/ Literatura

Luz en Preámbulo

Por | 11 junio 2023

Raúl De Armas escribe en este breve ensayo sobre Preámbulo, la novela de Antonio López Ortega (Caracas: Monroy Editor, 2021), una autoficción que narra los orígenes y la vida cotidiana de una familia del interior de Venezuela. De Armas argumenta en su texto, que más allá de la oscura noche que se ha tendido sobre la literatura venezolana reciente como resultado del contexto político y económico, “hay una especie de esplendor en medio de las tinieblas”, un esplendor excepcional manifiesto en la obra de López Ortega.

Armando Reverón. Figura bajo un uvero. 1920

Miguel Gomes ha propuesto la existencia de una “estructura del sentimiento” (categoría ideada por Raymond Williams) vinculada a la noche en la literatura venezolana contemporánea. Se trata de una sensación de oscuridad, de tinieblas. Un sentimiento penumbroso identificable en varias obras narrativas. Este sentimiento —asegura el crítico— nace en 1992, con la aparición pública de Hugo Chávez.  Y proviene, psicosocialmente, de dos decepciones relacionadas. La primera, por el fracaso del proyecto moderno que comienza en 1936, y la segunda, por el derrumbe moral y socioeconómico impulsado por el chavismo desde 1999. 

La sensación de “noche” puede rastrearse en diversas obras literarias que parecen estar elaborando una noción más codificable y políticamente precisa [del país].  [Algunos eventos sociales] ofrecen un contexto específico para importantes títulos emparentados entre sí por la plasmación neoexpresionista de las “tinieblas” espirituales del país a la llegada del nuevo milenio (p.2).

Gomes menciona ocho obras en donde la sombra es identificable, y analiza cuatro de ellas: También el corazón es un descuido (2001), La enfermedad (2006), ambas de Alberto Barrera Tyszka; Nocturama (2006), de Ana Teresa Torres; y Latidos de Caracas (2006), de Gisela Kozak. Aunque los párrafos que comprueban su hipótesis varían en representatividad, y aunque no hay caracterizaciones puras (Sandoval, 2016), los resultados de Gomes son satisfactorios. El desarrollo de su idea no solo persuade, sino que es coherente con el momento histórico del país, sobre todo si se considera un hecho, que el arte es, en mayor o menor medida, reflejo de la circunstancia.

Varios estudiosos han coincidido con la idea de Gomes o con su periferia. Por ejemplo, Carlos Sandoval ha propuesto la reiteración de eventos violentos, cataclísmicos, en la narrativa venezolana contemporánea. Estos son el Caracazo, el golpe de estado de 1992, y la tragedia de Vargas de 1999. Esta presencia de lo fatal también ha sido explorada por los académicos Ivonne de Freites y Argenis Monroy (2020), quienes aseguran que la violencia ha sido una característica histórica de la sociedad y de la literatura venezolana. Por su parte, Vicente Lecuna (2012), profesor de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY), desarrolló la idea de que la literatura venezolana ha empleado la metáfora de la enfermedad para fines políticos y sociológicos. Enfermedad, violencia, muerte, noche, oscuridad, son conceptos vinculados, intercambiables, minuciosamente explorados, y presentes en la producción literaria de Venezuela en los últimos años.

Este ensayo no busca refutar la presencia de la noche en la literatura nacional. Creemos que está demostrada y justificada. En cambio, quiere demostrar la excepción a la tesis de Miguel Gomes. Quiere mostrar la presencia “del día” en la novela Preámbulo (2021), de Antonio López Ortega. Lo cual sería una especie de esplendor en medio de las tinieblas: una excepción al fenómeno nocturno de la literatura venezolana contemporánea. Esta figura podría estar sustentada por el concepto de “luciérnaga” del historiador de arte Georges Didi-Huberman. Para él, una luciérnaga es la esperanza en medio de la desesperanza. Un rayo de compasión, de alegría, de cultura, en un contexto tiránico, arruinado, ensombrecido.

Fuegos debilitados o almas errantes. No nos asombremos, pues, de que se pueda sospechar en el vuelo incierto de las luciérnagas, por la noche, algo así como una reunión de espectros en miniatura, seres extraños de intenciones más o menos buenas. Pequeñas luces de la vida, con sus sombras pesadas y sus penalidades como corolario obligado (p.9).

Preámbulo. Antonio López Ortega. Caracas: Monroy Editor. 2021.

