Juguetes de sol: una fogata en Iquique
El siguiente texto de Juan Cristóbal Castro (Caracas, 1971) es una versión actualizada de un capítulo de su libro Tierras de agua: ensayos itinerantes, publicado por la Dirección General de Cultura de la Universidad de los Andes, Venezuela (2022). Aquí se elabora en diversos pasajes la problemática de la migración venezolana y sus dificultades de recepción e inserción en América Latina, así como las nuevas configuraciones identitarias que están surgiendo al calor de esta original migración.
La única cosa que se puede hacer en América es emigrar
Simón Bolívar
Parlano di un mondo migliore dopo
Barbara Herzog
Me enteré leyendo en el internet un texto de José Urriola, de que la cantante inglesa Polly Mackey, luego del despecho por la ruptura con su pareja, decidió sacar un disco para lidiar con el duelo de la ausencia. La historia me atrapó en seguida, cuando supe lo que hizo con una de sus canciones, pues, para el video de “It is light where you are?”, single principal, se le ocurrió en efecto pedir en las redes imágenes grabadas de cualquier lugar del mundo a quien se encontrara el 2 de julio a las 20:30. La idea es que fuesen de espacios abiertos donde pudiesen verse las distintas formas de la luz de este planeta.
Hasta ahí el evento me pareció una mera curiosidad, una atracción peculiar muy propia de esas sorpresas cotidianas que uno encuentra al viajar por el internet, pero, al revisar lo que dice Urriola de él, comprendí que ahí había unos segundos de grabación que valía la pena considerar con más atención. Por lo que entendí, un venezolano anónimo había enviado unas imágenes de Caracas, mostrando unas zonas relevantes de la ciudad. Junto con paisajes de Melbourne en Australia, de Nantes en Francia o de Venice Beach en California, se ve a la misma hora el majestuoso Ávila y otros alrededores de Las Mercedes, zonas de tránsito entre el Este y el Oeste capitalino, cuyas presencias desde la distancia adquirían un espesor distinto al usual: un rumor o eco de figuras del ayer que muchos de los que vivimos fuera sin querer añoramos en secreto, formas de la experiencia de otro tiempo ya ido, recuerdos del pasado olvidado que quedan guardados de manera imprevista. Todo, hay que decirlo, desde una manera particular de reproducir la luz solar de un simple atardecer en la capital.
Llevado por la curiosidad, seguí entonces la música con cuidado y revisé de nuevo el trabajo de la cantante. En una letra que interpela a la amante ausente y, bajo una suerte de diálogo con un solo interlocutor, se escuchan las siguientes preguntas en inglés: “Are you feeling alright?/ Is it light where you are?”. Y sobre una sutil dramatización del “otro” deseado, que me recuerda la tradición lírica que se remonta a los tiempos de Safo, veo exponerse ese lugar y hora de Caracas.
Sin dudarlo mucho, me abstraje del lugar donde estaba en ese entonces y me quedé maravillado frente a esa rara forma de regalo solar, por decirlo en unos términos más materiales. Y es que había algo ahí intrigante que me interpelaba, inquirí desde mi pasiva mirada de espectador cautivo, algo que quise comprender mejor en estas líneas que escribo con algo de duda e intermitencia, tratándose de un tema que en cierta medida me atraviesa en lo personal por vivir fuera de mi país y ser testigo de tantas personas ambulantes en situación precaria.
Formas de ofrendar
El texto online en el que Urriola reflexiona sobre esas imágenes caraqueñas del video de Mackey está atravesado por la añoranza, y además está titulado con una pregunta decisiva: “¿Hay sol donde estás?” En él rememora los viejos tiempos de la amistad, cuando esos lugares eran recorridos por compañeros que hoy en día están dispersos en distintas partes del mundo. Nos habla de la memoria afectiva, que revive con nostalgia un espacio de encuentros que se han perdido por la fragmentación del país, su migración y crisis. Sin obviar esa hermosa ofrenda a la amistad en momentos de desarreglo nacional e internacional, pienso que otro gesto hay ahí que debe ser leído con cuidado también. Me refiero a una forma de regalo, de obsequio, bien singular por parte de alguien anónimo, seguramente pasándola mal como muchos venezolanos, pero, con todo, queriendo ceder esas imágenes grabadas, esos espacios que lo habitan y se consumen en la cotidianidad. En seguida me vino a la cabeza Ciudad Juárez, Iquique, Cúcuta, las fronteras de Trinidad o Brasil, las calles de Lima o algunas ciudades de Panamá y aquellos migrantes que no sólo salen a buscar mejores condiciones de vida, sino también, como el venezolano anónimo que grabó las imágenes, a aportar algo de su cultura, de su cotidianidad, de su historia, de su tránsito por la vida.
Más de siete millones de venezolanos transitando por el mundo con ganas de ofrecer algo, tal como hacen también los haitianos, los centroamericanos, los ucranianos, los sirios, los afganos, quienes reducimos y categorizamos bajo la fría palabra “inmigrante”. Y no me refiero simplemente a trabajar a cambio de su sobrevivencia, que es vital, sino también a proveer algo más. Algo que sobrepasa las dimensiones del cálculo y el interés personal, algo que sólo la convivencia interpersonal y cultural posibilita, algo que no tiene precio, valor de uso o cálculo.
Donar es ofrecer sin recibir nada a cambio. Según el antropólogo Marcel Mauss es propio del sistema de intercambios de las sociedades que existieron y existen antes de la modernidad; se trata de canjes o permutas simbólicas, afectivas, previas o al margen de la relación capitalista. Sin embargo, por más cultural o emocional que fuese, para el antropólogo hay cierta hipocresía en ellos, cierta contradicción, porque “en el fondo, detrás hay obligación e interés”. Al final doy, porque espero que me des algo también. Jacques Derrida, un judío argelino de nacionalidad francesa, en varios de sus trabajos va más allá y propone otra manera de pensar esta modalidad: la asume como un gesto que clausura el círculo del intercambio económico, de su operación racional, de su economía cerrada. En muchos casos uno ofrece algo sin ánimo de ser respondido, sin conseguir algo en respuesta, en sustitución. No hay transacción. No hay una lógica de interesés en el que yo ofrendo para que el otro me dé una cosa parecida, igual. Tampoco hay una lógica de la equivalencia, pues no se busca ofrecer un objeto por otro que tenga el mismo valor, la misma cantidad, siguiendo una simetría, un correlación, una equiparación. Por el contrario, para él debería más bien haber un exceso en el don, una posibilidad imposible, un ofrecer sin respuesta, sin expectativa alguna de correspondencia.
