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De la naturaleza de la danza 

Por | 8 septiembre 2023

“En su esencia, la danza ofrece a través del cuerpo, entrenado o no para recibirla, la posibilidad de crear imágenes que organizan el mundo caótico de los sueños. En un mundo tan imprevisto y en el universo que percibimos, la danza está para llenar un vacío e intentar una comunicación.” 

Hercilia López

Todo el Universo está, pues, engranado dentro de un movimiento 
y actividad sin fin; en una continua danza cósmica de la energía
… toda partícula subatómica no solo realiza una danza de energía,
sino que también es una danza de energía;
un proceso pulsante de creación y destrucción15.

Fritjof Capra

He evitado siempre ver el oficio de danzar desde su concepción más común, es decir, desde esa que da especial valor a las formalidades del lenguaje de la danza y se interesa más por el virtuosismo técnico y las estéticas conservadoras. El espacio físico que ofrece la danza a los bailarines es principalmente vivencial y existencial, de allí la necesidad de rigor y precisión en el lenguaje y la técnica. Al ejercitarse y al danzar los bailarines saben del compromiso de entrenarse para mantener y desarrollar su técnica y su lenguaje, también de la responsabilidad que asumen al investigar la estructura y las funciones del cuerpo, la plasticidad y anatomía de sus movimientos y más aún de mantener despiertas dentro de ellos la experiencia y la conciencia del vivir a plenitud, así como alimentar con insistencia el mundo imaginario que trama las relaciones cuerpo-psique-mente.  

Bajo estas condiciones la danza concede goce y sabiduría a sus oficiantes y a su público, y se convierte en una posibilidad real, físicamente tangible, de experimentar por instantes, en cuerpo y alma, el hecho creador: ese estado de gracia (duende, iluminación, trance, nirvana, etc.) que ilumina desde lo más hondo a quienes lo propician y lo reciben. 

Desde el cuerpo en movimiento, la danza hace posible el vínculo con la experiencia gozosa y trágica del vivir a plenitud. Buscando revivir la naturaleza de ese excepcional estado de dejar bailar al cuerpo, han existido y aún existen, muchas formas de hacer danza   y   cada   una   de   ellas   refleja   el   mundo   —y   la   ética   de vida— al cual pertenecen los danzantes. Los humanos siempre hemos necesitado aprender de un acto creativo, como lo es la danza, sobre esa otra vida circulando fuera de nuestro propio control, que nos ayuda a desprendernos de nuestras limitaciones permitiéndonos entrar en el conocimiento de nuestra libertad y nuestros misterios.  

Desde el inicio de nuestra historia, por muchos períodos y en distintas regiones, las danzas han tenido un origen sagrado. A los dioses siempre se les otorgó ese derecho divino de danzar para mantener encendida la llama de la vida. La danza, colocada fuera de este mundo, invadía el cuerpo de la gente para regalarles el don de bailar. La danza fue creada, dice Mircea Eliade, in illo tempore, nació de un tiempo mítico de donde son tomados todos los modelos para entregarlos a la vida profana: 

Todas las danzas han sido sagradas en su origen (…) han tenido un modelo extrahumano (—) los ritmos coreográficos tienen su modelo fuera de la vida profana del hombre (…) En una palabra, es una repetición y, por consiguiente, una reactualización de aquel tiempo16. 

Desde esta mirada el origen de la danza se sitúa en el espacio de lo ya creado, o de lo que fue creado antes de que existiéramos, o de lo que aparece por arte de magia. Y así, los bailarines cuando ejecutan sus danzas no solo bailan, sino que son bailados. 

Este mirar la danza fuera de la voluntad y la creación humana la coloca más allá del mundo de los sentidos y de las ideas, y la convierte en parte activa del misterio de la vida. Se hace con ello evidente su naturaleza más esencial, ligada a todo fenómeno relacionado con los ciclos de creación y destrucción, muerte y renacimiento, que son ley en el universo. La vida se expresa en sus dos posibilidades: la profana, efímera y vulnerable; y la sagrada, misteriosa y eterna. Entrar y salir de su centro, formar parte o expulsarse a sí misma del universo, es la condición que acepta la humanidad para descifrar su existencia. 

