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“En el destierro es imposible preservar intacta la identidad”. Entrevista con Raquel Rivas Rojas

Por | 30 junio 2023

Claudia Cavallin (San Cristóbal, 1972) entrevista a Raquel Rivas Rojas (Guanare, 1962). En este intercambio, la escritora venezolana hace un repaso por algunos de sus trabajos más recientes, y por varios de los temas que se han vuelto recurrentes en la literatura venezolana contemporánea: el conflicto, la migración, el exilio, el desarraigo. Al respecto, dice Rivas Rojas: “no he intentado reconstruir lo perdido, porque sé que no es posible. Pero no lo vivo con sufrimiento, al menos no ahora. Ya pasó el tiempo de lamentarse. Uno no puede vivir en un duelo permanente. Yo viví mi duelo cuando me tocó, por supuesto. Pero hace rato ya que salí de ese estado emocional para instalarme en otro lado. No sé si se pueda llamar “una nueva pertenencia”, pero sin duda se trata de una forma diferente de lidiar con el entorno que me tocó en suerte.”

Raquel Rivas Rojas retratada por Vasco Szinetar para su serie “Call with”. ©Vasco Szinetar. 2021

La escritura de Raquel Rivas Rojas representa ciertas conexiones directas entre el dolor y la historia, en ocasiones sabiamente superadas, para recrear textos que funcionan como “inventarios” o “estaciones de ruegos”, donde los espacios y las listas van mucho más allá de la ficción. En cada uno de ellos hay un juego de palabras y desde la memoria que allí aparece, una experiencia de lo que se enfrenta y ha sido superado. Ambas caras de una misma moneda ofrecen una alternativa lectora única y distinta, que puede adaptarse a cualquier otra lectura que traslade los relatos más allá de los límites geográficos. Desde ellos, pasamos por los movimientos de sabores y colores, de lo individual a lo colectivo, de la realidad a la ficción distópica o especulativa, como en la siguiente entrevista donde cada pregunta puede asumirse como un quiebre que nos permite reconciliarnos con la realidad que vivimos.

Claudia Cavallin: Al leer Estación de ruegos (Lecturas de Arraigo, 2023) he notado que, además de las palabras que titulan cada relato, hay un movimiento pendulante entre los cinco sentidos de quien lee. Al inicio, en “Toro negro”, el sabor distópico de la leche hace que un migrante sea públicamente definido como aquel que no entiende la calidad del sápido (el gusto); en “Estación de ruegos”, el sonido musical de las palabras te lleva a adivinar el origen de cada conversación con tonos de letanía (el oído); “El Sermón”, nos orienta la mirada que sigue a una pelota o que detalla los garabatos de los grafiteros, “Hay una guerra allí que el ojo ajeno no alcanza a descifrar” (la vista); en “Corazones rotos”, curiosamente, permite respirar hondo para recobrar los olores que no se olvidan (el olfato); y en “Antorchas”, el tocar el fuego o el sentir el frío en la piel nos inspira un hambre de fogatas (el tacto), por citar algunos ejemplos. ¿Crees que al migrar nos invade una percepción más profunda de la realidad a través de los cuerpos? 

Raquel Rivas Rojas: Mil gracias por notar todos los elementos que apuntan hacia los cinco sentidos en estos cuentos. No había notado el énfasis específico en algunos sentidos concretos que hay en ellos, aunque sí es importante para mí incluir sensaciones olfativas, auditivas, táctiles, visuales, etc.; en todos mis textos. En efecto, creo que cuando estamos en un ambiente que no nos resulta familiar tendemos a notar cosas que tal vez notaríamos menos si estamos en un lugar en el que todo nos resulta conocido. Pero, por supuesto, no tenemos que emigrar para movernos a un espacio que desconocemos. Lo que sí creo que sucede cuando emigramos es que esa sensación de estar percibiendo mucho más que los demás nos dura un tiempo y, a veces, ya no podemos dejar de sentirla nunca. Estamos muy conscientes de nuestras propias percepciones, porque vivimos en estado de extrañeza.