Pienso en las imágenes y veo que hay algo poético en la idea de donar un paisaje luminoso, de ofrecerlo de manera anónima. Una persona sin nombre, sin firma o propiedad, obsequia una mirada sobre el espacio mismo que habita. Hablo de un venezolano, de un veneco, como dirían algunos, que ha pedido su condición de ciudadanía, considerando las condiciones de insalubridad, de falta de educación y salud pública, de libertad de expresión, en la que seguramente vive. Lo hace además con el propósito de suplir de alguna manera la ausencia de otra persona querida, amada, que está al otro lado del atlántico, con otra lengua, con otra manera de sentir, caminar, trabajar, y con una vida social sin lugar a dudas más cómoda en lo material; más aún, cuando hablamos de la propia luz, que es inmaterial, pero está llena de energías que nos recorren, de fuerzas gravitacionales que nos definen.
Radiaciones electromagnéticas
Como sabemos, la figura de la luz es acaso una obsesión dentro de Venezuela. Fue unas de las cosas que impactó a Cristóbal Colón en su tercer viaje cuando pisó tierras venezolanas. Ya nos advertía Luis Pérez-Oramas sobre su fuerza dentro del paisaje republicano. Su resonancia adánica fue siempre una tentación tanto más peligrosa cuanto más cercana era, tanto más fascinante cuanto más lejana aparecía su fulgor nostálgico. Una presencia que nos ha perseguido dentro de toda una trama de imágenes que han seguido el imaginario de las alegorías nacionales. En La victoria Junín, especialmente el “Canto a Bolívar”, de José Joaquín Olmedo, se hablaba de un trueno que reventaba en el campo de batalla, o de un fuego donde ardía el mismo poeta y los ojos de los combatientes llenos de “bélico furor”. En la Venezuela heroica, de Eduardo Blanco, se describía la “llama invisible” que viven los inflamados espíritus de la nación al escuchar el grito de libertad. Después está esa fuerza sacrificial con el madero encendido que sostiene el héroe Ricaurte, antes de inmolarse en una explosión en el cuadro de Antonio Herrera Toro. O la inmensa columna de humo que muestra en pleno campo de combate Martín Tovar y Tovar en su pintura “Batalla de Carabobo”. Todos ellos destacaban por igual este poder de irradiación destructiva que pertenece al fuego en su acción incendiaria, sublimado por la lucha a favor de la emancipación, valor lumínico por excelencia en tiempos ilustrados, tal como vemos también representado en el halo de luz irascible que llega de la ventana al momento de firmar el acta de la independencia de la pintura del mismo Tovar y Tovar: la pluma que firma la consolidación de la emancipación entra en la acción bajo el escenario luminoso, bajo el contrato de una nueva promesa de sociedad independiente que se muestra como pasión de la entrega a un destino colosal, maravilloso, inabarcable.
El fuego vivo, vinculado al esplendor luminoso del Nuevo Mundo y de las nuevas ideas revolucionarias, tan exaltado en el siglo XIX, irá con el tiempo teniendo una valoración negativa; acaso el último signo de su decadencia estaría en el mismo uso que le diera el dictador Cipriano Castro, quien, en su afán por seguir su proyecto de la Gran Colombia no sólo nos llevó a diversos conflictos con el hermano país y otros países, sino a abusar en ciertas ocasiones de la metáfora lumínica: “El sol de Carabobo vuelve a iluminar los horizontes de la patria –decía– y de sus resplandores surgirán temeridades como las de las Queseras del Medio, sacrificios como el de Ricaurte”.
Recordemos tanto las llamas de la casa de Don Fernando y Doña Inés, infundidas por el trigueño Presentación Campos al rebelarse contra sus amos en la novela Lanzas coloradas, de Arturo Uslar Pietri, como las que dejaron el pueblo deshecho donde pelearon los ejércitos de Juan Parao contra el gobierno, y en donde el pobre Juan Verguero asesinó al coronel Buitrago, tal como sale retratado en la obra Cantaclaro de Gallegos. Detrás de toda deuda incendiaria, diría uno al revisar estas obras de comienzos del siglo XX, aguardan cenizas inesperadas.
Con todo, su llama seguía ahí, latente, esperándonos. Cuando superamos las guerras intestinas con la dictadura de Juan Vicente Gómez, veremos su sobrevivencia en un gesto curioso del cuadro Tríptico bolivariano, de Tito Salas, donde ya no es el fuego vivo, sino muerto, el que surge bajo el humo de una vela de la tercera imagen de la obra. La llama apagada muestra un traslado de la escena incendiaria. Si antes era explosiva y anárquica, ahora es precisa, detallada, circulando en contornos delimitados. Si antes era una fuerza externa, ahora se asienta en el espacio cerrado de una habitación: sola, replegada, en silencio. Si antes era física, material, ahora cobra un rol espiritual: ya no es un producto de un hecho fáctico que transcurre en el tiempo de la representación, sino una herencia cautiva que se alza para capitalizar el porvenir, tal como vemos en el hálito que surge del cuerpo desfallecido de El Libertador y que se eleva en el cielo.
Las figuras en el cuadro que se alzan no dejan de ser confusas en el quiebre de la representación, dado por esta luz fenecida. Por un lado, no es claro si el origen de la estela es una vela apagada o el hálito mortal del Libertador; por otro, los mismos personajes que salen ahí, entre ellos Simón Bolívar a caballo y luchando, parecen tan angelicales como endemoniados, tan enérgicos como espectrales. Además, como sabemos de toda vela, puede surgir una llama extensa cuando está prendida, pero también puede surgir un humo borroso cuando está apagada, y eso no está muy claro en esta dimensión del cuadro de Tito Salas.
En muchos escritores de la época advertimos la misma tensión y ambivalencia. Recuerdo por ejemplo los poemas de Ramos Sucre: si la presencia intensa de la llama está asociada al “sacrificio de la sangre hermana” del heroísmo “que precave de anatemas los escombros de la historia” (“Plática profana”), también la vincula al poder de los villanos luego de la toma de la Torre en el poema “Los Lobos del yermo”, o al sufrimiento de los “mártires sublimes” en “El vértigo de la decadencia”. De igual modo, cuando su lumbre baja de fuerza llegará al sujeto lírico de “Discurso del contemplativo” de forma tenue, quizás porque evita el “sentimiento enfadoso” y la “impresión violenta”. El ciclo narrativo de Rómulo Gallegos, narrador por excelencia de la nueva democracia, pareciera proseguir esa resurgencia secreta en el ideario populista y regionalista. Si bien se horroriza frente al fuego caudillista de Buitrago, no deja de resucitar su fuerza con resonancias ilustradas, con espíritu moderno, en su nuevo proyecto estético. Frente al Reinaldo Solar heroico, cuyas ansias regeneracionistas terminan bajo las fauces de una revolución caudillista, vemos al Santos Luzardo mestizo bajar al campo e impregnarse de la sangre de la misma descendencia de Doña Bárbara.
Es verdad que, con el Circulo de Bellas Artes, el paisaje luminoso sale del marco representacional alegórico de las épicas nacionales, y que con los poetas de la generación del 18 la luz logra recobrar su fuerza contemplativa; pero, a la vez, uno podría preguntarse con algo de malicia, si no están reubicando también su fuego intempestivo detrás de la mirada del sujeto pictórico o poético que busca enmarcar lo nacional, que busca configurarlo, acaso siguiendo secretamente el telos que evidencia el cuadro de Tito Salas. Dicho de otra manera: ¿no es acaso el paisaje solariego desde el cual se pinta o poetiza la naturaleza venezolana, tan común en esos tiempos, una manera de fijar, en el territorio “propio” de lo nacional, el efecto luminoso de esas llamas?
