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Inventario para después de la guerra

Inventario para después de la guerra es una compilación de poemas en prosa en el que Raquel Rivas Rojas (Guanare, 1962) propone una ficción distópica inspirada en los enfrentamientos callejeros de los estudiantes venezolanos. Pero el texto no se queda en la representación puntual de un conflicto local, sino que construye una ficción sobre la guerra en general, a partir de momentos precisos de una conflagración que estalla y se generaliza hasta llegar al extremo de la aniquilación mutua. En esta ficción distópica sólo las ruinas quedan en pie. Entre ellas se mueven personajes que se nombran siempre en plural y que padecen las consecuencias de un conclicto llevado a sus últimas consecuencias. El libro fue publicado en Santiago de Chile, por La Joyita Cartonera, en edición bilingüe, con traducción al inglés de Catherine Boyle. El diseño de las portadas estuvo a cargo de Elizaria Flores, quien concibió y bordó los escudos textiles de cada tapa, así como los escapularios que acompañan cada libro.

Raquel Rivas Rojas. 2022

Ojo por ojo

Esta es la historia de una traición. Lo que no está claro es quién traicionó a quién. Cuando la división entre los bandos está clara, es fácil asignar culpas, responsabilidades. Las víctimas quedan iluminadas por una claridad sin mancha. Pero cuando no sabemos bien quién lanzó la primera piedra, cuando los bandos se infiltran entre sí, se imitan en sus tácticas, se fagocitan, se espejean, entonces las trincheras se desdibujan y el resultado es un campo de batalla en el que todos luchan contra todos. La anarquía. En ese lugar en el que reina el caos, todas las víctimas son o pueden ser al mismo tiempo perpetradores de las más crueles ofensas. Crímenes de lesa humanidad. Nos pasamos media vida justificando un lado del conflicto y nos empeñamos en imaginar que había razones válidas para lo que hicimos. Insistimos en que sus crímenes no eran equivalentes, porque en estado de excepción la respuesta de la víctima no se puede medir en la misma balanza que la ofensa original. Pero ahí está el error básico de todos los que justificamos la generalización del conflicto como una resistencia moralmente válida. Nos negamos a retroceder lo suficiente para establecer cuál había sido la ofensa original. Porque podíamos haber elegido como origen de todos los males los cincuenta años de abandono que sucedieron antes de lo que hoy llamamos la ofensa original. Pero ese era el argumento que ellos usaban y en ese momento estábamos todavía muy lejos de admitir que tenían razón. Todavía no queríamos parecernos a ellos. Era el tiempo de diferenciarnos y de mostrar que éramos capaces de hacer las cosas de otra manera. Estuvimos casi veinte años usando esa bandera blanca. La no violencia. Hasta que algo se quebró y empezamos a responder al fuego con fuego. Ojo por ojo, diente por diente. Con la boca apretada y la voz ronca repetíamos la Ley del Talión, cuando nos quedábamos a oscuras por días y hasta semanas. Y la gente se nos moría en los hospitales, los viejos y los niños primero. Ojo por ojo, comenzamos a murmurar por las mañanas, cuando se hizo imposible ir de un lugar a otro porque los carros se dañaron y no había repuestos, o porque ya no había gasolina en las bombas. Diente por diente, empezamos a decir en voz más alta cuando el día se nos iba metidos en colas interminables para comprar comida y medicinas. Ojo por ojo empezamos a gritar en las plazas a donde íbamos a escuchar a un líder que se iba pareciendo cada vez más al carismático dirigente que lo había destruido todo. Cantábamos el himno nacional al principio y al final de cada acto, exactamente igual a como lo hacían ellos. Abrazábamos la bandera con el mismo fervor que ellos lo hacían.

Nada de eso hubiera importado si todo se hubiera quedado en una guerra de símbolos. Escudos, himnos, banderas. Pero las guerras que se libran bajo los mismos símbolos terminan peleándose con las mismas armas. Y así fue como llegamos a poner en práctica aquel mantra que nos acunaba por las noches. Ojo por ojo. Cuando empezamos a escuchar más disparos en medio de la noche y pensamos que eran ellos los que se mataban entre sí, no hicimos mucho caso. Mientras menos, mejor. Pero los disparos fueron saliendo de la noche y se acercaron cada vez más a los lugares en los que nos creíamos a salvo. En un café, al aire libre, bajo el sol esplendoroso de una mañana cualquiera, de pronto una ráfaga. Un solo disparo ya no era suficiente. Las ráfagas partían el aire, los huesos, los músculos, los órganos internos que se desparramaban en cualquier acera sin importar si había niños cruzando la calle. Los asesinos usaban las mismas motos para escapar, los mismos uniformes negros, las mismas gorras y los mismos pañuelos tricolores les tapaban la cabeza y la cara. No sabíamos bien cómo llamarlos hasta que nos dimos cuenta de que estaban ajusticiando a los torturadores, a los generales, a los ministros del régimen. Entonces empezamos a llamarlos valientes. Y al asignarles ese nombre todo nuestro edificio moral se vino abajo. Ya no era posible distinguir los bandos. Lo que nos separaba de ellos era la historia que contábamos, la historia de las víctimas que creíamos ser. Pero en la realidad, en las calles en las que la muerte era la única que estaba ganando, todos éramos asesinos.

