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El horror a la copia: para una traducción zombi

“El terror que producen los zombis, con su remedo de vida humana, es el mismo que produce en nuestra cultura la noción de traducción. Es el espanto que produce el doble monstruoso, la copia retorcida. El zombi es una réplica que intenta devorar al original”, nos dice Adalber Salas Hernández (Caracas, 1987) en este provocador ensayo que es parte de su libro Retrato del traductor con cabeza de perro. Para una traducción calibánica (Madrid: Libros de la resistencia, 2023). Lleno de referencias al cine, la literatura y la antropología, Salas Hernández se adentra en una exploración creativa y muy meticulosa de la noción de “zombi” que depara interesantes sorpresas en su desenlace. “Al traducir, abro para el lector una zona de deformación, donde la obra primigenia y la prole que fabrico guardan una relación de jerarquías poco claras: mi trabajo empieza supeditado al de alguien más, pero poco a poco se independiza, alcanza su propia autonomía. La traducción produce un nuevo original, que guarda con su obra de arranque una filiación oscura, perturbadora para muchos.”

El término zombi posee un abolengo que se remonta al Caribe francófono. Imagen: Zombi's. Wilson Bigdau (Haití, 1931-2010). Haitian Art Society

Hell is empty and all the devils are here
(The Tempest, acto I, escena II)

De la profusión teratológica que justo ahora inunda nuestra cultura, los zombis sin duda son las criaturas más populares. Ni muerto ni vivo, frágil en su torpeza pero casi indetenible en su resistencia al daño físico, inmune al dolor o al cansancio, estas figuras humanas en plena descomposición acaparan nuestras pantallas con ahínco. Su cuerpo putrefacto avanza trastabillando, emitiendo largos quejidos ininteligibles o –como en el caso de la serie de películas Return of the Living Dead– murmurando entre jadeos el objeto de su deseo: nuestra carne. A diferencia de muchos otros habitantes contrahechos de nuestra imaginación, los zombis se distinguen por carecer de habla articulada y por alimentarse exclusivamente de seres humanos.

Otros monstruos de nuestro imaginario pueden tenernos como presa, sin que por ello sintamos el escalofrío que viene con el peligro caníbal. La hidra de Lerna, por ejemplo, devorará a quien sea suficientemente temerario como para acercarse. Simbad teme al ave Roc porque sus inmensas dimensiones le permiten devorar presas enormes, animales de grandes proporciones. Los monstruos antropomorfos, en cambio, atraviesan una cierta línea cuando se alimentan de humanos: infringen el tabú del canibalismo. Pero, como ya he mencionado en otras ocasiones, esta práctica no es consecuencia de su naturaleza monstruosa, sino su causa o, en todo caso, su núcleo.

El zombi no es cualquier criatura; su hogar no está en las páginas de un bestiario. A diferencia del minotauro o el cíclope, no posee rasgos que lo deformen de manera definitiva. A diferencia de los espectros –que comparten con él la peculiaridad de no estar propiamente vivos–, el zombi es físico, crasamente material, una figura de vísceras expuestas. Un monstruo crudo. Es nuestro prójimo, ni vivo ni muerto, nuestra imagen fronteriza y brutal.

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El término zombi posee un abolengo que se remonta al Caribe francófono. De etimología incierta, es seguro sin embargo que siempre se refirió a un ser de carácter sobrenatural. Como indica Philippe Charlier en Zombis: enquête anthropologique sur les morts-vivants, el vocablo se usó en otros tiempos para nombrar a los niños muertos sin bautizar o a las almas errantes, separadas del cuerpo que era su patria en el momento exacto de la defunción. La palabra aún pertenece a este campo semántico en ‘La Guiablesse’, uno de los ensayos que componen la segunda parte de Two Years in the West Indies, de Lafcadio Hearn. Pero, más que un significado concreto, ya fijado, se trata más bien de un horizonte de sentido.

En cierto pasaje del texto, Hearn pregunta a Adou, la joven que trabaja en el lugar donde se hospeda, qué es un zombi. La chica responde con evasivas, afirmando primero que nunca ha visto uno. Acto seguido, presionada por las preguntas del escritor, define así a la criatura: «Zombi? Mais ça fai désòde lanuitt, zombi!» Es definido por su función: zombi es lo que provoca desórdenes en la noche.

El interrogatorio continúa. No son fantasmas ni moun-mò, personas muertas que habitan el cementerio. El zombi es otra cosa, una criatura multiforme, un ser proteico, cuya apariencia puede traducirse en un alto perro de ojos llameantes, en una mujer de tres metros de altura, un fuego fatuo o un caballo de tres patas. A diferencia de los espectros y los moun-mò, su movimiento no está restringido: su país es la noche entera. Finalmente, Hearn exclama dirigiéndose al lector: «Zombi! – the word is perhaps full of mystery even for those who made it. The explanations of those who utter it most often are never quite lucid: it seems to convey ideas darkly impossible to define, – fancies belonging to the mind of another race and another era, – unspeakably old».(1) Estos seres, cuyo origen se remonta a una antigüedad que se pierde de vista, son polivalentes; el zombi parece tener en su principio un asombro ante lo extraño, lo ajeno, ante un fenómeno que viole las leyes naturales. Un dispositivo para precisar lo indefinible, para concretar en una forma pasajera lo que resulta huidizo a la exposición.