Me atrevería a pensar, no sin cierto dejo especulativo, que los trabajos del período blanco de Armando Reverón en los que esta materia desfigura y borra la presencias de los objetos representados, al punto incluso de desmembrar el cuadro mismo y mostrar las fibras del lienzo, podría ser una dramatización radical de las fuerzas atávicas que hay detrás este legado, una respuesta por parte del pintor de Macuto hacia esta teleología emancipadora que evidencia, por el contrario, la fuerza misma de su propia opacidad, de su transparencia destructiva. Si algunos poetas de la época cantan al lugar luminoso, deteniendo la fuerza de las llamas bajo el sol estático del paisaje, Reverón pareciera más bien extremar ese gesto, recordarnos que esa luz detenida es también fuego que quema los objetos que se abren ante su mirada, incluso incendia las texturas mismas del cuadro.
De alguna manera siento que muchos de los proyectos públicos venezolanos que vienen después, empiezan a rehuir de la fuerza alegórica y trascendente de la luz. Tratan de evadirla o lidiar con ella desde otro lugar y tacto. Quizás los espacios del segundo periodo de Carlos Raúl Villanueva ensayan modelar esa fuerza lumínica con el juego de sombras del espacio interior, que vemos en varias de las construcciones para la ciudad universitaria. Los trabajos de los cinetistas en sus variaciones sobre el color y la luminosidad, parecieran modelar un diálogo cuidadoso, sensible, con sus elementos; pienso también, aunque pueda estar equivocado, en lo que devino luego con las estructuras de aluminio “El abra solar” de Alejandro Otero. De igual modo advierto cierta inclemencia en sus representaciones literarias o cinematográficas, que quizás buscaban poner en evidencia su lugar corrosivo. Tanto el barrio “amodorrado bajo el sol” del cuento “La mano contra el muro”, de Guillermo Meneses, como el horizonte del occidente venezolano del hermoso trabajo fílmico Araya, de Margot Benacerraf, nos muestra su poder fatídico, su carga sobre cuerpos precarizados, llenos de dolor y ausencia.
Poetas más recientes que publicaron durante la democracia, no dejaron de representarla como una forma del deseo y una manera peligrosa de intensidad vivencial. Eugenio Montejo hablaba de la penetrante blancura calima del litoral venezolano que generaba la impresión de que las cosas a nuestro alrededor se nos venían encima “disueltas en bultos de flotantes esfuminos”. Para Guillermo Sucre fue una atracción constante, relacionada a nociones como fulgor, transparencia o resplandor, tan frecuentes en su lenguaje poético. A decir de María Fernanda Palacios, lo solar en su poesía evitaba convertirse tanto en un mero elemento del paisaje, así como en un simple objeto de devoción heroica. Por el contrario, en su fuerza la “plenitud angustiada de la depresión” terminaba en “el sol de la melancolía y la dorada infelicidad”. Una forma de la experiencia atroz e intolerable, intensa y fascinante que, según Palacios, nos llevaba “a nuestros propios límites”. Y me quedo ahí, en esa imagen, en la zona del límite que provee la luz solar en su poesía, pues desde su deslumbramiento, nos sugiere Sucre, podemos reconocer el mundo, habitarlo, cuidarlo. Pero también, desde la fuerza de esta nitidez (nos previene) puede generarse una forma de sujeción, de atadura peligrosa. Contemplar ambas posibilidades era entonces para el poeta, señal de sabiduría o virtud, ya que, tal como nos advierte en unos versos célebres: “hay que esclarecer aún la luz: el sol/ nos ha llenado de sombras”.
Destaco este itinerario arbitrario, cuando repaso la historia de mi país y pienso con ironía cómo se cierra un ciclo, pues no deja de ser llamativo cómo esa dimensión latente del fuego, esas figuras alegóricas y trascedentes de la luz, que parecieron por un momento apaciguarse durante la democracia, reaparecieron de manera inesperada, y con fuerza enceguecedora, en la política. Como se sabe, el teniente coronel Hugo Chávez en algunas de sus alocuciones a los soldados de la república, les pidió más de una vez que se llenasen, retóricamente, de “Fuego sagrado”, de “fuego patrio”, insistía con entrega y soberbia. Y sabemos lo que eso significó y significa todavía hoy en día.
¿Dónde hay sol?
Paradójicamente esas imágenes de la luz incandescente, de representaciones del fuego, son las que aparecieron también hace ya unos días en Ciudad Juárez, y unos meses en Iquique, Chile. Imágenes que nos retrotrae a las de Ciudad Ibarra en Ecuador cuando, en el 2018, invadieron y saquearon varias residencias de venezolanos, prendiendo fuego a sus pertenencias, o las de Pacaraima, en Brasil, del mismo año, donde también quemaron los objetos personales y las tiendas de campaña en las que dormían los migrantes. Hablamos de manera de incendiar algo como una hoguera, que nos recuerda ese cuento de Nathaniel Hawthorne en el que los habitantes de la tierra decidieron salir de todos los cachivaches, de todas las cosas que molestaran del pasado, de recuerdos y referencias históricas, como si de pronto el pasado fuese una molestia, una carga, algo difícil de llevar a cuesta, de aceptar; no por casualidad varias décadas después del relato, otra hoguera hizo algo parecido con formas de vida que se consideraron in-esenciales, superfluas, tal como sucedió con los campos de concentración y los hornos del holocausto.
En cierta manera se puede decir que esta marca o estigma se hizo antes (hay que aceptarlo), al celebrar un militar sin experiencia política que quería borrar el único período de democracia que tuvimos en el país.
Aunque mucho más pequeña, la hoguera a la que hago referencia de Juárez me retrotrae a la de Iquique donde, sobre las pertenencias de los inmigrantes resplandeció con mucha vitalidad su fuerza: pese a lo pequeña, fue grande; pese a lo insignificante, sobrepasó, en significación, su propia circunstancia.
Lo digo por el poder de sus imágenes y sucesos. Una imagen que ha sido especialmente terrible de ver es la de un hombre que arroja al fuego un cochecito de un bebé. También se quemaron objetos de subsistencia (camas, comidas), pero lo que más me llamó la atención fue presenciar también que incendiaron juguetes. Meros juguetes de niños. Juguetes simples e inocuos que, bajo las llamas, parecieron ser inauditos, peligrosos, llenos de amenazas, miedos, fobias. Era claro que los protestantes querían borrar toda señal y forma de pertenencia de lo venezolano como migrante, desplazamiento simbólico que es castigado en nuestro continente. Hay que decirlo. Era ahí, en esos contextos, donde lo venezolano sin lugar se convertía en estigma, en mancha, en virus que se quería borrar sobre la faz de la tierra; lo decían sus gritos grabados en cámaras, sus canciones eufóricas, algunos de sus rayados en paredes y ventanas. Lo venezolano era el estigma, insisto, desde su dimensión desasistida, pobre, fantasmal, tal como sucedía tiempo después con la patética declaración del presidente de la república de México al sugerir la responsabilidad de la muerte en Juarez de las mismas víctimas, pocos minutos después de enterarse de los sucesos. También en Estados Unidos vienen aumentando las expulsiones y los malos tratos.
