Las nuevas constelaciones del cuento venezolano: Escribir afuera o el país disperso
Reproducimos a continuación el estudio introductorio de Luz Marina Rivas (Bogotá, 1958) a la antología Escribir afuera. Cuentos de intemperies y querencias, editado por Raquel Rivas Rojas, Katie Brown y Liliana Lara (Madrid: Khálatos editorial, 2021); un volumen que reúne a algunos de los más importantes autores de la literatura venezolana contemporánea en una labor de “ficcionalización de nuevos espacios”, de esa nueva geograficidad nacional. Del conjunto resalta la autora la “exploración de la intimidad”, mundos interiores, encuentros y desencuentros con afectos y nuevos territorios, nuevas identidades y paradójicamente (o no) un acentuado distanciamiento del tema político.
Han transcurrido ya casi dos años desde aquel 28 de mayo de 2021, que fue un día especial para la literatura venezolana. Escritores y lectores, nos reunimos en el ciberespacio, como tantas veces pudimos hacerlo físicamente en el Ateneo de Caracas, en nuestras queridas universidades venezolanas con sus bienales literarias y congresos de literatura, en el Celarg, en las librerías más emblemáticas, para celebrar lo que llamábamos el bautizo de un libro. Esta vez nos convocó la aparición de la antología de cuentos titulada Escribir afuera. Cuentos de intemperies y querencias, fruto del esfuerzo de Raquel Rivas Rojas, Katie Brown y Liliana Lara, quienes a pesar de vivir a gran distancia entre ellas, trabajaron muy juntas y lograron reunir a escritores dispersos por el mundo y a escritores que están en Venezuela. Confiaron el proyecto al editor David Alejandro Malavé, al frente de Kalathos, editorial venezolana en España. El resultado es esta extraordinaria obra. En el transcurso de estos dos años se han multiplicado los premios internacionales a las obras literarias de los venezolanos en distintos lugares del planeta. Sin más, nos enorgullece el Premio Cervantes, que acaba de recibir nuestro entrañable poeta Rafael Cadenas el 24 de abril de 2023. Recordamos, entonces, aquí nuestra presentación de Escribir afuera, ese maravilloso compendio de nuestra narrativa viajera que ha despertado la curiosidad por la narrativa venezolana a lectores de todas partes.
La edición de la antología Escribir afuera cristaliza un fenómeno que hemos visto surgir en los últimos años, en los que las migraciones y los exilios han llevado fuera del país a una gran cantidad de escritores. La literatura venezolana se regó por el mundo. Ha captado la atención internacional, que ha descubierto y galardonado la densa trayectoria de Rafael Cadenas y Yolanda Pantin, o ha premiado la obra joven de Eduardo Sánchez Rugeles, Rodrigo Blanco Calderón y Karina Sainz Borgo. Sin embargo, con la gran vitalidad que el cuento ha tenido siempre en Venezuela, ha sido menos reconocido en el exterior que la poesía o la novela.
Escribir afuera reúne a 31 cuentistas venezolanos de distintas generaciones. Las compiladoras explican en ese prólogo que llaman “Itinerario” que sus historias se inscriben en una tradición literaria nacional emergente en la que se narra la fragmentación, la dispersión, el trauma tanto de los que se han ido como de los que permanecen en el país. Buscan mostrar cómo es percibido y sentido este éxodo, que alcanza ya alrededor de cerca de seis millones de venezolanos fuera de su tierra. La antología se organiza, como lo explican Raquel, Katie y Liliana, según los distintos movimientos migratorios.
