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De las prolongaciones de lo humano

Por | 12 febrero 2023

Ofrecemos la introducción del trabajo de Luis Miguel Isava (Caracas, 1958), De las prolongaciones de lo humano. Artefactos culturales y protocolos de la experiencia, publicado a finales del año pasado en Valencia, España, por la prestigiosa editorial Pre-Textos. “En un sentido general, lo que propone el libro es comprender que cuando “tenemos una experiencia” –percibiendo algo con los sentidos, identificando o sintiéndonos en una determinada situación, reaccionando emocional o intelectualmente frente a ella– eso se debe a que hemos interiorizado previamente un protocolo que la hace posible. Esto quiere decir que la experiencia se “tiene” sólo a través de esos patrones “formal-corporales” de captación y comprensión con los que la cultura –en la mayoría de las ocasiones de manera inadvertida, por medio de la educación, la frecuentación, los ambientes, la comunicación– equipa a sus sujetos”. (LMI)

Escoba de plata de ley con decoración floral, cerdas de fibras vegetales. Maestro orfebre Black Starr & Frost. S/F

Me gustaría si no situar, al menos referir un posible origen (¿habrá en verdad origen?) de las reflexiones de este libro a un pasaje de un relato de Borges. Como se sabe, abundan diseminados en sus escritos momentos de claro tenor filosófico –el que da pie a la reflexión que abre Las palabras y las cosas, de Foucault, es quizá el más famoso–, momentos en los que lo narrativo se transforma casi de manera inadvertida en una propuesta teorizante. El pasaje en cuestión se encuentra en el relato “There are more things”. El personaje-narrador, como se recordará, al regresar a su patria, decide investigar el destino de la casa de su tío, la Casa Colorada, que luego de su muerte fue rematada y completamente refaccionada. Aunque nadie ha visto al nuevo dueño, en un pasaje del cuento se le atribuye una “monstruosa anatomía”. Hacia el final del relato, el personaje-narrador entra a escondidas en la casa y trata de describir eso que aparece en su campo de visión (que por su extrañeza parece anticipar lo “inaudito” del huésped) y que sin embargo confiesa no ver:

El comedor y la biblioteca de mis recuerdos eran ahora, derribada la pared divisoria, una sola gran pieza desmantelada, con uno que otro mueble. No trataré de describirlos, porque no estoy seguro de haberlos visto, pese a la despiadada luz blanca. Me explicaré. Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes; las tijeras, el acto de cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de un vehículo? El salvaje no puede percibir la biblia del misionero; el pasajero no ve el mismo cordaje que los hombres de a bordo. Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos.(1)

La experiencia que relata el personaje es del todo singular: a pesar de estar en la habitación, frente a lo que sería un mobiliario, advierte que no está seguro de haber visto lo que tenía ante sus ojos. Y complementa esta declaración con la explicación: “Para ver una cosa hay que comprenderla”; explicación que ilustra con una serie de ejemplos. En efecto, el diseño de los muebles presupone una anatomía común de los humanos, y de allí la adaptación a ella de sus formas: la tijera, la forma prensil de la mano y su movilidad, etc. No obstante, los ejemplos toman a continuación un giro distinto. Ahora se refiere a diferencias entre grupos humanos: es cierto que un pasajero no reconoce las diferencias entre los nudos de una embarcación –no está entrenado para ello– y es incluso posible que le parezcan todos iguales; de la misma forma, el “salvaje” tampoco está entrenado para comprender lo que es un libro y, por lo tanto, no percibe la biblia del misionero. (2)

De este ejemplo podemos extraer dos conclusiones. La primera es de orden estrictamente teórico: no basta nuestro equipamiento óptico anatómico para percibir algo que se encuentra frente a nuestros ojos. La segunda, de orden cultural: no vemos los objetos creados en una cultura diferente, porque carecemos de las condiciones de posibilidad para entenderlos, ya que tales condiciones están inextricablemente imbricadas con dicha cultura. El encuentro entre el conquistador y el inca parece ilustrar la segunda. El cuento de Borges, sin embargo, al no referirse a un objeto creado, sino a un ser, parece aproximarse a la primera. De ahí su título; un verso del Hamlet que, como sabemos, concluye con “Than are dreamt of in your philosophy”. Y para ser consistente con lo que postula este momento teórico, el personaje del relato afirma, en la línea final del cuento, que no cerró los ojos (obsérvese el pasado del verbo), lo que, al concluir el relato, patentiza la imposibilidad de describir eso que no pudo verse y que no obstante apareció.