Sin duda la marca migratoria era lo incómodo, pero lo tristes es que, desde ella, se partía para denigrar la región y cultura de procedencia (su historia, su memoria), tal como suele suceder en estos casos de xenofobia. Algo que no es exclusivo de los países extranjeros, sino se remonta al desdén en nuestra tierra por las elecciones justas e imparciales que nos llevaron a migrar. En cierta manera se puede decir que esta marca o estigma se hizo antes (hay que aceptarlo), al celebrar un militar sin experiencia política que quería borrar el único período de democracia que tuvimos en el país. Luego se perpetuó al negar las violaciones de derechos humanos que venía haciéndose por un tiempo; después, al trivializar la crisis económica y humanitaria que ha empujado precisamente a muchos a migrar, y, por último, al negarle, repito, el derecho a los venezolanos de tener una elección limpia, justa, para una renovación política y una reconciliación general. Todavía el charlatán presidente de México ha sido incapaz, como el Petro de la “paz total” o el Lula moderado, de convidar al amigo Maduro a sentarse en la mesa de negociaciones en México, sabiendo que cada día que pasa hay costos de vidas venezolanas, que para ellos son por lo visto sacrificables, a expensas de otras vidas nacionales que sí requieren de urgencia, inmediatez, incalculabilidad en su drama.
Por lo general la palabra migrante tiende a borrar tanto los orígenes históricos de esas partidas dolorosas, como el bagaje cultural de estos viajeros sin destino cierto. Con ello se les niega el derecho político de testimoniar las razones de su huida, como el derecho simbólico de reelaborar su bagaje pasado con el presente, donde reside la posibilidad de negociar con el residente que lo acoge y en cierto modo pagar la hospitalidad que ha recibido, ganarse su confianza.
Viendo el gesto del video de Polly Mackey, persisto en la necesidad de rescatar ese derecho a la especificidad del migrante venezolano, tal como podría hacerse de igual modo con migrantes haitianos, centroamericanos, afganos. Me angustia presenciar cómo va creciendo su cifra en el continente, en paralelo a su falta de visibilidad en centros culturales, académicos, artísticos, de la región y las reacciones cada vez más fuertes en su contra por parte de poblaciones fronterizas, comunidades aisladas y sin recursos. Noto el auge de lenguajes reivindicativos feministas, de luchas contra el medio ambiente y el antropoceno, de reivindicaciones a comunidades indígenas o afro, pero pocos estudios en las humanidades latinoamericanas de un tema que ha sido tan caro a Derrida o a Bhabha, y con una literatura abundante sobre el tema en otros lugares.
Me preocupa sobre todo comprobar cómo se le está negando al venezolano, al unirse junto a otros como migrante, lo único que le queda en este periplo de negaciones: y es el de los medios de subsistencia y la posibilidad de transitar por países vecinos; aunque, si somos justos, habría que añadir otra negación más siniestra, más perjudicial a mi modo de ver, que está detrás de todas estas: y es la de no poder regalar.
Chile iluminado
En la novela chilena de Nona Fernández, Chilean Electric, se hace una re-construcción de la historia de Chile, de algunos períodos terribles vinculados a la dictadura militar. Parte de una escena fundamental: una visita al centro de la ciudad, en la plaza, para presenciar “el espectáculo de la luz eléctrica”. Era la primera vez que, gracias a una compañía eléctrica alemana, se iluminaba todo con electricidad. Esa imagen le sirve para trabajar la peligrosa relación de esa forma de luz, vinculada al progreso, y un pasado lleno de exclusiones, violencias y oscuridad. Frente a esa luminosidad peligrosa, artificial, la novela termina al final replicando algunos elementos de la escena inicial, pero ahora bajo otras condiciones. Allí, en lo que podemos advertir como una especie de imagen dialéctica que se abre al futuro, la narradora imagina una comunidad más abierta, donde están los espectros negados del pasado y donde Chile pueda en cierta manera reconciliarse:
Como Prometeo, el titán que le robó fuego a los dioses, deberá entregar la llama con responsabilidad a toda esta gente perdida y hacerle ver que es un regalo que deben cuidar y aprovechar porque es de ellos. Proclamar la segunda independencia, la independencia de la luz, donde todos tendrán un lugar porque la luz del país debe ser para iluminarnos a todos.
Al leer el pasaje, uno puede ver el aliento profético que tuvo con las protestas en Chile, donde el fuego apareció de diversas maneras, para modular un cambio que devino después en un proceso constituyente, que pese a los fallos sigue. Ese regalo del titán Prometeo ha sido por lo visto usado con fervor y al parecer cuidado. Ese proceso que se está viviendo en Chile es quizás inédito en América Latina y quizás abra ciertamente algunas luces, y quizás también genere otras oscuridades; como decía una canción de la banda post-punk venezolana Sentimiento Muerto, “sin sombra, no hay luz”.
En cualquier caso, uno podría preguntarse si esa apertura de una soberanía más incluyente y bajo una visión más heterogénea de “pueblo”, contempla de verdad a quienes podrían ser para algunos la mancha de esa fuente de luminosidad: los extranjeros, los migrantes, pues alarma que, además de las prácticas del gobierno anterior de Piñera (de corte neoliberal), quien a partir del 2018 no tuvo reparos en expulsar y cerrar las fronteras como nunca, están también las palabras ofensivas, degradantes, de comunidades indígenas y de personas humildes. Es verdad que el gobierno de Boric ha cambiado algunas medidas para favorecer los derechos de los migrantes legales, pero sorprende que siga la misma estructura paquidérmica de la burocracia del ministerio, retardando visados y cédulas de extranjería, siendo el país paradójicamente tan “profesional” en otras instituciones. Y para colmo de males, el líder de la nueva derecha, amigo por cierto de Leopoldo López, tiene un discurso de seguridad abiertamente xenófobo. Asusta, por otro lado, ese lenguaje público tan naturalizado de la expulsión de los ilegales, como consecuencia ciertamente de los actos criminales de algunos antisociales venezolanos, y sobre todo de la falta de activismo de la sociedad civil, tan celosa de reivindicaciones de distinto signo, pero con mucho desdén a la reivindicación migrante, algo que vi más activo por ejemplo en ciertos sectores en Colombia o en Argentina, aunque, con todo, es algo que debería institucionalizarse un poco más en todos los países. Asusta de igual modo (hay que decirlo) ciertos habitus culturales nacionalistas que interpelan al sujeto foráneo como alguien que debe sentirse en deuda todo el tiempo por estar en el país, alguien que también debe ser sometido a la inspección continua, al examen cuidadoso, a ver si se “incorpora” a la cultura, al grupo.
