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Micropolítica en un barrio de Caracas: Estrategias de sobrevivencia de las madres en un contexto de violencia armada 

En las dos últimas décadas, Venezuela ha tenido una de las tasas de homicidio más altas de América. La mayoría de las víctimas son hombres jóvenes que han recibido disparos. Basado en una investigación etnográfica en barrios pobres caraqueños, este artículo –que se publica por vez primera en español– se enfoca en el repertorio de respuestas a la violencia puestas en práctica por las madres de esos jóvenes. ¿Cómo responden las madres a los desafíos extremos de cuidar y procurar la sobrevivencia de sus familias? ¿De qué maneras participan tanto para contener la violencia como para reproducirla? Verónica Zubillaga, Manuel Llorens y John Souto describen aquí las prácticas de salvaguarda utilizadas por las mujeres interpretándolas como estrategias políticas de sobrevivencia.

Caracas, la ciudad que habitamos, fue señalada en 2016 como la «ciudad más violenta del mundo».(1) Durante al menos tres décadas la gente ha vivido con un miedo intenso, experimentándose constantemente como víctimas potenciales (Rotker 2000). Algunas de las particularidades de esta violencia han sido, por un lado, el importante incremento de los crímenes violentos, especialmente de los homicidios, en las primeras dos décadas del siglo XXI; y por otro, el hecho de que estas muertes, resultado de los enfrentamientos armados entre hombres jóvenes, o entre éstos y la policía, tienen lugar sobre todo en los barrios y sectores populares de la ciudad.(2) 

En este complejo panorama, nos enteramos de un caso extraordinario en el que las madres de las víctimas negociaron un pacto de cese al fuego. Esta negociación tuvo lugar en la comunidad de Carache, un barrio cercano al Palacio Presidencial de Miraflores, en el centro de Caracas, tras el asesinato de un joven por otro de una zona rival del mismo barrio.(3) Las madres de los jóvenes de sectores históricamente antagónicos, decididas a evitar nuevas muertes de sus hijos, acordaron un inédito alto al fuego. El pacto dio lugar a la creación de lo que denominaron “comisiones de paz”, formadas por las mujeres de cada sector para mediar entre los hombres armados y evitar nuevos enfrentamientos. Al conocer este caso, nos propusimos sistematizar la experiencia en una investigación que recogió la larga historia de colaboración entre vecinos, organizaciones sociales y universidades en la comunidad (véase: Zubillaga et al. 2015). 

Muy brevemente, digamos que en Venezuela la mayoría de los asesinatos tienen lugar en ciudades donde existe mayor desigualdad social y en las que los hombres jóvenes de las zonas populares experimentan una exclusión persistente (Zaluar 1997; Zubillaga 2007). Esta violencia letal está caracterizada por la excesiva disponibilidad y uso de armas. La violencia también se define por su expansión generalizada, ya que no es un conflicto central en áreas específicas, sino que se expresa en un conjunto de micro-regímenes de conflictos armados en barrios de la ciudad (Moser y McIlwaine 2004; Rodgers 2007, Arias, 2017). 

Durante la década de 1990, al igual que en algunos otros países de América Latina (por ejemplo, Brasil, Ecuador), la tasa de homicidios en Venezuela aumentó de trece homicidios por cada cien mil habitantes en 1989, a veinticinco homicidios por cada cien mil habitantes en 1999. Una década y media después, en 2016, Venezuela tenía la tasa de homicidios más alta de América después de El Salvador. Nuestro país registró una tasa de setenta homicidios por cada cien mil habitantes y quienes mueren, son en su mayoría hombres (90 por ciento) quienes reciben disparos: en un 87 por ciento de los homicidios se utilizó un arma de fuego (Ministerio Público 2016). 

Este incremento sustancial se relaciona con una multiplicidad de factores y procesos ocurridos en el marco de lo que se ha dado a conocer como la Revolución Bolivariana.(4) Entre estos procesos podemos identificar la aguda polarización política que ha producido una significativa desinstitucionalización y fragmentación del Estado, que se ha expresado en el deterioro de esferas básicas de la vida social, como el sistema de administración de justicia, la policía (involucrada directamente en asesinatos y crimen organizado) y el colapso de las cárceles. Estas tendencias se correlacionan con el fortalecimiento de las redes criminales y, simultáneamente, con el hecho de que existe una intensa competencia entre ellas por el control de territorios y economías ilícitas (ver Antillano, Zubillaga y Ávila 2016). 

En este contexto, el Estado se ha convertido en un actor principal de la violencia, al difundir un discurso de guerra y promover el asesinato sistemático de hombres pobres. Así, desde nuestra perspectiva, esta violencia excesiva se asocia por defecto a las acciones de un actor privilegiado como es el Estado. Por un lado, el Estado ha sido incapaz de garantizar la seguridad pública y aplicar la justicia, lo que los ciudadanos experimentan como una radical orfandad. Por otro lado, diferentes agencias del Estado han incurrido en el uso excesivo de la fuerza (por ejemplo, la policía, el poder judicial, las prisiones), convirtiéndose así en la fuente de abusos, ya que a menudo están directamente involucradas en asesinatos y crimen organizado (Jelin 1996; Zaluar 1997; Briceño-León y Zubillaga 2002; Wacquant 2007; Arias 2006; Auyero y Burbano de Lara 2012). 

Basado en una investigación etnográfica desarrollada en Carache, este artículo hace hincapié en una perspectiva de género, y se centra en la experiencia de las mujeres, en particular de las madres. En un país en el que los hombres están muriendo de la manera que hemos descrito, nos preguntamos: ¿cómo están respondiendo las madres para hacer frente a los desafíos extremos de salvaguardar la sobrevivencia de sus familias? ¿De qué manera participan las mujeres, en concreto las madres, en la contención pero también en la difusión de la violencia? 

Nuestra investigación encontró que las mujeres, particularmente en su rol social de madres, son agentes fundamentales en las dinámicas locales que rigen la vida del barrio, la cual está fuertemente entrelazada con la lógica de la violencia armada. En consecuencia, consideramos pertinente un enfoque de género que examine las especificidades del papel de las mujeres en estas dinámicas, tal como lo proponen autores que abogan por estudiar las similitudes y diferencias entre las perspectivas masculinas y femeninas en contextos de guerra y de paz (McKay y Mazurana 2001). Siendo madres, madrinas o tías de jóvenes armados, participan de muy diversas maneras –sutil o explícitamente– en la prevención, pero también en la exacerbación de la violencia. Debemos prestar atención a la compleja participación de estas figuras clave para comprender la dinámica social de un barrio y desenterrar sus posibilidades como fuentes de prevención de la violencia. 

Nuestros hallazgos diversifican una literatura sociológica sobre las dinámicas locales de la violencia que se centra predominantemente en los actores masculinos. Nuestro objetivo es contribuir a la comprensión emergente de la violencia urbana y armada –sus patrones y formas de reproducción– que toma en cuenta la perspectiva de las mujeres de sectores populares y sus prácticas culturales (Gay 2005; Wilding 2010; Swidler 1995; Lamont, Small y Harding 2010; Auyero y Kilanski 2015). 

La complejidad de las experiencias de las mujeres en sectores populares de la ciudad –su relación con el ejercicio de la violencia en un contexto de violencia crónica y abandono– recién se ha hecho visible en investigaciones recientes (Wilding 2012). Específicamente, el trabajo de Auyero y Kilanski (2015) revela cómo la enseñanza de la violencia como estrategia de defensa, así como las propias prácticas de las madres marcadas por la crueldad hacia sus niños y jóvenes hijos, configuran la ética del cuidado de mujeres carentes de redes solidarias y desesperadas por proteger a sus seres queridos de la vorágine de la violencia. Este artículo aspira a contribuir en esta dirección, centrándose en la posición y las estrategias de las mujeres en su posición de madres en sus entornos comunitarios. 