Raquel Rivas Rojas. Estación de ruegos. Madrid: Lecturas de arraigo. 2023

Creo que, en general, la literatura es un lugar en el que se pone una lupa sobre lo que somos capaces de crear e imaginar. Por eso es tan revelador leer un cuento, un poema o una novela, porque podemos ver, escuchar, sentir lo que normalmente no veríamos. Leer es una forma de expandir los sentidos. Y, del otro lado, escribir es buscar esa especie de revelación. Siempre que me imagino una escena me pregunto qué se ve, qué se oye, qué se siente, cómo huele, a qué sabe. Es uno de esos ejercicios que hacemos incluso cuando estamos aprendiendo o enseñando a escribir. Pero, en este caso en particular, creo que se trata de percepciones que los personajes del libro tienen muy presentes porque, en algunos casos, su misma supervivencia depende de la atención que le presten a lo que les rodea. Para ellos, como para todo extranjero, se trata de vivir en permanente estado de alerta, con los cinco sentidos funcionando a tope.

Quisiera que hablemos ahora de Eli. Sobre una vida rodeada de mentiras y fortalecida en los recuerdos. Sobre las palabras que no se dicen. Sobre las medias verdades. Sobre su ausencia y presencia, en lugares remotos, pero cercanos sentimentalmente hablando. Cuando narras breves historias que hacen referencia a todo esto ¿quisieras que quien se atreve a leerlas reconstruya en su experiencia lectora todo lo que inconscientemente se puede asociar con la memoria, pero que ha sido callado, censurado o silenciado?

Tendríamos que hablar no sólo de Eli, sino también de Isa. Estos dos personajes son para mí indisociables. Yo comencé a escribir sobre Isa y Eli en el 2017. Quería escribir una historia anti-romántica, es decir, una historia de amor que rompiera con las convenciones del amor romántico, incluso con las historias que heredamos de nuestra tradición telenovelera. Estos dos personajes viven, como bien dices, en medio de medias verdades, que yo no llamaría necesariamente mentiras. De algún modo, yo quería trabajar en la piel misma de los relatos esa fractura que se da cuando no queremos enfrentar del todo la realidad en la que vivimos. Por eso, estos cuentos tienen ese carácter fragmentario en el que se invita a la persona que lea a completar los huecos. Se trata de iluminar, como con una linterna, algunos aspectos de la relación de esta pareja tan poco convencional, para mostrar sólo algunos rincones, por un momento, y luego apagar la luz, y prenderla después en otro instante. Así se va armando una serie de momentos que quien lee tiene que vincular, para darle sentido. 

Como lectora, me gustan los textos que me dejan participar, que me obligan a pensar y a completar la historia, que le dan espacio a mi imaginación. Por eso me gusta escribir ese tipo de textos. Pero en este caso en particular la historia se presta a esta estructura fragmentaria porque, como bien dices, hay silenciamientos, tal vez censura o autocensura, en el sentido de lo que callamos para no herir a los que queremos. Hay una historia complicada detrás de las escenas que presenciamos, que no se cuenta, pero que se puede inferir por los indicios que se dan en algunos de los relatos. Y, en efecto, la historia se completa en la memoria de quien lee, en su capacidad de atar cabos y de decidir cómo quiere imaginar la historia que está leyendo. 

Ya que mencionas una estructura fragmentaria en las historias, si nos movemos desde las palabras a las imágenes hay también un sentimiento compartido, como en Inventario para después de la guerra (La Joyita Cartonera, 2022). Los relatos que allí se encuentran unen emociones difíciles, ante la crisis del sistema político en Venezuela, como un tejido repleto de hilos y múltiples colores. Esta vez, me mudo de los cinco sentidos para trasladarme de nuevo a lo corpóreo, pero desde la luz y las sombras en las miradas. En una presentación que hiciste en el marco de la serie de conversatorios “(Re)pensando a Venezuela”, explicaste con detalle los puntos de un tejido sobre otro tejido, de ciertos hilos que se transforman en cruces, sobre el tricolor de la bandera, de las esferas hilvanadas que parecen ojos, que nos miran a todos, desde las dobles puntadas de la rebeldía. Años atrás, ya habías hecho referencia a algo similar en “Un inventario de ausencias y parodias de heroísmo”, tu ensayo publicado en la revista Estudios (USB, 2006) ¿Crees que este libro, dos décadas más tarde, con dos idiomas, con dos formas de representar la tragedia (las palabras y las imágenes) es también una dualidad indefinida sobre lo que sencillamente somos ante la intervención en la memoria colectiva, como una de las formas más potentes de regular los intercambios simbólicos?