La danza —sagrada o profana— nos pertenece, tanto por la magia de un cosmos en movimiento, como por la voluntad de creación que la condición humana ha demostrado insistentemente. 

El impulso de bailar refleja en el ser humano la disposición a experimentar desde el cuerpo cuánto se mueve dentro y fuera de él. Muestra la necesidad elemental y básica de corporizar, darle forma y espacio al cuerpo y a lo que se siente y se imagina danzando. Digamos que, los seres humanos, con la danza, nos damos la oportunidad de celebrar lo sagrado y lo profano de nuestra vida. Sabemos que el tiempo sagrado lo vive el ser humano cuando toca momentos esenciales que le permiten moverse dentro de un espacio de unidad y pluralidad integrado a las energías de la naturaleza y a las celestiales. Pueden ser muy variadas esas ocasiones y suelen ser muy pocas en la vida de alguien, unas son de placer y otras de dolor, pero siempre son extremas y enormemente intensas. En general, no son propiciadas por nosotros, sino que suceden, irrumpen sin previo aviso.  

Bailar es una situación distinta, porque, aunque puede llegar de improviso, se busca y se prepara como una ceremonia. Bailando respondemos a nuestro deseo de liberarnos de las normas de la vida cotidiana y ponemos de manifiesto esa otra manera de estar vivos que el mundo de lo profano olvida, esconde y pierde con facilidad si no se le recuerda o provoca. Al bailar nos permitimos la comunicación con fuerzas que sentimos superiores a nosotros, tocamos aspectos de la vida que desconocemos y nos aproximamos a las zonas donde el poder del misterio se revela. 

El ser humano, al pasar la mayor parte de su vida en tiempo profano, se siente desprovisto de significación y se ata con ello a la muerte. En ese saber, arcaico o moderno, de la vida profana librando la batalla con la muerte, en esa conciencia, colectiva o individual, de nuestro sin sentido, estamos ya sacralizando la existencia y regresándole su valor. Nos dice Mircea Eliade: 

La abolición del tiempo profano y la proyección del hombre en el tiempo mítico no se reproducen naturalmente, sino en los intervalos necesarios, es decir, aquellos en que el hombre es verdaderamente él mismo, en el momento de los rituales o de los actos importantes17. 

La danza, como expresión ritualista de nuestro apego a la naturaleza y de nuestro asombro ante su presencia, existe para que tomemos de ella su esplendor y sus maravillas, su poder inconmensurable y su fuerza inagotable; la danza nos permite fluir en libertad con el ritmo abismal y expansivo del universo. Además, reconcilia a los seres humanos con los sentidos y la conciencia. Juega a la unión de los opuestos, al intercambio de sus poderes. El fin primero y último de la danza tiene entonces, como toda función vital, una doble naturaleza, profana y sagrada y, como todo acto ceremonial, un claro propósito: provocar la experiencia creadora en los danzantes y sus cuerpos. 

Y es que la danza obliga a la conexión del cielo y la tierra, a la vivencia plena de la unidad espacio-tiempo, al juego permanente de lo interno y lo externo y de lo superficial y lo profundo, al pase continuo de la línea vertical que conduce a Dios y a la curva del horizonte que nos comunica con dioses y demonios. Digamos que también la danza ayuda a la sana y ambigua circulación entre lo masculino y lo femenino: vitaliza sus fuerzas, activa sus principios, los enlaza. 

Lo cierto es que al llenar vacíos y unir fragmentos la danza recrea la memoria de la vida. Una vez dije:  

Se asemeja al grito, al suspiro y al obligado parpadeo. Es, como ellos, auténtica, rigurosamente verdadera y única. No sabe de su sabiduría porque siendo su tiempo efímero, cuando comienza a explicarse se termina18.   