Esta inestabilidad semántica es el producto de una cultura móvil, cuya noción de lo sobrenatural abreva en numerosas fuentes. En los países caribeños de habla kreyòl y francesa, espacio de encuentro y cruce entre América, África y Europa, el zombi es una figura recurrente. En Zombies: A Cultural History, Roger Luckhurst lo llama «a syncretic object, a product of interaction, of translation and mistranslation between cultures»: un objeto sincrético, producto de la interacción la traducción y la tergiversación entre culturas. Enumera, como candidatos posibles para la raíz del vocablo, ndzumbi, cadáver en la lengua mitsogo de Gabón, nzambi, fantasma en la lengua kongo del Congo, zumbi, espectro en las lenguas kikongo y bonda, y cemí, el nombre que recibían las deidades en numerosas lenguas caribeñas prehispánicas de la familia arahuaca. La traducción, pero sobre todo la tergiversación, funcionan como fuerzas de producción imaginaria. Sin ellas, no habría intercambio posible entre culturas.

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Con el paso de los siglos, la amplitud del vocablo se estrechó, cediendo terreno ante el poder de lo específico: el zombi terminó por ser una persona a la que ha sido administrado un veneno especial, capaz de sumergirlo en un estado cataléptico. Tras esto, es enterrada durante tres días y, al ser exhumada, su transformación se habrá consumado: se tratará de un cuerpo de movimientos mecánicos, dispuesto a cumplir las órdenes que se le imparta su amo –usualmente la misma persona que le ha comunicado el veneno, por lo regular un bokor, un tipo específico de sacerdote perteneciente a la religión vudú, especializado en los trámites más tenebrosos del mundo espiritual. La receta varía, pero estos son los elementos recurrentes, los denominadores comunes del proceso. Hay maneras, por supuesto, de extraer al zombi de ese estado crepuscular en el que se encuentra: darle de comer, sirviendo los alimentos en hojas de plátano, o poniendo sal en su boca. La sal, privilegio de los vivos. El sabor como recordatorio poderoso de la existencia.

Mientras tanto, el zombi se halla entre el más allá y el más acá, reducido a un mero estado útil, a ser herramienta ajena. Despojado de voluntad, se limita a cumplir las órdenes de su patrón. La memoria del terrible período esclavista vivido por el Caribe francófono –y en especial por Haití, lugar de origen de esta iteración específica del zombi– son más que evidentes: abrumadores.

Las sociedades coloniales que tuvieron allí su auge se valieron del trabajo forzado de cientos de miles de seres humanos –personas que, despojadas de su tierra, su lengua, sus coordenadas existenciales, no tuvieron más opción que fabricarse una cultura de resistencia, rica en sincretismo, donde el zombi permanece como un recordatorio ambulante, obstinado, de la libertad arrebatada.

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Este es el zombi que entra, por medio del cine, en el resto de la cultura occidental. No es todavía el cuerpo errabundo, reducido a las consecuencias de la podredumbre, con el que ya todos estamos bastante familiarizados; antes bien, se trata del cuerpo maniatado de los trabajadores, obligados por medios naturales y sobrenaturales a volverse mano de obra deshumanizada.

White Zombie, de Victor Halperin nos los muestra así. Las artes del hechicero Legendre, interpretado por Bela Lugosi, son capaces de cancelar la individualidad de un ser humano, dejando en cambio una suerte de cascarón móvil. La película data de 1932 y en ella es evidente la influencia de otros filmes de horror de la época. Lugosi despliega los gestos alambicados de Drácula bajo otro nombre. Y los zombis son poco más que el decorado apropiado, parte de la escenografía: casi nada podemos atisbar del horror que entraña la figura, los siglos de violencia sistemática que lleva a cuestas.

Poco habrá cambiado cuando se estrene I Walked With a Zombie, en 1943: la película de Jacques Tourneur, estéticamente impresionante y repleta de escenas memorables, supedita de igual modo el horror del sometimiento al melodrama amoroso –y vagamente incestuoso– de los dueños de una plantación azucarera. La religión vudú, sutil en su andamiaje y repleta de experiencias sustanciales de lo sagrado, es reducida a una mala mezcla de superstición y sugestión; sus adeptos se muestran sometidos por el engaño de la matrona de la plantación. En ambas películas, la zombificación de una mujer blanca –objeto del deseo prohibido de los protagonistas masculinos– funciona como símbolo más bien obvio del temor al contacto con lo ajeno, con prácticas religiosas foráneas, racialmente marcadas e interpretadas como primitivas. Como si algo en esos fenómenos, entendidos como atávicos, escondiera una suerte de corrupción, una pérdida de sí. Repulsión ante lo ajeno, en la medida en que significa la contaminación de la propia identidad –percibida como unitaria, lisa. Otra forma del horror a la traducción.

