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Entrevista con María Elena Morán: “La novela tal vez sea una invitación a esa casa en ruinas que es nuestra historia reciente”.

Por | 31 marzo 2023

Claudia Cavallin (San Cristóbal, 1972) entrevista a la escritora María Elena Morán (Maracaibo, 1985) quien se ha posicionado en el campo literario por su novela Volver a cuándo (Madrid: Siruela, 2023), ganadora del Premio Café Gijón 2022. La novela aborda el tema de la ruina del país y el fracaso de la llamada “revolución bolivariana”, pero con una singularidad en el corpus de esta especie de literatura de la devastación venezolana, y es que lo hace desde la perspectiva de quienes apostaron al proyecto revolucionario. El texto se convierte así en una especie de mea culpa en el que la autora asume con valentía su propio posicionamiento político: “no sé cuántos de los que, como yo, apostaron al proyecto revolucionario, asumen ese fracaso y su lugar en la construcción del mismo. La palabra fracaso genera un pudor y un miedo que nos sobrepasa”.

María Elena Morán (Maracaibo, 1985). Foto: Rafael Trindade.

Conversar con Maria Elena Morán sobre su experiencia como escritora es trasladarnos a cierta contemplación de quien sugiere, a través de la memoria de los personajes en su obra, lo que sucedió antes, durante y después de la denominada “revolución bolivariana”. No obstante, más allá de un discurso político, en la experiencia migratoria que se asume bajo el contexto de la mirada distante de aquellos que se alejan del país, cada capítulo de Volver a Cuándo (Ediciones Siruela, 2023) nos muestra cómo las llamadas “partes” se quiebran y se unen al mismo tiempo. Desde un movimiento interno en la novela, se comparte el dolor ante un país que se descuadra y un miedo que acompaña siempre a los que parten, por lo que podríamos iniciar este diálogo con esa forma dinámica que va desde las primeras líneas hasta el retorno de ciertas experiencias que hacemos los lectores a través de ellas.

Claudia Cavallin: Con mucho interés, me inicio con los epígrafes de Volver a Cuándo, posteriores a la dedicatoria que le haces a tu padre, Rodolfo, y a nuestra “patria portátil”. La multiplicación de las ausencias ante lo más básico, “Hoy es más grande tu hambre, uno menos la comparte”, en las letras musicales de Alí Primera, se traslada a la idea de su origen “Un hombre libre, cuando fracasa, no culpa a nadie”, cuando citas a Joseph Brodsky.  Sobre esa responsabilidad ante las carencias ¿Crees que el dolor ante los cambios políticos y sociales que suceden en Venezuela es un sentimiento compartido? ¿Todos sufrimos porque, al migrar, los venezolanos asumimos un fracaso, y no importa el origen político de quien se aleja del país?

María Elena Morán: La responsabilidad es un concepto clave para mí desde el propio origen del proyecto y fue fortaleciéndose a medida que el proceso creativo me llevaba más y más hondo en las heridas. Creo que el dolor frente a la debacle es compartido, seguramente, pero siento que es necesario hacer ciertas distinciones en función de las condiciones y de las herramientas que cada uno tiene a disposición para lidiar con esa pena. El dolor del país despedazado se matiza en función de la propia vivencia –para algunos–, que está entre los pedazos quebrados, el dolor tiene urgencia, es herida sangrante, tan concreta como la falta de dinero para comprar comida o pagar un tratamiento médico. Para otros, como yo, el dolor tiene cara de nostalgia, de impotencia y de culpa, porque nos dolemos desde la comodidad de nuestros nuevos hogares y una cosa es sufrir a salvo, perdiendo por momentos la sonrisa, y otra muy diferente es sentir que pierdes el horizonte y la salud.

La sensación de fracaso también es compartida, porque es avasalladora y nos permea en niveles que van de lo social a lo más íntimo, pero creo que el origen político de cada uno es lo que le da la real dimensión a ese fracaso en nuestras vidas. Algunos sienten que el proyecto que siempre fue de otros fracasó y se abstienen de asumir cualquier responsabilidad al respecto, como si la coexistencia ciudadana no fuera una construcción colectiva, como si los errores y los excesos políticos fueran apenas del lado que asumen como contrario. Ya de este otro lado, no sé cuántos de los que, como yo, apostaron al proyecto revolucionario, asumen ese fracaso y su lugar en la construcción del mismo. La palabra fracaso genera un pudor y un miedo que nos sobrepasa. Yo sé que ese cuestionamiento no cabe en las esferas del alto poder, pero en mi fuero interno, en la micropolítica de mi vida y de mis afectos, me pregunto qué puede haber más revolucionario que el derecho al error.

