveriana.

4.  Ibidem,  p.7.

5.  Alfredo Boulton: Armando Reverón o la voluptuosidad de la pintura [Caracas: Museo de Bellas Artes: Exposición retrospectiva de Armando Reverón, 1955], p. 8.

6. Vdr. He vivido por los ojos. Correspondencia Alejandro Otero – Alfredo Boulton 1946-1974 (edit. Ariel Jimenez), Museo Alejandro Otero, Caracas, 2001, p. 63.

7. Ver Hans Belting: Image et culte. Une histoire de l’art avant lépoque de l’art [Paris: Cerf, 1998] pp. 32-34.

8. Boulton, Op cit, p.18.

9. Ver: Luis Pérez Oramas: Armando Reverón: la gruta de los objetos y la escena satírica in: Armando Reverón: El lugar de los objetos [Caracas: Galería de Arte Nacional, 2001].

10. Ver Rafael Sánchez: Dancing Jacobins. A Venezuelan Genealogy of Latin American Populism [New Yorl: Frodham University Press, 2016].

11. Para una interpretación de esta escultura en relación a la construcción de un modelo teórico de paisaje en Venezuela por Boulton ver: Luis Pérez Oramas: Caracas, Humboldt, Barutaima. Utopie du paysage et théoriedu lieu in A. Cantillon, P.A. Fabre, B. Rougé: À force des signes. Travailler avec Louis Marin [Paris: EHESS, 2018].

12. Para los datos relativos a este anecdotario taurino, ver: Javier González: Cuando la Sociedad Bolivariana censuró canción de Daniel Santos dedicada al Diamante Negro en Blog ‘A los toros’ de José López el Vito  [https://elvitoalostoros.blogspot.com/2021/04/cuando-la-sociedad-bolivariana-censuro.html].

Luis Pérez-Oramas (Caracas, 1960), ensayista y poeta, crítico de arte y doctor en historia del arte por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (París, 1994), director curatorial de la Trigésima Bienal Internacional de Arte de Sao Paulo (2012), Curador de Arte Latinoamericano en el Museo de Arte Moderno de Nueva York (2003-2017). Pérez-Oramas ha publicado siete libros de poesía (el más reciente: La dulce astilla. Pre-textos, 2015) y cinco de ensayos (el más reciente, Olvidar la Muerte. Pensamiento del toreo desde América. Pretextos, 2016), así como numerosos ensayos y artículos en revistas y catálogos expositivos.

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