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Uno de los hilos más tenues que atraviesan The Tempest –aunque no por ello breve, pues se extiende a lo largo de la pieza y en cierto modo la vertebra– es el de la reproducción. Más concretamente, quién tiene derecho –o el deber– de reproducirse con quién. Miranda es el producto de una reproducción legítima, pues es la hija de Prospero. No así Caliban, fruto de una procreación ilegítima, entre su madre bruja y el demonio. Su existencia no tiene aval; sólo puede entonces encontrar algo de sentido sirviendo a los otros, los aprobados.

De allí la prohibición, levantada por Prospero, de que Caliban y Miranda copulen. En el acto primero, escena segunda, Prospero justifica que Caliban tenga por morada la intemperie recordándole que ha sido expulsado de la residencia familiar por intentar violar a Miranda. Su exilio doméstico cumple una función: mantener la endogamia. La muchacha no se pronuncia; es Prospero quien arroja la acusación:

I have used thee,
Filth as thou art, with human care, and lodged thee
In mine own cell, till thou didst seek to violate
The honour of my child.
(2)

Es imposible saber si la inculpación se basa en lo que hoy en día reconocemos como violación. Para Prospero, cualquier acercamiento físico entre Miranda y Caliban sería percibido como una agresión, una degradación. Y, como delatan sus palabras, como una deshonra.

La réplica de Caliban llega de inmediato, sardónica:

O ho, O ho! would’t had been done!
Thou didst prevent me; I had peopled else
This isle with Calibans.
(3)

La pesadilla de Prospero: que la isla, su morada por más de una década, se poblara de Calibanes –y todo gracias a su encuentro con Miranda, a quien prácticamente fuerza a enamorarse de Ferdinand como parte de su designio para recuperar el ducado de Milán. En la pieza, Miranda sólo puede reproducirse legítimamente dentro de su raza y su clase. Sería abominable que vinculara su corporalidad con aquella otra, mugrienta –después de todo, así se dirige Prospero a Caliban: filth as thou art, mugre que eres. Que sirviera, en suma, para reproducir una humanidad considerada defectuosa. Pero, más allá de la reproducción puntual y prohibida, en ese Calibans se adivina otro terror: a la proliferación descontrolada, a la diseminación excesiva de copias y más copias.

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El giro radical, el punto de inflexión que nos dio al zombi mediático se encuentra en 1968, en el filme de George A. Romero Night of the Living Dead. Sus protagonistas son un grupo dispar de sobrevivientes, refugiados en una casa mientras afuera se despliega escenario catastrófico que implica el regreso a la vida de los muertos. La película inaugura una tendencia que dará mucho de sí en el cine, tanto occidental como oriental: el así llamado «horror de supervivencia», un conjunto escaso de personas que deben enfrentarse a circunstancias abrumadoramente desfavorables. En el caso de Night of the Living Dead, los refugiados atrincherados en una casa rural de Pennsylvania son testigos de este rudimentario Día del Juicio: los difuntos, ojerosos y harapientos, abandonan sus tumbas para cebarse en los vivos.

Hay una escena que resulta significativa. La banda protagónica gira desesperada los diales de un radio que encuentran en la casa, procurando dar con alguna emisora que les brinde información sobre lo que está sucediendo. Al fin consiguen sintonizar una voz que, con cierto tono veterotestamentario, comunica que en diversos lugares del país se reporta el mismo fenómeno: un virtual army of assassins, un ejército virtual de asesinos, que se ve como gente muy ordinaria, está atacando a la población. Hay un evidente temor al contagio: quien haya sido mordido por los difuntos, terminará por volverse como ellos.
Testigos declaran haber encontrado things that look like people but act like animals. Cosas que se ven como personas pero actúan como animales.

¿Se puede imaginar una definición más acotada y precisa de lo monstruoso?

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Diez años después, Romero estrena Dawn of the Dead, secuela a Night of the Living Dead. La trama se repite, pero en una escala distinta: los supervivientes de esta suerte de fin de los tiempos se refugian, en esta ocasión, en un centro comercial. Desde allí resisten un embate tras otro de las hordas de muertos vivientes, que proliferan sin control alguno, reproduciéndose a dentelladas.