Contexto y métodos 

Nuestra investigación etnográfica tuvo lugar entre noviembre de 2009 y mayo de 2014. Fuimos a Carache semanalmente entre 2010 y 2012. Carache es un barrio atípico en el tejido urbano de Caracas. Aunque se compone, como otros barrios, principalmente de viviendas precarias de bajos ingresos conocidas como “ranchos”, su ubicación geográfica, cerca del centro de la ciudad, ha dado lugar a conexiones con centros de salud, institutos educativos, iglesias, mercados y transporte, entre otros servicios. 

Históricamente, Carache se ha caracterizado por su activismo comunitario, junto con la presencia de universidades y organizaciones sociales y religiosas que han transformado la infraestructura del barrio. Esta transformación espacial incluyó el reemplazo de algunas viviendas precarias por construcciones más sólidas; el fortalecimiento de la integración del barrio con la ciudad y el sostenimiento de programas de educación permanente para niños. Se crearon centros comunitarios como sede de programas de desarrollo comunitario y estos espacios también servirán posteriormente como escenario para el diálogo y la negociación para el pacto de cese al fuego. Tuvimos muchos encuentros con mujeres en estos centros comunitarios. Aunque los residentes del barrio ya no mantienen las formas de activismo que definieron el pasado de la comunidad, siguen compartiendo la memoria de lo que han conseguido juntos. Hoy en día, Carache sigue creciendo del mismo modo que otros barrios: los vecinos continúan construyendo sus casas por sí mismos, en un contexto de abandono estatal y de urgencia de acceso a viviendas. 

Durante nuestra investigación, grabamos más de una docena de sesiones de entrevistas en grupo con las trece mujeres que participaron en la negociación del pacto de alto al fuego. La mayoría de estas mujeres son también madres de jóvenes que portan armas; viven en Carache, y algunas de ellas trabajan fuera del barrio. Pensamos que era importante incluirlas a todas en la investigación. También hicimos entrevistas individuales en profundidad con cada mujer, así como con cuatro jóvenes que participaron en el pacto (dos de estos hombres eran hijos de las mujeres). Reunimos además entrevistas con residentes de la comunidad, y mantuvimos conversaciones diarias con una líder comunitaria que llamaremos aquí Darielis. Ella fue una de las principales mediadoras en el pacto de alto el fuego. Darielis dirigía una organización educativa que trabaja con los niños del barrio; ella fue nuestro primer contacto con la comunidad, por lo que discutimos nuestra propuesta de investigación con ella antes de entrevistar a las mujeres. Fue nuestra primera intermediaria, y con el tiempo, se convirtió en nuestra coordinadora del trabajo de campo. Darielis nos ha acompañado a lo largo de esta trayectoria de investigación y ha validado nuestras percepciones e interpretaciones. Todos las entrevistas grupales e individuales se grabaron, transcribieron y codificaron siguiendo los principios fundamentales del método de la teoría fundamentada de análisis de datos cualitativos (Charmaz 2006). 

Y precisamente, después de nuestra fascinación inicial por el proceso de acuerdos para el cese al fuego, a medida que avanzábamos en nuestra investigación empezamos a darnos cuenta de la complejidad de las experiencias de las mujeres y de los distintos papeles que desempeñaban en el padecimiento, contención y también reproducción de la violencia (ver Zubillaga, Llorens y Souto 2015). En este texto nos centramos en el repertorio de respuestas de las mujeres, madres de jóvenes armados, a la violencia armada en su comunidad. En el contexto de los barrios urbanos de Caracas, describimos las prácticas de salvaguarda de las mujeres, que consideramos “estrategias políticas de sobrevivencia” en respuesta a la proliferación de armas, el abandono estatal y los abusos perpetrados por agentes policiales en su barrio. A partir del análisis sistemático y la categorización emergente de las narrativas de las mujeres, identificamos cuatro estrategias que contribuyen de manera diferenciada a la contención y reproducción de la violencia: someterse y refugiarse, colaborar, resistir y negociar, y forjar pactos. 

Estrategias de sobrevivencia en contextos de violencia armada: El giro micropolítico

Ante el desamparo y conflictividad armada recurrente que hemos descrito, advertimos cómo el tiempo de las mujeres era consumido por prácticas marcadas por la urgencia de preservar sus vidas y la integridad física de sus seres queridos. Sus rutinas estaban marcadas por estas prácticas; es por ello que la noción “estrategias de sobrevivencia” (Adler de Lomnitz 1975; Cariola 1989; Hintze 2004), entendida como el curso de acciones colectivas, coordinadas y desplegadas en el tiempo, en respuesta a condiciones que amenazan la vida misma, parecía esencial para dar sentido y contextualizar sus experiencias, particularmente desde una perspectiva de género y cultural (Lamont, Small y Harding 2010; Wilding 2010). 

Las estrategias narradas por estas mujeres pueden entenderse como parte de las estrategias de sobrevivencia desplegadas por grupos de población para enfrentar el abandono y la vulnerabilidad, tal como han sido teorizadas en América Latina en el trabajo de Larissa Adler de Lomnitz (Adler de Lomnitz 1975; Cariola 1989, González de la Rocha 1999). Sin embargo, la particularidad aquí, es que la vulnerabilidad surge de la amenaza directa a la vida experimentada ante a la violencia armada que ha surgido en la región, como resultado del fácil acceso a las armas, la economía ilegal de las drogas y la desconfianza generalizada en la policía (McIlwaine y Moser 2007; Briceño-León 2010). 

Tradicionalmente, un concepto como el de estrategias de sobrevivencia ha enfatizado la dimensión económica de la reproducción de la vida cotidiana de los sectores populares urbanos, definida como el conjunto de prácticas implementadas por la gente para obtener los ingresos y recursos adicionales necesarios para asegurar la reproducción biológica y material de la vida cotidiana en ausencia de fuentes institucionales de solidaridad (Adler de Lomnitz 1975; Cariola 1989). 

Sin duda, una dimensión política está implícita en las estrategias de sobrevivencia: el concepto pone en evidencia el déficit del Estado en la satisfacción de los derechos sociales involucrados en la noción de ciudadanía, para vastos sectores de la población en América Latina (Adler de Lomnitz 1975; Jelin 1996; Caldeira 1996; Braun y McCarthy 2005). Sin embargo, en este nuevo contexto de repliegue del Estado en la pacificación de la vida social (Elias [1939] 1999; Wacquant 2007; Auyero y Burbano de Lara 2012) y en relación con la letalidad de esta violencia, el concepto adquiere una dimensión política inminente que es necesario destacar. Esto es así si entendemos la política en su sentido más primigenio, como condición de la vida social, como la posibilidad de vivir entre humanos, de estar juntos siendo diferentes (Arendt 1997). 

Al enfatizar este giro político y subrayar la necesidad de hablar de estrategias políticas de sobrevivencia, queremos destacar nuevamente que, en medio del desamparo en América Latina y específicamente en Caracas, los habitantes de los sectores populares se ven obligados a privatizar las respuestas frente al derecho individual, civil y humano más básico: el derecho a la vida (Caldeira 1996; Jelin 1996). 