Huberman se inspira en la representación que hace Dante de las luciérnagas en la Divina Comedia. Estas son “pequeñas historias en medio de la gran historia”, “resplandores de inocencia” (p.12-5). Las memorias noveladas de López Ortega son, en parte, lo mismo: una serie de “historias de almas y de dudas íntimas en la gran deriva, la gran tormenta del siglo” (p.12). La tormenta a la que el historiador alude fue la Segunda Guerra Mundial, la del escritor fue el desarraigo en la Venezuela recién entrada en un proceso de modernización.

Preámbulo es una autoficción que narra los orígenes y la cotidianidad de una familia del interior de Venezuela. Es una narración tierna, adolecida, que retrata virtuosamente una secuencia de escenas del pasado del narrador. Nos interesa el estilo y el lenguaje. En ellos reposa la luminosidad del libro. Una especie de nostalgia iluminada atraviesa la novela. 

Las primeras imágenes del libro son las de un mundo virginal, limpio, un país sin desgarraduras, en las que un niño observa “un cielo límpido, sin nubes, en pleno fragor del mediodía”, hasta llegar a creer que el cielo es enteramente suyo (p.7). Entonces, los personajes vienen de la costa caribeña, y el narrador rememora la silueta resplandeciente de su madre. 

Para la ocasión en Catia La Mar, si se puede hablar de tal, [madre] llevaba un vestido florido, estampado con lirios morados y negros, guantes hasta las muñecas, el pelo recogido bajo un tocado (p.8). 

Hasta la pobreza en los linderos de la carretera Caracas-La Guaira, o la sequedad del llano —que más adelante se tornaría en desierto y olvido— toma un aspecto aireado, blanquecino, en la memoria del narrador:

El Packard deja atrás las casas playeras, los comercios de las avenidas, los uveros en las aceras y los almendrones en los jardines, para bordear casas más pequeñas, por momentos rancherías, que se aferran al pie de monte, como sostenidas por los vientos (…) En cada pueblo, recuerdo, había estanques, pequeñas represas, oasis donde los viajeros se detenían a quitarse el polvo de la cara (p.9 y 11).

La luz va alternándose con la sombra —que nunca es tan densa como la noche— en un juego de claroscuros. Veamos la hermosa memoria de la pensión de Zaraza, en el Estado Guárico, lugar de origen de la familia materna del narrador:

Porque la pensión, en medio del polvorín que podía ser Zaraza, lo era todo: refugio, guarida, factoría, comedor, dormitorio, recreo, espacio para compartir con los amigos. En el traspatio, recordaba Madre, había vacas que se ordeñaban, gallinas que ponían huevos. Un manantial de manjares, de pequeños bocados, brotaba desde el fondo y alimentaba diariamente al ejército regular que hacía vida entre los dormitorios y las terrazas (…) Los olores trepaban los fogones, se enredaban en las varas espigadas del bambusal y morían flotando en las casas y calles vecinas hasta aguar los paladares (p.18).

Sirve, también, el aspecto de Raquel Flores, la proverbial madre del narrador:

Madre fue la más hermosa, la más radiante (lo dicen sus retratos de juventud, que pintan una aureola alrededor de su rostro), la más lozana. (p.23).

O de la tía Carmelita, mujer sedienta de luz, que rara vez se cambiaba la piyama blanca, y cuya belleza nívea era capaz de convertirse en “un aroma que se metía por todos los pasillos de la pensión” (p.34). El hermano Guillermo, a su vez, tenía ojos con “el fulgor del caramelo” (p.48). El tío Armando, por su parte, era visitado en su taller durante noches de luna llena, en las que lo veían dormir en su bata blanca. Y a Violeta, la recuerdan con un vestido violeta, haraganeando “en las tardes porque el sol se quiebra” (p.54).

El encuentro entre la madre y el padre del narrador contiene un componente luminoso similar. Vemos a un hombre pasmado por el amor, cuando “con todo el sol del camino a sus espaldas”, abre la puerta de la pensión llanera y ve una piel lozana, mejillas rosadas, un cabello recogido en un solo moño, y a un ángel llamado Raquel (p.60). Hasta el posible alcoholismo del padre toma un matiz blancuzco, porque cuando bebía “su verbo se hacia más nítido, sus opiniones más claras” (p.63).

Hay momentos de la narración en donde el contento sabe a tristeza. Una tristeza apacible donde el recuerdo sostiene a la vida. Ciertas páginas sobre la casa de San Bernardino, en una Caracas donde la ruralidad aún existía,  lo demuestran: 

En las tardes (siempre en las tardes), el sol se hundía por el noreste, en medio de las montañas (…) El cielo teñido, el sol derramado, los pastizales de la montaña fosforescentes. ¿Cómo describirlo? Era la imagen del dolor, del desarraigo, de la expulsión. (p.79).

