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Solzhenitsyn y nosotros

Por | 30 septiembre 2023

“A medio siglo de su publicación, es mucho lo que tienen que ofrecernos los tres volúmenes de Archipiélago Gulag a quienes hemos constatado que un poder ilimitado en manos de gente limitada conduce a la crueldad.  Para quienes hemos presenciado hasta qué punto la ideología suele servir de justificación para una maldad inagotable y que el instinto de lucro y poder suelen ser el móvil real de quienes se prestan a ser instrumentos permanentes de la violencia, Aleksandr Solzhenitsyn no sólo es un escritor de vigencia excepcional: por sobre todas las cosas, él es nuestro contemporáneo.” AV. 

Paolo Gasparini. Roca Tarpeya, remoción topográfica. Construcción El Helicoide. circa 1956. Colección Fundación para la Cultura Urbana. © Derechos Reservados.

Bastaría con señalar lo que ha ocurrido en Ucrania desde el 24 de febrero del año pasado para resaltar la vigencia que tiene la obra de Aleksandr Solzhenitsyn, especialmente los tres volúmenes de esa categórica manifestación de valentía cívica y supervivencia moral titulada Archipiélago Gulag (1973-1978). La mayor parte de las motivaciones, reflexiones y estrategias discursivas contenidas en esa obra se mantienen indemnes, aunque ignoradas u olvidadas por muchos, por lo que no está de más ponderarlas a la luz de lo que hoy en día ocurre no solo en esa nación arrasada por las tropas rusas, sino en países como Cuba, Nicaragua y Venezuela.

Los tres volúmenes de Archipiélago Gulag fueron escritos en abierto desacato al décimo punto del artículo 58 del Código Penal del régimen, que criminalizaba “la propaganda o agitación que incitara a derrocar, minar o debilitar el poder soviético… así como la difusión, impresión o conservación de publicaciones de ese mismo contenido”. Solzhenitsyn sabía que cualquier idea que no coincidiera o que no llegara al punto de incandescencia de la ficción oficial era penada por ese artículo. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando era comandante de artillería del Ejército Rojo, se carteaba con un amigo que estaba en el frente ucraniano y aunque sabía que su correspondencia podía ser interceptada y leída por un censor no dudó en hacer referencia a Stalin en términos críticos. Esas cartas fueron presentadas ante un tribunal como prueba del germen de una organización que buscaba minar o debilitar el régimen bolchevique. Tras ser hallado culpable, fue condenado a ocho años en un campo de trabajos forzados y al destierro a perpetuidad.

Finalizada su condena en el gulag, Solzhenitsyn fue enviado a un pueblo de chozas de adobe, ubicado en la cabeza del distrito de Kok-Terek, un trozo del desierto de Betpak-Dala o Meseta del Hambre de Kazajistán. A pocos días de haber llegado a ese remoto lugar, fue dada la noticia de la muerte de Stalin. Nada podía ser más auspicioso. En la serenidad del destierro empezó a escribir, a razón de una hora diaria, una obra ideada en cautiverio, aunque asumía que jamás la vería publicada. Depositaba el manuscrito en botellas que enterraba para resguardarlo de las requisas a las que estaba expuesto en virtud de su condición de exiliado a perpetuidad, pero algo inesperado ocurrió en febrero de 1956: en el marco del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, Nikita Kruschov leyó su “Informe secreto”, que revelaba cuánto daño había causado el «culto a la personalidad», hecho que supuso el advenimiento del «deshielo» soviético. Los condenados por el artículo 58 fueron amnistiados.

“Si recordamos el ayer con valentía, contribuiremos a desenmascarar la violencia del presente”

Tras obtener su rehabilitación, Solzhenitsyn regresó a Rusia, donde retomó una idea que se le había ocurrido en el gulag: relatar un día en la vida de un prisionero político. Quiso el azar que ese relato calzara con la línea antiestalinista promovida por Kruschov, quien personalmente autorizó su publicación en la revista Novy Mir, donde apareció en noviembre de 1962. Desde ese momento, miles de cartas empezaron a llegar a la redacción de la revista. Muchas tenían como destinatario a Iván Denísovich, el protagonista del relato. 