Adicionalmente, la noción de “micropolítica” de Ruth Lister (2005) nos ayuda a clarificar las experiencias de las mujeres. Lister, con el objetivo de establecer una teoría feminista de la ciudadanía, habla de micropolítica para describir la acción política a pequeña escala de las mujeres a nivel local en sus comunidades; refiere la política informal que se forja al margen de las estructuras formales de los partidos políticos, pero que, no obstante, podría estar implicada con estas estructuras (Lister 2005). En lo que respecta a las prácticas de estas mujeres, de hecho es en el marco del ejercicio de esta micropolítica en el barrio, que ahora se asume un atributo básico del Estado –la pacificación de las relaciones sociales y la preservación de la vida–. Estas mujeres deben «exprimir» al extremo sus recursos sociales y psicológicos para garantizar el cuidado y la preservación de sus familias en su espacio de residencia y de vida. 

La investigación muestra que las nuevas estrategias de afrontamiento y las respuestas de autoayuda de los residentes latinoamericanos para gestionar la exposición a la violencia armada incluyen la asimilación de un vocabulario militar y el esbozo de prácticas similares a las desarrolladas en zonas de guerra. Ana Villarreal (2015) escribe sobre la “logística del miedo” para describir las prácticas de reorganización de todas las actividades de la vida cotidiana de las personas de las clases altas y los pobres urbanos para hacer frente al miedo contra la violencia exacerbada y la delincuencia en México. En sus palabras, «el término logística, un término militar en sus orígenes, es particularmente adecuado para abarcar las nuevas estrategias documentadas aquí, dado que se trata de estrategias militares reducidas y extendidas a la vida civil, por ejemplo, blindar espacios y vehículos, camuflar la riqueza y las profesiones, hacer caravanas y reagruparse» (Villarreal 2015, 136). 

Así, en respuesta a los nuevos retos planteados por la amenaza asociada al uso generalizado de las armas y al abandono estatal, estas estrategias de sobrevivencia, predominantemente femeninas, operan para proteger y preservar la vida familiar frente a la conflictividad armada. Se trata, por tanto, de otro ámbito de prácticas informales a las que los pobres urbanos se ven obligados a recurrir en el ámbito de la seguridad ciudadana (Moser y McIlwaine 2004). Las prácticas son otra capa en la acumulación de desventajas sociales de los sectores populares, que se expanden desde la esfera social y económica tradicional (destacada en la teoría original) (González de la Rocha 2004; Adler de Lomnitz 1975) hasta la esfera política más básica de que abarca la preservación de la vida, que se extiende hasta lo más íntimo de la vida subjetiva y las emociones. 

Micropolítica en contextos armados: Estrategias de sobrevivencia política de las mujeres en un barrio de Caracas


Debemos entender las estrategias políticas de sobrevivencia desarrolladas por estas mujeres desde dos perspectivas: la estructural y la situacional. Desde una perspectiva estructural, pueden entenderse como parte de las estrategias de sobrevivencia desplegadas por los sectores populares urbanos frente al desamparo y la vulnerabilidad (Adler de Lomnitz 1975; Cariola 1989) en este caso concreto, asociadas con la preservación de la vida. Desde una perspectiva situacional, podemos comprender las estrategias de estas mujeres como prácticas resultantes de una creatividad de urgencia frente a los riesgos inminentes de muerte por la ocurrencia de enfrentamientos armados en la vida cotidiana en su vecindario. En este plano, refiere a la trama de acciones cotidianas en las que se ponen en juego significados, recursos discursivos, esfuerzos dramáticos y teatrales, y una serie de herramientas culturales a disposición de estas mujeres (Goffman 1975; Swidler 1995) para contener y controlar a los hombres jóvenes en sus enfrentamientos armados.

Nos basamos entonces en una perspectiva que entiende las prácticas culturales como respuestas a las condiciones materiales de adversidad en las que viven amplios sectores de la población, abordando específicamente la intersección de la violencia estructural e interpersonal con las subjetividades sociales (Bourdieu 1977; Bourgois 1995; Moser y McIlwaine 2004; Lamont, Small y Harding 2010; Wilding 2010; Auyero y Kilanski 2015). Las estrategias políticas de sobrevivencia constituyen otra expresión de un habitus de urgencia desarrollado por los pobres urbanos ante el desamparo (Bourdieu 1977).

En los relatos de las mujeres podemos identificar cuatro estrategias que contribuyen de forma diferente a la contención y reproducción de la violencia. Están relacionadas con la compleja micropolítica en la que se hallan inmersas estas mujeres con los hombres jóvenes (sus madres o tías, por ejemplo), las redes sociales de las que disponen y las herramientas culturales a su alcance.

Podemos aprehender estrategias que van desde prácticas de resguardo y sumisión, propias de escenarios de conflicto armado, como el refugio y el desplazamiento de los niños a viviendas de familiares en otros vecindarios o en el interior del país, en previsión de enfrentamientos armados y en la vida cotidiana, la convivencia resignada (sometimiento y refugio). Frente al contexto amenazante en el que se vive, podemos identificar prácticas en las que la colaboración con la violencia y la amenaza de su uso, como en un orden hobbesiano, es el principal recurso de preservación en una situación que se percibe como una lucha de todos contra todos. En este sentido, tenemos la participación directa de las mujeres y el apoyo a sus jóvenes durante los enfrentamientos armados. Algunas madres recurren y utilizan la capacidad de violencia de sus hijos como amenaza (colaboración). Asimismo, en la vida cotidiana del barrio, podemos entender el recurso al chisme y el desempeño de una conducta maternal en las mujeres como microactos de resistencia (Scott 1985), que operan junto a prácticas más abiertas y confrontativas, como la amenaza de denuncia formal ante la policía, en su enorme esfuerzo por salvaguardar la preservación y sobrevivencia de sus hijos (resistencia). No obstante, estas mujeres también fueron capaces de lograr un cese al fuego, en el que el reconocimiento mutuo del sufrimiento y el duelo es la base de un acuerdo que restableció el uso de la palabra y encarna el difícil trabajo de la micropolítica local para devolver la posibilidad de vivir juntos (negociar y forjar un acuerdo de cese al fuego). 

En síntesis, estas estrategias también demuestran las distintas expresiones de agencia que desarrollan las mujeres (Emirbayer y Mische 1998) en relación con distintas formas de acción micropolítica colectiva. Estas estrategias responden a cambios temporales en el orden local e incluyen desde la sumisión y el refugio; pasando por el uso de la violencia como recurso, especialmente en situaciones de confrontación directa; la amenaza con recurrir a las fuerzas policiales (al Estado) para limitar la acción de los jóvenes armados; y el esfuerzo por forjar una posible restitución de la convivencia política local a través del reconocimiento de la condición de víctimas colectivas. Fue esta última estrategia la que abrió la posibilidad de un acuerdo para el cese al fuego. 

I. Sumisión y refugio 

Refugiarse incluye un conjunto de prácticas que representan una respuesta a una aguda sensación de vulnerabilidad en una situación experimentada como de conflicto armado. Abarca un conjunto de acciones íntimamente ligadas a los ciclos temporales de la violencia armada, como refugiarse en el propio hogar, alejar a los hijos varones en previsión de enfrentamientos armados y soportar una convivencia resignada con jóvenes armados en medio de su indefensión en la vida cotidiana. Refugiarse implica experiencias de sometimiento y renuncia frentealas espirales descendentes de la violencia armada. 

Refugiarse 

Refugiarse en casa implica aislarse de la vida social y comunitaria, lo que expresaron como tener “nuestra casa como cárcel”. María explicó:

“Solíamos estar encerrados en casa, no podías mirar por la ventana porque [había] disparos por todas partes, no estabas seguro ni siquiera en tu casa, oíamos disparos y corríamos a refugiarnos”. 

Las trayectorias vitales cotidianas estaban marcadas por la incertidumbre y, como en los estados de emergencia, había que recabar información antes de desplazarse: ¿Sabes lo que es tener que llamar desde el trabajo para ver cómo están las cosas antes de volver a casa?”. El flujo temporal de la vida cotidiana se ve interrumpido por la necesidad de informarse antes de cada movimiento. La vida está al límite: “Salíamos: ‘¡No, espera! ¡Ve por ahí! ¡No! Ve por el otro lado!”.