Y este es el problema principal del zombi, el núcleo del terror que inspira: su manera desbocada de multiplicarse, ajena a todo plan o razón. El grupo de supervivientes que protagoniza Dawn of the Dead tropieza, al llegar al mall, con numerosos zombis remedando calladamente los gestos del comercio. Como quien lleva a cabo un rito sin sentido –o apenas un fragmento de este. En esa gesticulación carente de finalidad se encuentra horror del consumo llevado a sus últimas consecuencias. El cuerpo consumido por la podredumbre no puede dejar de realizar los actos a través de los cuales consumía mercancías en vida. Se trata de un consumo excesivo en su violencia y en su pervivencia más allá de toda lógica práctica.

La criatura misma, en su anatomía, se nos muestra como una réplica degradada, indetenible, de lo humano. Por ello devoran a sus semejantes, a su prójimo aún vivo. Consumen al original; queda entonces la imitación, trastabillando, emitiendo sonidos incoherentes.

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El consumo funciona como una suerte de pulsión que continúa más allá de los consumidores. Que se mueve, que actúa a pesar de no contar ya con vida.

La plaza comercial donde se refugian los personajes de Dawn of the Dead cuenta con una pantalla que señala, como si se tratara del puntaje en algún deporte, el dinero gastado en los locales. Total Value, reza sentencioso: valor total.

Los números se siguen apilando, las cantidades aumentando, aunque los pasillos del edificio sean recorridos exclusivamente por cadáveres.

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A través de las puertas de vidrio reforzado, los sobrevivientes pueden observar la masa de manos y piernas y bocas hambrientas. Se aplastan contra esa especie de barrera transparente como un único animal, moviéndose frenéticos.

No saben decir si los zombis están allí por ellos –para tragárselos– o por el lugar mismo, el espacio de circulación de sus deseos cuando aún contaban con algo de pulso.

Uno de los protagonistas dice a los otros: «when there’s no more room in Hell, the dead will walk the Earth». Cuando no quede espacio en el Infierno, los muertos caminarán sobre la Tierra. Su abuelo, oriundo de Trinidad, era practicante de la religión vudú. Solía repetir esa frase.

La resonancia shakesperiana es evidente. En el acto primero, escena segunda de The Tempest, Ariel relata a Prospero cómo ha cumplido el encargo de manufacturar una tempestad –la que da título a la pieza–, de modo que Alonso, Sebastian, Antonio, Ferdinand y su comitiva quedaran varados en la isla. Será este último, cuenta el espíritu, quien gritará desde cubierta, antes de arrojarse al agua borrascosa:

Hell is empty
And all the devils are here!
(4)

Infierno vacío o infierno sobrepoblado, la consecuencia es la misma: una catástrofe que suspende el orden que rige el universo conocido.

A pesar del curioso desplazamiento geográfico –la mención de un practicante de vudú proveniente de Trinidad y no de Haití–, la referencia al Caribe cumple su cometido: declara la proveniencia de los zombis del filme, exhibe su linaje. Romero es consciente de llevar a cabo un acto de traducción. Es capaz de encontrar una filiación sistémica entre el régimen esclavista que dio origen a la figura del zombi caribeño, por un lado, y el consumismo irrefrenable que mueve al zombi estadounidense, por el otro. El hambre de este último no puede ser saciada, y hay una buena razón para ello: como el personaje del caníbal en siglos pasados, el zombi es su voracidad.

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El Ale, relato de Víctor Alarcón incluido en el volumen Y nos pegamos la fiesta, tiene por protagonista a un hombre llamado Alejandro, andaluz, completamente obsesionado por los zombis. Consume, según nos cuenta el personaje narrador, cantidades ingentes de material audiovisual vinculado con las criaturas, así como cómics y videojuegos. Alejandro, sin embargo, empieza a encontrar que la realidad a su alrededor muestra las señales previas al llamado apocalipsis zombi. Lo descubre al atravesar un pasaje subterráneo en la ciudad de Madrid, pasillo comercial repleto de tiendas de origen chino. Allí, según le relata atribulado al personaje narrador, dio con un laboratorio clandestino dedicado a la zombificación.

El personaje que nos refiere la historia, amigo de Alejandro, tiene por pareja a una mujer de origen chino. Interpreta los desvaríos del andaluz como producto de la xenofobia:

Illo, tienen que ser los inmigrantes. Ellos buscan mano de obra barata y se matan entre ellos para luego revivirlos. Tío no es chiste, en Haití y en Cuba pasan cosas similares pero con vudú. Sal corriendo, tío, sal de España.

Sin embargo, el delirio del Ale no es absurdo. Antes bien, condensa las condiciones crueles que enfrenta cualquier inmigrante del llamado Tercer Mundo en países económicamente favorecidos. La mención al vudú no sólo funciona como guiño al origen caribeño del zombi; también sirve para aludir a toda una región que, históricamente, ha sido mal vista por el Primer Mundo: provisión inagotable de mano de obra barata, de catástrofes naturales y miseria material, carne de cañón mediática. Estos inmigrantes, al llegar en situaciones desfavorables a naciones ricas, suelen laborar sin garantías ni derechos de ningún tipo, sometidos a toda clase de abusos. El trabajo, pues, los mata, los transforma en muertos vivientes, tal como dice sin querer el Ale.