Al filo

No. Las armas que usábamos al principio no eran arcos y flechas. Eso vino después. Al principio no costaba nada conseguir fusiles semi-automáticos, de esos que disparan ráfagas de cinco tiros por segundo. Ta-ta-ta-ta-ta. O eso decían. Eran las armas más buscadas y por supuesto las más caras. Pagábamos con bolsas llenas de billetes que no valían nada. Carretillas, después. Hasta que nos dejamos de estupideces y empezaron a circular las monedas duras sin ninguna restricción. Dólares, euros, libras esterlinas. Hasta los pesos eran preferibles a la moneda local. Pesos colombianos, mejicanos, chilenos, sucres ecuatorianos, balboas panameñas, soles peruanos, reales brasileños. Todo lo cambiábamos por armas. Fusiles y escopetas, pistolas y revólveres. Municiones de todos los calibres. Lo único más importante que las armas era la comida. Porque ya ni nos preocupábamos por la gasolina. Mientras tuviéramos poder de fuego, el resto nos importaba poco. Y usamos hasta la última bala. Cuando no pudimos comprar ni robar una bala más, empezamos a fabricarlas con cualquier metal que pudiéramos fundir. Hicimos balas de hierro y de cobre, de latón y de bronce. Hasta que los metales que teníamos a mano se agotaron y comenzamos a fundir las armas más pequeñas para alimentar a las más grandes. Por esa vía era inevitable que nos quedáramos sin armas de fuego. La guerra no tenía modo de terminar cuando sonó el último disparo. Hubo una tregua en la que tanto ellos como nosotros repensamos tácticas y estrategias, para adaptarlas a una forma menos mecánica de matarnos, más cuerpo a cuerpo. Entonces florecieron los filos. Espadas y cuchillos, lanzas y flechas. La sangre inundó la noche. Ya no hubo manera de limpiarnos las manos después de cada jornada. Nos impregnamos de ese olor que no se quita. Hasta hoy.

Bonzos

¿Cómo empiezan las guerras? No nos hicimos esa pregunta lo suficientemente temprano. O, más bien, no pensamos con la anticipación debida que una vez lanzados a la guerra de todos contra todos, no íbamos a ser capaces de poner un pie afuera y frenar el carro. Cuando la furia se desata, la mecha dura más tiempo encendida de lo que podemos imaginar o prever. No hay lugar para las pausas. Lo que hay es un vertiginoso camino por andar mientras arda el combustible de la furia. Y así vamos, empujados por ese impulso ciego que nos hace ver enemigos hasta debajo de las piedras. Todo el que levante la voz para llamar a la calma se vuelve un enemigo. El que se detenga un segundo a dudar se vuelve un enemigo. El que quiera descansar unas horas. El que se desconecte unos minutos. El que piense siquiera por un segundo que tal vez. No tenemos paciencia para los tiempos muertos y por eso cuando llegan, porque siempre llega el tiempo muerto, los encuentros se pueblan de conspiraciones. Hablamos de los traidores, como quien en medio de la guerra va imaginando al mismo tiempo una guerra paralela, que se libra en la mente de cada uno de los que miran para atrás con ojos de sospecha. Las hogueras se encienden en la noche con los restos de las casas que hemos destruido y se alimentan con las historias que estamos construyendo para que la mecha del odio no se apague. Nos calentamos las manos frente al fuego de la rabia y cuando la pausa se termina volvemos a las calles con una determinación feroz que niega toda sombra de duda. Ya no nos preguntamos cuál será el final. No somos capaces de pensar en otra cosa que no sea seguir y seguir en pie de guerra. Perdimos toda meta. La extinción propia nos atrae tanto como la de nuestros enemigos. Somos bonzos, kamikazes, seppukus, haraquiris. Nuestra única ambición es quemarnos en el mismo fuego que estamos avivando para que todo arda.

Velocidad

Eran buenos los tiempos en los que todavía podíamos correr a toda velocidad por las autopistas desiertas, quemando los últimos galones de gasolina que quedaban. En los pocos ratos que podíamos darnos el lujo de distraernos, nos montábamos en las camionetas y en las motos para atravesar la ciudad de un extremo a otro, desafiando a los francotiradores. Escuchábamos las balas pasar y nos reíamos a carcajadas cuando alcanzaban a romper un vidrio o abollar una puerta. No tenían que recordarnos que el riesgo era innecesario. En los peores momentos de la calma chicha, las misiones suicidas eran lo único que tenía sentido. Mientras duró la gasolina no había nada mejor que desbocarse a grito pelado por las avenidas. Regresábamos con algo de comer y eso justificaba la osadía. Dejamos de usar los carros y las camionetas para ahorrar, pero nos negamos a abandonar las desbocadas carreras en mitad de la noche. Poco a poco las motos se fueron quedando donde se les acabó la última gota de gasolina. Entonces nos envolvió un silencio que nos costó mucho llenar con otros ruidos. Nada suena tan bien como un motor encendido. Envidiábamos sus tanques y sus aviones, los helicópteros con los que nos sobrevolaban cuando todavía podían operar las refinerías y a nadie se le había ocurrido hacerlas volar. Cuando nos fuimos retirando hacia las afueras, los más atrevidos enlazaron caballos que llevaban tiempo realengos por los campos. Conseguimos también burros y mulas, que al principio sólo usábamos para mover la carga y después aprendimos a montar a pelo. Para el momento en que nos dividimos y salimos en grupos hacia el norte y hacia el sur, nos repartimos las monturas con la misma meticulosidad con la que dividimos todo lo demás. Al llegar a la sabana abierta recuperamos el vértigo de la velocidad y aprendimos a sentir el galope tendido como si fuera parte de nuestros propios cuerpos. Nos volvimos centauros. Los tanques que nos perseguían se quedaron varados y secos en los caminos de tierra. Dejamos de escuchar los motores de los helicópteros. Hasta hoy, que ya nos hemos comido todos los caballos y las mulas, las refinerías siguen ardiendo.