Como en tiempos de guerra, las mujeres narran que tuvieron que cubrirse durante los tiroteos, como mencionó María:

“¡Anoche, anoche, anoche!… Todos corrieron, mi hermano y yo apagamos las luces. Las apago siempre que oigo disparos. Tenemos que caminar a oscuras”. 

Dentro de cada casa se hace necesario mantenerse agachado, esconderse bajo las camas y arrastrarse por el suelo. Si la casa está expuesta directamente, hay que contar con los vecinos y su solidaridad para refugiarse en sus viviendas, como dijo Xenia:

“De repente aparecieron todas esas mujeres con colchones. ‘Ponte cómoda en la habitación’, [y] dormíamos amontonadas. Porque mi casa era muy pequeña”. 

Desplazar a los hijos varones 

Una de las estrategias más dolorosas es la de las madres que enviaban lejos a sus propios hijos varones, amenazados de muerte:

“Lo que pasó también fue que la gente de abajo no dejaba salir a sus hijos ni siquiera para ir a la escuela, estaban desesperadas. Por eso decidimos reunirnos, todo el mundo estaba mandando a sus hijos lejos de aquí. Yo mandé al mío a Ciudad Bolívar, siempre lloraba porque tenía mucho miedo”.

Otra mujer explicó: “Yo mandé al mío a Los Teques, porque tenía miedo”. Este fenómeno ha sido reportado en periódicos locales venezolanos y ha sido comparado con el desplazamiento de la guerra (González 2009). 

Para las madres jefes de familia, para quienes la maternidad constituye un elemento esencial de su identidad y para quienes sus hijos jóvenes constituyen un foco central de sus vidas (Moreno 2012), la ausencia temporal de los hijos es devastadora. Estos desplazamientos constituyen una vivencia de pérdida e injusticia. Sus hijos varones son a menudo la presencia masculina central en sus hogares y proporcionan a estas madres un apoyo clave en la vida diaria (ayuda con otros niños, favores, ayuda económica). Esta ausencia contribuye aún más a la vulnerabilidad que conlleva dolor en sus vidas. 

La convivencia resignada

La indefensión debida a la falta de protección institucional, junto con una experiencia crónica de injusticia, han conducido a una coexistencia resignada con los jóvenes armados. Esta convivencia se expresa en la tolerancia forzada de las actividades violentas de los jóvenes, pero también en el establecimiento de ciertos límites impuestos por las mujeres. Estos límites los denominan como “respeto”. 

Xenia, por ejemplo, explicó las sutiles normas y acuerdos que regulan el consumo y la venta de drogas en la zona:

“Respetamos sus vidas, porque cada uno tiene la suya, pero tienen que respetar la nuestra, porque vivimos aquí y no está bien que vengas a vender droga delante de nosotros y de los niños, eso es ir demasiado lejos”.

Cuando le preguntamos que por qué sus hijos no transgredían los acuerdos logrados, respondió:

“Creo que es la presión. Sabes que no es fácil estar vendiendo y tener que estar pendiente que alguien va a venir a dispararte. No es fácil tener que lidiar con los tiros cada cinco minutos, porque los tiros llaman a la policía… También creo que es la seguridad que tienen, porque es seguridad para nosotros y para ellos también, lo que les facilita las cosas, ya me entiendes. Creo que por eso aceptan muchas cosas”.

Es el establecimiento de acuerdos difíciles y frágiles, una tolerancia negociada que intenta hacer frente a la impotencia generada por las circunstancias. 

II. Colaboración 

La experiencia de vulnerabilidad es tan desgastante que sirve para legitimar y, en ocasiones, recurrir al uso de la violencia como estrategia defensiva (véanse prácticas similares descritas en países en conflicto armado, como Colombia y Guatemala; McIlwaine y Moser 2007). Por lo tanto, las narrativas de las mujeres incluyen experiencias de apoyo directo durante los enfrentamientos armados, así como el aprovechamiento de ser madres de los jóvenes armados para amenazar con el fin de evitar las agresiones de otros. 

Apoyo durante enfrentamientos armados 

Al igual que los hombres que recurren a la violencia como forma de afrontar la vulnerabilidad, la venganza y la pérdida de un ser querido (Rosaldo 2004), las mujeres también declaran haber participado ayudando a los varones durante enfrentamientos violentos. El sentimiento de indefensión se invierte a través del apoyo durante los enfrentamientos armados, por ejemplo, preparando las municiones y ayudándoles a cubrirse, como podemos observar en esta conversación con María: 

John: ¿Y los jóvenes de aquí también tenían armas para defenderse?

María: Claro, tenían que tenerlas, porque eran muchos [los jóvenes invasores del otro sector] y tenían que protegernos. No es por decir nada malo, pero hubo un tiempo aquí en este sector, que la misma familia, todas nosotras, teníamos que ayudarlos [todas asienten], ¿entienden? porque si no, ellos hubieran venido a matarnos a todos. Compramos municiones y, ¡no me avergüenza decirlo! Si no, nos habrían matado a todos, porque eran demasiados y los muchachos se quedaron protegiéndonos. Les dimos comida. No estoy mintiendo, estoy hablando de las realidades de la vida.

De este modo, grupos tradicionalmente no violentos, como las mujeres, fueron engullidas por estas dinámicas voraces. Las mujeres participan activamente en enfrentamientos violentos en estas circunstancias experimentadas como sin salida y de puro antagonismo. Se trata de una respuesta desesperada a una situación de indefensión. 

El privilegio de ser madre de un joven armado 

Ser la madre de un joven armado, en otras palabras, un malandro respetado en el barrio, implica gozar de un privilegio único de protección asegurado por la amenaza de represalia de su hijo. En una ocasión hablamos con Laura y su hermana Virginia. Estaban muy agitadas por una pelea con una familia del sector vecino: 

Laura: Y después, vinieron con lo mismo, la misma familia jodiéndonos, no es que se metan en problemas en otro sector, ellos traen los problemas para acá, ellos nos quieren joder, como si nosotros no fuéramos los que los defendemos. 

Virginia: Bueno, conmigo ellos no se meten porque mi hijo es,… ya sabes, el mandamás de aquí, el que todo el mundo le para bolas. Porque si se lo digo a mi hijo, les pone un parado de inmediato. Pero tienes razón, ¡quieren joder a todo el mundo! 

La narrativa de Virginia revela la complejidad de ser madre de un malandro: por un lado, puede contenerlo y regularlo, pero, por otro, tiene la prerrogativa derivada de ser madre de un joven violento. Virginia cuenta con el recurso de tener un hijo al que puede utilizar como amenaza para protegerse. En muchas conversaciones describió repetidamente cómo, ante cualquier enfrentamiento, podía utilizar la reputación de su hijo para conseguir lo que deseaba. La petición de la madre puede encender la furia vengativa de un hijo, y esta posición privilegiada generaba tensiones entre las mujeres y los vecinos por la arbitrariedad de este recurso en la micropolítica del barrio. 

III. Resistir 

En su esfuerzo por preservar sus vidas y las de sus seres queridos, las mujeres movilizaban un conjunto de significados y recursos sociales en una lucha asimétrica. La resistencia expresiva de la confrontación materna y la microresistencia del “chisme” son estrategias de género con las que las mujeres manipulan la información sobre la reputación de los hombres jóvenes, para así contener su violencia. Asimismo, desempeñan representaciones dramatúrgicas asociadas a su papel de madres en las raras interacciones en las que se atreven a enfrentarse a los hombres jóvenes. Pero también la amenaza de denuncia formal es una estrategia extrema por la que las mujeres apelan a la imagen del poder coercitivo del Estado a través de la policía. 