Tomo prestada la palabra “constelaciones”, del cuento de Gabriel Payares, para hablar de los vasos comunicantes entre los cuentos de la antología. Explorando los diversos textos, se me ocurren otras miradas sobre ellos que los vinculan por sus temáticas. En primer lugar, podríamos hablar de la fractura de la identidad, que resulta en un alejamiento de las personas más cercanas y hasta quienes han emigrado juntos; por lo tanto, fractura de parejas y de familias. En varios de los cuentos, encontramos que los personajes pierden en buena medida su identidad anterior. Comenzar una nueva vida en otro lugar produce desencuentros con uno mismo o con la pareja o los hijos. El otro cercano comienza a ser un extraño, porque ya ni el uno ni el otro son los mismos. Así, un primer ejemplo es el cuento “Moscas en la casa”, de Freddy Goncalves da Silva. Narra la historia de la pareja formada por Manuel, diseñador de modas devenido en aprendiz de carnicero en España, y su pareja Fredy, inmigrante ilegal. Este teme salir y pasa los días en el apartamento de Madrid, donde se siente carcomido por la soledad, esperando ansioso a a Manuel. La creciente incomunicación que hace que la presencia del uno sea insoportable para el otro. Los desencuentros terminan en una situación de violencia brutal. Igualmente, la pareja formada por Alberto y Mina, en el cuento “Lovebirds”, de Fedosy Santaella, emigra a México gracias a un excelente empleo conseguido por ella. Él, fotógrafo reconocido en Venezuela como artista, termina aislado en el apartamento hasta que unas sombras fantásticas lo separan de su esposa. Lacoonte y Casandra, en “España se ríe de Casandra”, de Juan Carlos Chirinos también resultarán solos en Madrid luego de haberse esforzado muy juntos por salir de Venezuela. La política, que no los había separado en su propio país, los separará en España. También se hacen extraños los tres hermanos del cuento “Cenizas”, de Alberto Barrera Tyszka, uno viviendo en Barcelona, otro en Colombia y la tercera, en Alemania. Su reunión para decidir qué hacer con las cenizas del padre revela cómo la distancia y las vivencias de la migración los han separado.
En esta vertiente temática, los hijos también pueden resultar ajenos, como la niña del cuento “Constelaciones”, de Gabriel Payares, a quien su padre no conoce y va a buscarla en Venezuela luego de un aparatoso divorcio de su esposa española. El divorcio ocurrió porque según el protagonista “aún me resistía a traducirme, a dejar ir una parte de lo que suponía que era.” Ahora, la hija desconocida que crecerá en España es un reto para él. En “Anatoly”, de Gustavo Valle, la familia se ha fracturado al poco tiempo de la llegada a Buenos Aires. La esposa del protagonista muere de cáncer y él queda con dos hijos morochos, uno de los cuales comparte con el padre la conexión con Venezuela, mientras el otro se desinteresa del todo. En el cuento de pesadilla “El premio”, de Mariana Suárez, se produce una huída forzada del país, vigilada por una suerte de soldados armados. En este cuento la madre protagonista percibe a la hija desde el extrañamiento hasta la pérdida. La pregunta implícita por el futuro le llega a la protagonista del cuento “I beg your pardon?” de Naida Saavedra, quien acaba de dar a luz a un hijo en Estados Unidos y se entiende con un escaso inglés con la funcionaria que viene a registrar a su bebé. ¿Cómo nombrarlo? ¿Cuántas veces le preguntarán cómo se deletrea ese nombre y ese apellido con erres? En otros cuentos, las familias ya son multidiversas, como en el cuento de Juan Carlos Méndez Guédez, “Nieve sobre Madrid”. El protagonista está casado con una española y su hija ya es también española. Se narra una divertida anécdota alrededor de una hallaca congelada, que solo importa al padre de familia. Todo esto lleva a plantear la pregunta por esos hijos de venezolanos nacidos en otros lugares. ¿Qué será Venezuela para ellos? ¿Quiénes serán esos hijos en los países de llegada?