Territorios

Por un tiempo la guerra se concentró en las ciudades. Las calles se llenaron de alcabalas y puntos de control. La ciudad se dividió en sectores por los que sólo podían circular los que pertenecían al mismo bando. Al este, nosotros. En el oeste estaban ellos. El sur fue por largo rato un territorio en disputa, con su mezcla abigarrada de ranchos, superbloques, pequeños edificios y mansiones. Al norte estaba el cerro que todos queríamos preservar. No quisimos tocarlo hasta que ellos desataron los incendios. Entonces algunos de nosotros aprovechamos los meses de sequía para alimentar nuestro odio con la culpa de quemar lo más sagrado. El cerro terminó ardiendo por los cuatro costados. Pero ya para entonces habíamos destruido las alcabalas. Los puntos de control se hicieron móviles, efímeros, volátiles. Al principio entrábamos y salíamos de territorios enemigos nada más para demostrar que era posible, que ellos no eran los únicos capaces de arriesgarse. Después íbamos a saquear, a cargar con todo lo que podíamos mover. Nos organizamos en cuadrillas pequeñas y silenciosas que entraban a dejar constancia de que ya habíamos aprendido la lección aunque nos hubiéramos tardado tanto tiempo. Ya éramos capaces de matar en silencio y sin piedad. Hombres, mujeres y niños. Y cada incursión recibió una respuesta que nos costó vidas. Cuando nos sentíamos arrinconados hacíamos extraños movimientos envolventes y terminábamos atrapando en un remolino de pánico a los más débiles. Entonces ardían los palacios de gobierno, las cancillerías, los ministerios. Iglesias, cuarteles, hospitales. Hasta los túneles por donde había circulado el metro se achicharraron. Pero ellos también se reagrupaban y cuando venía el contraataque no podía ser nada menos que feroz. Perdimos todo. Ellos y nosotros. Perdimos la ciudad en la que habíamos vivido por quinientos años. El centro histórico quedó reducido a escombros. Hubo cuadras enteras en las que ya no quedaba más que cenizas. Una arenilla negruzca que levantaba la brisa por las tardes y se posaba después sobre los árboles que quedaban en pie. Los pájaros se fueron al campo. Hasta las guacamayas, que nunca habían vivido en otra parte, abandonaron sus nidos para siempre. Cuando terminamos de destruir el sur, con sus cerros y sus hondonadas, era cuestión de tiempo que cayera primero el este y después el oeste o viceversa. Y así la guerra se fue mudando a los caminos. La fuga es desde entonces el único territorio que habitamos.

Fondo

Pero también estábamos nosotros, los que quedamos atrapados en medio del fuego cruzado sin poder elegir un lado o el otro. Los que no podemos elegir porque estamos demasiado ocupados tratando de sobrevivir, de comer aunque sea una migaja cada día. Los que buscamos sin parar algo que darle a los niños, para que no se nos mueran de puro flacos, y alimentamos con lo que podemos a los viejos, para que no se nos desaparezcan entre las sábanas antes de que amanezca. Somos los que deambulamos rebuscando en la basura. Los que miramos desde las ventanas entreabiertas las marchas y contramarchas que pasan allá abajo en la calle. Los que salimos cuando las marchas se acaban a recoger las botellas tiradas por el suelo o dejadas con cuidado cerca de un poste, para sumar una gota a otra gota y juntar en un solo pote un líquido marrón que le damos de beber a los más sedientos. Recogemos panfletos, afiches y pancartas, pintados con consignas en las que no podemos creer, sin saber todavía cómo vamos a usarlos después, porque lo que no se come es más bien inútil y estorba. Pero hemos aprendido que todo puede ser usado y vuelto a usar. Reciclaje lo llaman en la radio. Recogemos bolsas de papitas, maní y tostones. Siempre queda un resto de algo olvidado en el fondo, aunque sea nada más unos granos de sal que se nos pegan a los dedos ensalivados cuando los hacemos llegar hasta el último pliegue. La sal también alimenta. A veces, si tenemos suerte, encontramos paquetes intactos. Una arepa que se cayó de un morral sin que nadie la probara y sobrevivió de milagro al borde de una acera cuando unos tipos con uniformes negros sacudieron a una muchacha hasta quitarle de encima todo lo que cargaba y se la llevaron después en una moto, un esbirro adelante y otro atrás, tocándole las nalgas y las tetas. Pobrecita. Iba, tal vez, ella también con hambre. Pero sobre todo iba con miedo. Y sabemos muy bien de ese miedo, que es el nuestro, pero agradecemos sobre todo esa arepa con queso y mantequilla que seguro unas manos de abuela, madre o tía, prepararon con esmero y angustia para esa niña que se iba a la marcha tan temprano y tan sola. Esa niña que tal vez no regrese, pero que sin saberlo ha alimentado con su merienda intacta a dos niños que esperan en la casa con el estómago hinchado y las costillas al aire. Media empanada, dos papitas, cuatro tostones húmedos, dos dedos de cocacola light. A veces conseguimos eso y más. Otras veces regresamos con las manos vacías aunque lleguemos con los dedos empegostados de sal.

Alegrías

Por las noches cantábamos canciones. A veces eran viejos tangos o empalagosos boleros que hablaban de amores contrariados, mujeres abandonadas y hombres celosos. Pero los que se sabían de memoria esas canciones eran los más viejos y fueron ellos los que primero dejaron de cantar. Aunque algunos jóvenes trataron de aprenderse las canciones, en realidad lo que sobrevivió fue una mezcla de viejas melodías con nuevas letras. Palabras que iban cambiando con el tiempo. Tonadas que se iban modificando de maneras casi imperceptibles. A veces nos parecía que estábamos inventando una nueva canción, pero algunos de nosotros tuvimos la sospecha de que esos ritmos habían estado ahí desde antes. Ese tiempo que ya no sabíamos cómo nombrar porque no era ni siquiera un tiempo mejor. Era nada más aquel otro momento en el que habíamos tenido algunas cosas. Tocadiscos, reproductores, radios, aparatos varios de escuchar lo que pasaba en otras partes del mundo. Cuando la luz se fue para siempre y se descargó la última pila, sobrevivieron algunos instrumentos, pero los que sabían tocarlos se fueron yendo uno a uno. Así que nos tocó reinventar la música con lo poco que nos iba quedando. Lo más fácil era dar golpecitos con cualquier pedazo de madera para llevar el ritmo. También estaban los que silbaban con maestría y los que hacían sonidos increíbles con las manos ahuecadas. Pero sobre todo usábamos las voces. En cada campamento, cuando no era obligatorio estar callados, había siempre alguien que comenzaba a cantar en un susurro que apenas se escuchaba al principio y después iba creciendo poco a poco hasta volverse una pieza entera que otros iban reconociendo. Alguien se acordaba a medias de una letra o inventaba un verso. Cada quien se sumaba como podía, agregando tonos y rimas. No pocas veces logramos armar coros espontáneos que llenaban la tarde de algo muy parecido a la alegría. Cuando volvíamos al silencio y la noche se cerraba sobre los escombros y las ruinas, más de uno tenía los ojos llenos de lágrimas. Hasta los más jóvenes, que no tenían edad suficiente para reconocer la nostalgia, se iban por los rincones para que no los vieran pasarse la mano por la cara. En los días en los que el silencio era obligatorio, escuchábamos atentos el canto de los pájaros.