La resistencia expresiva de la confrontación de una madre 

Alejandro Moreno (2000) caracterizó la cultura popular venezolana como profundamente matricéntrica. La influencia de la madre sobre el hijo se ejerce a lo largo de toda la vida. En este sentido, como propone Moreno, en la cultura de la familia popular venezolana los hombres pueden ser muchas cosas, pero siempre serán hijos (Moreno 2000). En consecuencia, el respeto que un hijo le debe a su madre está integrado en la dinámica comunitaria cotidiana (Zubillaga, Llorens y Souto 2015). Laura reveló cómo opera esta lógica en un relato sobre su sobrino: 

“Mi sobrino, con la edad que tiene, y con lo malo que se supone que es, todavía mi hermana [la madre del joven] le pega delante de todo el mundo. El otro día estaba con un grupo de amigos y ella ¡bajó y le dio una cachetada en la cara! Y uno de esos malandros, uno de sus amigos le dijo: ¡Y esa vieja bruja te puede pegar! Y mi sobrino respondió: Esa es mi mamá, no te metas con ella, ¡es mi mamá! El respeto que él le tiene, ¿entiendes?, independientemente de lo que él sea, le dijo: esa es mi mamá, y no te metas con ella”. 

Ser madre otorga a las mujeres el guión cultural con la autoridad necesaria para confrontar a los jóvenes armados, llamar su atención y desempeñar el papel de madre con la dramatización que conlleva. La maternidad les ofrece el vocabulario de motivos para inquirir a los jóvenes y, por tanto, representa una extraordinaria caja de herramientas para lograr un alto el fuego. Cuando Jennifer habló de enfrentarse a los jóvenes, dijo: «Como si fueran tus propios hijos… llamarles la atención: ‘Eh, ven aquí, tenemos reglas y normas’«. 

Una de las estrategias dramáticas fundamentales es la forma de hablar, demostrando enérgicamente las propias intenciones. Subrayemos la importancia de la representación y dramatización de las relaciones de poder, traducidas como metáforas de autoridad vertical que establecen jerarquía y superioridad en la escena de la interpelación: 

Celia: Por ejemplo, cuando tienes que tener claro lo que estás diciendo, aunque duela, si es tu familia o no. Por eso hablamos entre nosotros previamente y luego les dejamos hablar. No porque sean familia vamos a ablandar nuestra postura. No, tenemos que hablar más alto para hacerles ver, ¿entiendes? 

John: ¿Qué significa hablar más alto?

Celia: Ya sabes, para mantener nuestro nivel, que no puedes bajar porque es de la familia o intentar decir las cosas con delicadeza. 

La representación de una escena de furia que amenaza con ser devastadora se refleja en la intensidad de las emociones experimentadas. El miedo está siempre presente: “el susto”, “los nervios”, como ellas los llaman, se repiten continuamente y conforman el vocabulario de emociones que colman la narración de los encuentros con los jóvenes. Parte del esfuerzo consiste en ocultar el miedo en estas situaciones. Es un acto dramático, como ha afirmado E. Goffman (1975); en este caso, gestionar el miedo a perder la vida ante esa posibilidad. Darielis dijo:

“Cada vez que personalmente tengo que encontrar una solución a una situación así, aparece el sustico. Uno siempre tiene miedo. Pero, no voy a mostrarlo, no voy a mostrar que estoy nerviosa, pero mi corazón late a millón… Y la confianza que tengo en Dios”. 

La importancia de este acto de habla se hace evidente para las mujeres cuando comprueban que puede conducir a los resultados esperados: en el fragor del enfrentamiento experimentan los efectos de sus maniobras y juegos de poder. Ellas, dicen los jóvenes “se abstienen de volver a hacerlo”. Según Jennifer:

“Creo que si les hablamos con delicadeza, piensan que sólo les estamos advirtiendo y nada más. Pero si hablamos como dice Celia, directamente, saben que tienen que estar alerta. Dirán: ‘Esto no es un juego’, y no vuelven a hacerlo”.

La micro-resistencia del chisme 

Una estrategia de control que se hizo evidente es el efecto de los chismes sobre la reputación de un joven, de allí que hablemos sobre la micro-resistencia del chisme. La eficacia de esta estrategia se basa en las consecuencias reales que conlleva, como ser encarcelado o asesinado por otros jóvenes o por la policía. Detallamos a continuación. 

Una de las mujeres lo explicó bien: “Lo metieron en la cárcel un pocotón de años por ser el azote del barrio y los que son acusados de eso pasan muchos años [en la cárcel]”. 

El micropoder de las mujeres depende de su capacidad para perjudicar la reputación de los jóvenes, a sus espaldas, y de su amenaza de quejarse formalmente a las autoridades. Podemos decir que las mujeres constituyen un órgano no oficial que asigna calificativos degradantes a la reputación de los jóvenes mediante la circulación de chismes. Conscientes de este poder, las mujeres amenazan explícitamente a los hombres con recurrir a este acto degradante para su reputación, y que puede acarrearles consecuencias desastrosas. Una de las vecinas, Virginia, nos describió cómo advertía a uno de los jóvenes: “Yo a veces le digo: ‘ya regresaste, pero no empieces a cagarla otra vez, ¡me oyes! Porque te vamos a echar paja”. (5) 

El chisme aparece insistentemente como una herramienta cultural reguladora de las acciones de los jóvenes varones en el barrio. El chisme constituye una de las estrategias rutinarias de sanción y control utilizadas por quienes se encuentran en posición de debilidad (Scott 1985) frente a la imposición de los hombres armados en el barrio. El chisme puede entenderse como un mecanismo de degradación, como la capacidad de difundir información que define y afecta la identidad social de los jóvenes (Ramírez 1999, 69). Cuando el líder de la banda de distribución de drogas de uno de los sectores del barrio fue abordado por la coordinadora comunitaria para organizar una reunión y discutir colectivamente un posible pacto de cese al fuego, éste respondió: “Usted no tiene que hablar con nosotros, usted tiene que hablar con las viejas chismosas”. 

El chisme constituye un recurso eficaz en comunidades en las que prevalecen las relaciones cara-a-cara, ya que afecta significativamente la reputación de la persona señalada (Péristiany 1966). Su eficacia también está relacionada con las consecuencias que promete: la hostilidad explícita del resto de las mujeres y los vecinos. Una reputación degradada en el barrio conlleva graves consecuencias como el encarcelamiento y la brutalidad policial, al no contar con la solidaridad vecinal. Sin embargo, allí también radica su limitado potencial, ya que el chisme sólo opera entre quienes son conocidos y familiares en ese medio social y, por tanto, vulnerables a la devaluación. Esto torna en invulnerables a los extraños al barrio. 

La amenaza de denuncia formal 

Si los hombres firmaron el acuerdo de cese al fuego, y si el chisme y la devaluación de la propia reputación es una estrategia que, utilizada discretamente, controla a los jóvenes y les hace someterse a las normas de la comunidad, entonces, la amenaza de presentar formalmente una denuncia ante la policía constituye una estrategia extrema que las mujeres utilizan cuando los jóvenes han roto sistemáticamente el sentido de respeto de la comunidad y los acuerdos del pacto. 

En una de las sesiones de entrevistas, las mujeres se mostraron bastante preocupadas por las repetidas acciones que amenazaban de irrespetar el pacto por parte de uno de los jóvenes: 

Virginia: “Mira, yo te voy a decir una cosa: él está pasándose del límite. Si quiere guerra, vamos a darle guerra. ¡Así es cómo va a aprender y se acabó! “

Laura: “Si no puede entender a través de la razón, va a tener que entender por la fuerza.” 

