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“Cada letra escrita es una victoria”. Sobre Nada nos pertenece, de Samuel Rotter Bechar

Por | 22 agosto 2023

Mario Morenza reseña Nada nos pertenece (Caracas: O.T. Editores. 2021) novela de Samuel Rotter Bechar. “Aunque el resultado aspira a revertir los daños ocasionados por los garrotazos: Mónika y Enrique intentan reconstruir el mundo que han sobrevivido. Esa historia reciente e injusta, fragmentaria, inconclusa, que los ha atravesado.”

Samuel Rotter Bechar. Nada nos pertenece. Caracas: O.T. Editores. 2021. 213 pp.

Si los monstruos que gobiernan a garrotazos te han obligado a marcharte, te han arrebatado una parte valiosa e irrecuperable de tu vida; si ya has sufrido en carne propia la desaparición de un amigo o habita en ti ese rumor incierto e insistente de la pérdida, ese futuro no vivido, no consumado, probablemente encuentres un territorio de consuelo en los escritos de Mónika Steiner y Enrique Arenberg, protagonistas de Nada nos pertenece, primera novela de Samuel Rotter Bechar, escritor, dramaturgo y productor audiovisual caraqueño que reside en Madrid desde 2017.

El garrote

Desde esa extraña lucidez que promueven las historias inconclusas, Mónika y Enrique conciben una escritura que lejos de ser una tabla de salvación, un exorcismo lúdico o ejercicio terapéutico, la presentan como única actividad posible para reordenar el caos de sus tiempos y espacios. Con inusitada violencia en el primer episodio, cuyo título evoca un manual de historia (“Del origen del garrote de vera”), se enumeran escenas que agitan los destinos de personajes del porvenir, o acaso solo les atizan ese punto final para sellar anticipadamente sus existencias.

Leemos: “Los objetos solo actúan como una extensión de nuestro deseo y voluntad, no son crueles por naturaleza”. Se refiere la historia del garrote como un cetro del mal. Una suerte de Zahir borgeano, pero a la inversa: en lugar de conferirle el atributo de inolvidable al objeto del cual forma parte, este, por el contrario, lo desvanece todo con violencia. Deshace la cordura del portador y los huesos de quien se atraviese en el camino o desafíe órdenes. En manos equivocadas y a golpes enloquecidos, el garrote talló el destino miserable de aquellos que lo empuñaron. Desde Lope de Aguirre, cuya herramienta imprescindible de trabajo era justamente el garrote, hasta ese garrote que sostiene un personaje esencial para la articulación de la trama en el que es sin duda el mejor capítulo: “La torre de humo”. El intruso, de una manera algo inverosímil, transgrede el perímetro residencial de un criminal supuestamente bien escoltado. Temible. Poderoso. Adinerado. Con frialdad, venga la muerte y violación de una quinceañera. Roba el dinero y con este auspicia un movimiento guerrillero con más vocación para la lectura que para las revueltas. El garrote cruza con sangre los siglos y desfigura numerosas carnes y rostros hasta llegar, en sus variantes más sofisticadas y terribles, con una concatenación algo extravagante de destinos cruzados, hasta los días de Mónika y sus amigos.

Mónika y Enrique no eluden su amor por las artes pese a las resistencias y el errático contexto social y emocional que viven. Por más cuesta arriba que se les presente dedicar horas a la escritura, se apartan del manejo del garrote y de quienes lo manipulan. Con ingenua valentía los enfrentan y, finalmente, sometidos por el mal, prefieren sostener en sus manos un objeto más espiritual y epistémico, más acorde con sus temperamentos: el lápiz, o su variante más sofisticada: la máquina de escribir (“The pen is mightier than the sword”, escribiría Edward Bulwer-Lytton).

Aunque el resultado aspira a revertir los daños ocasionados por los garrotazos: Mónika y Enrique intentan reconstruir el mundo que han sobrevivido. Esa historia reciente e injusta, fragmentaria, inconclusa, que los ha atravesado.

La íntima espiral

De este modo se nos recrea la habitación de Mónika: una coreografía matutina de gestos, un escenario instalado espontáneamente por una rutina condicionada por un inquietante desespero. Se trata de un territorio que reclama su esencia en el desorden que cifra la vida de Mónika, su autoconocimiento. Cada sostén, cada libro de Dostoievski o carátula de vinilo. Y la música. Sobre todo, la música, tan importante en esta novela. El repertorio de compositores es generoso e invita a imaginarse un posible soundtrack a cargo de Billie Holiday, Glenn Gould, Ravel, Simón Díaz, Dvorak, Liszt, Miles Davis, Rita Pavone. Esos vinilos giran infinitamente: clara alegoría a las vidas espirales de Mónika y Enrique.

En este caso, Mónika huye del mundo, tantea un simulacro de desaparición: se aísla por siete semanas y media. Y escribe. Escribe sin parar. Sin pausa. Apenas se ducha y alimenta. A ratos “baila brevemente al ritmo de la música que resuena como el himno de un alma intentando escapar de su cuerpo”. Desde un sueño narrado con sobriedad, Mónika irradia a esa intimidad el toque onírico necesario como analgésico contra la locura. Y soportar ese garrotazo insistente que la llevó a encerrarse y escribir. Porque, como leemos, “no sabe que su posible hundimiento es producto de estar demasiado consciente de su existencia”.