El novelista sentía que Un día en la vida de Iván Denísovich trasmitía la atmósfera que imperaba en el archipiélago carcelario soviético, pero que adolecía de la perspectiva requerida para evocar cuatro décadas de terror padecidas por millones de inocentes, por lo que empezó a cartearse con los remitentes de las epístolas más reveladoras, aquellas que le concederían la posibilidad de referir la historia de esa terrible institución que había servido de base a la utopía del proletariado. Esa correspondencia refrendaba una frase de Tolstoi: “Si recordamos el ayer con valentía, contribuiremos a desenmascarar la violencia del presente”. Aferrado a esa máxima, el escritor se impuso como meta revelar el sufrimiento, mostrar el horror que se apodera de una nación cuando los derechos y la justicia desaparecen. Más que saldar cuentas con la realidad impuesta en Rusia por Lenin y sus epígonos, la particularidad estética de Archipiélago Gulag reside en su capacidad de despertar conciencias sirviendo a la verdad, revelando testimonios que habían sido censurados o silenciados.

Cualquier proyecto que obedezca a una inquietud semejante requeriría de una excepcional valentía cívica; también de una incansable perseverancia y, por sobre todas las cosas, de una desafiante disposición a escuchar. No es casual que, además de ser el resultado de la lectura crítica de algunas publicaciones oficiales —como las Obras completas de Lenin, el compendio De las cárceles a los establecimientos educativos (1934) o ese vergonzoso compendio de prosa filotiránica encabezado por Máximo Gorki y titulado El canal Stalin del mar Blanco al Báltico (1934)—, el  núcleo de Archipiélago Gulag acoja el testimonio de 227 personas que sobrevivieron a lustros y décadas en ese sistema sombrío donde la conciencia de un hombre se compraba con una ración de pan mal cocido. 

Lamentablemente, la política del deshielo iniciada por Kruschov tenía los días contados. Stalin no era precisamente una anomalía, un dirigente autoritario y mediocre que se había distanciado del leninismo y que se había rodeado de aduladores para imponer su voluntad. En agosto de 1965, desde la tribuna de una conferencia ideológica del Partido se proclamó: «¡Es hora de restablecer el útil y justificado concepto de enemigo del pueblo!». Y esa vuelta al espíritu bolchevique suponía la censura,  la incautación y penalización de todo aquello que excediera los límites de lo que las autoridades consideraban aceptable. 

Los libros de Solzhenitsyn que habían sido publicados hasta el momento fueron recogidos. 

Determinado a revelar la verdadera naturaleza del régimen, empezó a trabajar con métodos de conspirador para consumar su proyecto. Su actividad se restringió a un círculo de personas de confianza a quienes llamaba “Los invisibles”, mujeres y hombres que habían pagado condena en los campos de concentración soviéticos, como Elizabeta Boronianskiaia, Natalia Miletna, Nadia Leviskaia, Elena Tchukovskaia, Arnold Susi y Georgui Pávlovi Tenno. “Los invisibles” leían libros para localizar pasajes, copiar extractos y cotejar citas; también buscaban lugares fuera del radar de la KGB, donde resultara seguro transcribir el manuscrito.  

El proyecto exigía todo tipo de precauciones. No se llamaban por su nombre, tampoco hablaban por teléfono ni en voz alta de lo que estaban haciendo, guardaban los manuscritos en escondrijos secretos de sus apartamentos. Solzhenitsyn terminó  el libro en Estonia, en una casa de campo —donde nadie más podía  escuchar el persistente teclear de la máquina de escribir— en el invierno de 1968. Exceptuando los días en que fue encuadernado y microfilmado, todos los capítulos nunca estuvieron en el mismo lugar ni a cargo de una sola persona. Tras haber sido copiado en formato de microfilm, un intérprete de la UNESCO lo transportó a París en una lata de caviar. Las circunstancias exigían que las copias del libro fueran quemadas, pero Elizabeta Boronianskiaia no pudo entregar al fuego la que tenía a su cargo. En agosto de 1973, luego de varios días de arresto en la sede de la KGB de Leningrado, Elizabeta regresó con signos de tortura al apartamento comunitario donde vivía y, supuestamente, se suicidó. Al enterarse del hecho, Solzhenitsyn autorizó a su editor en Occidente a publicar el libro. 

