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Ojiva o de la agónica cotidianidad de la supervivencia

Arnaldo Valero, (Caracas, 1967) reseña Ojiva (2022), de Néstor Mendoza, publicado en Bogotá por El taller blanco. Según el autor, Mendoza “ha demostrado una excepcional capacidad lírica para sostener la mirada ante una época donde millones de hombres y mujeres han sido despojados de su vínculo con lo que constituye lo humano, y eso lo convierte en el ávido cartógrafo de una tierra donde la existencia ha sido forzada a ser padecida como supervivencia”.

Caminantes venezolanos se calientan al sol antes de continuar su ruta a Pamplona, Colombia. Foto: ©ACNUR / Hélène Caux

Millones de venezolanos se han visto forzados a abandonar el país, a recorrer el continente a pie durante días, semanas y meses, durmiendo a la intemperie, para iniciar una nueva vida en Colombia, Perú, Ecuador, Chile o Argentina. También se han aventurado por el estrecho del Darién, para recorrer Centroamérica hasta llegar a la frontera sur de los Estados Unidos con la esperanza de recuperar parte de lo que han sido despojados en su país natal. Son más de siete millones. Su condición es la de migrantes y refugiados.  

Esa estampida humana empezó en 2017, cuando las legítimas demandas de cambio mediante vías constitucionales, pacíficas y electorales fueron respondidas por el régimen vigente con una política represiva que ya Daniel Ortega desearía emular para no quedar como el sátrapa más despreciable y sanguinario de la región. El anhelado cambio no se dio. La crisis económica y social que había empezado a manifestarse en 2014 se agudizó, hasta reducir a la pobreza extrema al 68% de los venezolanos y condenar a la desnutrición aguda a millones de niños. Quienes seguimos en Venezuela hemos constatado cuánta razón asistía a Hannah Arendt cuando señaló que no es necesario que la tierra se abra o que el cielo se caiga para que el Infierno y el Purgatorio se hagan realidad, que las sombras de su duración perpetua pueden ser logradas por hombres comunes y corrientes mediante métodos modernos de política y destrucción. Obviamente, ese horror, esa sobrevida en una tierra atenazada por el mal, supone un desafío creativo para los artistas y escritores que han llegado a sufrirlo en carne propia… 

Ojiva obedecería a la manera como Néstor Mendoza (Maracay, 1985) ha asumido ese desafío a nivel lírico.

La época encarada por el poeta supone la agónica cotidianidad de la supervivencia, un tiempo de cuerpos “quietos y en fila india,/ en filas numeradas, con brazos marcados” a la espera de alimentos, una experiencia para la que ha sido utilizada la expresión “crisis humanitaria”:

Aún no
llega la onda expansiva. Los cuerpos
aún no reciben el choque previo a la
desaparición. La ojiva aún no silba
su canto de muerte a los oídos vivos.
Hay un sonido seco, vibrante,
reservado a los últimos sobrevivientes. (XXI)

Ojiva circunda una tierra arrasada por el poder sin principios, donde prevalece el dolor, la impotencia, la humillación, la degradación más extrema. Millones han logrado escapar. Algunos tuvieron la posibilidad de despedirse, de compartir una última cena. Otros apenas pudieron llevarse algunas cosas consigo. También hubo quien huyó del silbido ensordecedor del hambre y la desesperación saltando desde algún balcón o liberando el flujo de su sangre, porque “El hambre no era ganas de comer/sino la tristeza de estar solo y hambriento”.

A quien ya no está dispuesto a sobrevivir al despojo de ese precepto afirmativo de la existencia que es la ilusión del mañana, el sujeto lírico ha tenido la delicadeza de dirigirse en siguientes términos: 

No quisiera que cayeras desde arriba, solo,
sin nuestras manos sujetas a las tuyas
para persuadirte de que tu caída irreparable
no debe ser como la de la ojiva; no caigas,
amigo mío, no caigas, que la vida también
puede vivirse luego de este daño heredado. 
(XVII)

Ojiva. Néstor Mendoza. Bogotá: El taller blanco. 2022.

Dado que sus versos revelan la agonía de una población deportada a una región donde la dignidad ha perdido sentido, donde la vida es entendida como degradación, como sobrevida o existencia inercial, sin esperanzas, el universo cartografiado en Ojiva es semejante a la tierra vislumbrada por el Angelus Novus de Paul Klee. Además, en virtud de dar cuenta de la agónica experiencia que supone vivir en un territorio secuestrado y arrasado por una élite voraz e inescrupulosa, que ha demostrado su contumacia necropolítica distribuyendo bolsas de comida aptas para la asfixia de todos, con Ojiva el poeta emerge como testigo y sobreviviente, como alguien que ha experimentado en su fuero interno la gravedad de la catástrofe; en consecuencia, la poesía es consumada como el testimonio de un lugar donde la situación extrema ha pasado a ser la regla, de una ciudadanía deportada a una región donde la dignidad y el respeto de sí se han hecho inservibles y donde escasamente persiste el sentimiento de pertenencia a la especie humana. En definitiva, Ojiva confirma cuánta razón asiste a Giorgio Agamben cuando señala que la aportación decisiva del biopoder en nuestro tiempo no es ya “hacer morir” ni “hacer vivir”, sino “hacer sobrevivir”, producir en un cuerpo humano la separación absoluta del no-hombre y del hombre, del viviente y del hablante, de la zoé y el biós. 

Néstor Mendoza —quien ahora es uno de los millones de venezolanos que se ha visto forzado a optar por el exilio para sobrevivir a la extrema adversidad que impera en Venezuela— obtuvo el IV Premio Nacional de Literatura Universitaria con Andamios (2012) y en 2020 exhibió gran agudeza lírica con Dípticos, en virtud de la manera como llegó a revisitar la eternidad del imaginario clásico grecolatino. Esos poemarios bastarían para acreditarlo como una de las voces claves de la poesía venezolana contemporánea. No obstante, con Ojiva ha demostrado una excepcional capacidad lírica para sostener la mirada ante una época donde millones de hombres y mujeres han sido despojados de su vínculo con lo que constituye lo humano, y eso lo convierte en el ávido cartógrafo de una tierra donde la existencia ha sido forzada a ser padecida como supervivencia.

©Trópico Absoluto 

Arnaldo E. Valero (Caracas, 1967), catedrático adscrito al Instituto de Investigaciones Literarias “Gonzalo Picón Febres” de la Universidad de Los Andes. Licenciado en Letras, Master en Literatura Iberoamericana especializado en cultura y literatura del Caribe.  Ha sido el editor de Voz y escritura. Revista de Estudios Literarios (2008-2016). Es autor de Nación y transculturación (Mérida: APULA, 2002), Mínima historia (Mérida: APULA 2008), Entre zombis y caníbales. Ensayos sobre literatura del Caribe (Caracas: FUNDARTE, 2015) y Canciones de fuego negro. Del reggae a la poesía dub (Caracas: CELARG, 2015).

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