En el episodio “El viaje” se describe un trayecto entre la ciudad y el mar. La carretera es una excusa para deslizar párrafos de reflexión ideológica y algunos pormenores sobre el contexto político social venezolano. Esto tal vez desentona con las búsquedas espirituales de los jóvenes, puras y elevadas, y con el cariz estético de la novela. Los chicos escapan hacia el mar. Allí encuentran una intimidad que prefigura el infinito en medio de los matorrales. Una forma de huida hacia un agujero sin tiempo ni espacio que los conecta con un origen esquivo, indescifrable aún, pero que intuyen. En “Espirales” se nos propone un juego metaficcional. Es un capítulo coral, amasado con las sustancias comunes de la ficción, el sueño y la realidad. Con pavorosa insistencia, un personaje reaparece en los sueños, recuerdos y temores de sus amigos íntimos. Y los ahoga a todos con “las ruinas de un sentimiento”. Con su desaparición, desvanece a todos. Los trastoca con garrotazos emocionales: los lleva hacia un profundo vacío.

La primera parte de Nada nos pertenece cierra con una sincronicidad de peripecias fatales. En “La tumba de Armando Reverón” se cuenta el regreso del héroe desaparecido. Ha regresado para despedirse, atendiendo, quién sabe, a un llamado secreto e irreconocible. Un confuso hecho de violencia en la transitada calle de un país desgarrado a garrotazos sella el extremo de su espiral: “principio y fin de una alucinación sobre un amante muerto y un país perdido”. Sí, un garrotazo sofisticado: el gatillo.

Nada nos pertenece

La tercera parte es el diario de Enrique Arenberg. El epígrafe de Borges es revelador: Mónika y Enrique se refugian en las palabras, sin embargo, descubren que el verbo, que aspira a cifrar un todo, es lo que menos les pertenece. Como todo diario íntimo, Enrique se regodea en dilatados circunloquios existenciales y un tanto new age. Escribe sobre realinear sus chakras y la vida. Con entereza, asume que no tiene el talento de Mónika, pero sus intenciones de recomponer el mundo coinciden con las de ella, una verdadera artista. Enrique Arenberg se lanza unas frases como si acabara de leerse Sincronicidad, de C. G. Jung, por enésima vez consecutiva: “El subconsciente es el gran basurero de infinita negrura del cual sabemos nada; un abismo condensando miles de días y sueños”.

Nada nos pertenece es la búsqueda de certezas. Y Enrique, en su diario, en el metro, en el bar, asume esa incansable búsqueda por darle forma a ese universo descompuesto. Leemos: “Dormir era mi escape. Los sueños (a pesar de su desorientación y simbolismo) resultaban ser mi realidad preferida”. Los sueños, esa realidad a la que escapan Mónika y Enrique, encuentran en la escritura un asentamiento definitivo. Narrar es errar. Perderse. Donde “cada divergencia”, escribe Enrique, “es un mecanismo de defensa”. Los jóvenes escritores, independientemente de su ejecución literaria, coinciden en algo: para ambos es más fácil darles forma literaria a los sueños que a la pesadilla concreta de la realidad. Mónika y Enrique intentan descifrar la realidad hostil e inconmensurable. Ese sufrimiento lacera el cuerpo, tensa los músculos, la bilis densa y oscura, como tentáculos, gangrena el alma y condiciona la percepción del mundo en su forma de “metal sucio invernal”, eco de la sinfonía de los monstruos: la batuta es el garrote.

Coda

¿Para qué escribir si nada nos pertenece? Una forma sutil y civilizada de aliviar la realidad. No empuñan el garrote, Mónika y Enrique empuñan el lápiz, el teclado y “cada letra escrita es una victoria”. Tanto Mónica como Enrique se proponen reinventar su vida. Destrabar las palabras. Corrigen la vida borroneando páginas. Procurándole verosimilitud a la absurda trama de sus días. Mónika avanza en sus memorias, o en su libro autoficcional. Enrique, con mucho esfuerzo, avanza en su diario. Enrique Arenberg llega a comprender el abrumador vacío de la vanidad artística. Mónica lo cruza con desinterés, rechaza la trascendencia, prefiere “donar” su obra a quien es huérfano de palabras. No se trata de una obra caritativa ni de desprendimiento, solo un gesto de resguardo que garantiza su propia desaparición, como cierto personaje, como tantos otros enfrascados en la necia aspiración de reconfigurar un mundo luminoso que ha sido molido a garrotazos.

©Trópico Absoluto

Samuel Rotter Bechar. Nada nos pertenece. Caracas: O.T. Editores. 2021. 213 pp.

Mario Morenza es egresado de la escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Desde 2010 se desempeña como investigador docente en el Instituto de Investigaciones Literarias de esa universidad, donde es profesor asistente e imparte clases de postgrado y talleres de narrativa. Ha publicado los cuentarios Pasillos de mi memoria ajena y La senda de los diálogos perdidos. Relatos suyos figuran en antologías como Mis más cercanos parientes (Kalathos, 2016), De qué va el cuento (Alfaguara, 2013) y Antología de la novísima narrativa breve hispanoamericana (Grijalbo, 2009). En 2016 ganó la edición 71 del Concurso de Cuentos de El Nacional. Ha colaborado con crónicas, entrevistas y reseñas para El Diario, The Wynwood Times y Papel Literario.

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