Abandonos

Cuando dejamos la ciudad abandonamos a los viejos a una suerte que sabíamos adversa. Nos consolamos pensando que la muerte cierta que los esperaba era la misma que de todos modos los alcanzaría en el camino si hubiéramos decidido sumarlos a la fuga. Cuando nos despedimos, ellos se empeñaron en descargarnos de toda culpa, pronunciando hastaluegos y largas bendiciones, repitiendo que era mejor así, que se quedaban en paz con sus cosas y sus muertos. En ese terruño que ya se parecía tanto a ellos que no podía separarse de sus cuerpos. Pero cuando nos fuimos nos llevamos sus miradas borrosas, sus bocas entreabiertas, sus cabezas blancas o peladas, sus dedos deformados por la edad y la artritis, sus profundas ojeras, sus pasos temblorosos, sus caderas maltrechas, sus bastones, su lentitud de paquidermos grises. El modo como tiemblan mientras cuentan pastillas, el susto o la tristeza que se fija en sus gestos cotidianos, los cachetes hundidos, las manchas marrones conquistando cada vez más territorio, los dientes falsos que vigilan la noche desde un vaso, los hombros hundidos y la papada temblorosa, las ropas cada vez más holgadas. Las protuberancias, los lunares, las verrugas. Los dolores de espaldas, de rodillas, de pies. Las uñas enterradas, las medias sin elásticos, las ruidosas chancletas. Los pasos que se arrastran por la casa en la alta madrugada en la que todos duermen menos ellos. Y sus voces, sobre todo nos llevamos sus voces. La cadencia ancestral que desgrana memorias de un tiempo ya ido en el que era imposible vislumbrar esta lenta catástrofe.

Escudos

Pensamos que teníamos que distinguirnos de ellos de algún modo, pero despreciábamos los fríos uniformes. Empezamos usando brazaletes y cintas tricolores que nos amarrábamos en la frente o en la cintura. Diseñábamos gorras y chaquetas que las tías y los abuelos cosían de madrugada, robándole horas al sueño cuando por un milagro la luz había llegado y se quedaba un tiempo. Nos llenamos la ropa de chapas y consignas, fabricamos escudos de madera, que decorábamos con signos religiosos o esotéricos. El ying y el yang, la cruz de San Benito, alguna complicada runa celta, el ocho acostado del infinito, el árbol de la vida, el símbolo adinkra de la tierra dibujado en negro sobre fondo blanco. Sabíamos que los escudos no nos protegerían de las balas, ni de las lacrimógenas, ni de la insistente metralla, ni de las bombas cada vez más potentes que empezaron a lanzarnos desde los helicópteros. Y aún así los escudos se fueron convirtiendo en parte del vestuario que nos recordaba que estábamos en peligro de muerte cada ínfimo segundo de cada día. Con ellos nos armábamos de valor, en ellos descansábamos. Detrás de ellos nos dábamos los apurados besos que se dan en la guerra. Fueron, mientras duraron, la guarimba, la taima, el tiempo suspendido de la tregua. Trincheras precarias y portátiles. Resguardos fugaces que nos dejaban siempre medio cuerpo a la intemperie. Barricadas ilusas. Seguimos fabricándolos mientras duró la guerra en la ciudad, aferrados a la idea contagiosa de que mientras nos sostuvieran seríamos eternos e implacables. Convertidos en amuletos contra la muerte, los escudos se fueron haciendo cada vez más pequeños. Ahora que los cargamos al cuello como escapularios, les damos cada tanto un beso avergonzado, con la terca esperanza de que sigan cumpliendo sus promesas.

Manjares

Hay días en que lo único que cuenta es el vacío en el estómago. El dolor retorcido del hambre que resuena en mitad de los cuerpos magros. El centro del universo está ahí, en esos gases que retumban entre las costillas, en los ácidos digestivos que han estado demasiado tiempo sin nada que atacar. Cuando ya no podemos con el ruido de nuestras propias tripas, ni con el ardor que nos sube por la garganta y nos quema la lengua, exigimos matar para comer. Entonces empieza el inventario y el debate. Antes teníamos la opción de los saqueos. Ahora sólo podemos sacrificar lo que está vivo. Las ratas y las palomas desaparecieron primero. Casi todos los gatos después. Sólo conservamos los perros que nos ayudaban a montar guardia. En medio de la fuga aprendimos a reconocer los granos y los tubérculos que siguieron creciendo salvajes aunque nadie los cultivara ya. Ordeñábamos las vacas y las cabras que alcanzamos a enlazar, para hacer cuajadas que envolvíamos en hojas de plátano pasadas por brasas. Algunas mujeres recordaban cómo era que hacían arepas las lentas bisabuelas, moliendo los granos del maíz jojoto que amasaban con agua y cocinaban después sobre piedras convertidas en budares. Cuando el azar permitía que coincidieran en un mismo momento las arepas y el queso, todo lo demás dejaba de importar y la guerra se volvía un espejismo apenas visible allá en el horizonte. No había fruta que se quedara quieta en su sitio si pasábamos cerca. Limones, aguacates, semerucas, naranjas, ciruelas, tamarindos. Era la gloria encontrar en el suelo una patilla intacta. Y ya no recordábamos un gozo más entero que chupar un mamón pasado de maduro o abrir de par en par una parchita. Las guanábanas nos acompañaban por días, como tesoros que había que madurar. Cosechábamos los mangos y las piñas con una devoción casi mística y nos untábamos su olor como un perfume detrás de las orejas. Secábamos taparas para usarlas como recipientes, platos hondos, cuencos, tazas. Todos los líquidos que nos entraban en el cuerpo pasaban primero por una de esas nobles frutas secas. También recogíamos en ellas la sangre de los animales que sacrificábamos, pidiéndoles perdón, dándoles las gracias, mirándolos directamente a los ojos.