En esa página contamos seis menciones vinculadas a la luz o el color. Entre ellas, sol, cielo, fosforescente, tornasolado y esplendor.

Inclusive, el ocaso parece estar más cerca del amanecer que del anochecer. Cuando las tinieblas parecen ceñir el destino de la familias involucradas, cuando la fatalidad parece inminente, el narrador da un giro que retoma la esperanza o el recuerdo grato. El descenso de la casa de San Bernardino, por ejemplo, viene con imágenes esplendorosas, que alternan con momentos de desgracia. 

[La casa] fue todo a la vez: celebración y ruina, esplendor y caída (…) Tabaco verde y tornasol (…) dejaba crecer una flor lila, de varios túmulos, que coronaban en tallo agreste con desordenada gracia (…) Las hojas viraban del mostaza al ocre, arcoíris diminuto (…) El humo de esas tardes, biselado por la luz moribunda, se concentraba en la terraza contra los rostros vetustos (p.87).

Lo mismo sucede cuando el narrador vuelve a Caracas después de un viaje de estudios. Sus padres lo devuelven por falta de dinero, y él, aunque pesaroso, encuentra una ciudad deslumbrante:

Recuerdo tan solo el esplendor de la llegada. Las calles eran otras, el verdor también (…) Me parecía llegar a otra ciudad, una ciudad que había decidido crecer y cambiar, armonizando calles con árboles centenarios, niños con plazas, aceras anchas con jardineras llenas de flores (p.91).

O cuando revive las mañanas bulliciosas en la casa de San Bernardino:

Tres o cuatro turpiales eran el alborozo de las mañanas (…) Ese aleteo amarillo y negro en las jaulas, ese regocijo vibrátil que saltaba de barras en barra (…) y la imagen era otra —digamos que algo de belleza anidaba en el plumaje (…) Mañanas de bullicio y tardes de limpieza, mañanas en las que los turpiales eran soles inquietos (p.93).

Y luego, cuando rememora la casa en Macuto, que era un “punto de luz en medio del Mar Caribe”, en donde Raquel hundía sus pies en la arena en “un trajebaño de flores encarnadas”. Esta imagen hace que el narrador pregunte: “¿quién retiene el sol dilatado del crepúsculo?” (p.94). 

A partir de entonces comienza un declive. Las luciérnagas no se apagan, pero bajan su intensidad ante los percances de la familia. La temática no se vuelve oscura, sino gris, como si una neblina impidiera los rayos del sol.  La probidad del narrador no cambia, la luz y la ternura siguen allí, entre líneas, en y sobre las palabras. De ellas se sostiene la estructura de sentimiento de Williams, opuesta a la de Gomes. Sin embargo, al final de la novela, cuando nace María Victoria, encontramos un claro, en el que la nostalgia vuelve a alumbrar al lector. 

Su presencia fue primorosa, un nuevo aliento, el sol blanco que concentraba todas las miradas. Su habitación espaciosa, de blancas y altas paredes (…) Su cuarto era un oasis (…) Ella incorporaba un néctar desconocido de esas flores desvaídas de Zaraza.

Tal vez eso es lo que ha hecho Antonio López Ortega con esta novela: mostrar un poco de luz en la noche venezolana. 

©Trópico Absoluto

Bibliografía

De Freitas, Ivonne (2016). “En cuerpo literario de la violencia en Venezuela”. Letras, N° 94; pp. 16-45. 

Didi-Huberman, G. (2012). Supervivencia de las luciérnagas. Abada Editores.

Gomes, Miguel (2010). «Modernidad y abyección en la nueva narrativa venezolana». Revista iberoamericana, LXXVI (232-233); pp. 821-836. 

Monroy Argenis e Ivonne De Freitas (2020). “‘Sálvese quien pueda’”: violencia social y política en la nueva literatura venezolana. Badebec, N° 18; pp. 42-69. https://es.scribd.com/document/544630785/Argenis-Monroy-Salvese-quien-pueda-Violencia-social-y-politica-en-la-nueva-literatura-venezolana

Lecuna, Vicente (2012). “Literatura y paranoia en Venezuela”. Voz y Escritura. Revista de Estudios Literarios, No 20; pp. 151-161.

López Ortega, A. (2021). “Preámbulo”. Monroy Editor.

Sandoval, Carlos (2016). “Tópicos de la narrativa venezolana reciente”. Presente y Pasado. Revista de Historia, Año 21, No 41; pp.11-21. 

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