Me gustaría aclarar, en primer lugar, cómo surgió la idea de Inventario para después de la guerra, porque creo que eso me va a permitir responder mejor a tu pregunta. Inventarios surge de una preocupación relacionada con las implicaciones de una guerra, de cualquier guerra. Es un tema que me ha interesado mucho representar. De hecho, uno de mis proyectos fallidos es una novela histórica ubicada en el período de la Guerra Federal venezolana (1859-1863). Yo estuve escribiendo un texto con una serie de personajes que se movían por un territorio desolado, una tierra arrasada por la violencia. Iban de una ruina a otra ruina buscando unos documentos que nunca encontraban. Esa historia no prosperó, pero algo de su ambiente y sus personajes siguió presente de algún modo en mi memoria. 

Cuando me propuse escribir un texto de ficción distópica o especulativa sobre cómo sería vivir la experiencia de una guerra de tierra arrasada, mi modelo original no era Venezuela, sino Siria. El primer texto que escribí, que le da nombre al libro, fue escrito en agosto del 2017. En ese momento, yo veía las imágenes de la guerra de Siria en los noticieros y me parecía que había ahí un modelo de cómo un gobierno podía destruir su propio país sin compasión, con el único propósito de mantenerse en el poder, aunque al final no quedaran más que ruinas. Durante esos años (mientras duró la presidencia de Trump en los Estados Unidos) se habló mucho en Venezuela de invasiones de mercenarios o de gobiernos extranjeros y yo comencé a imaginar cómo sería una guerra de todos contra todos. De ahí surgieron los textos que forman el libro.

Te cuento todo esto porque me parece importante que quede claro que no estoy intentando representar lo que sucedió o está sucediendo en Venezuela. Lo que intenté hacer era proyectar algunos elementos de lo que había visto y sentido (había estado allá en el 2016) para construir una ficción especulativa, en un futuro distópico, que en realidad no está ubicado en ningún lugar concreto, aunque quienes conozcan el contexto venezolano puedan reconocer muchos rasgos del habla, del paisaje y del conflicto político nuestro. 

Ahora, para responder a tu pregunta sobre las imágenes que acompañan el libro, tengo que contar un poquito de la historia de la edición. El libro fue publicado por una editorial en Santiago de Chile, La Joyita Cartonera, que trabaja con ediciones hechas a mano con materiales de deshecho. Cuando nos planteamos la idea de la edición cartonera, le pedí a mi amiga de toda la vida, Elizaria Flores, que me ayudara con la edición, creando unos escudos para las portadas y unos escapularios para acompañar los libros. El resultado es el trabajo que mencionas y que explicamos en ese evento de “(Re)pensando a Venezuela” y que se puede ver en el canal de YouTube de Trópico Absoluto. Ahí también se pueden ver imágenes del hermoso trabajo de Elizaria en el que se juntan hilos de colores con objetos encontrados, restos, retazos, que dan cuenta del deambular de los personajes de la ficción. Creo que esos objetos, esa materialidad que remite a la ficción, es muy potente, porque es como si lo escrito se manifestara en la realidad, en una dimensión diferente que cobra vida y le da al texto una dimensión simbólica que va más allá de la letra. 

Todo esto me sirve para responderte que no ha sido mi intención representar la tragedia venezolana con este libro y sus acompañamientos visuales. Lo que intento es, como ya dije, imaginar un futuro distópico. En ese sentido, me parece muy relevante que sea un libro bilingüe, porque ese estar a caballo entre dos idiomas hace que el texto se desprenda de una localidad concreta. La traducción al inglés es de Catherine Boyle, quien hizo un trabajo minucioso y muy cuidado, que yo seguí muy de cerca y del que me nutrí mucho como escritora y como traductora. 