Estallidos

¿En qué momento se pierde una guerra? Esa era la pregunta que teníamos que habernos hecho, antes de imaginar que bastaba con buena voluntad y mejores intenciones. Pero llevábamos el impulso de los que sienten que tienen la razón y no dejan que la duda los asalte. Ellos eran los salvajes, los violentos, los delincuentes desatados. Nosotros estábamos del lado de la ley. Nos habían elegido para salvar la patria. La razón estaba de nuestro lado. Nos dejamos encandilar por el número de gente que podíamos reunir en las muchas marchas de protesta que convocamos. Creíamos que marchar era lo mismo que enfrentarse bala contra bala y metralla a metralla con un enemigo dispuesto a todo. Por eso celebramos cuando estalló la guerra. En unos cuantos días llegarían los gobiernos aliados que habían reconocido que sólo nosotros éramos legítimos. Los gobiernos amigos no permitirían que ellos nos masacraran. Pero la ayuda externa se limitó a dejar pasar algunas armas por las trochas más remotas de las descuidadas fronteras. Cuando empezaron a arrinconarnos seguíamos creyendo que teníamos la razón, que éramos mejores. Lo seguimos creyendo con sobrada euforia las pocas veces que logramos avanzar apenas. Lo juramos tocando las banderas. Hasta que las bombas comenzaron a sacarnos de las casas, los edificios, los parques y las plazas. La destrucción se hizo al mismo tiempo inverosímil y meticulosa. No puede ser, pensábamos, que sean capaces de destruir esa manzana entera. Y lo hacían. Se van a detener frente a esa iglesia. Y no se detenían. Van a respetar por lo menos los árboles del jardín botánico. Y las matas ardían día y noche. Salvarán aunque sea los museos. Dejarán intacta por lo menos la ciudad universitaria. No van a ser capaces de destruir los viaductos, los puentes, los distribuidores, los túneles. Pero todo, todo, todo estallaba en pedazos. Amábamos tanto la ciudad que nunca imaginamos un odio capaz de destruirla. Ante la tierra arrasada, que fue al final la última consigna que esgrimieron, no nos quedó otra salida que la fuga. Pero logramos resistir lo suficiente para hacer estallar sus cloacas y acueductos. Inundamos el centro con las aguas inmundas de ríos y quebradas. Dejamos tras nosotros un barrial extendido, un lodazal donde hasta los tanques se atascaban. Y emprendimos la retirada soñando con mareas altas y sabanas abiertas, seguros de que todavía esta guerra no se había perdido.

Fuga

Pero también estamos nosotros. Los que no podemos elegir. Los que tenemos que meter lo que quepa en un morral siempre demasiado pequeño y cargar con los niños y abandonar a los viejos para salir huyendo de la metralla y de las bombas cuando la guerra se nos mete en las casas y destruye cuadra a cuadra lo que fue hasta ayer el mundo conocido. Los que no podemos elegir ningún bando porque estamos demasiado ocupados escapando del fuego cruzado que nos deja en el medio, íngrimos y solos y muertos de miedo. Los que después de la carrera inicial y el sálvese quien pueda, todavía nos paramos en la primera loma a mirar para atrás sin volvernos de piedra. Los que vemos con horror que todo quedó destruido y que ya no hay lugar a donde regresar. Pero, aún así, cuando la batalla se termina porque no hay batalla eterna, regresamos a deambular con terquedad entre las ruinas. Agarrando a los niños con fuerza para que no se nos desmayen del hambre, caminamos entre los escombros de lo que una vez fue nuestro. Reconocemos lo que queda de un plato o una taza. La olla de peltre en la que tantas veces, hace ya tanto tiempo, tuvimos la alegría de recalentar el café a media mañana. Nos arrodillamos ante los restos del viejo que por fin descansa en paz, debajo de una viga que terminó de partirlo en dos con una exactitud misericorde. Le pasamos la mano por la frente, le pedimos la bendición o se la damos, y seguimos deambulando un rato más aunque sabemos que ya es hora de irnos. Sumamos a la carga alguna pequeña cosa rota: un cuchillo sin cacha, un ganchito de pelo, la cabeza sin cuerpo de una muñeca de plástico, un bolígrafo que apenas tiene tinta, una bolsa vacía que revuela en la brisa, una media nona, un chupón, una funda sin almohada, una gorra percudida, un tenedor retorcido, la esquinita de un cenicero roto, un yesquero amarillo que dice enjoy debajo de una carita feliz. El llanto de los niños nos regresa al camino y nos vamos andando sin saber hacia dónde. Pensando nada más que cualquier otro lugar donde no haya una guerra tiene que ser mejor que este.

Juegos

Cuando queríamos distraernos dibujábamos en la tierra un tablero y recogíamos piedras claras y oscuras. Jugábamos a las damas con los niños que saltaban de alegría cuando una de sus piezas llegaba al otro lado y podía convertirse en reina. Entonces el juego se salía del tablero y empezaba la caza de la piedra reina. Subíamos y bajábamos por los montes. Nos asomábamos ávidos a las quebradas. Corríamos barranco abajo con los perros. Asustábamos a las gallinas y a los chivos. Y regresábamos de aquellas excursiones con la cara iluminada y los bolsillos llenos de guarataras reinas. Coronábamos la esquina en medio de una algarabía desproporcionada, y pretendíamos seguir jugando a las damas por un rato más. Pero sabíamos que el ánimo nos volaba en carreras hacia el monte. Entonces los grandes y los pequeños, los viejos y los jóvenes, jugábamos a perseguirnos o a ser perseguidos. Una mano en la espalda o en el hombro liberaba al perseguidor de su tarea y convertía a un perseguido en el próximo verdugo. Fijábamos taimas en los árboles o en las enormes piedras que habían bajado del cerro en el último deslave. Una cadena humana podía salvar a un niño en peligro, siempre y cuando al menos una mano o un pie estuviera en contacto con la taima. Corríamos gritando como locos entre los árboles y las piedras. El miedo a ser tocados se parecía tanto a otros miedos antiguos cuando cada huida podía ser la última, pero duraba apenas unos pocos segundos. Terminábamos siempre tirados en el monte. Agotados y sedientos. La última carrera era hasta el chorrerón más cercano. El agua cristalina nos borraba el sudor y los malos recuerdos.