Lo sabe el bailarín privilegiado que la baila, cuando, al regresar a la vida profana después de la plenitud de su experiencia, revive y repasa lo vivido con la absoluta conciencia de su presencia. Lo saben los poetas cuando la vislumbran entre sus visiones, como T.S. Eliot en uno de sus Cuatro Cuartetos: 

En el inmóvil punto del mundo que gira. 
Ni de carne ni descarnada. Ni desde ni hacia; 
en el punto inmóvil, ahí es la danza. 
Mas ni inmovilidad ni movimiento. 
Y no lo llaméis fijeza. 
Donde el pasado y futuro se reúnen. 
Ni movimiento desde ni hacia. 
Ni ascenso ni descenso. 
Salvo por el punto, el puntoinmóvil. 
​​No habría danza y solo hay danza.19

La danza, también por naturaleza, actúa de forma contradictoria. Por un lado, busca de los bailarines su inteligencia: un cuerpo presente física y energéticamente, un control y una precisión en la ejecución de los movimientos, tiempo musical en el ritmo y el fraseo, buen uso de los impulsos y los acentos; desarrollo, enlace y conclusión de las acciones. Demanda de los bailarines gestos claros y verosímiles. Por otro lado pide entrega, expresividad, intensidad, riesgo continuo: reclama vitalidad y renovación incesante, ejercitación de la memoria de las imágenes y la manifestación de su alma. Algo que no necesariamente es consciente en el artista de la danza y puede ser, inclusive, no reconocido por algunos, pero lo cierto es que eso está allí a pesar de ellos. 

En principio, la danza, que sin miedo bailó Vaslav Nijinsky hasta los 26 años para no traicionar su arte, descarga las emociones, los temores y las presiones que moran en nuestro organismo. Penetra en el fondo de la carne y de los huesos para liberar lo tenso, para ordenar los movimientos y hacer del ritmo una experiencia física. En su esencia, la danza ofrece a través del cuerpo, entrenado o no para recibirla, la posibilidad de crear imágenes que organizan el mundo caótico de los sueños. En un mundo tan imprevisto y en el universo que percibimos, la danza está para llenar un vacío e intentar una comunicación. 

Cuando una persona en algún momento de su vida, de niña, adolescente o adulta, descubre que su placer por bailar es inagotable, que su vida quiere vivirla bailando, no solo está reconociendo su pasión por la danza y la profunda conexión con su cuerpo físico y orgánico (permanente​mente demandando​alimento y contención), sino que está aceptando un compromiso de trabajo técnico y disciplinado que lo acerca al ascetismo. 

Esta contradicción propia de la naturaleza de la danza, que para los bailarines es asumida como reto y goce y para los espectadores resulta fascinante y asombrosa, la define así Antonin Artaud en su inigualable crítica del Teatro Balinés: 

No hay un movimiento de músculos ni de ojo que no parezca corresponder a una especie de matemática reflexiva, que todo lo sostiene y por la que todo ocurre (…) admirable aspecto de la materia como revelación (…) que nos muestra en gestos perdurables la identidad metafísica de lo concreto y de lo abstracto20.  

Artaud quien, como Jerzy Grotowski y Eugenio Barba, hizo intentos por devolverle a la danza y al teatro contemporáneo su unidad perdida y reconocerles una misma naturaleza y un origen común, basado en el cuerpo, definía al lenguaje teatral y al espacio de la escena como físicos y afectivos, y nos pedía a los espectadores entrar al ámbito del teatro y la danza con la disposición a ser poseídos y de compartir con ellos lo que nos ofrecían. 