Virginia: “A ver si vuelve a pasar, si pasa, lo denunciamos.” 

Amenazar con llamar a la policía produce extrema ansiedad entre las mujeres porque también son las madres y tías de los jóvenes implicados. En este sentido, las mujeres se enfrentan al dilema de hacer valer su autoridad cultural, tradicional-maternal o recurrir al amago del Estado a través de la policía. Pero la policía es bien conocida por sus excesos e ilegalismos, que incluyen el abuso de la fuerza y la matanza, por lo que pedir su intervención es apelar, no al imperio de la ley, sino a la fuerza disuasoria de la brutalidad policial y la violencia extralegal. Esto provoca fuertes tensiones entre ellas: las mujeres debaten si el uso de la policía es una estrategia de control eficaz o si rompe sus relaciones con estos jóvenes. 

Aunque la amenaza de llamar a la policía parece ser uno de los recursos más poderosos para evitar la ruptura del pacto, la presentación de una denuncia produce confusión y temor de que sus propios hijos o sobrinos puedan ser detenidos y revela una desconfianza radical hacia las instituciones del Estado. Este aspecto también devela las increíbles tensiones que soportan estas mujeres, ya que llevan la carga adicional de supervisar la vida cotidiana y la convivencia en sus barrios mientras están divididas entre su compromiso de establecer límites y su lealtad a los miembros varones de la familia.

IV. Negociar: Forjar un acuerdo de cese al fuego 

A medida que avanzábamos nuestra investigación, cuanto más hablábamos con las mujeres, más nos dábamos cuenta de que compartían historias y sufrimientos similares asociados a la pérdida de sus hijos, hermanos o sobrinos. De hecho, se hallaban en duelo perpetuo por la pérdida repetida de sus seres queridos. Estaban experimentando lo que Judith Butler (2009) presenta como una invitación y un llamado: a reconocernos en nuestras experiencias compartidas en torno a la precariedad de la vida. Sólo tras el reconocimiento mutuo del dolor y el deseo de ponerle fin a la violencia fue posible crear un pacto. Mirta habló de sus sufrimientos compartidos como madres:

“Hemos llorado por todas estas muertes, ellas también han llorado la muerte de nuestros hijos. Hemos compartido el dolor. Cualquiera que haya perdido un hijo sabe lo que es ese dolor, los que no, no, y Dios no quiera que lo sepan nunca. Porque hoy en día está todo al revés, ahora somos las madres enterrando a nuestros hijos y eso no es lo que debería ser. Los hijos deberían ser los que entierran a sus madres. Hemos compartido momentos muy duros y hemos llorado juntas y de repente nos hemos reído recordando cosas de ellos, de su infancia”.

Como ya se ha mencionado, el cese al fuego fue forjado y acordado por los jóvenes y las mujeres de los sectores enemistados tras el asesinato de un joven durante una noche de prolongado e intenso enfrentamiento armado. La madre, cuyo hijo mayor ya había sido asesinado, clamaba por un alto el fuego y por detener el interminable ciclo de venganzas. 

Aquí merece la pena detenerse un momento en este acontecimiento. Esta madre fue quien suplicó que interviniera el centro comunitario. Llamó a las mujeres responsables de cada centro comunitario, y éstas respondieron que entonces las mujeres tenían que participar activamente si el centro iba a intervenir, por lo que decidieron organizar una reunión. La reunión congregó a representantes de ambas partes, todas ellas víctimas de años de violencia armada. Estas mujeres habían acumulado no sólo el dolor de sus pérdidas –hermanos, padres, hijos y sobrinos– sino también el rencor contra los jóvenes del sector enemistado que habían perpetrado esas muertes y los miembros de sus familias. La reunión de las mujeres de ambos sectores resultó ser uno de los encuentros emocionalmente más intensos de sus vidas. Se convirtió en un punto de inflexión crucial en la historia de su comunidad. Permitió a las mujeres encontrarse y ver su propio dolor en la vida de cada una. Cada vez que hablábamos de aquel primer encuentro, las mujeres describían repetidamente lo extraordinariamente conmovedora que había sido aquella noche para ellas:

“Y la verdad es que al final salimos abrazadas, llorando, porque todas teníamos el mismo problema. Los mismos problemas que nosotras vivíamos aquí era lo que ellas vivían allá, como dormir con el colchón encima, encerradas, con miedo a salir, incluso a comprar lo más mínimo que necesitabas, todo igual, así que a fin de cuentas el encuentro fue muy bonito”. 

Esta reunión fue un acontecimiento clave para el alcance del acuerdo de convivencia. Pero también hay que tener en cuenta que Carache cuenta con una larga historia y activo intercambio con organizaciones sociales, sectores de la iglesia, vínculos coyunturales con el gobierno local, universidades y centros educativos, así como una larga historia de compromiso comunitario que ayudó a mejorar las condiciones de vida. La presencia de miembros de la iglesia, organizaciones sociales y vecinos comprometidos facilitó el recurso al diálogo como estrategia. Varias de las mujeres que más tarde participaron activamente en las comisiones de paz habían formado parte del proceso de reedificación de la comunidad, y todas menos tres de ellas habían participado en “grupos cristianos de base” que se reunían para reflexionar sobre la Biblia y los problemas de la comunidad. Dicho esto, antes habían intentado pactos, reclutando directamente a los jóvenes, pero no habían resultado eficaces. Los acuerdos no se respetaban y la violencia no tardaba en resurgir. La diferencia esta vez fue el protagonismo de estas mujeres que trabajaron como mediadoras con sus propios hijos y sobrinos. 

El pacto instauró una serie de reglas básicas acordadas por todos y supervisadas por las mujeres. Se creó una comisión en cada sector que se reunía cada semana, y cada dos semanas con la comisión del sector vecino. Estas comisiones de mujeres intervenían si aparecían amenazas de enfrentamiento. Se convocaba a los jóvenes para discutir los acuerdos y, tras estar de acuerdo, firmaban su consentimiento. De hecho, al hablar con uno de los jóvenes (hijo de una de las mujeres de las comisiones de paz) sobre la eficacia del pacto de alto el fuego, explicó: “La verdad lo hice porque respeto a mi mamá… para que quede claro, ¿entiendes?….. Porque la comisión en sí no es algo en lo que crea… No la apoyo, ¿entiendes?». 

Queremos destacar dos elementos: En primer lugar, el uso de la figura de la maternidad como guión cultural que les otorga un poder legítimo capaz de producir reconocimiento y empatía entre las mujeres y, en segundo lugar, el enfrentamiento conjunto de las mujeres a los hombres, utilizando el diálogo y la humanización del otro, lo que permitió la emergencia de otras alternativas a la violencia. Como se ha mencionado en otro lugar (Codur y King 2015), roles tradicionales como la maternidad que pueden subyugar a las mujeres, así como idealizarlas, pueden también otorgar a las mujeres una herramienta estratégica para resistir a las estructuras patriarcales, como la violencia perpetrada por los hombres en el barrio. Codur y King (2015) han argumentado que las mujeres han sido eficaces en ocasiones para resistir la violencia. Concluyen que hay “indicios sugestivos” de que involucrar a las mujeres en la construcción de una convivencia pacífica disminuye la violencia y contribuye a la creación de una sociedad más humana. Esto se consigue gracias a la capacidad de las mujeres para desarmar a los hombres violentos desafiándolos de formas inesperadas (por ejemplo, ofreciéndoles regalos, mediante el acercamiento y el afecto maternal). Codur y King (2015) también mencionaron la tendencia de las organizaciones de mujeres a ser más horizontales y destacaron su mayor capacidad para trabajar en red. En el caso de Carache, estas observaciones son relevantes. Constatamos cómo estas mujeres fueron capaces de enfrentarse a jóvenes armados, en parte utilizando y manipulando los significados culturales asociados a su rol de madres, pero también porque su perspectiva incluía el reconocimiento de la humanidad de los varones, incluso cuando estos eran sorprendidos transgrediendo una norma. Su capacidad para establecer vínculos con los jóvenes, incluso desafiándolos, es una diferencia crucial respecto al uso brutal de la fuerza policial. Por último, Carache es un claro ejemplo del poder de las redes para resistir a la violencia. 