El personaje narrador resuelve evadir a su amigo. Éste, por su parte, no deja de enviarle correos. En uno de ellos declara:

Estoy teniendo pesadillas, tío. Me persiguen hasta en los sueños. Veo al muerto del que te hablé en mi habitación. Están en todo Madrid, están preparando la invasión de zombies chinos que nos van a comer. Sé que suena loco, pero es así, tienes que creerme. ¿Tu china no está trabajando con carne muerta?

Se ha vuelto un lugar común en Occidente: los productos chinos son de menor calidad. Suele asociarse la manufactura china a una mercancía inferior, usualmente producida en circunstancias paupérrimas imitando a marcas reconocidas, de prestigio. En otros términos, la fabricación china se ha vuelto sinónimo de barato, también en la acepción peyorativa del adjetivo. Barato y breve. Bajo el relato de Alarcón subyace la tensión entre original y copia, entre productos percibidos como únicos, o cuando menos escasos, y sus réplicas degradadas. O, mejor dicho, encontramos en sus páginas escenificado el horror del original ante su copia, la perturbación que produce la reproducción ilegítima –trátese de bienes o personas.

El Ale eventualmente desaparece. Hacia el final del cuento, encontrándose de paso en Madrid, el personaje narrador recorre, con una mezcla de nostalgia y curiosidad, el pasaje comercial que servía de eje al delirio de su amigo. Allí un encuentro fortuito lo obliga a detenerse:

Cuando iba a entrar en una de las tiendas, un hombre me golpeó el hombro. Lo sentí demasiado frío para ser cierto. Era más bajo que yo y ni siquiera se disculpó. Caminaba como autómata. Me molestó y traté de reclamarle. Pero no pude: su semblante me recordó al Ale, de no ser por los ojos rasgados.

Estas son las últimas palabras del relato. No sabemos, ni necesitamos saber, qué ha sucedido: si la fantasía del Ale era algo más que una ficción descabellada; si él mismo había sido zombificado, si había sucumbido a las mandíbulas de la copia, si había sido duplicado. En todo caso, el cuento cumple la promesa ambigua su título, El Ale, palíndromo que con su lectura ambidiestra representa la interacción entre el producto pretendidamente único y su calco.

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Otro grupo de supervivientes, esta vez encerrados en la Biblioteca Nacional de Venezuela. Han llegado allí huyendo de una marcha o, mejor dicho, de una multitud que los medios de comunicación insisten en denominar marcha, como si se tratara de un evento político desplegado en la vía pública. No obstante, la muchedumbre revela rápidamente su naturaleza: son zombis, los muertos del país que se han alzado para devorar a los vivos.

Así empieza Libreta de boletas, relato de Domingo Michelli incluido en el número 5, volumen 9 de la edición mexicana de la revista Vice. El personaje narrador, cronista de la debacle, lleva una especie de diario o bitácora en el envés de las planillas para solicitar libros. Allí detalla lo que observa desde las ventanas del edificio, las noticias transmitidas en la radio, las inútiles discordias entre los miembros de su grupo. El origen del desastre es incierto; puede que se haya tratado de un arma biológica puesta en acción, puede que haya algo más en juego. En todo caso, nuestro historiador anónimo e improvisado está seguro de saber cómo terminará la situación: «ya yo lo he visto todo en las pelis de George A. Romero y en cualquier procesión política de los últimos años. […] Ya lo veo todo, bañado de sangre y caos».

El amanecer del día 13 encuentra solo a nuestro narrador. Ha sido abandonado por sus compañeros –quizás por su inveterada bibliofilia, quizás por su cinismo, quizás por la impaciencia de los otros. Cuatro días después, investigando las inmediaciones de la biblioteca, despierta sin querer a los habitantes del Panteón Nacional. De sus puertas se derrama un caudal de muertos ilustres:

Páez y Guzmán Blanco y doña Cáceres de Arismendi y los hermanos Monagas y Teresa Carreño y los escritores: Simón Rodríguez, Gallegos, Baralt y Andrés Eloy Blanco y Pérez Bonalde (sobre todo Pérez Bonalde) se vinieron hacia mí, cayéndose a pedazos, arrastrándose en un amasijo de miembros fosilizados y extremidades, corrieron hacia mí y yo corrí en sentido contrario.

Nuestro protagonista se refugia nuevamente en la Biblioteca. Allí es asediado por los muertos. Incluso Bolívar está presente, «dando órdenes y repartiendo medallas». Los muertos se levantan para hacer la parodia de la historia. Para escenificarla con su carne desbaratada, sus miembros corroídos, su hedor a podredumbre. La parodia: la falsificación. Cuerpos corrompidos por la descomposición, pero también corrompidos por el mero hecho de ser copias, farsas.