C.C.: Esa sensación de fracaso también puede estar en una imagen, en las palabras. El título de tu obra, como has señalado en otras entrevistas, “nació” siendo la primera línea de todo lo que después narras y se sobrepone sobre la portada roja de la novela, con una imagen de quien no existe, abrazando a quien retira la mirada, ambos sentados en sillas separadas que también sugieren el quiebre ante la coexistencia. El vacío blanco en medio del rojo, la ausencia de un abrazo simultáneo nos lleva a Nina y sus afectos. ¿Hay en ese espacio inicial un símbolo de que “todas las cosas, amadas o no, importantes o no, patriotas o no” finalmente se destruyen?

M.E.M.: Me encanta que me preguntes sobre esto. El concepto de la portada es mío y de Rafael Trindade, mi compañero, que es fotógrafo y primer lector crítico de mis textos. Quisimos traer ese abrazo rasgado, donde la mujer se deja abrazar, pero ya no está cómoda en ese abrazo, ya desvía la mirada, como un presagio de la partida. El hombre se ha vuelto un vacío, un sujeto-silueta, que, como el personaje de Camilo, se perdió dentro de sí mismo, dentro de una identidad diluida en esa otra identidad de masas, partidaria, un tipo demasiado convencido de estar del lado correcto de la historia, un huérfano de la duda saludable, madre de la sensatez. Un obrero de la política que, a fuerza de decir sí, señor, sin cuestionarse a sí mismo y a lo que representaba, cuando se dio cuenta, estaba convertido en un burócrata en la inercia de una máquina anquilosada.

María Elena Morán. Volver a cuándo. Madrid: Siruela. 2023

Ambos, presos en ese abrazo de quien quiere irse y de quien ya se fue de sí mismo, están sentados, como a la espera de algo. Están detenidos, pasivos, frente al rojo que todo lo inunda. Pienso en la canción “Historia de las sillas”, de Silvio Rodríguez, cuando dice “El que siga un buen camino tendrá sillas peligrosas que lo inviten a parar, pero vale la canción buena tormenta y la compañía vale soledad, siempre vale la agonía de la prisa, aunque se llene de sillas la verdad”. Para mí, la imagen de la portada es el punto de partida de la novela, casi como un prólogo. Los personajes estaban así, destruidos y, en el momento en que Nina decide levantarse de la silla, comienza la historia que cuento. Eran tantas las ganas de correr que nos cansamos. Luego nos ofrecieron sillas y las aceptamos. Nos quedamos a ver el show: la historia de un correr atolondrado y terco, que no sabe bien adónde va y que se lleva por delante a quien sea necesario.

C.C.: Siguiendo la ruta de cada una de tus páginas, pues parecieran frágiles puentes temporales y memorables que conectan a los personajes, los lectores nos aproximamos a las palabras que una vez mencionaste como símbolos de rebeldía ante la “higienización del habla”.  Más allá de la etimología, o los idiomas, en tu obra ¿cada frase del español marabino es también un acto de rebeldía ante la censura que, hasta cierto punto, quiso hacer callar a los venezolanos más cercanos a la industria petrolera?


M.E.M.:
No había hecho esta asociación en específico, pero sí puedo decir que la elección del habla regional y el rechazo a la higienización de nuestro español marabino, a su pasteurización, a su domesticación, habla sobre el respeto al pensamiento libre y sobre el rechazo a la búsqueda por unanimidad y homogeneidad, por entender la riqueza de la diversidad y la necesidad de abrazarla en todos los aspectos de la vida. Escribiendo, entre otras cuestiones, sobre esa exigencia de unanimidad y el desprecio por la crítica y el debate de ideas en la que han caído democracias tan vapuleadas como la nuestra, me parecía conceptualmente incoherente exigirle yo a mi español que vistiese el uniforme que, desde el centro de poder lingüístico, se considera correcto, deseable. Lo dejé salvaje, libre, un ruido en el sistema para unos, música para los oídos de otros, y que cada uno decida qué hacer con eso.

no sé cuántos de los que, como yo, apostaron al proyecto revolucionario, asumen ese fracaso y su lugar en la construcción del mismo. La palabra fracaso genera un pudor y un miedo que nos sobrepasa.


C.C.:  Como sabemos, esta es la primera novela galardonada por el premio Café Gijón 2022 que no solamente es venezolana, sino que parte de una escritura desde el chavismo y no desde la oposición. Para quienes apoyaron la revolución chavista sin lograr los triunfos necesarios, para los que después de toda una idealización del futuro en Venezuela han tenido que migrar, ¿crees que la ficción puede ser una forma de compartir y subsanar la herida del no-volver?