Esa pregunta se responde en los cuentos de las migraciones anteriores, como “De cuchillos y tenedores”, de Krina Ber, “En busca de Pierre”, de Silda Cordoliani y “Error en Al Busayyah”, de Salvador Fleján. Esos hijos ya tendrán poco que ver con el país de origen de sus padres. En el cuento de Krina Ber, el hijo se niega a saber las historias de la madre; no quiere saber de ella más allá de lo que la hace su mamá. Eso lleva a la protagonista a rememorar su propia adolescencia y lo que percibía como rarezas de su padre, migrante en Israel. En el cuento de Silda Cordoliani, la protagonista, en un juego intertextual con Pedro Páramo de Juan Rulfo, viaja a Francia en busca del pasado y de los documentos de su abuelo francés, para concretar el plan B de tener un pasaporte extranjero que le permita migrar. Llega a un pequeño pueblo francés, y como le sucede a Juan Preciado, queda con las manos vacías. El abuelo Pierre era prácticamente un desconocido para ella y su madre, a pesar de los recuerdos amorosos de ese abuelo en su niñez. En el cuento de Fleján, aparece el amigo Luben, que emigró a Estados Unidos cuando tenía nueve años, con sus padres, y ya como adulto y veterano de las guerras del Medio Oriente, saluda al protagonista de tal manera que este lo siente extraño: “Luben García, mi llave, recuerdo que dijo cuando se presentó. Logro recordar también que no me impresionó tanto el anacronismo “mi llave” como el tono con que lo pronunció”. Cada migrante revive como si fuera presente el país que dejó, pero que ha seguido cambiando en sus espacios, lenguajes, códigos no verbales, formas de hacer. El lenguaje de Luben se quedó en una Venezuela del pasado. Tal vez la anticipación de esa extrañeza impide al protagonista de “Un peregrinaje”, de Rubi Guerra, luego de años de exilio, dar por terminada su lucha contra la dictadura de Gómez y no regresar al país.
Por otra parte, tenemos la tensión entre la nostalgia y el rechazo de Venezuela. Se suceden diversos imaginarios sobre lo que es Venezuela. Uno de ellos, nostálgico, es el país multicultural, como el que aparece en San Mateo, el pueblito montañoso de “Los pobladores”, de Carolina Lozada, donde hay panaderos alemanes, agricultores austríacos, posaderos italianos, que conviven armoniosamente con los locales, hasta que una imprecisa “ocupación” o peligro difuso que viene del exterior, no se sabe si es una guerra, o una epidemia, amenaza al pueblo y poco a poco todos los habitantes emigran. La pareja de los protagonistas deberá plantearse cómo sobrevivir a esas ausencias. Es también multicultural y diversa la pareja del cuento de Gisela Kozak, “Vacaciones del soltero”, formada por un descendiente de italianos y por una joven hija de madre colombiana y padre serbocroata.
La Venezuela rememorada con nostalgia puede ser la Venezuela del pasado de la adolescencia, como en “Bernardo”, de Miguel Gomes, una Venezuela de cotidianidades sin mayores sobresaltos que los propios del desarrollo personal, que había atraído a gente de todo el mundo, como a los padres portugueses del protagonista. Sin embargo, muchos personajes migrantes rememoran el país desde el rechazo al deterioro de los espacios, la violencia, las razones que provocaron la salida: la fealdad de la jefatura donde se casan los protagonistas del cuento de Gisela Kozak, ruinosa pero con el retrato del presidente, rodeada de basura y de indigentes; la basura y la asquerosidad del Río Guaire que infecta a Caracas en el pensamiento de la protagonista del cuento de Silda Cordoliani cuando ve la pulcritud del pueblo francés; los malandros que asaltaron a Manuel antes de ir al aeropuerto en el cuento de Freddy Goncalves; el miedo a la violencia que encierra en su apartamento de La Candelaria en Caracas a la pareja del cuento de Juan Carlos Chirinos; el asalto y el asalto y amordazamiento de los vecinos, que obliga a los padres del protagonista del cuento de Miguel Gomes a irse a Portugal.
Hay una marcada preponderancia a la exploración de la intimidad, al mundo interior de los personajes: las sensaciones, las pesadillas, las percepciones, los desencuentros y los afectos en los nuevos territorios, los de la Venezuela dejada atrás, de sus propias maneras de estar en el mundo y ver cómo la migración les da un vuelco total.