En cuanto a lo que sostienes acerca de si se trata de “una dualidad indefinida sobre lo que sencillamente somos ante la intervención en la memoria colectiva”, creo que hay muchos elementos en tu pregunta que habría que desmontar para responderla en toda su dimensión. Para no hacer esta respuesta más larga de lo que ya es, me quedo con el tema de la identidad. No comparto la idea de que haya algo que podamos calificar como “lo que sencillamente somos”. En primer lugar, porque no hay nada sencillo en “lo que somos”. En segundo lugar, porque no estoy muy segura a qué se refiere esa primera persona del plural. Si hablamos de la comunidad desparramada constituida por los que ya no vivimos dentro de Venezuela, no creo que se pueda hablar de una identidad concreta. Ese grupo disperso está cada vez más atomizado y tiene cada vez menos referentes en común. No creo que mi experiencia en Edimburgo pueda equipararse a la de alguien que se ha ido a Madrid, o a París, o a Miami, por sólo nombrar los primeros lugares que me vienen a la mente. Y no creo que sea lo mismo tener veinte años fuera del país, que quince o diez o apenas unos meses. Todas esas diferencias, que tienen que ver con el tiempo del desarraigo, el lugar en el que te instalas y el idioma en el que te toca vivir, lo que hace que resulte muy difícil hablar de una identidad del desterrado, aunque alguna vez hayamos tenido muchas cosas en común.

Ya que mencionas la dificultad ante la identidad del desterrado, desde lo simbólico me interesa regresar al tema migratorio. La descarnada mirada de ciertos personajes en la literatura, opuesta a la visión distanciada de quien la lee. ¿Crees que establecen un duelo a la hora de definir cuál sería el contexto más reciente de tu escritura? Te menciono este detalle porque, como migrante, es a veces difícil preservar la identidad única desde otro país. Como traductora de Colaboratorio Ávila, has trasladado al español ciertos juegos de lenguaje que llevas a la valiosa raíz venezolana, pero, como escritora ¿esa diáspora que hoy existe en el contexto venezolano no nos sugiere reconstruir nuevos puentes que le permitan a tus lectores ser simplemente parte de una nueva generación del desarraigo? ¿Un desarraigo compartido con mexicanos, colombianos, y aquellos que coinciden en nuevas formas de existencia?

De nuevo, hay muchas cosas aquí que me gustaría deslindar. Comienzo con el contexto más reciente de mi escritura. Creo que una de las cosas más difíciles para un escritor que vive en situación de desarraigo es imaginarse un lector. Porque el contexto inmediato no se corresponde con la formación que tuvimos, ni con la expectativa de quién puede leer lo que escribimos. Entonces durante un tiempo se crea un desfase, porque en tu imaginación estás dialogando con un público que no se corresponde con la gente que eventualmente podría leer lo que escribes. Pero, con el tiempo, dejamos de pensar en los lectores, porque si nos angustiamos demasiado por la escasa probabilidad que tenemos de que nos lean, perdemos la escritura.

Con respecto a preservar la identidad cuando estás afuera, pues eso creo que es simplemente imposible. Incluso pienso que no es viable imaginar que uno de tus objetivos en el destierro es preservar una identidad que no se corresponde con el entorno en el que vives. Pero una cosa es que personalmente me resulte innecesario preocuparme por preservar mi identidad, y otra cosa diferente son los problemas técnicos que se plantean a la hora de escribir y de traducir. 

La traducción para mí es un lugar de experimentación, de contagio, de hibridez. Y tal vez por eso me gusta jugar con la idea de traducir “al venezolano” que no es algo que se pueda lograr en todos los casos. Pero creo que, si los españoles traducen al español peninsular, aunque piensen que están traduciendo a un español llamado neutro –que nunca es tal–, no hay ninguna razón por la que no podamos intentar traducir a nuestra lengua local. Pero no por un afán de “preservar la identidad”, para nada. De lo que se trata es de mostrar que no hay ningún lenguaje neutro y que las distintas variantes de un idioma deberían poder utilizarse para cualquier juego de traducción. No se trata sólo de una cuestión lúdica, claro. Se trata de políticas del lenguaje y de lugares de enunciación que habilitamos cuando ponemos en el tapete nuestro particular modo de decir y ofrecemos nuestro acento específico, para que se mida o se exponga en ese coro de voces que son las distintas hablas hispanoamericanas. Pero, como bien sabes, esos modos nuestros no son puros y siempre terminamos aceptando la mezcla; con alegría, sin lamentaciones. Porque de eso se trata.