Precisamente en un pasaje de la novela de Nona Fernández encontramos un comentario sobre la famosa reflexión de Pier Paolo Pasolini en donde se quejaba de la desaparición en Italia de las luciérnagas, gracias, según él, al avance del progreso de la sociedad de consumo y de lo que llamó “fascismo reinante”. La cita fue recurrente en medios intelectuales, cuyo uso demasiado literal puede, a mi juicio, ser demasiado tentador para construir un proyecto de crítica radical a la modernidad en términos poco históricos y contingentes. Sirve, en todo caso, a la autora para cifrar la misma dialéctica entre lo oscuro y lo luminoso con la dictadura de Chile y la necesidad de pensar lo que ha quedado opacado, negado, oscurecido por la versión triunfante.
El mismo texto de Pasolini fue usado años antes de la publicación de Chilean Electric por el crítico de arte francés Georges Didi-Huberman, quien lo puso de moda otra vez, pues las modas también intervienen sobre el campo académico y teórico. En él, al mismo tiempo que hacía una crítica al director italiano por su pesimismo apocalíptico, rendía tributo al poder de la imagen como una forma de luz leve, baja. También valoraba, siguiendo las teorías de Benjamin y de Warburg, su capacidad de registrar otros tiempos e imponerse sobre las oscuridades del historicismo oficial, tal como sucede en la novela de Fernández con los recuerdos de la abuela y lo que ello abría para revivir el pasado negado por la dictadura y el consenso neoliberal.
Es curioso que, años después de escribir ese texto, Didi-Huberman se retractara un poco de algunas de sus aseveraciones, especialmente de las críticas que hiciera a Agamben. También su política de la frágil luminosidad de las luciérnagas, de una vela o de una estrella muy lejana, adquiere un nuevo espesor, porque ahora puede resucitar como incendio, al hablar del fenómeno de las mismas pro- testas: habla así de una memoria que “arde” en los levantamientos que consume los tiempos y “descubre la llama escondida bajo las cenizas de una memoria más profunda”. Aparece además la figura mitológica de Prometeo, que vimos en Fernández, y el regalo del fuego como un elemento liberador de lo humano. En el trabajo publicado en México sobre las Sublevaciones ve en efecto la posibilidad de unas llamas verdaderas, legítimas, en su energía regeneradora para traer el pasado reprimido en un presente abierto. Unas llamas que, si bien dieron resultado en Chile con las protestas que llevaron al proceso constituyente (aunque la ultra derecha viene posicionándose lamentablemente sobre el tema y haya algunos que todavía piensen que por lo visto se debía seguir en una revuelta o revolución permanente), no necesariamente lograron lo mismo, como sabemos, en otros países, acaso trayendo recuerdos sectarios, promoviendo lo mas oscuro de autoridades y regímenes tiránicos, tal como pasó en Nicaragua por ejemplo.
No por casualidad en un trabajo de Gonzalo Aguilar, “Sublevaciones desquiciadas: imágenes de Venezuela”, que se basa en la exposición que hiciera el crítico francés en 2017 en Buenos Aires sobre este fenómeno en América Latina, detecta con agudeza esta desproporción, este injusto desequilibrio, esta ausencia que equivale a una oscuridad que vale la pena traer aquí a la luz, y lo digo jugando precisamente con la metáfora. La omisión que advertía Aguilar residía en el hecho de que no se mencionara las protestas que se habían dado en Venezuela durante ese tiempo, cuya represión fue definitiva para que muchos venezolanos se dieran cuenta de que la dictadura se había consolidado y de que era inevitable para muchos no migrar, dada la ineficacia en las políticas económicas y el avance de un Estado sin instituciones públicas, entre otros factores más, donde, paradójicamente, estaba también la falta de electricidad.
Por lo visto hay fuegos más visibles que otros, puede preguntarse uno cuando revisa estos hechos desde el lugar descolocado que ocupa como migrante, pues hay llamas que son más oscuras o más desafortunadas, o más desechables. Hay así una economía de la luminosidad. ¿Pero cómo tener la brújula para medir la legitimidad de un fuego sobre otro fuego? Sin duda es una pregunta difícil de contestar, porque nos lleva a valorar el poder que pueden tener ciertas agendas en la opinión pública académica, y no se trata de hacer una competencia sobre injusticias. También uno podría preguntarse sobre otro problema más moral: ¿cómo ser cautelosos de no quemarse, o incluso de no quemar a otros, cuando la luz débil de la luciérnaga se transforma en la llama luminosa de la protesta, una luz que es encendida en un tiempo sin tiempo cronológico, suspendida en un hiato desde el cual cualquier cosa puede ocurrir (incluso las más tenebrosas), como es el de la apertura que abre la potencia de su eventualidad?
Y cabe al final otra pregunta más: ¿y quién tiene, al fin de cuentas, el monopolio sobre la luz, sea en formas de llamas incandescentes o de gestos intermitentes sobre la noche, como el de las mismas luciérnagas?
Lecciones del Otro
A menudo me he preguntado sobre el mensaje que nuestra experiencia, cultura e historia (fuera de lo colosal y fantasioso de nuestro bolivarianismo) pudiera aportar a un mundo cada vez más desorientado, perdiendo virtudes que se ganaron con el sudor de muchas batallas colectivas, negando avances históricos más allá de la teleología ciega del progreso, de su linealidad homogénea. Pienso además en la capacidad que tiene esa difícil realidad para dar cabida, para acoger, esa pequeña y quizás insignificante contribución. ¿No pudo perderse algo de ello con los juguetes de la hija de esa mujer venezolana en el lejano Iquique de Chile? ¿No pudo extraviarse también en las bolsas de alimentos de esa familia que se hundió cruzando la frontera yendo hacia Trinidad o de la selva inclemente de El Darién? ¿No estaría en las pertenencias de quienes murieron encerrados en Juárez? ¡Cuántos objetos perdidos en la frontera con Colombia o Brasil, en los caminos hacia Ecuador o Chile, que han podido dejar una marca, un signo de esa experiencia histórica y cultural! ¿Habrá alguien que los recoja y nos recuerde la vida, los sueños, las luchas y esfuerzos de sus poseedores y de quienes les ayudaron a ser lo que fueron?
No soy nacionalista y sin duda acepto que hubo actos xenófobos en mi país contra la mayor migración que tuvimos en Venezuela en el siglo pasado, como fue la colombiana, pero nunca presencié o me enteré de una marcha contra alguna nacionalidad, tal como ha sucedido en Perú, Panamá, Ecuador o Chile. Podría estar equivocado, pero nunca vi o escuché que se hubiese quemado alguna pertenencia de un grupo o comunidad acusada por ser de otra patria, incluso después de la crisis económica que tuvimos, después del viernes negro, y he sabido de muchos que han podido terminar sus estudios en la escuela y universidad pública que una vez tuvimos, con pagos más que respetables. Nunca, que recuerde, vi un ministro, gobernador o alcalde estigmatizar en alocuciones públicas sistemáticamente a un extranjero, tal como hemos visto con Claudia López en Bogotá, Lenin Moreno en Ecuador o Pedro Castillo y hasta la misma Dina Boluarte en Perú, cosa que no nos vuelve inmunes a estas conductas.