El encuentro con la alteridad es otra línea de desarrollo de esta narrativa de la migración, que obliga a los personajes a repensarse a sí mismos. Sus nuevas identidades, muchas veces confrontadas con el hecho de tener trabajos que nunca hubieran imaginado y con el hecho de encontrarse con otras culturas produce relatos muy reveladores. Así, tenemos que el protagonista de “Anatoly”, de Gustavo Valle es un venezolano que ha sufrido grandes pérdidas y se solidariza con el ucraniano Anatoly, que repara aparatos debajo de un árbol en Buenos Aires. También siente una profunda empatía el protagonista de “Sobre las tumbas”, de Hugo Prieto, por una joven periodista que investiga las desapariciones en Santiago de Chile durante los tiempos de la dictadura de Pinochet. Ese protagonista venezolano se entera por ella de que enfrente del hotel donde trabaja como recepcionista existió un centro de torturas, lo cual lo lleva a recordar La Tumba, tenebrosa prisión debajo de la Plaza Venezuela. Ello le produce empatía con la periodista y con el país de acogida. La alteridad más pronunciada es la del Otro que habita el país de llegada. A pesar de las grandes diferencias, es posible acoger al Otro, como la venezolana de Manor Care, de María Dayana Fraile, que trabaja por las mañanas cuidando a una anciana en la Florida, que dice compartir su cuerpo con un extraño demonio desde varias reencarnaciones atrás, pero la joven la cuida y la escucha. La misma joven sentirá que tiene un doble en una joven norteamericana con la que alterna su trabajo en una oficina por las tardes. En “El triángulo de las Bermudas, o te voy a contar quién soy”, de Keila Vall de la Ville, el encuentro con una adolescente en Nueva York, que le pide contarle su vida, hace a la protagonista venezolana re-conocerse a sí misma, luego de haberse reinventado en un trabajo de limpieza de un instituto de yoga. Dina Piera di Donato hace un contraste entre la vida superficial en una playa donde cada evento se registra en un selfie, con la llegada de pateras de inmigrantes, otredades cuya presencia remueve de distintas maneras a los locales y a algunos inmigrantes, como el grupo de la protagonista.
Por otra parte, llama la atención la percepción de los espacios en contraste. En el cuento “Camino de los españoles”, de Lena Yau, se intenta en la imaginación superponer a Caracas en el espacio de Madrid, como en la novela Casandra, de Ramón Díaz Sánchez, los margariteños pintaban sus casas de azul en los campos petroleros para recordar el mar. De hecho, la protagonista de Lena Yau se enferma al salir de Madrid, porque no encuentra el mar, como cuando salía de Caracas. En Israel, la protagonista de “Casas vivas”, de Liliana Lara, que trabaja cuidando una casa, no puede dejar de pensar en la suya, dejada atrás en Caracas, y se siente obligada a contratar a alguien que la cuide, como ella lo hace en Israel. Los espacios nuevos pueden resultar amenazantes para quien migra, como sucede en “Bajo el cielo de hule”, de Raquel Abend van Dalen. Una ciudad de casas iguales, con autopistas que semejan prisiones, “de apariencia irreal” genera miedo, genera una ansiedad, que se agudiza con la figura de un pato, que irrumpe en el aparente orden de esa ciudad. Así como la presencia de un animal exacerba el desencuentro con el espacio extranjero en este cuento, en “El entierro”, de Federico Vegas, otro animal reconecta a la protagonista con Venezuela. Adopta un perro abandonado, que la decide a quedarse en el país luego de haber pasado años por fuera, pero no hay salvación en esta historia de pérdida.
En las calles de Estambul, la protagonista de “Corazones rotos”, de Raquel Rivas Rojas, encuentra similitudes con calles de Caracas, Juan Griego o Barquisimeto. Ahora bien, este cuento nos abre a un motivo muy especial: los objetos ligados a la memoria. Los personajes visitan el Museo de la Inocencia, dedicado a objetos que se relacionan con una de las novelas de Orhan Pamuk, y la protagonista evoca con aquellos objetos ajenos otros que pueblan su memoria, que la retrotraen a la niñez y a diversos momentos de su vida. Descubre, entonces, que los objetos contienen relatos y trozos de vida, pero al ser dejados atrás a lo largo de la propia existencia, se experimentan vacíos. También los objetos componen el cuento “Presencia”, de José Luis Palacios. Un difuso “nosotros”, que se infiere como una pareja de padres, hacen un recuento de los objetos dejados en Canadá por una hija universitaria ausente. El duelo de ese “nosotros” se va expresando al hacer presente esa ausencia por medio de cada una de sus pertenencias. Recuerda el cuento “Ser”, de Luis Britto García (Rajatabla, 1970), en el que una larga enumeración de objetos construye una vida, una identidad. Igualmente, el personaje de “Casas vivas”, de Liliana Lara construye historias a partir de fotografías y objetos de la casa que cuida en Israel, e imagina el deterioro y la pérdida de los que quedaron en Caracas. Los objetos, entonces, están irremediablemente asociados a los territorios.