El primer volumen de Archipiélago gulag apareció en Francia el 28 de diciembre de 1973. Su traducción al francés, alemán e inglés fue el acontecimiento editorial de 1974. La magnitud del proyecto, subtitulado Ensayo de investigación literaria (1918-1956), supuso un desafío en términos de producción discursiva y de reflexión política y jurídica sobre los límites de lo humano. 

La atención que el escritor concedió al testimonio de sus compañeros de celda y los sobrevivientes del gulag con los que estableció correspondencia cristalizó en infinidad de relatos breves, textos de no ficción que condensan el destino de millones de personas sometidas a la implacable severidad de la justicia revolucionaria, como los que refieren la acciones catalogadas como “actos terroristas” o “propaganda contrarrevolucionaria” en la Rusia soviética: 

Una vendedora, en el momento de recibir mercadería de un mayorista, a falta de otro papel anotaba la cantidad en una hoja de diario. El número de panelas de jabón cayó justo en la frente del camarada Stalin. Artículo 58, diez años.
(…)
Un marinero le vendió a un inglés, como recuerdo, un mechero “Katiuska” (una mecha metida en un tubito con un eslabón para encender) por una libra esterlina. Atentado al prestigio de la Patria, artículo 58, diez años.
(…)
Un carpintero sordomudo fue condenado por propaganda contrarrevolucionaria. ¿Cómo lo consiguió? Estaba entarimando un club. La gran sala estaba completamente vacía; ni una percha, ni un clavo. Para trabajar con más comodidad había echado su chaqueta y su gorra sobre el busto de Lenin. Alguien asomó la cabeza y lo vio. ¡Artículo 58, diez años! 

Para ilustrar hasta qué punto millones de rusos se vieron obligados a excusar a sus verdugos en aras de ahorrarle una gran cuota de sufrimiento a los suyos, bastaría la siguiente historia:  

En 1938, en la cárcel de Kazán, Elizaveta Tsvetkova recibió la siguiente carta de su hija de quince años: “¡Mamá! Dime, escríbeme… ¿Eres o no culpable? Yo prefiero que tú seas inocente; entonces no ingresaré en el Komsomol y no les perdonaré nunca lo que te han hecho. Pero si eres culpable, nunca más te volveré a escribir, y te odiaré siempre”. Y la madre se mortifica en aquella celda húmeda, parecida a una tumba, a la lívida luz de una lámpara: ¿Cómo podrá vivir la hija sin el Komsomol? ¿Cómo permitir que odie al poder soviético? Mejor que me odie a mí… Y le escribe: “Soy culpable… ¡Ingresa en el Komsomol!”.

En virtud de acatar el imperativo de dar voz a quienes asumieron el riesgo de compartir sus experiencias, además de ofrecer esas breves pero contundentes narraciones, Archipiélago Gulag también contiene crónicas de largo aliento, como “Los cuarenta días de Kenguir”—indispensable para precisar hasta qué punto el régimen soviético se sirvió de las fake news para justificar la masacre de prisioneros políticos—, y magistrales relatos de no ficción, como “El gatito blanco”, que refiere un intento de fuga de Gueorgui Pávlovi Tenno, prófugo indoblegable del gulag. En cada una de esas narraciones, Solzhenitsyn opone a la perspectiva teleológica del marxismo-leninismo la multiplicidad concreta de testimonios que refieren la pérfida y aviesa intencionalidad que experimentaron las leyes en territorio soviético desde el momento en que Lenin proclamó: “El terror es una forma de persuasión”. En esos testimonios recogidos “a lo largo de conversaciones con personas que ya han muerto, en celdas de prisión y a la vera de los fogones en el bosque siberiano”—como señalara en su discurso a la Academia Sueca—  prevalece lo que Nietzsche catalogó como “versión crítica de la Historia”, es decir, una relación con el pasado “promovida por el hambre, regulada por el grado de necesidad y delimitada por la fuerza plástica interna”. Por consiguiente, al servirse de esas fuentes concretas de memoria, Solzhenitsyn consignó una relación propia del dominio del saber históricamente útil y políticamente fecundo, un saber articulado como instrumento de lucha contra el poder, un saber antiestatal que obedecía a una clara conciencia política, un saber disidente. También confirman, con Agamben, que “el superviviente tiene la vocación de la memoria, no puede no recordar”. 