Sin duda la reacción de muchos venezolanos a veces puede ser algo irracional al recordar el trato que tuvieron los migrantes en nuestro país, como si fuese una exigencia de corresponsabilidad infinita, perpetua, pero me parece simpático que usemos esa apertura como un valor, pues en cierta forma la extranjeridad nos constituyó: un estudio en los noventa mostró por ejemplo que más del noventa por cierto de los caraqueños eran de otros países o de zonas del interior del país. Otras naciones se enorgullecen por cosas más triviales que la hospitalidad, como su institucionalidad, sus deportes, su cultura literaria o letrada. Nos-otros no. Es verdad que, como en toda sociedad, hubo maltratos, hubo problemas para regularizar documentos, considerando en general que la burocracia estatal no fue todo el tiempo perfecta, pero al final se impuso un clima de convivencia que no se puede negar, incluso en los momentos posteriores al llamado Viernes negro. Y no hablo de la fuerza de un Estado o de ciertas actitudes de las clases más altas, sino de un imaginario cotidiano, producto de interacciones sociales que quizás entraron en crisis en estos años revolucionarios, por la dispersión o el odio que se generó.
Por un tiempo hubo de hecho en Venezuela un hábitat cosmopolita lleno de acentos colombianos que invadían el aire con ese hermoso castellano correcto, proveniente de juiciosos trabajadores del sector informal. Un hábitat que también se llenaba de los hermosos olores de cachitos de portugueses que eran dueños de panaderías y auto-mercados, sin obviar por supuesto la parte que le tocaba a los ges- tos retraídos de bolivianos y peruanos que laboraban como meseros o artesanos en tiendas de la ciudad, algo que por igual sucedía con los sinuosos movimientos corporales de heladeros haitianos que nos servían sus sustanciosas mercancías con su español rígido y dubitativo. Y a pocos metros, como si fuese todo parte de un mismo magma existencial, sentíamos las miradas rigurosas de españoles e italianos que escuchaban en radios portátiles dentro de sus restaurantes o ferreterías, intensos partidos de fútbol. A unas cuantas cuadras, para mantenernos dentro del mismo clima, presenciábamos las caras atentas y serviciales de chinos impávidos que trabajaban en las faenas diarias de los lugares de comida, y no satisfecho con ello, era posible toparse en la esquina con un maestro argentino o chileno, que tanto ayudaron a subir el nivel de nuestras escuelas y universidades.
Se trataba de un frágil ecosistema urbano y regional de interacciones disímiles donde las figuras de la extranjeridad se diluían en el trato circunstancial, no sin ciertas tensiones a veces, y que quisiera pensar que fue conformando en sus bases más modernas en eso que una vez la escritora Elisa Lerner llamó “corazón civil”. Con ello la cronista venezolana definía una forma de civilidad popular que se abría ya desde los primeros ensayos democráticos del país y que, pese a las polarización militarista que vino después, seguía como una oscura herencia nacional, quizás sobreviviendo en algunos de aquellos venezolanos que se fueron del país; puedo dar fe, en lo personal, que muchos han partido añorando buscar en otras latitudes ese calor humano, ese tipo de cuidado que se daba por un tiempo en las relaciones sociales, heridas ahora por los odios, las faltas de servicios y espacios públicos que generó la revolución. No es nada nuevo saber que al final las realidades cambian, alterando las transmisiones culturales. Incluso muchos migrantes sienten que en sus propios connacionales se ha esfumado eso: si los de adentro los estigmatizan al estar afuera por ser poco heroicos en su lucha cotidiana contra la dictadura, los que comparten la nueva residencia se hacen eco de las campañas de criminalización, siguiendo la generalización que hacen los sectores más conservadores y puritanos del país de acogida para acusar a todos por igual de lo que sólo realizan algunos grupos delictivos con mala fe.
Revisando la canción de Polly Mcakey, uno podría preguntarse entonces si hay sol donde están aquellos que de una u otra manera contribuyen a negar esas vidas, a cerrarlas, a desconocerlas o marginarlas.
El hogar oscuro
El video de la canción de Polly Mackey puede ser visto como una añoranza por los espacios abiertos del mundo. En él presenciamos, bajo una voz triste y angelical, sitios de diferentes ciudades como una celebración calidoscópica de la heterogeneidad que nos constituye y que viene conformando nuestra idea de lugar en la cultura medial en la que nos encontramos. Muchos críticos han catalogado a la artista como una arquitecta “of ambient landscapes full of feeling” y la verdad es que hay un trabajo minucioso entre sintetizadores programados, percusiones minuciosas, coros leves o suaves que generan ese efecto. La canción recrea una conversación por teléfono que la cantante tuvo en vida real y que nunca pudo terminar: “The night before –nos dice- I’d been on the phone to someone who was on the other side of the world and also sounded pretty happy and content, and it struck me how they were also mentally in a very different place to me”.
Estar en otro lugar en lo espacial y en lo emocional frente al tiempo real de la comunicación, genera un corto-circuito, un vacío que quiso llenar de forma terapéutica, tal como confiesa, con la canción; recordemos que, detrás de todo, está la separación o ruptura con su pareja, su distancia emocional. Ello se inscribe en la propuesta del álbum que era precisamente sobre las relaciones entre lo luminoso y lo oscuro. “It felt like things were still quite dark and heavy for me, and I wanted everything to be light”, dice.
Por otro lado, al reunir en el video en una misma hora estos lugares tan distintos, nos recuerda las operaciones de la globalización en los que la espacialidad misma se ve contenida y constreñida en los tiempos de la comunicación, una contracción espacio-temporal que radicaliza todavía más su presentismo, y ahora más con las redes sociales. Y quizás por eso, los paisajes que se retratan ahí adquieren una dimensión fantasmal que podría recordarnos esa melancolía de la que hablara Mark Fisher en varios de sus trabajos sobre la música y otros artefactos culturales (me refiero a Capitalism Realism y Ghots of my life), creados a comienzos del siglo XXI para evidenciar la pérdida del Estado de bienestar en tiempos neoliberales. Hay acaso en el video lo que Fisher llama como una desaparición producto “del shock frente al futuro”, propio de la música pop, un agotamiento o discronía. De hecho, algunas de las reminiscencias de su música a sonidos sublimes de los noventa, como los de Cocteau Twins, Portishead o Slowdive, si no parecieran darle esa dimensión hauntológica de la que hablara el teórico inglés, al menos sugieren una perpetuación de su lógica.