Gracias a una larga historia de colaboración social y al desarrollo de redes de apoyo, Carache representa un caso único de agencia y posibilidad de transformación social. Es, por tanto, una experiencia de eficacia colectiva en contextos de urgencia (Sampson, Raudenbush y Earls 1997). Este caso expresa la tarea básica de la política y de las instituciones, es decir, la posibilidad de negociar acuerdos, desarrollar rutinas y definir cursos de acción alternativos a lo largo del tiempo, que aporten el significado necesario y, a su vez, permitan el reconocimiento de la humanidad y la vulnerabilidad mutuas. 

Carache también revela la complejidad del contexto, la importancia de las trayectorias locales de las redes sociales y la importancia de las narrativas para dar sentido y construir nuevos significados que potencien la acción (Swidler 1995). Frente a una visión fatalista que sostiene la noción de que quienes viven en la pobreza están condenados a una vida de violencia, esta experiencia también revela la posibilidad de reconocer el dolor y la dignidad del otro, y el potencial para restaurar aquello que nos define como seres políticos, seres con agencia y capacidad de influir en el curso de nuestra vida colectiva (Arendt 1997), incluso a pesar de las posiciones encontradas. 

El «lado oscuro» del pacto es que las mujeres siguen teniendo que amenazar con llamar a la policía para mantener el alto el fuego, lo que les causa una angustia extrema. Además, hace recaer más responsabilidades sobre los hombros de las mujeres, que ya están agobiadas por las dificultades de la vida cotidiana. Han tenido que asumir una de las responsabilidades más básicas del Estado: la pacificación de las relaciones sociales y la preservación de la integridad de sus ciudadanos. 

Comentarios finales 

La experiencia de extrema indefensión y desamparo de estas mujeres conduce a soluciones que a veces las deja atrapadas a ellas y a sus familias en el aislamiento o la venganza. Esta privación de derechos dificulta las soluciones colectivas al engullir a las víctimas en ciclos voraces de venganza y de mayor sufrimiento, lo que las debilita frente al Estado y a sus familiares armados. 

Por “estrategias políticas de sobrevivencia” nos hemos referido a las estrategias empleadas por sectores de la población que se enfrentan a circunstancias sociales y económicas adversas que les llevan a una situación de extrema urgencia. En este sentido, no sólo sufren la adversidad de la violencia estructural relacionada con la experiencia de necesidades básicas insatisfechas, como la vivienda y el empleo para la sobrevivencia, sino que también tienen que lidiar con amenazas directas a sus vidas producidas por el enfrentamiento armado cotidiano en su propio barrio. Este “giro” hacia lo político representa otro ataque a las estrategias tradicionales de sobrevivencia que producen solidaridades defensivas, caracterizadas por las lógicas del nosotros contra el ellos. Constituye una ruptura y una reducción de las redes de intercambio que implican una pérdida de recursos sociales que, de otro modo, tendrían el potencial de hacer la vida más soportable. 

Las estrategias políticas de sobrevivencia en estos contextos de violencia armada e indefensión incluyen, por tanto, ponerse a cubierto y esconderse en la propia casa (expresión de extrema vulnerabilidad); colaborar y participar directamente en la confrontación armada, lo que contribuye a legitimar la violencia y su reproducción; y negociar colectivamente con los jóvenes armados. 

Los diversos relatos proporcionados por las mujeres ponen de relieve sus posibilidades de agencia: por un lado, hacen malabarismos con estrategias particulares relacionadas con las diferentes experiencias de vulnerabilidad y, por otro, con las posibilidades de controlar a los jóvenes y sus enfrentamientos armados. Sus narrativas también contribuyen a hacer visibles la relevancia y la eficacia de prácticas y métodos locales que a menudo pasan desapercibidos (Bent 2014). Con el tiempo, unas estrategias han adquirido más relevancia que otras. Podemos entender esto a través de la historia de las redes sociales en el barrio y el potencial de las mujeres para formar coaliciones e influir en los equilibrios de poder en sus comunidades (la conformación de las comisiones de paz); la puesta en escena y dramatizaciones que implican maniobras de poder (la resistencia expresiva de la confrontación de las madres); la manipulación de la información y la apelación al poder coercitivo del Estado (por ejemplo, el chisme, y las amenazas de denuncias formales), por lo que las estrategias de sobrevivencia política son cíclicas y están vinculadas a las trayectorias históricas y sociales específicas de las mujeres y sus redes, así como al equilibrio de poder en el barrio. 

Dada la urgencia y este sufrimiento estructuralmente impuesto (Bourgois 2009), estas prácticas de miedo y dolor están inextricablemente entrelazadas con subjetividades llenas de angustia, temor y rabia extrema que son similares a las emociones experimentadas en contextos de guerra. El poder de las mujeres para asignar categorías que afectan a las identidades y reputaciones de los jóvenes revela el poder de las mujeres para fomentar rencores que reproducen la violencia, pero también la influencia necesaria para contener las acciones de los jóvenes. El reconocimiento mutuo del sufrimiento entre las mujeres y la oportunidad de forjar un cese al fuego también abrieron la posibilidad de actos solidarios entre ellas. En consecuencia, experimentaron solidaridad y un sentido colectivo de agencia que activó, de forma poderosa, significados ligados a la maternidad. Esta experiencia desafía los estigmas preconcebidos sobre la falta de agencia de los pobres. Al mismo tiempo, demuestra que la eficacia colectiva es el resultado de un proceso de creación de confianza, mejora de las condiciones materiales de vida y existencia de una red constante de apoyo a estas mujeres, todo lo cual requiere tiempo e inversión de recursos en estas comunidades (Sampson, Raudenbush y Earls 1997). 

Esta complejidad de la participación de las mujeres en las lógicas de la violencia en sus comunidades podría tener implicaciones para la política pública a nivel local. Una política pública en el ámbito de la seguridad ciudadana a nivel local debe tomar en cuenta, en primer lugar, la necesidad de apoyo institucional y comunitario que merecen estas mujeres, usualmente desamparadas para enfrentar la inseguridad por sí mismas y señaladas en la opinión pública y en el discurso estatal como responsables de la violencia de sus hijos (Zubillaga, Llorens y Souto, 2015). Esto es coherente con un enfoque feminista de las políticas públicas que, más allá de la reconstrucción estructural e institucional, considera las dimensiones relacionales (McKay y Mazurana 2001). 

Las mujeres no pueden ser las únicas responsables. Este tipo de iniciativa debe ser muy prudente para no recargar aún más a las mujeres, ya de por sí sobrecargadas. Los hombres, policías no corruptos, deben participar en esta red más amplia. Los hombres jóvenes también deben ser incluidos en las redes de oportunidades para protegerse de la dolorosa seducción de las economías ilícitas, por lo general las únicas dispuestas a incluirlos. Otras líneas de política pública deberían abarcar redes institucionales de sanación, justicia y reparación. Esto significa espacios para tratar el dolor y el duelo asociados a la pérdida de hijos, sobrinos y hermanos que estas mujeres han padecido. La falta crónica de justicia tiene su origen en las redes de venganza, pero también en la transmisión del dolor que conduce a una venganza en la que participan estas mujeres en procesos de transmisión intergeneracional del duelo y la pérdida (Zubillaga, Llorens y Souto, 2015). 