Los difuntos hablan una lengua desconocida. En cierto momento, el protagonista observa al poeta Pérez Bonalde en el acto: «lo veo mover los labios pero no me atrevo a descifrar qué dirá». Luego sorprende a los otros: «los he visto maldecirme en un dialecto zombie». Son palabras que vienen de un más allá –que no la región allende la vida, sino de un más allá del sentido, de la capacidad de significar. Estos zombis son el pasado que se niega a caducar, que retorna para engullir al presente, para forzarlo a replicar los hechos pretéritos, para obligarlo a existir en retrospectiva, cancelando su capacidad para producir significado.

El estado de sitio dura varios días más. Sin embargo, ante la resistencia denodada del cronista, los muertos ceden. Lo abandonan a su suerte. Queda solitario entre los libros.

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Un grupo de hombres reside en una estación de investigaciones científicas en el interior de la Antártida. Aparte de los científicos per se, hay entre ellos un cocinero, un piloto, un especialista en comunicaciones, un militar. Luego de rescatar a un perro que estaba siendo cazado por dos hombres de origen noruego, miembros a su vez de otro puesto de investigación, se encuentran con que el animal no es tal, sino una criatura de origen extraterrestre, capaz de cambiar de forma a voluntad.

La estación desciende en el caos. La criatura puede reproducirse fabricando duplicados de cualquier ser con el que entre en contacto. Al poco tiempo, es imposible determinar quién es el original y quién el calco.

The Thing, de John Carpenter, fue estrenada en 1982. El monstruo que nos presenta está aquejado de una suerte de metamorfosis compulsiva: cambia de forma constantemente, se defiende camaleónicamente del peligro que pueda acecharle. Los protagonistas de la película –así me referiré a los personajes humanos, aunque estaría dispuesto a afirmar que la protagonista es la cosa que da título al filme– lo buscan para matarlo y él se protege con denuedo. Nunca queda claro de manera tajante si esta forma de vida radicalmente inhumana asesina y replica a los humanos para esconderse de ellos o para eliminarlos; los papeles de depredador y presa son intercambiables a lo largo de la trama.

Al principio, la cosa se sitúa fuera del ámbito de la lengua. Pero consigue ingresar en él, a fuerza de remedar seres humanos. Los protagonistas, procurando matar a la criatura, se van eliminando mutualmente. Esa imposibilidad para determinar si uno tiene ante sí a una persona o a su doble recuerda poderosamente al llamado síndrome de Capgras, denominado así por el doctor Jean Marie Joseph Capgras, el primero en describirlo en 1923. La paciente que suscitó el hallazgo, la señora M., estaba convencida de que las personas más cercanas a ella eran en realidad impostores –personas ajenas que, de manera pertinaz y perversa, se hacían pasar por sus familiares, amigos, conocidos. Por más que los examinara con minucia, era incapaz de dar con los rasgos delatores, los ademanes o atributos que descubrirían la farsa. Como dice Hillel Schwartz en The Culture of the Copy: «This was, concluded Capgras, son of a civil engineer, a disorder of exactitude. More precisely, it was a disease of chronic exactitude».(5) La precisión no bastaba para dar con el fingimiento. En todo caso, la sospecha compulsiva creaba la posibilidad del doblez, abría el horizonte de la simulación.

The Thing termina con los últimos dos supervivientes de la estación científica, MacReady y Childs, vigilándose entre las ruinas del edificio, rodeados por la vastedad nevada. Sospechando el uno del otro, incapaces de saber si alguno de ellos es una copia de ser humano.

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También en la Antártida se despliega la trama de At the Mountains of Madness, de H. P. Lovecraft. Una expedición científica auspiciada por la Universidad de Miskatonic encuentra, al explorar el continente nevado, con una ominosa cordillera, un macizo que encadena montañas tan altas como atemorizantes. Aquellos picos polares, al ser examinados de cerca, revelan geometrías imposibles, formaciones que nada tienen de naturales: los restos de una remota civilización levantada por seres extraplanetarios, a los que el protagonista de la novela, el doctor William Dyer, se refiere como the Old Ones, los Antiguos, seres abrumadoramente superiores a la humanidad actual, cuyo auge y decadencia en la Tierra puede entreverse en los murales irregulares que dejaron entre las ruinas de su ciudad.