En virtud de la magnitud del reto asumido por el escritor, esa gama de narraciones de no ficción sirve de antesala a reflexiones de naturaleza histórica y jurídica, incluso de psicología forense. En las páginas que exponen el alcance del artículo 58 del Código Penal de la URSS –de donde hemos tomado los relatos previamente citados—, Solzhenitsyn llega a señalar en qué se basó la cesura fundamental de la biopolítica soviética, que aisló en el continuum de la vida en esas repúblicas a una zona regida por un proceso de degradación sistemática y envilecimiento colectivo cuyo límite no era precisamente la muerte, sino la vida en la humillación más extrema. A esa zona, el gulag, donde imperaba el despojo absoluto de todo vínculo con lo humano, eran deportados los “contrarrevolucionarios”. (1)

En “Los ribetes azules”, capítulo IV del primer volumen—un ensayo decisivo para entender cómo fue modelada la psique de los esbirros de la KGB y, por consiguiente, del mismísimo Vladimir Putin—, Solzhenitsyn hace referencia a los procesos realizados en la antigua República Federal de Alemania a los oficiales y funcionarios nazis que participaron en el exterminio de millones de judíos en los campos de concentración. A dos décadas de la culminación de la Segunda Guerra Mundial, 84.000 nazis habían sido enjuiciados y condenados por ese genocidio. En territorio soviético, la cifra de personas asesinadas en el gulag se aproximaba a la alcanzada por los nazis; sin embargo, el Colegio Militar del Tribunal Supremo de la URSS señalaba que apenas diez personas habían sido procesadas y condenadas por esos crímenes… En aras de no “remover lo pasado”, de no “hurgar en las heridas”, en los alrededores de Moscú, los ciudadanos tenían que cederle el paso a los torturadores y asesinos de sus padres, madres, conyugues e hijos. Como fruto de esa política, alguien empapado en sangre inocente, como Molotov, ostentaba con engreimiento vivienda y limusina y mantenía sus opiniones de manera obtusa. Ante esa realidad, Solzhenitsyn se preguntaba: “¿Qué camino funesto nos espera si no podemos sacudirnos esa inmundicia que se pudre en nuestro cuerpo? ¿Qué puede enseñar Rusia al mundo?”. Como venezolano que a diario constata el desolador saldo que deja la impunidad, no puedo dejar de compartir la contundente e irrefutable validez de su repuesta: 

Cuando callamos el mal, lo metemos en el cuerpo para que no asome: lo estamos SEMBRANDO, y mil veces volverá a brotar en el futuro. Si no castigamos y ni siquiera censuramos a los malvados, estamos haciendo algo más que cuidar su miserable vejez: estamos socavando por debajo de las generaciones futuras todas las bases de la Justicia. Por eso crecen “indiferentes”, no por “la débil labor educacional”. Los jóvenes asimilan que la vileza jamás se castiga en la tierra, que ayuda a prosperar. ¡Qué incómodo y qué terrible será vivir en un país así! 

Décadas más tarde, al tratar de explicar la desigual manera como los nazis y los comunistas son recordados, Tzvetan Todorov terminaría dándole la razón al escritor ruso. Para el autor de La experiencia totalitaria (publicado originalmente en 2009 como La signature humaine), uno de los aspectos que explicaría tal disimilitud sería la manera como el Tercer Reich y la Unión Soviética llegaron a sus últimos días. Tras haber sido derrotados militarmente, los nazis fueron sometidos a juicios como el de Nuremberg: el mundo los vio confesar sus crímenes, reconocer su culpa y ser condenados por ello; en cambio, los antiguos dirigentes soviéticos jamás se vieron obligados a confesarlos ni a pagar por ellos, por si eso fuera poco, pasaron a ser grandes propietarios y empresarios tan poderosos que lograron imponer la idea de que había que “pasar página”, algo que ha socavado el ejercicio de libertades políticas fundamentales y toda posibilidad de exigir justicia… No es casual que en los actuales momentos Ucrania y el mundo occidental esté a merced de un ex agente de la KGB. ¿Habrá mayor prueba de lo que ocurre cuando la vileza no es castigada?