Modas

Mucho antes de que estallara la guerra los más viejos habíamos perdido el sentido del ridículo. Nos vestíamos como podíamos con lo que teníamos. No nos importaba el largo de los pantalones, ni el ancho de las camisas, ni la talla exacta de los zapatos, ni el alto de las medias. Dejamos de notar lo largo del pelo y salíamos a la calle sin preocuparnos por mantener nuestra cabeza en orden. Pero los jóvenes seguíamos haciendo un esfuerzo y nos negábamos a aceptar que ya era imposible mantener un balance, cierto equilibrio. Seguíamos cultivando un estilo propio. Porque el sentido de la novedad, lo que se llamaba antes la moda, eso sí había quedado en el limbo de las vallas y los anuncios publicitarios que seguían de pie al borde de las autopistas y las carreteras, palideciendo y desconchándose bajo el sol o la lluvia, hasta que no quedaba nada más que una superficie devastada en la que a veces asomaba un ojo insomne. Aún así, teníamos todavía energía para criticar a los viejos cuando no se molestaban en combinar los colores como es debido o juntaban cuadros y rayas en un solo atuendo disparatado. Nos burlábamos de su modo de abrigarse cuando hacía más bien calor, de su empeño en usar medias con zapatos deportivos, de la insistencia en ponerse bufandas o corbatas que no tenían nada que ver con el trópico. Los regañábamos como si fueran niños cuando se empeñaban en usar suéteres o chaquetas para salir a la esquina. Pero, sobre todo, nos negábamos a acompañarlos si no se habían peinado bien o si no se recogían las greñas de alguna manera. Cuando la guerra hizo que todo se volviera escaso, nos tocó el turno a nosotros. Porque no estábamos realmente seniles, sino que nos habíamos dado cuenta de que era inútil luchar contra lo que se veía venir. Ahora somos los viejos los que nos burlamos de los zapatos demasiado grandes y de las pepas que no combinan con las flores. A veces, sólo por ejercer una mínima venganza, nos negamos a caminar junto a los que no tienen nada más con qué taparse que un pantalón raído o una franela transparente de vieja. Péinate, les gritamos desde el borde del camino. Recógete esas greñas, les decimos cuando se levantan del petate con el estómago vacío. Y ellos se acuerdan. Por supuesto que se acuerdan. Pero nos miran de reojo como si nunca antes hubieran sido crueles.

Muertos

Fueron tantos los que quedaron en el camino. Tantos los que se desangraron en las aceras. Fueron tantos los que no pudimos enterrar. Tantos los que terminaron en fosas sin nombre. Tantos los que se volvieron alimento de pájaros carroñeros y otras bestias. Tantos cuyos huesos pelados están todavía secándose al sol en medio de los campos. Vimos a tantos abrir los ojos desmesuradamente antes de tragarse la última bocanada de aire. Morir es siempre una sorpresa y un pánico reconcentrado y un alivio. Llegar al fin al punto en el que nada más va a pasar, ni el ruido del mundo, ni la saliva en la lengua, ni el sonido de las tripas con hambre, ni la piquiña entre los dedos. Alcanzar ese punto en el que la existencia se detiene. Morir es lo imposible. Y han sido tantos los muertos que a veces, en las noches, cuando estamos a punto de cerrar los ojos nos preguntamos si no estamos nosotros también todos muertos.

Futuro

Pero quedamos nosotros. Los que no perseguimos ni somos perseguidos. Los que sobrevivimos al hambre y al miedo sin pertenecer a ninguno de los bandos, porque no pudimos ni quisimos elegir. Estábamos demasiado ocupados tratando de que no nos mataran ni los unos ni los otros. Demasiado angustiados por no quedarnos en mitad del camino cuando se encontraran los que iban adelante y los que venían detrás. Caminábamos de noche cuando los demás dormían y enseñamos a los niños a no llorar o por lo menos a llorar bajito. Pasábamos sin hacer ruido al lado de los revoltosos campamentos de los unos o de las casas silenciosas en las que se quedaban a dormir los otros. Aprendimos a andar entre los vigías y los centinelas sin ser vistos. Nos convertimos en fantasmas. Le robamos comida tanto a los del gobierno como a los de la oposición. Pero a veces funcionaba mejor llegarles a cara descubierta. A los del gobierno les decíamos que veníamos a apoyarlos, a luchar junto a ellos por la patria. Todo lo que querían escuchar. Entonces compartían con nosotros sus raciones y nos daban también junto con el pan sus discursos. Las frases hechas que nombraban el amor pero rezumaban odio. Las consignas vacías que nunca nos creímos y ahora menos. A los de la oposición les decíamos que nos habían desplazado, que no teníamos casa ni lugar en el mundo, que si pudiéramos y tuviéramos con qué los apoyaríamos. Exacto lo que querían escuchar. Entonces ellos también aceptaban compartir con nosotros lo poco que tenían, haciéndonos mientras tanto miles de preguntas. Nos escuchaban distraídos. Y después repetían sus frases y consignas, sus verdades a medias. Pero nosotros estábamos demasiado ocupados en sobrevivir y decíamos que sí para salir del paso. Y después nos despedíamos hasta la próxima vez, con muchas reverencias y sonrisas, deseándoles de todo corazón que les vaya bien. Recordándoles que al final quedamos nosotros, los que no podemos ni queremos elegir. Aunque sabemos bien que nunca nos han escuchado y ahora menos.

Palabras

Por un tiempo creímos que bastaba con nombrar de otro modo lo que existe. Usábamos el lenguaje como un arma arrojadiza. Jabalina, lanza, flecha. La palabra era el hacha con la que nos abríamos camino en medio del matorral de la realidad. Llamamos libertad al odio visceral que nos invadió las entrañas. Al desprecio lo llamábamos civilización y barbarie a todo lo que no fuera exactamente como nosotros. Invocábamos la ley a cada paso, pero dejamos de creer que cada ser humano es inocente hasta que se pruebe lo contrario. Al contrario. Condenamos a todo el que estuviera en la trinchera opuesta sin detenernos a considerar atenuantes. Nunca admitimos que juzgábamos sin pruebas, que nuestros juicios eran expeditos y sumarios. En el mundo dividido a ultranza en el que vivíamos, ellos eran los únicos que cometían injusticias. Hasta que nos vimos obligados a aprender que toda arma arrojadiza puede devolverse como un boomerang y golpearnos en la frente con la fuerza de nuestra propia furia. Palabras como culpa o enemigo. Odio, venganza, orgullo, responsabilidad. Patria. Justicia, sobre todo justicia.