Dyer y Danforth, su acompañante, examinan los escombros. Aterrados, se topan con un shoggoth, una criatura fabricada por los mismos Antiguos que habían erigido aquella ciudad. Los shoggoths eran mano de obra: inmensos seres gelatinosos, material orgánico indeterminado cuyo propósito era servir a sus creadores. Capaces de reproducir cualquier órgano, extremidad o miembro que se requiriera de ellos, llevaban a cabo numerosas tareas manuales. Así los describe Dyer:

Formless protoplasm able to mock and reflect all forms and organs and processes–viscous agglutinations of bubbling cells–rubbery fifteen-foot spheroids infinitely plastic and ductile–slaves of suggestion, builders of cities–more and more sullen, more and more intelligent, more and more amphibious, more and more imitative! Great God! What madness made even those blasphemous Old Ones willing to use and carve such things?(6)

La aptitud imitativa en la que estribaba la utilidad de los shoggoths fue también la condena de sus creadores. Aprendieron a imitar su habla –un habla prostética, calibánica– y se rebelaron contra ellos, acabando con su civilización y reduciendo a vestigios su ciudad. Es fácil ver aquí una alegoría racial: son bien conocidas las tendencias racistas de Lovecraft. Pero, más allá de esto, hay otra clase de horror en acción: el terror ante la imitación. Ciertamente, la analogía entre los shoggoths indeterminados y descerebrados, por un lado, y los esclavos, por el otro, es evidente. No obstante, la médula del terror que impone el shoggoth es su poder para replicar a sus creadores. La suya es la rebelión de los calcos.

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Copia proviene del sustantivo latino cōpia, que quiere decir abundancia, lujo, riqueza, plenitud, multitud.

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Otra obra indudablemente deudora de The Tempest es Frankenstein: Or the New Prometheus. Los paralelos son evidentes. El personaje de Victor Frankenstein posee un dominio de las ciencias biológicas que raya en la magia; gracias a estos dones, consigue dar con el secreto de la vida, la chispa encendida en todo ser animado. Se vale de este hallazgo para reanimar un cuerpo contrahecho, un palimpsesto de rasgos que el propio Frankenstein seleccionó por hallarlos hermosos. La criatura que ingresa así a la vida está en blanco, sin embargo: requiere de alguien que la eduque. Pero Frankenstein, aterrado ante su creación, huye. Empezará así un conflicto entre ambos, que los llevará a la muerte.

Así como es imposible pensar a Prospero sin Caliban, también resulta improbable un Victor Frankenstein sin su monstruo. Y, como Caliban en el caso de la pieza shakespeariana, la criatura que imagina para nosotros Mary Shelley resulta sin duda el personaje más atractivo de la obra, el que ha capturado la imaginación de los lectores y ha dado luego el salto al cine. Las similitudes entre ambos seres monstruosos se multiplican. Ambos son despreciados por sus creadores demiúrgicos: Frankenstein llama a su extraña prole fiend, ogre, wretch, devil, o simplemente thing –demonio, ogro, engendro, diablo, cosa: lo cual recuerda de inmediato la profusión de insultos que Prospero hace llover sobre la testa de Caliban. Ambos se encuentran en permanente conflicto con sus autores, una guerra que termina por estructurar su existencia. Ambos detentan una anatomía elusiva y plural. Ambos son hablantes de una lengua prostética, aprendida en circunstancias desfavorables, afilada con elocuencia rabiosa. «A godlike science«: así llama el monstruo al lenguaje humano, al relatar su aprendizaje accidentado cuando, hallándose escondido en una choza, espiaba las conversaciones de una familia que vivía en los alrededores. Una ciencia divina. Un saber cercano al de los dioses.

Pero hay una similitud entre ambas obras que me resulta especialmente interesante. Tanto Caliban como la criatura procuran una compañera con la cual reproducirse. Este último se lo pide a Frankenstein, entre amenazas y ruegos, pero el sabio se niega. Una fantasía catastrófica ocupa su mente: «Even if they were to leave Europe, and inhabit the deserts of the new world, yet one of the first results of those sympathies for which the dæmon thirsted would be children, and a race of devils would be propagated upon the earth, who might make the very existence of the species of man a condition precarious and full of terror».(7) Frankenstein se enfrenta a la consecuencia aterradora de haber creado vida: su tendencia a la reproducción. Esta nueva especie –por llamarla de alguna manera–, aún innominada, podría multiplicarse hasta arrinconar o borrar a la humanidad. Pero, no lo olvidemos, se trata de réplicas: la criatura ha sido fabricada con material humano: es un compendio de nuestra carne, es un duplicado que se ha salido del tiesto. De proveerle al monstruo los medios para reproducirse, Frankenstein estaría condenando a los originales, destituidos y sustituidos por sus copias. Como un Prospero alucinado, imagina, no ya una isla, sino la Tierra entera poblada de Calibanes.

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Caliban posee su nombre singular, sonoro. En la reescritura de Césaire, el personaje reniega del mote para hacerse llamar X, variable por descifrar, repleta de oscura promesa.

El monstruo imaginado por Mary Shelley, deliberadamente despojado de mote, ha terminado por vencer en la pugna que lo ataba a su creador, eclipsándolo. Ha canibalizado su nombre: la cultura popular sencillamente lo recuerda como Frankenstein.