Solzhenitsyn deseaba desembarazarse a toda costa de la opresión bolchevique para vivir con dignidad, de ahí que cada página de Archipiélago Gulag obedezca a su determinación de escrutar el pasado soviético para juzgarlo y condenarlo. Él se impuso como obligación moral conservar para la historia los nombres de algunos esbirros, jueces y verdugos cuyo poder y crueldad no tenían límites. Al proceder de esa manera se irguió como alguien con un anhelo insaciable de sí que necesita de la memoria y el  conocimiento histórico para la vida. Quien así escruta el pasado no sólo es alguien renuente a convertirse en cómplice de sus torturadores, sino alguien que se rebela contra esa idea de la cicatrización de las heridas cuyo equivalente social serían el perdón y el olvido. Al proceder de esa manera, él encarnó el arquetipo de “persona moral” pregonado por Jean Améry, es decir, hizo acopio de la resistencia requerida para exigir la suspensión del tiempo y obligar al criminal a enfrentar la verdad de su crimen.(2) 

En su discurso a la Academia Sueca, Solzhenitsyn formuló la pregunta que seguramente lo agobió a lo largo de esos años en que se consagró a la escritura de Archipiélago Gulag: ¿Qué puede hacer la literatura contra el asalto despiadado de la violencia bruta? En su condición de reo y rehén del totalitarismo él estaba acreditado para asegurar que “la violencia halla su único resguardo en la mentira y el único soporte de la mentira es la violencia. Cualquier persona que ha hecho de la violencia su método, inexorablemente debe elegir a la mentira como su principio”. Bastaría con no ser partícipe de la falsedad para demostrar una gran valentía; sin embargo, los artistas y los escritores pueden hacer más: pueden expulsar la mentira revelando la desnudez de la violencia en todo su horror.

Por haber revelado la oscura desmesura de la maldad soviética, la publicación de Archipiélago Gulag convirtió a Aleksandr Solzhenitsyn en el enemigo público número 1 del régimen. El escritor fue arrestado el 13 de febrero de 1974, pero—a diferencia de otros escritores censurados, encarcelados y ejecutados— él había logrado conquistar la atención de Occidente. En aras de no empañar más su imagen, a los dirigentes soviéticos no les quedó más remedio que declararlo “apátrida” y expulsarlo de la URSS. 

¿Por qué fue expulsado Solzhenitsyn de su patria?, se pregunta Václav Havel en un momento en que su país estaba sometido a la égida soviética, es decir, en el que le resultaba imperativo dar con las claves para lograr la emancipación de Checoslovaquia. El Estado soviético monopolizaba todos los medios de producción, y eso le aseguraba la posibilidad de manipular la existencia de todos, de reprimir cualquier amenaza en el plano del poder real. En ese sistema basado en el control y la represión de todas las manifestaciones de vida, el campo real de una política potencial reside en la tensión continua y lacerante entre las pretensiones totalitarias del sistema y las intenciones de vida, es decir, en “la necesidad elemental que el hombre tiene de vivir en sintonía consigo mismo, de vivir sin humillaciones por parte de las autoridades, sin el continuo control policíaco”. Por consiguiente, concluye el autor de El poder de los sin poder (1979), la expulsión de Solzhenitsyn obedecía al intento de segar una poderosa fuente de verdad, una verdad que podría acarrear cambios imprevistos en la conciencia política de la sociedad sometida a la égida soviética. 