M.E.M.:
Me da miedo darle responsabilidades y deberes a la ficción, pero al mismo tiempo no desprecio sus poderes, porque los vivo como lectora y como escritora. Creo que todo libro es una casa momentánea. Un espacio-tiempo en el que podemos sentir algún alivio, algún amparo, porque nos reconocemos en él, pero puede ser, y muchas veces lo es, una casa que nos duele visitar, porque no es un lugar inofensivo, sino uno que nos involucra emocional e intelectualmente. Me interesa la literatura que exige, que no quiere dejarnos cómodos, sino que prefiere provocar, movilizar, hacer preguntas. Volver a cuándo no es una novela autobiográfica, pero evidentemente comparto con los personajes la herida y el punto de vista. Escribí el libro en una fortísima tensión conmigo misma que, al mismo tiempo, me permitió organizar algo del caos que cargaba encima como una nube de aguacero inminente. Quiero pensar que ese proceso puede extenderse a mis lectores. La novela tal vez sea una invitación a esa casa en ruinas que es nuestra historia reciente, una casa a la que necesitamos mirar con honestidad en vez de desviar la mirada o de calmar nuestros egos con porqués insuficientes y siempre externos. Están ahí sus ventanas rotas, sus puertas violentadas, la polvareda que dejan sus paredes al desplomarse. Y estamos nosotros, que tenemos el deber y el derecho de dolernos juntos y la oportunidad de hacer de ese dolor un punto de partida y no de llegada.

C.C.:  Ya que mencionas una casa en ruinas, pienso ahora en un espacio que se va quebrando mientras se expande. Hace unos años, recuerdo haber iniciado un diálogo académico en los Estados Unidos sobre la película Cidade de Deus (2002), que muestra cómo el fractalismo de una ciudad deseada va llevando, en las imágenes, la destrucción de la igualdad en los espacios habitados por las clases más bajas de un país. Como también tu obra se mueve en una estructura pendulante entre la literatura y el cine, pues la narrativa es dinámica y muy visual, ¿cómo crees que cada espacio en la novela simboliza el quiebre de la identidad y –si lo hace– hasta donde podría llegar una nueva pertenencia aleatoria entre el país de origen y el país destino?

M.E.M.: La dinámica de los espacios intenta traducir las cuestiones que están en conflicto en los personajes, muchas de ellas relacionadas, claro, a lo identitario. El espacio físico reproduce la inestabilidad que viven los personajes: todo es provisional, accidental, escondite o amparo. La novela está construida encima de tránsitos, pasando por lugares con los que no se llega a establecer relaciones duraderas, como carreteras, aeropuertos, hoteles; por lugares a los que los personajes les dan un uso diferente al que están destinados, como la universidad o el cementerio; por lugares abandonados o a punto de serlo, como las casas en Maracaibo.

Nina, por ejemplo, está rodeada de espacios que le son hostiles porque subrayan su condición de extranjera que llega sin ser invitada, carente de ayudas. Son lugares con los cuales ella no logra relacionarse no sólo porque le son desconocidos sino porque la colocan en un lugar desconocido para sí misma, que es el lugar de la víctima. Ya la universidad, paradójicamente, un lugar en el que ella está como invasora, es un lugar de refugio. Aunque transitorio y absolutamente ajeno, ella lo ocupa con determinación, jugando por momentos a ser alguien más, un alguien que no necesita compasión ni lástima. Camilo, por su parte, transita por lugares en los que no cabe: la casa familiar en Maracaibo, la casa familiar en Estados Unidos, su propio apartamento burgués que le recuerda al Camilo joven y revolucionario que ya no es, un cuarto de hotel impersonal como impersonal se ha vuelto su relación con su hija, esa pequeña de la que abdicó sin querer queriendo. Camilo tiene una identidad escindida, no sabe ya lo que es. Y sus lugares se lo gritan. Para pertenecer, él primero necesita hacer las paces, resolver ese impase entre lo que él cree que es, lo que dice que es y lo que es en realidad.

Todos los cinco personajes a través de los cuales narro la historia están teniendo que aprender a vivir dentro de sus propios cuerpos, que ahora son cuerpos en tránsito, en transformación, en crisis, con todo lo que esas categorías significan en los mundos que ocupan. En ese sentido, creo que hay en todos un movimiento de búsqueda de pertenencia interna y externa, habitar y habitarse. En Nina, este deseo es declarado: ella quiere encontrar un lugar y echar raíces que puedan encontrarse, bajo la tierra, con sus raíces venezolanas, un abrazo subterráneo de identidades. Ella parte con esa abertura, tal vez sabiendo que la verdadera patria se lleva a cuestas.