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Me gusta pensar en el traductor como un zombi que, como aquellos de Return of the Living Dead, murmura «brains…» mientras vaga a trompicones. Cerebros, pide el traductor: libros, textos que pueda engullir, zombificar.

El terror que producen los zombis, con su remedo de vida humana, es el mismo que produce en nuestra cultura la noción de traducción. Es el espanto que produce el doble monstruoso, la copia retorcida. El zombi es una réplica que intenta devorar al original. Pareciera guardar fidelidad a la frase incisiva que Siri Hustvedt consigna en The Shaking Woman: «Original and copy are at war«.(8)

Este temor tiene una raíz identitaria: la copia es percibida como una degradación del original, que deja de ser único en el instante mismo en que la imitación empieza a existir.

Lo que es más, la imitación impugna el carácter del original. Lo rebaja, lo borronea. Entre uno y otro se tensa un vínculo que tiende a difuminar los límites de la identidad. Ésta deja de ser un espacio privilegiado, para convertirse en una región porosa, abierta a intercambios y contaminaciones. En su agudo volumen de ensayos Transgressive Circulation, Johannes Göransson llama a este espacio la «deformation zone«, zona de deformación: el área simbólica donde original y traducción se rozan y confunden, donde la falsificación infecta al objeto inicial. La «deformation zone proliferates, generates copies of itself, invites versions, imitations«.(9) Al traducir, abro para el lector una zona de deformación, donde la obra primigenia y la prole que fabrico guardan una relación de jerarquías poco claras: mi trabajo empieza supeditado al de alguien más, pero poco a poco se independiza, alcanza su propia autonomía. La traducción produce un nuevo original, que guarda con su obra de arranque una filiación oscura, perturbadora para muchos.

Replicar: reproducir. Pero también, y de manera contundente, contestar. Toda réplica es respuesta, incluso cuando es reproducción. El zombi responde a los seres humanos; la traducción contesta al original. Para ambos, el vehículo de esta declaración es la boca: morder, masticar, tragar caníbalmente, monstruosamente.

Notas:

1. «¡Zombi! La palabra tal vez esté repleta de misterio para quienes la inventaron también. Las explicaciones de quienes la pronuncian a menudo no suelen ser lúcidas: parece comunicar ideas oscuramente imposibles de definir, fantasías que pertenecen a la mente de otra raza, otra era, inenarrablemente viejas”.
2. «Te he cuidado, / mugre que eres, con atención humana, y te alojé / en mi propia celda, hasta que intentaste violar / el honor de mi hija”.
3. «¡Oh, oh! ¡Ojalá lo hubiera hecho! / Me lo impediste; de lo contrario habría poblado / esta isla con Calibanes”.
4. «¡El infierno está vacío / y todos los diablos están aquí!»
5. «Según concluyó Capgras, hijo de un ingeniero civil, se trataba de un desorden de la exactitud. Más exactamente, era una enfermedad de exactitud crónica”.
6. «¡Protoplasma informe, capaz de imitar y reflejar todas las formas y órganos y procesos, aglutinaciones viscosas de células burbujeantes, esferoides gomosos de quince pies de altura, infinitamente plásticos y dúctiles, esclavos de la sugestión, constructores de ciudades, más y más taciturnos, más y más inteligentes, más y más anfibios, más y más imitativos! ¡Dios mío! ¿Qué locura hizo que los Antiguos estuvieran dispuestos a fabricar y valerse de tales cosas?»
7. «Incluso si abandonaran Europa y habitaran los desiertos del nuevo mundo, aun así uno de los primeros resultados de las simpatías que ansiaba el demonio sería la procreación de niños, y una raza de diablos se propagaría sobre la tierra, lo cual podría hacer que la existencia de la especie humana se hallara en una condición precaria y repleta de terror”.
8. «Original y copia están en guerra”.
9.  «La zona de deformación prolifera, genera copias de sí misma, anima la creación de versiones, imitaciones”.

Adalber Salas Hernández (Caracas, 1987) es entre otros, autor de los libros de poesía Salvoconducto (XXXVI Premio de Poesía Arcipreste de Hita), La ciencia de las despedidas, [a love supreme] y Nuevas cartas Náuticas, así como de los volúmenes de ensayo Clarice Lispector: el lugar de la poesía, Palabras sin dueño. Variaciones sobre la traducción literaria, Isolario y Retrato del traductor con cabeza de perro. Ha traducido obras de Marguerite Duras, Antonin Artaud, Charles Wright, Pascal Quignard, Mark Strand, Anne Boyer, Frankétienne, Patrick Chamoiseau, Lorna Goodison y Édouard Glissant. Su trabajo poético ha sido traducido al inglés, al alemán, al italiano y al francés. Tiene un doctorado de la New York University.

Este texto es un extracto de Retrato del traductor con cabeza de perro. Para una traducción calibánica. Madrid: Libros de la resistencia, 2023. Se reproduce aquí con autorización de su autor.

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