A medio siglo de su publicación, es mucho lo que tienen que ofrecernos los tres volúmenes de Archipiélago Gulag a quienes hemos constatado que un poder ilimitado en manos de gente limitada conduce a la crueldad.  Para quienes hemos presenciado hasta qué punto la ideología suele servir de justificación para una maldad inagotable y que el instinto de lucro y poder suelen ser el móvil real de quienes se prestan a ser instrumentos permanentes de la violencia, Aleksandr Solzhenitsyn no sólo es un escritor de vigencia excepcional: por sobre todas las cosas, él es nuestro contemporáneo. 

©Trópico Absoluto

Notas:

1. Los editores de Defender la sociedad. Curso en el Collège de France (1975-1976) señalan que Foucault empezó a plantearse la cuestión del exceso de poder del estalinismo a partir de las revelaciones del informe Kruschov, el comienzo de la “desestalinización”, la rebelión húngara y la guerra de Argelia. Sin embargo, no hay que olvidar que el primer volumen de Archipiélago Gulag fue publicado originalmente en Francia en diciembre de 1973, mientras que el segundo apareció en 1975; por consiguiente, es probable que la categórica e irrefutable puntualidad de los testimonios allí contenidos hayan conminado a Foucault a reconocer que “un racismo de tipo evolucionista o biológico” funcionaba de pleno en la Unión Soviética con respecto a los adversarios políticos, como señaló en la clase del 17 de marzo de 1976. En definitiva, no estaría de más preguntarse hasta qué punto esta valoración de la biopolítica soviética podría obedecer al contundente e inobjetable panorama ofrecido por Solzhenitsyn.

2. Un libro como La palabra arrestada (2018) de Vitali Shentalinski obedecería a esta exigencia. Cuando se esmera en proporcionar el nombre y el apellido del esbirro que dirigía el pelotón de fusilamiento que ejecutó a Isaak Bábel el 27 de enero de 1940, cuando documenta el nauseabundo proceder que Piotr Pavlenko—¡cuatro veces ganador del Premio Stalin!—desempeñó durante el proceso a Ósip Mandelshtam, y cuando refiere el desempeño del “poeta proletario” A. C. Slavatiski como colaborador de la sección de la policía secreta de OGPU-NKVD, Shentalinski cierra filas con millones de víctimas del totalitarismo soviético para decir: “No deseo convertirme en cómplice de los torturadores”. No es casual que en las páginas finales de La palabra arrestada, podamos leer: “Dejamos escapar el “momento de la verdad”, cuando se pudo cambiar el curso de la historia y no sólo por las palabras, sino por reconocer por ley el terror de Estado soviético con sus crímenes contra el hombre y la humanidad sin plazo de prescripción. No tuvimos un Nuremberg”.  

Arnaldo E. Valero (Caracas, 1967), catedrático adscrito al Instituto de Investigaciones Literarias “Gonzalo Picón Febres” de la Universidad de Los Andes. Licenciado en Letras, Master en Literatura Iberoamericana especializado en cultura y literatura del Caribe.  Ha sido el editor de Voz y escritura. Revista de Estudios Literarios (2008-2016). Es autor de Nación y transculturación (Mérida: APULA, 2002), Mínima historia (Mérida: APULA 2008), Entre zombis y caníbales. Ensayos sobre literatura del Caribe (Caracas: FUNDARTE, 2015) y Canciones de fuego negro. Del reggae a la poesía dub (Caracas: CELARG, 2015).

4 Comentarios

  1. Me gusto muchísimo este articulo. Debería haber más de ello. A ver si reflexionamos, cada uno, sobre nuestra vida en «el pantano» que es hoy Venezuela.

  2. Agradezco al Prof. Valero este texto sobre Archipiélago Gulag, donde se resalta la dolorosa vigencia de lo que en su momento denunció el autor.

  3. Textos como este prueban que hay en el país una reflexión viva y robusta, capaz de comprender la magnitud y genealogía de nuestra situación. Gracias al autor por traer a nuestro aquí y ahora una obra fundamental del siglo XX

  4. La violencia, expresada por ejemplo en la represión tan típicamente usada -y en abuso- en los regímenes totalitarios, no es otra cosa sino una manifestación del miedo a desplomarse porque no hay peor pesadilla para los dictadores que la gente pensante.
    Impecable artículo.

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