Pero aquí (es bueno precisar) hay otra cosa más operando. Podría pensarse en una melancolía post-pandémica, que añora esa región afectiva anterior de intercambios, viajes y presencias reales, donde había una conexión con el afuera distinto, donde existía cierta interconectividad más presencial que virtual, mas física que mediática. Un mundo que, si bien está superando ahora el cierre de sus fronteras y espacios, pareciera estar perpetuando su encierro al apostar por autocracias más destempladas y lenguajes más violentos: cada vez más apocalípticos, radicales o nihilistas por guerras nacionales y geopolíticas. Una realidad atascada entre un neofascismo neoliberal y una cultura identitaria de la cancelación puritana, entre un menosprecio general por el medio ambiente y los derechos humanos y un nuevo orden internacional donde una China imperial va dominando más la economía global, entre un auge de autoritarismos crecientes y una indiferencia al trabajo del espacio público. Un mundo que se va cerrando, preso por miedos atávicos, protestas explosivas e inesperadas, populismos tumultuosos y destemplados.
Hablamos de reacciones temerosas precisamente ante cualquier figura del afuera: tanto de extranjeros como de las formas de la heterogeneidad y diversidad que encarnan. Algo contradictorio, pues, mientras más se aplauden discursos diversos, plurales, del odio (identitarios, racistas, clasistas), menos se avalan figuras de la hospitalidad y la coexistencia, fetichizados muchas veces por campañas publicitarias o por posturas demagógicas de convivencia armoniosa.
En el gesto de las grabaciones del Ávila del video de Polly Mackey hay así una doble suplencia: no sólo el de la pareja de la cantante, como dije anteriormente, sino también el de cierta apertura a la complejidad del mundo, a cierta forma de su presencialidad. Se canta el luto de un amor concreto, pero también el de una manera de escenificar una globalización menos tecnocrática que cultural, una globalización hecha menos de intereses que de donaciones, menos de producciones que de regalos. No en vano el trabajo fue elaborado por una inglesa en tiempos posteriores al Brexit, punto de declive del proyecto de la Comunidad Europea, en el que la presión por la migración que ello significaba fue un punto decisivo para la separación nacionalista. En cualquier caso, ese sol que busca el video y que se irradia de diversas formas en los espacios de la grabación, ya por lo visto no está entre nosotros. Es un sol fantasmático y virtual, creatura de una simple grabación, pues el otro, el que marca el verdadero calor humano, nos ha dejado, como la amante de la cantante, consumido ahora por el fuego de los nuevos cambios. Y no satisfecho con ello, sus llamas no acaban con las cenizas, sino que incluso siguen ardiendo hasta borrarlas; como diría el mismo Fisher, bajo “las condiciones de la memoria digital”, “la pérdida misma es la que se ha perdido”. Y es que para muy pocos es un problema los miles de africanos cruzando el mar para llegar a Europa, los cientos de familias provenientes de Ucrania, Siria o Afganistán buscando lugar, los numerosos guatemaltecos, cubanos o dominicanos tratando de pasar las fronteras de Estados Unidos, chantajeados por viles coyotes, los miles de ucranianos saliendo de su país por una invasión que se justifica sólo por la necesidad geopolítica. Se ha naturalizado su horror, se ha ido aceptando su incomodidad. Y, si así es con ellos, no cabe mucha esperanza para aquellos venezolanos que caminan por el continente, quienes, sin vivir una guerra o una catástrofe, se han convertido en una de las poblaciones migrantes más grandes del mundo, cuya mayoría camina por todas partes. Hablo de una ciudadanía nómada y fantasmal que es cada vez más objeto de desdén, marginación y negación: si no tienen comida para alimentarse, tampoco tienen justificaciones para explicar la razón de su huida. Hasta ese derecho, insisto, se le han quitando en su avanzada y naturalizada estigmatización, en sus usos descarados por parte de la polarización política y su realidad petrolera: para unos, han debido quedarse para asumir la culpa de votar por quien los sacó, o la culpa de su riqueza de antaño; para otros, testimonian una crisis de un lugar utópico, revolucionario, que no quieren aceptar.
Para los mismos venezolanos de adentro, resalto de nuevo, no son lo suficientemente heroicos para quedarse y luchar contra la dictadura, como ellos sí lo hacen (pues son los que “resisten”), y, para los venezolanos de afuera acomodados en centros de poder, no tienen la educación, las categorías de cultura, de contactos y clase, necesarias para acoplarse a las nuevas naciones, llevando los hábitos que justificaron el chavismo. Son, en fin, pobres, mulatos, estropeados por sus carencias, sin dignidad o “reserva moral”. Pero si bien estos venezolanos sin pertenencias, quemados en Juárez o expulsados en Iquique o en cualquier otra parte del mundo, no tienen lugar, seguirán igual caminando, buscando formas de arraigo. Y, si somos justos con esta terrible realidad, esa será su verdadera razón de ser. A lo mejor esa búsqueda perpetua, esa deriva sin destino, será su (im)propio hogar; a lo mejor eso que una vez dijo Cabrujas de Venezuela, como una campamento, sería el horizonte de una futura nacionalidad.
La nación: el límite
En su trabajo Corpus, el recientemente fallecido Jean-Luc Nancy proponía una manera peculiar de pensar el cuerpo. Hablaba que siempre estaba más allá de sí, de su representación cerrada, de sus diversas formas de espiritualización. La verdadera experiencia del cuerpo se daba, por el contrario, en su exteriorización, en eso que llama “espaciamiento”, que podríamos entenderlo como el acto de hacer espacio, como el trabajo de su extensión o proyección. Sólo desde la apertura que se sale de sí mismo, lo corporal podría emerger como realidad; sólo yendo hacia sus límites, insisto, es que podíamos experimentarlo, vivirlo, habitarlo. Lo define además siempre en plural: “los cuerpos (…) son el espacio abierto”, señala, y así termina concibiéndolos como una “modificación y modulación espaciosa de la piel”.
Podríamos decir lo mismo, ya no del cuerpo físico o biológico, sino del político y cultural de una comunidad nacional, por más que traicionemos un poco a Nancy en ese traslado. La verdadera corporalidad simbólica de una nación estaría, en otras palabras, en la experiencia que busca trabajar su apertura: en la vivencia que genera, en su extensión, un espaciamiento o extensión. ¿Y qué tipo de habitante podría estar más capacitado para ello, sino el que se encuentra cruzando sus fronteras físicas, viviendo en otros países, espaciando sus zonas de confort, tensionando sus lugares comunes? ¿No sería acaso el más indicado para modificar y modular espacialmente esa piel estatal que nos envuelve dentro del territorio cerrado del país?
esas poblaciones migrantes pobres que caminan por el continente pudieran contener en cierta medida, si es que eso existe, lo verdaderamente “venezolano”,
En ese sentido, lo que entendemos aquí como venezolano (esa materia inclasificable, ese “in-común” que lo define) se nos presenta en esa tensión. Está tanto afuera como dentro del territorio nacional; su verdadera marca o firma estaría, repito, en esa espacialización que abre su situación migrante, en ese traslación, en esas fronteras de intercambios que lo obligan a verse y mostrase de maneras distintas a las del pasado, cuando estaba en el país, encerrado en su propia cárcel o mismidad. Sin el marco identitario del bolivarianismo revolucionario reciente, que lo expulsó como excedente “impuro” (majunche, traidor o burgués) en su clausura nacionalista, sin el imaginario de la riqueza fácil petrolera, que lo vuelve estigma en la mirada extranjera, lo venezolano (esa sustancia insustancial) está paradójicamente más liberado de sí mismo que nunca. Se emancipa de esa encarnación esencialista, sustancial, para rehacerse en otras lenguas y culturas. Emancipación que no es sólo, vale decir, individual o privada, sino que también puede ser y es plural y colectiva: provee otras maneras de vernos y ser vistos, de figurarnos, desfigurarnos y con-figurarnos. Se convierte así en una oportunidad de redimirnos de las representaciones cerradas, convencionales, dogmáticas, que nos han llenado de culpas, miedos, castigos.