Espinas

Puestos a destruir lo destruimos todo. Las familias se desintegraron. Las parejas duraban apenas hasta el amanecer. Los padres se negaban a aceptar que esos hijos eran suyos. Las madres dejaban a los niños realengos o en manos de cualquiera que quisiera hacerse cargo. No era raro ver bandas de niños abandonados a su suerte que se juntaban para sentirse menos solos. Dejamos atrás a los viejos y por las noches, mientras luchábamos contra el insomnio o nos dejábamos caer sin resistencia en el sueño profundo, nos permitíamos un minuto de culpa. Quedaron en pie algunas amistades, que se alimentaban de las rutinas, de la necesidad de guardarse las espaldas, la conversación a media voz a las desordenadas horas de llevarse a la boca algo de comer. Pero más que todo nos volvimos extraños. Lobos solitarios que cazan en manada y después se dispersan. Nos volvimos ariscos. Sobre todo de día. Si alguien se nos acercaba demasiado por un tiempo que nos parecía más bien largo, nos volvíamos erizos, puercoespines. Siseábamos como las serpientes antes de atacar. Cascabeleábamos. Anunciábamos ruidosamente que no teníamos espacio para darle refugio a otra soledad que no fuera la nuestra. Pero algunas noches el frío o el miedo podían más. Entonces nos acurrucábamos en grupos sin pie ni cabeza. Nos volvíamos un todo indiscernible. Un apelotonamiento de nalgas y talones. Ronquidos, quejidos, murmullos, tripas ronroneando. Calor humano. Las noches se convertían, a veces, en lugares en los que era posible espantar la soledad. Y salíamos de esos encuentros con las espinas rotas. Listos para enfrentar otra jornada destruyéndolo todo sin descanso.

Frontera

Pero quedamos nosotros. Los que no nos quedamos. Los que buscamos apurados la primera frontera que pudimos cruzar para ponernos a salvo, porque estábamos demasiado ocupados en sobrevivir. Porque nos empujaba el miedo y el hambre y nos negamos a elegir entre dos males. Pedimos asilo, rogamos asistencia, mendigamos la sopa y el pedazo de pan en cada refugio que encontramos. Habíamos dejado la pena y la vergüenza en el camino o enterradas en las ruinas de todo lo que alguna vez llamamos nuestro. Aunque tuvimos que abandonar a los más viejos, salvamos a los niños. Y cuando logramos por fin cruzar al otro lado volteamos a mirar desde lo alto y vimos los incendios y las polvaredas. La tierra toda arrasada por la furia. Los bosques y los ríos envenenados por el odio. Y supimos que al final sólo quedaríamos nosotros, los que no podíamos ni queríamos elegir. Los que nunca creímos en la guerra y ahora menos. Los que cargamos a cuestas con la culpa de no pertenecer a ningún bando. Los que en tiempos de paz limpiábamos las casas, reparábamos lo que estaba roto, cuidábamos niños y jardines, gatos y perros. Curábamos enfermos, lavábamos ancianos, manteníamos en orden las calles y las plazas, vendíamos los tiques del metro, manejábamos los autobuses, despachábamos en los abastos y las farmacias. Y sacábamos las cuentas al final de cada día contando hasta el último centavo. En tiempos de guerra seguíamos trabajando aunque ya no tuviéramos transporte para ir al trabajo y el sueldo no alcanzara ni para el café del desayuno. Y cuando ya no pudimos trabajar, seguimos cuidando de los nuestros y de los demás, porque era lo único que podíamos hacer. Aunque a veces tocara pelear entre nosotros, sin elegir nunca ningún bando. Porque en la guerra la furia se multiplica y lo abarca todo. Y a veces hasta tuvimos que mancharnos las manos de sangre. Pero todo eso quedó atrás y ahora estamos por fin del otro lado, llenando planillas y respondiendo cuestionarios para que nos den permiso de ser y estar en otra parte. Donde sea que la guerra y el miedo y el hambre ya no nos alcancen.

Inventario para después de la guerra

Para Gina Saraceni

Luchar contra la muerte al descampado, en medio de las ruinas de una guerra que acaba de terminar o continúa en otra parte.

Los ruidos de la guerra lejana que avanza o retrocede.

Los animales que nos rodean. Aves de rapiña, perros salvajes, ratas, insectos alados. Caimanes en los ríos. Culebras venenosas debajo de las piedras y los palos.

Harapos. Se usan unos trapos encima de otros. Los trapos más viejos se desintegran y se van cayendo solos, a pedazos. Las tiras sueltas se levantan a veces con la brisa.

El olor a quemado. Siempre y todo huele a quemado. Hasta que llueve. Entonces huele a cenizas remojadas y a sangre disuelta. Después sale el sol y el olor a quemado resucita.

Los caminos de tierra. Polvorientos o embarrados. Caminar por ellos es siempre una tortura. No parecen llevar a ninguna parte. Y sin embargo, a veces, una ruina se atraviesa en el camino.

Los pies descalzos. Nadie tiene ya zapatos. Quedan algunos trapos gruesos que se amarran con tiras de otros trapos. Y después, siempre y sin remedio, los pies descalzos.

La ausencia del deseo junto al golpe sorpresivo y repentino del deseo.

El hambre. Las tripas llenas de aire. El aire que circula por las tripas vacías produciendo un dolor desarraigado. Un dolor que empieza en las encías y termina en el ano. Un dolor que se prolonga hacia afuera al orinar tres gotas y al expulsar una cagarruta dura como una piedra.

Los pelos, las uñas, los dientes. No tener con qué cortarlos ni cómo lavarlos.