El habitar un nuevo espacio como resultado de una huida puede implicar desear borrar el pasado, la vida anterior, el país anterior, y hacerse de una nueva identidad, cosa que ocurre en “La rockola del oeste”, de John Manuel Silva, pero cualquier evento, puede convocar ese pasado y abrir las compuertas de la emoción y de la decepción.
El género policial, tan propio de la ficción breve venezolana también se hace presente en esta antología en “Homenaje a John Cazale”, de Rodrigo Blanco, que elabora una ficción a partir de la figura de Hugo Carvajal, hombre de confianza del chavismo, construyendo un personaje con un lado desconocido, un talón de Aquiles muy humano que causaría su caída. También Israel Centeno apuesta por el policial, recordando en su relato “La vie est belle” al fiscal Anderson desde un investigador venezolano, migrante en los Estados Unidos.
Finalmente, tenemos los cuentos en que la reflexión íntima se aproxima más a la percepción, a los sentimientos del migrante, más que a anécdotas puntuales: la transformación de Venezuela, las ruinas del pasado, la extranjeridad fuera de ella, los recuerdos del antes, que se suceden en múltiples imágenes, la extrañeza del ahora, el conflicto de no pertenecer, se desarrollan en “Diario fragmentado del retorno (con epílogo abierto)”, de Kira Kariakin, y “Cartografía celeste”, de Marianela Cabrera.
Como observaciones generales, podríamos decir que en estas escrituras encontramos la ficcionalización de nuevos espacios. Es significativo que de los siete escritores que escriben desde Venezuela, cuatro hayan desarrollado como espacios principales de sus cuentos los espacios extranjeros. Solo dos cuentos se han referido a los que se van desde la perspectiva de los que permanecen. Hay una marcada preponderancia a la exploración de la intimidad, al mundo interior de los personajes: las sensaciones, las pesadillas, las percepciones, los desencuentros y los afectos en los nuevos territorios, los de la Venezuela dejada atrás, de sus propias maneras de estar en el mundo y ver cómo la migración les da un vuelco total. En ello se buscan las nuevas identidades. Hay un distanciamiento del tema político que ha estado presente en buena parte de la narrativa del siglo XXI evidentemente, no en todos los cuentos, pero resulta bastante atenuado en general. En la mayoría de los casos se infiere a partir de las pequeñas historias particulares de los personajes o se adivina en sucesos difusos. Resulta más abierto en los cuentos de Rubi Guerra, Silda Cordoliani y Marianela Cabrera, que viven en Venezuela. Otra observación tiene que ver con el lenguaje. Hay menos oralidad vernácula de la que recuerdo en los cuentos publicados hace unos diez años. Ya se cuelan algunas palabras en otros idiomas. Ya se habla de coches y no de carros, por ejemplo.
Para finalizar, quiero destacar la calidad de toda esta producción, de gran riqueza y variedad. Una antología como esta nos de una perspectiva plural y, como hemos visto, a pesar de las distancias, las obras parecen estar en sintonía, así como sus autores, formando nuevas constelaciones para el cuento venezolano.
©Trópico Absoluto
Luz Marina Rivas (Bogotá, 1958) es Licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela, Magíster en Literatura Latinoamericana y Doctora en Letras por la Universidad Simón Bolívar. “Graduada con honores” en el doctorado. Diploma de Edición de la Escuela de Letras. Diploma de Tutoría Virtual del Sistema de Actualización del Profesorado (SADPRO). Fue profesora titular de Literatura en la Universidad Central de Venezuela, y en la Universidad Javeriana de Bogotá. Actualmente es coordinadora de la Maestría en Literatura y Cultura del Instituto Caro y Cuervo, Bogotá.
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