Dicho de otro modo: esas poblaciones migrantes pobres que caminan por el continente pudieran contener en cierta medida, si es que eso existe, lo verdaderamente “venezolano”, desde esta fuerza emergente propia de la visión anti-sustancial que vengo analizando. Ellas pudieran ser las más puras (debido a las fuerzas virtuales que concentran) dentro de sus impurezas, las más sagradas (debido a la entereza con la que afrontan sus sacrificios) dentro de sus marcas profanas. Hay algo ahí que amerita nuestra completa atención, nuestra más profunda comprensión. No se trata sólo de “compadecernos” de ellas, en el sentido de identificarnos con su padecimiento, que es importante desde luego. Se trata, además, de interrogarnos a nosotros mismos desde ellas, e interrogar cómo nos hemos mirado, advirtiendo una zona potencial de otro modo de ser más completo en ellas.
Quiero destacar bien este punto. No es una mera especulación trivial. Estas poblaciones pudieran en efecto despertar elementos potenciales de lo nacional, dormidos en las fantasías épicas, en la riqueza petrolera de antaño, en ese arkhé soberanista y territorial que tanto daño nos ha hecho. Al abrirse a otras culturas y espacios se abren, a su vez, a otras maneras de comprenderse y vincularse con su propio gentilicio. Si exponerse es redefinirse, o, relacionarse, una manera de reinventarse, algo hay ahí que vale la pena considerar. En la medida que estas subjetividades sean más chilenas, ecuatorianas, brasileras o bolivianas serán más merideñas, margariteñas o zulianas. Cuanto más lejanas estén, tanto más cercanas se sentirán de sus localidades, de sus amigos, olores, comidas, regiones, viendo conexiones y prácticas que antes no valoraban o no valorábamos, y me incluyo en ese plural. Desde ahí, además, proveerán relaciones de donación que replicarán en quienes las traten en sus propios países, y así, este mismo sentimiento modal, dual y recíproco que vengo comentando de donaciones, lo vivirán quienes se acerquen a ellas, con lo cual ayudarán a su vez a ser más ellas en su contacto e intercambios, más propias en esta impropiedad relacional, clave en estos tiempos de nacionalismos desbordados. El proceso no es entonces unívoco, sino, insisto, relacional. Y es que en estas modalidades de intercambio cultural, en estas formas de cuidado, se interrumpe la proyección etnocentrista de la “mismidad”, gracias a la presencia de lo “otro” (de lo diferente), tocando así el límite entre ambas identidades. Es desde ahí donde uno puede ver el rostro real del potencial nacional (en lo positivo), gracias paradójicamente a la mirada ajena.
Si de alguna manera existe eso que se ha entendido como “latinoamericanismo” estaría ahí y no en la geopolítica, en el panteón heroico, en los discursos ideológicos, en las tradiciones literarias, culturales o intelectuales. No, estaría más bien en ese devenir donde, al mismo tiempo que reconocemos muchas diferencias (algunas insalvables), aceptamos algunos elementos en común como inoperantes, disímiles, insustanciales, pero necesitados del otro.
Es más, me atrevería a decir algo aún más exagerado, más radical de lo que ya vengo diciendo: son ellos, los venezolanos más desamparados, junto a los migrantes en general (ucranianos, sirios, haitianos, africanos, guatemaltecos, mexicanos), los que nos salvarán a todos de esta caída civilizacional que vivimos. Se unen así al contingente universal de in-ciudadanos que habitan el espacio planetario desde el no-lugar de sus pérdidas para ofrecernos posibilidades de aprendizaje y relación novedosa en estos tiempos. Frente a ellos, está el mismo mundo que perdimos con la pandemia, los encierros, las realidades virtuales, los miedos. Ese afuera cuya negación seguimos perpetuando cada vez más con las economías extractivas (sus represiones, pero también respuestas apocalípticas), con las autocracias populistas (sus polarizaciones, discursos del odio, sus apuestas identitarias, su marginación de la experticia científica o la autoridad profesional), con el daño ecológico (exterminio de especies, tala indiscriminada de árboles, envenenamiento de ríos), y con las guerras geopolíticas (entre estados y entre culturas). Ellos viajan con sus pies y manos por ese espacio que despreciamos de rayos solares, con interacciones vivenciales con otros grupos marginados, con encuentros de temporalidades diversas (la indígena, la afro, la industrial, la campesina), o con múltiples formas del entorno viviente animal y vegetal (selvas, montañas, mares) y que ahora teorizamos con cierta nostalgia, como si ya estuviesen perdidos.
Son ellos los mensajeros de aquello que hemos ido enterrando con nuestras sombras, pues, en la misma apertura que llevan a cuesta, se resguarda una posibilidad de salvación. Son, repito, quienes evitarán el declive de una crisis, de un lugar de peligros que nos acecha para separarnos de la realidad y por supuesto de nosotros mismos. Ojalá que alguien pudiese escucharlos y, sobre todo, pudiese recoger la luz secreta de los juguetes que algún día querrán entregar como regalo, tal como hiciera el venezolano anónimo con su paisaje cotidiano de Caracas en el video de Polly, sin temor a las llamas de Iquique, Ibarra, Juárez o Pacaraima.
©Trópico Absoluto
Juan Cristóbal Castro (Caracas, 1971), estudió Comunicación Social y Letras en la Universidad Central de Venezuela. Es Doctor en Literatura por la Universidad de California. Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Chile. Ha publicado los libros Alfabeto del caos: crítica y ficción en Paul Valéry y Jorge Luis Borges (Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela, 2007), Idiomas espectrales: lenguas imaginarias en la literatura latinoamericana (Editorial Javeriana, 2016) y El sacrificio de la página: José Antonio Ramos Sucre y el arkhe republicano (Almenara, 2020). También publicó el texto-ficción Arqueología sonámbula (Anfibia, 2021).
Juan Cristóbal Castro. Tierras de agua. Ensayos itinerantes. Mérida: Universidad de Los Andes. 2022
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De lo más denso, creativo, inteligente y ¿luminoso jeje? que he leído sobre la diáspora venezolana. Gracias, JCC!