Quien vive en desarraigo vive siempre en una radical soledad y creo que es sin duda un alivio contar con una literatura que te acompañe.

En cuanto a la escritura, hasta ahora me he esforzado en que mis personajes hablen como lo haría alguien que ha nacido en Venezuela, si se trata de un personaje con esas características. Cuando leo diálogos entre supuestos venezolanos en novelas en las que se usa un español peninsular, o mexicano, o peruano, simplemente no puedo seguir leyendo. Creo que es tan fácil resolver el problema deslocalizando a los personajes que no veo la razón por la que debemos sufrir en la ficción a personajes cuyo autor no ha respetado las normas más elementales de verosimilitud. También me incomodan los narradores que sacan a relucir un lenguaje dominguero cuando no viene al caso, y dicen “rostro” en vez de “cara”, o “mejillas” en vez de “cachetes” o “lodo” en vez de “barro”. Pero no se trata de una defensa a ultranza de “lo vernáculo”. Se trata de un mínimo de honestidad con respecto al habla que usamos todos los días. A mí me gusta la gente que habla sin rebuscamientos y eso vale para la vida real y para la ficción. Con las excepciones que son obvias. Si estás creando un personaje que se caracteriza precisamente por hablar rebuscado, con un lenguaje dominguero, pues no hay otra cosa que hacer que usar ese registro y ese tono. Pero, en general, en mis textos evito el rebuscamiento y las frases que suenan “literarias”.

Con respecto a la comunidad de desarraigados entre quienes nos movemos y que son nuestros potenciales lectores, creo que es posible que la literatura sirva para unir de algún modo esas comunidades desperdigadas. Pero yo siempre digo que la literatura sirve más que nada para acompañar. Quien vive en desarraigo vive siempre en una radical soledad y creo que es sin duda un alivio contar con una literatura que te acompañe. No creo que se pueda aspirar a hacer mucho más. Pero me parece que acompañar es más que suficiente. Y, en efecto, no se trata de acompañar solamente a la comunidad venezolana que se ha desarraigado, sino también a otros latinoamericanos que están pasando por el mismo proceso.

Iría incluso más allá y diría que el desarraigo forma parte de la condición humana y que toda experiencia de extrañeza, de separación del lugar de origen, puede ser compartida con cualquier ser humano. Mi esperanza es que a medida que proliferen historias de desarraigo vamos a estar en condiciones de comprender mejor a quienes han sido desplazados por la guerra, por razones económicas, por condiciones climáticas o por cualquier otra razón. Y, tal como estamos, esta es una experiencia cada vez más universal. De ahí la importancia de las traducciones que se están haciendo de nuestra literatura y de la literatura latinoamericana en general. 

Por último, quisiera moverme a cuatro palabras que definen, de manera cercana y directa, lo que muchos de nosotros hemos tenido que aprender: “Vivir en la intemperie”. ¿En qué lugares o ante cuáles cosas no hemos estamos cubiertos o protegidos al dejar nuestro país? Y viéndolo más cerca, después de todo lo vivido ¿cómo has reconstruido estas carencias para reestablecer una nueva pertenencia a un lugar, y a lo que somos o queremos seguir siendo? 

No sé si hay un modo “correcto”, sancionado por los puristas de decir eso, pero a mí me gusta la frase “vivir a la intemperie”. Puede ser sólo una tendencia mía a usar preposiciones más ambiguas. Esa “a” me suena como al aire, al viento, a merced de los elementos. Me suena más pasajera, menos definitiva, que “en”. La preposición “en” implica instalarse, acomodarse, estar. Y yo creo que los desterrados vivimos a la intemperie porque estamos permanentemente en un estado de tránsito, emocional, afectivo, geográfico; incluso cuando nos hemos establecido en un lugar concreto. Tenemos siempre la maleta a mano y cada vez que nos sentimos cómodos en un lugar empezamos a pensar para dónde irnos. Necesitamos ese movimiento constante.