En diciembre de 1991, tuve el privilegio de estar presente en una velada de danza tradicional de varias regiones de la India. La antropóloga india que habían escogido los grupos participantes de esta única presentación organizada por la Embajada de Venezuela en Nueva Delhi, me advirtió que uno de los grupos que venían de una provincia del norte nunca antes habían salido por tradición de su aldea y que, luego de haberlos visto bailar y quedarse embrujada por sus danzas, decidió convencerlos, a través de largas negociaciones, de la importancia de darlos a conocer al mundo.  

Todavía hoy no sé cuánto de cierto tiene esta historia, en la India todo es posible, pero el caso es que el grupo se presentó en esa noche de gran lujo. Mis ojos jamás habían visto antes algo semejante en el arte de la representación. Tuve la oportunidad de ver una tradición en su estado más puro, igualmente a unos artistas (músicos, actores, cantantes y bailarines), que intercambiaban entre sí con gran maestría, sonidos, movimientos, ritmos, gestos y miradas. Pude admirar en ellos tanto el dominio impresionante y extraordinario de la técnica corporal y musical que manejaban y la expresividad absoluta de sus cuerpos y voces. Pero, sobre todo, percibí el visible contraste entre la conciencia plena de lo que hacían y el claro estado de trance que los colocaba lejos de este mundo. Alabé ese estado de experiencia a la que habían llegado por medio de la danza, el drama y la música, y a la cual ellos parecían estar cómodamente acostumbrados. 

El virtuosismo en la ejecución de un lenguaje de signos en exceso complejo en su técnica expresiva, llena de sabiduría y, evidentemente, de antigua tradición, así como la decidida entrega de esos danzantes, músicos y cantantes, a estados anímicos tan profundos, con  bailes, música y cantos —llevados a una escala de calidad dramática y experiencia inimaginables— mostraban su sensibilidad a energías venidas de otros mundos, haciendo que yo entrara en un estado nuevo y desconocido de mí misma que redimensionó para siempre mi percepción de la danza y de sus oficiantes. Confirmé que la mayor razón que tienen los bailarines para entregarse física y creativamente al arte de la danza está en sentir plenamente cómo la vida y la danza se mueven juntas dentro de ellos y que, cuando entran de cuerpo entero en profunda comunicación con su baile, están también sintiendo y haciendo circular intensamente la vida dentro de sí y en los espectadores. 

Desconocida para mí, entiendo que la danza de aquellos magos de la India nos ayuda a sentir la plenitud de nuestra propia existencia, y desde allí reconocer con todo nuestro ser los fenómenos que la mueven y transforman. Con una danza como esta se experimenta y se hace consciente que somos parte de la naturaleza, la mayor fuerza viva y el más misterioso de los cuerpos. 

©Trópico Absoluto

Notas:

15 Capra, F. (1992). El Tao de la física. 3a ed. Barcelona: Luis Cárcamo. pp. 255 y 277. 

16 Eliade, M. (1982). El mito del eterno retorno. Madrid: Alianza Editorial.  pp. 34-35. 

17 ibidem, p. 41. 

18 López, H. Ob. cit, p. 24. 

19 T. S. Eliot T.S. (1991) Cuatro Cuartetos. Caracas: Monte Avila Editores. p. 21. Traducido por Gustavo Díaz Solís. 

20 Artaud, A. (1978). El teatro y su doble. Barcelona: Editora Edhasa. pp. 65 y 66.  

Hercilia López (Caracas, 1947) es licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela, e investigadora de las técnicas corporales aplicadas a la danza, la salud integral y la organización del movimiento. Creadora de las artes escénicas. Fundadora y directora del Grupo Contradanza de Caracas (1973-2004). Ha sido invitada a participar en numerosos encuentros, festivales, talleres y jornadas de teatro y danza en Venezuela y varios países de América Latina. Sus textos han aparecido en la prensa y revistas especializadas.

«De la naturaleza de la danza» es el segundo capítulo del libro Viene del cuerpo. La danza, los bailarines y el cuerpo que baila (Cali: El Taller Blanco Ediciones, colección Escolios, 2022).

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