C.C.:  En la novela, mencionas un sentimiento profundo que detallas como “una rabia de mea culpa por su tanta miopía, por las decisiones personales, familiares, vecinales, ciudadanas”, que se dejó llevar por la figura simbólica del presidente, en el contexto venezolano “del panfleto del materialismo histórico y la carencia histórica y la tragedia de la derecha histórica y la aventura cíclica de la izquierda histórica y la opresión histórica y el melodramatismo histórico, enraizados al punto de agarrarse a un líder como a una tabla de salvación, de escuchar a un hombre y quererlo infalible, incontestable”. ¿Crees que esa necesidad tan profunda de un liderazgo puede llevar a los venezolanos volver a caer en la “ceguera” ante los verdaderos cambios indispensables? Saramago trató de mostrarnos, a través de una novela, hasta qué punto no somos capaces de ver una necesidad compartida.

M.E.M.: Sin duda, aunque creo que es algo que extrapola lo venezolano. Tengo la sensación de que en América Latina estamos siempre en la inminencia de la llegada de un nuevo gran padre, lleno de carisma y autoritarismo disfrazado de solidez y contundencia política, la “mano dura” que decimos necesitar —la misma mano que un día golpea a los otros y lo celebramos, hasta que eventualmente, si osamos ponerle algún pero, nos calla, nos abofetea, nos asfixia. Me intriga muchísimo ese gusto por los caudillos antiguos y por los modernos. Parece que tenemos vocación de huérfanos y es algo que Chávez supo aprovechar, en un primer momento, trayendo a Bolívar como esa presencia omnisciente y todopoderosa, y luego en su propia figura, que fue ganando contornos de gran líder paternal, un personaje exuberante que prometía velar por los buenos hijos de la patria, a cambio de fidelidad y devoción sin fecha de caducidad. No es aleatorio que el mayor símbolo que nos quedó de él hayan sido ese par de ojos vigilantes. Tampoco lo es el hecho de que, inclusive en un escenario democrático, todo parece indicar que la oposición necesitaría un candidato tan carismático y paternal como cualquier caudillo, para destronar a Maduro.

C.C.:  Finalmente, partiendo de tu novela, quisiera irme más allá de los contextos sobre la nostalgia, la pérdida, la memoria y la ruina que, obviamente, podrían ser conectados con tu experiencia y la escritura. Como periodista, sabes que siempre nos movemos cerca de las llamadas “Wh”, y más allá del volver a “cuándo” ¿Has pensado en que las nuevas generaciones de hijos de migrantes venezolanos podrían acercarse al llamado “volver a qué”?


M.E.M.:
Siento que ese qué al cual volver va a ser un concepto en muchos casos mediado profundamente por la nostalgia que sienten sus padres, responsables por hacer el retrato de lo dejado atrás. De tal forma, mi apuesta, y esto lo digo sin una gota de ironía o juicio de valor, es que será una Venezuela soñada, idealizada, como cualquier cosa que se pierde. Es una Venezuela que en realidad ya está por ahí, circulando entre los buenos recuerdos, las comparaciones permanentes con los países de destino, las noticias sobre tener el mejor no sé qué y el mejor no sé cuándo, el Guinness de esto y de aquello. Confieso que eso a veces me enternece y a veces me incomoda un poco, porque percibo una romantización exacerbada. Al mismo tiempo, me parece un movimiento natural en las diásporas. Es una colectividad desmembrada, desesperada por recibir y distribuir buenas nuevas, por recordar las cosas maravillosas que parece que el mundo, ocupado como está con nuestras noticias terribles hace años, dejó de ver.

©Trópico Absoluto

Claudia Cavallin (San Cristóbal, Venezuela, 1972) es Profesora Asociada en la Universidad Simón Bolívar (Venezuela) y docente en el Departamento de Lenguas y Literaturas de Oklahoma State University. Es autora de los libros: Ciudades de película: Ficciones urbanas del cine, la literatura y la música (Editorial Académica Española, 2012) y Espectros de la palabra. La metáfora en Borges: los juegos del lenguaje que hacen posible la configuración de un universo de imágenes recursivas (Editorial Académica Española, 2012). Entre 2012 and 2015, fue directora de Estudios. Revista de Investigaciones Literarias y Culturales.

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