Ese estado de intemperie implica, como bien dices, una situación de desprotección. Uno siempre se siente en situación de vulnerabilidad, y no importa si tienes un trabajo estable, una casa donde vivir, asistencia médica y todas tus necesidades básicas cubiertas. La desprotección viene de haber perdido las redes que te sostenían en tu lugar de origen. Y no hay ninguna seguridad económica, política, cultural o social que pueda reemplazar esa sensación de seguridad que perdiste. Pero esa es una pérdida que, al menos en mi caso, he terminado aceptando sin nostalgia y sin duelo. Es la condición en la que vivimos. De nada sirve lamentarse o querer volver atrás. Porque no existe ya ese otro lugar, no hay a dónde regresar. Entonces la nostalgia retrospectiva (como la llama Svetlana Boym) es improductiva y desgastadora. 

Supongo que por eso no he intentado reconstruir lo perdido, porque sé que no es posible. Pero no lo vivo con sufrimiento, al menos no ahora. Ya pasó el tiempo de lamentarse. Uno no puede vivir en un duelo permanente. Yo viví mi duelo cuando me tocó, por supuesto. Pero hace rato ya que salí de ese estado emocional para instalarme en otro lado. No sé si se pueda llamar “una nueva pertenencia”, pero sin duda se trata de una forma diferente de lidiar con el entorno que me tocó en suerte. Es una forma de enfrentarte a un idioma que nunca vas a sentir como propio, a un clima al que nunca te vas a acostumbrar del todo, a formas de hacer las cosas que siempre te van a parecer extrañas. 

Es algo que aprendes lentamente y es una experiencia que sin duda nutre la escritura. Por eso escribo cada vez menos sobre el dolor del desarraigo y cada vez más sobre gente que vive en otro lado y sufre por otras cosas, que no tienen que ver con la pérdida de un país. Creo que mi escritura se está orientando cada vez más hacia la construcción de personajes que exploran, con cierto gozo, la posibilidad de no estar encerrados en una única posición, en una sola identidad fija. Creo, para volver al principio, que Isa y Eli, los personajes de Estación de ruegos, son ya ese tipo de personajes. Están más allá de la nostalgia y del duelo de la pérdida. Se sienten cómodos en cualquier parte, precisamente porque se sienten extraños en todos lados. Y no necesitan preguntarse a cada momento quiénes son ni medir el porcentaje de venezolanidad que les queda en las venas. Porque no sienten el imperativo de representar a ninguna comunidad perdida ni la necesidad de preservar una esencia de lo propio. Esos son los personajes y las historias que me interesan y sobre los que quiero seguir escribiendo. En ese sentido, creo que la función de acompañar también se cumple cuando proponemos historias en las que el dolor ha sido superado, porque estamos ofreciendo una alternativa distinta a quedarnos estancados en el sufrimiento. 

©Trópico Absoluto

Raquel Rivas Rojas (Guanare, Portuguesa, 1962) es una profesora, escritora, traductora e investigadora venezolana. Reside en Edimburgo, Escocia, desde el año 2008. Ganadora del Premio de Ensayo de la XVII Bienal Ramos Sucre en 2009 con el libro Narrar en dictadura. Ha publicado los libros de ensayos Sujetos, actos y textos de una identidad (1998), Bulla y buchiplumeo (2002) y  Narrar en dictadura: renovación estética y fábulas de identidad en la Venezuela perezjimenista (2011), así como el volumen de cuentos El patio del vecino (2013) y la colección de poemas en prosa Inventario para después de la guerra (2022). Ha publicado dos novelas, Muerte en el Guaire (2016) y El Accidente (2018). Coeditó, junto con Katie Brown y Liliana Lara, la antología Escribir afuera: cuentos de intemperies y querencias (2021). Enseña español en la Universidad de Edimburgo y publica en el blog Cuentos de la Caldera Este.

Claudia Cavallin (San Cristóbal, Venezuela, 1972) es Profesora Asociada en la Universidad Simón Bolívar (Venezuela) y docente en el Departamento de Lenguas y Literaturas de Oklahoma State University. Es autora de los libros: Ciudades de película: Ficciones urbanas del cine, la literatura y la música (Editorial Académica Española, 2012) y Espectros de la palabra. La metáfora en Borges: los juegos del lenguaje que hacen posible la configuración de un universo de imágenes recursivas (Editorial Académica Española, 2012). Entre 2012 and 2015, fue directora de Estudios. Revista de Investigaciones Literarias y Culturales.

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