Esta investigación también ha demostrado que la figura de la maternidad constituye un terreno para el reconocimiento de la vulnerabilidad mutua y es una herramienta cultural extraordinaria para producir mecanismos de contención local de las acciones de los hombres jóvenes basados en prácticas locales tradicionales, así como un sentimiento de solidaridad y pertenencia. Podría ser un recurso para ayudar a desarrollar la eficacia colectiva y la pacificación a nivel local sin descuidar las demás condiciones necesarias. Tiene que formar parte de una política pública más amplia orientada hacia el fortalecimiento de la ciudadanía, del disfrute de los derechos y cumplimiento de las responsabilidades. Esto es, que el Estado asuma su responsabilidad fundamental en la pacificación de las relaciones sociales. Por lo tanto, cuando hablamos de ciudadanía, queremos destacar, como Braun y McCarthy (2005, 804), que “la ciudadanía, y la vida política en sentido más amplio, deben entenderse no como simplemente constituidas en el lenguaje o la ley, o concebidas como una propiedad que pertenece inherentemente al sujeto, sino como compuestas en y a través de complejos ensamblajes que incluyen a una miríada de actores y entidades no humanas. Algunas de esas relaciones son de conexión: ¿son capaces los individuos y grupos de conectarse y movilizar alimentos, medicinas, transportes, documentos, diques, resultados de laboratorio y demás procesos y materias que les permitan vivir, como cuerpos y como miembros de la nación?”. En un sentido más amplio, esta perspectiva subraya e implica, como señala E. Jelin (1996, 104), inspirándose en Arendt, una premisa específica: “el derecho básico es el derecho a tener derechos”.

Este artículo se basa y contribuye a la emergente literatura sobre violencia urbana en América Latina centrada en las experiencias de las mujeres. Ha tratado de mostrar la intensa participación de las mujeres en un barrio concreto, ilustrando la amplia gama de estrategias que han desarrollado. Estas estrategias son prácticas de urgencia que intentan alterar las relaciones de poder con los hombres armados en un barrio. Estas mujeres utilizan todos los recursos a su alcance: el poder discursivo del chisme, la dramatización de la autoridad legítima atribuida a la maternidad, el poder de las amenazas, e incluso la participación activa en las confrontaciones; todo lo que unas veces ayuda a atenuar la lógica voraz de la violencia, pero otras veces contribuye a su ciclo interminable.

Agradecimientos 

Este artículo se basa en dos investigaciones desarrolladas entre 2009-2012 y entre 2016-2017, ambas apoyadas por el Proyecto América Latina de la Open Society Foundations. Este trabajo se benefició de la estancia de Verónica Zubillaga como Profesora Visitante en el Center for Latin American and Caribbean Studies CLACS-Brown University durante 2015, así como de su estancia como Santander Visiting Scholar en el David Rockefeller Center for Latin American Studies, Harvard University, durante 2016. Agradecemos a nuestros queridos colegas su atenta lectura y comentarios: Rebecca Hanson, Yana Stainova, Gabriel Kessler, Ana María Reyes y Francis Torres. También estamos muy agradecidos con Philip Lewin, Phillip Hough, y a los participantes del Taller de Investigación Sociológica de la Florida Atlantic University. Estamos en deuda por su tiempo y su fructífera discusión, que han enriquecido este artículo. No podemos dejar de agradecer a David Smilde y Richard Snyder por su apoyo a nuestra investigación durante todos estos años.

©Trópico Absoluto 

Notas

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2. Caracas, como otras ciudades latinoamericanas, tiene divisiones notorias. Los barrios son zonas, espacios de autoconstrucción y de luchas cotidianas, donde los excluidos de las zonas urbanas se empeñan en conseguir mejores condiciones de vida a pesar de su relegación a los márgenes. Según estimaciones actuales, el 50% de los habitantes de Caracas vive en barrios. En este sentido, Caracas forma parte de un proceso más amplio de urbanización excluyente en el que las «ciudades informales» se expanden en los países del sur, creando inseguridad permanente y estrategias de sobrevivencia (Rodgers 2007).

3. Hemos cambiado el nombre del barrio y todos los nombres de nuestros entrevistados.  

4. El año 1998 marca el inicio de un período de aceleradas transformaciones y escalada de conflictos conocido en Venezuela como la Revolución Bolivariana con el inicio del gobierno de Hugo Chávez. En este proceso, Venezuela pasó a denominarse República Bolivariana de Venezuela. 

5. Echar paja significa «calumniar y denunciar». 

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Zubillaga, Verónica, Manuel Llorens, Gilda Núñez y John Souto. 2015. Violencia armada y acuerdos comunitarios de convivencia: Una larga marcha por la paz. Caracas: Editorial Equinoccio, Universidad Simón Bolívar. 

Zubillaga, Verónica, Manuel Llorens y John Souto. 2015. «Chismosas y Alcahuetas: Ser Madre de un Empistolado dentro de la Violencia Armada Cotidiana de un Barrio de Caracas». EnViolencia en los márgenes urbanos, editado por Javier Auyero, Philippe Bourgois, y Nancy Scheper-Hughes, 162-188. Nueva York: Oxford University Press. DOI:https://doi.org/10.1093/acprof:oso/ 9780190221447.003.0008

Verónica Zubillaga es profesora asociada de la Universidad Simón Bolívar de Caracas. Es doctora en Sociología por la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica). Durante los últimos veinte años se ha dedicado al estudio de la violencia urbana en América Latina, la violencia de las pandillas juveniles en Caracas, el género, las políticas públicas y los métodos cualitativos. En los últimos años Zubillaga ha combinado la academia con la incidencia pública en el ámbito de la violencia social, concretamente promoviendo una política pública de control de armas y desarme en Venezuela. Fue Profesora Visitante Craig M. Cogut de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Brown en 2014 y 2015. En 2016 fue Santander Visiting Scholar en el Centro David Rockefeller de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Harvard. 

Manuel Llorens es psicólogo clínico con un máster en psicología comunitaria por la Universidad Metropolitana de Manchester. Imparte clases en la Universidad Católica Andrés Bello de Caracas (Venezuela). Su investigación se centra en la violencia, la exclusión social y la psicoterapia. Ha publicado diversos artículos y libros sobre estos temas, entre los que destacan, como coautor, Niños con experiencia de vida en la calle, La belleza propia: Arte, adolescencia e identidad, y Violencia armada y acuerdos de convivencia en una comunidad caraqueña; y como autor, Psicoterapia políticamente reflexiva: Hacia una técnica contextualizada

John Souto es psicólogo. Ha sido profesor de la Escuela de Psicología de la Universidad Católica Andrés Bello. Durante quince años, Souto ha participado en espacios de atención a mujeres víctimas de violencia, niños y jóvenes con historias de maltrato y abandono en la Unidad de Psicología Padre Luis Azagra, UCAB. Es coautor de Acuerdos de convivencia en una comunidad caraqueña. Actualmente cursa la maestría en investigación psicosocial en la Universidad Autónoma de Barcelona, España. 

Este artículo se publicó originalmente en inglés en: Latin American Research Review , Volume 54 , Issue 2 , 25 June 2019 , pp. 429 – 443. https://www.cambridge.org/core/journals/latin-american-research-review/article/micropolitics-in-a-caracas-barrio-the-political-survival-strategies-of-mothers-in-a-context-of-armed-violence/7DD80AA51EEDE4BD6CDCAA5FF8203DF7

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