Los tesoros. Se guardan los objetos encontrados en los campos de batalla y en las ruinas. La vida es caminar entre un campo de batalla y otro, siguiendo a los zamuros, para rastrear el terreno y encontrar los tesoros.

Los trueques. Un día intercambiaremos los tesoros. Una bala por una lata de atún. Una medalla dorada por un kilo de caraotas negras. Un día todos los tesoros van a convertirse en comida.

Las hogueras. Los fuegos que hacemos y los que otros han hecho. Túmulos funerarios en los que quemamos el miedo y asamos animales que comemos casi crudos. Alimentamos en la noche las hogueras para que no deje nunca de oler a quemado.

El agua. De lluvia o de río. Sabe siempre a sangre. Los pozos. Las quebradas. Los torrenciales aguaceros. Nunca, nunca, el mar.

El miedo. Por los caminos el miedo se disuelve mientras se mira lejos y no se ve a nadie. Por las noches el miedo crece, aunque se logre dormir en una cuneta fuera del alcance de las bestias y los hombres. Pero el miedo no se va nunca. A menos que se agrande y se convierta en terror. El terror es un miedo que inunda.

Las pausas. Los refugios que le arrebatamos a las ruinas. Las sombras de los árboles. Los días sin sol. Ese momento en el que el sol se esconde pero hay luz todavía.

Los sueños. Se sueña con el mar. Con olas enormes que crecen sin reventar nunca. Pero, sobre todo, se sueña con banquetes interminables. Dulces y salados. Bebidas y licores. Jugos de frutas y agua de coco.

Las ruinas. Entre los caminos y los devastados campos de batalla hay ruinas. Ranchos, casas, iglesias. Un gran caserón a veces. Huelen a quemado y guardan los tesoros. Trapos, papeles sueltos, muy rara vez un libro entero, pedazos rotos de lámparas que parecen joyas, latas vacías, encendedores, fósforos intactos, velas. Nunca nada que se pueda comer. Algún día los tesoros van a ser cambiados por comida. Hay que llevarse nada más lo que se puede cargar. Lo demás hay que enterrarlo. Los caminos son circulares y es posible pasar otra vez por las mismas ruinas. Entonces, tal vez, será posible desenterrar los tesoros.

Los fantasmas. Las almas en pena de los que murieron en la guerra. Pero también de los que están muriendo ahora porque el hambre es mucha. Aparecen en medio del camino y nos acompañan por un trecho. Después se van. En silencio como vinieron. Llevándose la poca esperanza que nos queda.

Las marcas. Hay que dejar marcas. Marcas que los otros buscadores no puedan descifrar. Nunca dejar una marca directamente encima de donde se ha enterrado un tesoro. Las marcas apuntan a otro lado. Dicen: aquí estuve; aquí guardé algo para la próxima vez; ¿te acuerdas dónde está? O dicen: acuérdate; esta no es la primera vez que pisas estas ruinas. O dicen: volviste; estás caminando en círculos. Ya no hay nada aquí, cambia de rumbo. Las marcas también sirven para no volver.

Las armas. Un garrote duro como una piedra. El cuchillo encontrado en un pecho sangrante. Un machete amolado que se afila al borde del río con una piedra lisa. Piedras con las que se practica la puntería. Las uñas. Los dientes.

Las repeticiones. Pasado un tiempo, todo vuelve a suceder otra vez y es necesario encontrar el modo de romper el ciclo. No seguir el mismo camino polvoriento o embarrado. No pisar otra vez el umbral de esa casa quemada, porque se ve de lejos una marca dejada hace ya tiempo.

Las atrocidades. Hay quienes juegan con el borde de la muerte. Se alimentan de gritos. Prefieren no matar. Pero invocan la muerte en cada tajo.

La marcha. A la vez una huida y una búsqueda. Sólo parece que se anda sin rumbo. En realidad se camina para sobrevivir, para luchar contra la muerte. Quedarse es morir. Dejarse alcanzar por los que vienen detrás es una forma de suicidio. Alcanzar a los que van adelante es un riesgo que es mejor no calcular. Todos los que quieren sobrevivir marchan al mismo ritmo. Perseguidores que se saben perseguidos. Hasta que llegue el día del intercambio de los tesoros.

Las voces. Cuando se escuchan, están siempre alteradas por la rabia. No son nunca susurros. Son gritos de terror o alaridos de angustia.

El horizonte. En algún lado, más allá de los campos de batalla y de las ruinas de la guerra, habrá una plaza al descampado donde vamos a ir llegando todos. Algunos llegarán tan cargados que apenas van a poder moverse y se sentarán en los bordes. Los más livianos irán caminando entre los montones de cosas que han traído los que llegaron antes. Los que no tengan nada más que su cuerpo desnudo ocuparán el centro. Hasta ahí llegarán a buscarlos los más fuertes: su cuerpo será el único tesoro que tendrán para ofrecer al mejor postor.

Los niños. Están en el centro de la plaza, rodeados por los que no tienen otra cosa que ofrecer que su cuerpo desnudo. Nadie los toca. Por ahora.

Edimburgo 2017-Praga 2019

©Trópico Absoluto

Raquel Rivas Rojas (Guanare, Portuguesa, 1962) es una profesora, escritora, traductora e investigadora venezolana. Reside en Edimburgo, Escocia, desde el año 2008. Ganadora del Premio de Ensayo de la XVII Bienal Ramos Sucre en 2009 con el libro Narrar en dictadura. Ha publicado los libros de ensayos Sujetos, actos y textos de una identidad (1998), Bulla y buchiplumeo (2002) y  Narrar en dictadura: renovación estética y fábulas de identidad en la Venezuela perezjimenista (2011), así como el volumen de cuentos El patio del vecino (2013) y la colección de poemas en prosa Inventario para después de la guerra (2022). Ha publicado dos novelas, Muerte en el Guaire (2016) y El Accidente (2018). Coeditó, junto con Katie Brown y Liliana Lara, la antología Escribir afuera: cuentos de intemperies y querencias (2021). Enseña español en la Universidad de Edimburgo y publica en el blog Cuentos de la Caldera Este.

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