El momento teórico del relato, a pesar de una aparente contradicción,(3) apunta en el fondo a una inversión de la relación existente entre percibir algo y entenderlo. Al contrario de lo que la concepción tradicional de la percepción propone, nunca se da el caso de que percibimos algo y luego, como consecuencia, lo entendemos, sino que, al contrario, para poder percibir algo, para que se den las condiciones de posibilidad para percibir ese algo, es necesario entenderlo de antemano. Los giros que utilizo para parafrasear la propuesta de Borges, sin duda, apuntan a la esfera de la reflexión kantiana. Creo, sin embargo, que se trata de un problema distinto que me gustaría evidenciar desde dos perspectivas.

¿Pero cuál era la naturaleza de ese “entender” al que me he estado refiriendo? Pronto surgió la idea de que no se trata de comprensión alguna en el sentido tradicional, sino más bien de parámetros, incluso de condiciones –en principio formales–, que permiten situar en un marco de referencia aquello que se percibe; algo, por tanto, más amplio, y a la vez menos consciente, que la comprensión.

Por una parte, pensar el “entender para (poder) ver” implica que un grupo, un colectivo, una cultura, una civilización tienen el equipamiento para percibir, digamos, un templo o un lugar de culto, para identificar formas de comportamiento (aceptadas o repudiadas), para preferir determinados sabores en su alimentación y determinadas prácticas en su desempeño cotidiano, pero también para identificar un sinnúmero de objetos específicos a los que dicho colectivo –dentro del cual circulan– ha asignado una función. El no iniciado, el extranjero, sólo percibirá estos lugares, estos comportamientos, estos sabores, estos objetos, en la medida en que se aproximen a los suyos, y de no haber similitudes simplemente no podrá percibirlos. En esto consistiría la determinación cultural de lo perceptible.(4)

Por otra parte, resulta necesario preguntarse: ¿qué ocurre en los casos de objetos creados por una cultura que no reciben –necesariamente o durante un período de tiempo– la sanción del colectivo (y bastaría una rápida mirada a los artefactos que produjeron las vanguardias históricas para cerciorarse de que tales artefactos aparecen, aunque en algunos casos todavía hoy no se vean)?(5) ¿Qué pasa, por ejemplo, en el caso en que –como sucede en el relato “La obra maestra desconocida”, de Balzac– se produce un objeto que escapa a toda determinación de comprensibilidad en sus posibles destinatarios? Y volviendo al caso de los objetos que produce una cultura, ¿cómo es posible percibir lo que en Occidente se ha escogido identificar y calificar como arte? ¿Se los puede ver, oír, leer sin los presupuestos conceptuales que implica la compleja noción histórica de arte?

Comencé a pensar en estos problemas hace más de diez años, mientras preparaba un curso que tenía como objetivo entrenar a los estudiantes del Posgrado en Literatura de la Universidad Simón Bolívar para “leer” lo que se denomina “obras” (de arte, de literatura, de música). En los cursos de teoría literaria que había impartido –e imparto hasta hoy– en dicho posgrado, no obstante, nos habíamos encontrado con la evidencia de que la cultura produce, en general, un género aún más extenso y no menos problemático de objetos que, desde hace unas décadas, ha comenzado a denominarse “artefactos culturales”; objetos cuya lectura impone repensar los determinantes que la tradición estética proyecta sobre las obras, pero que requiere, casi de forma paradójica, las sofisticadas técnicas de lectura desarrolladas a partir de dicha tradición. Tenía entonces que diseñar un seminario de entrenamiento para la “lectura” (insisto en esta palabra) de artefactos culturales. En el curso de la preparación del seminario se hizo evidente que era indispensable entender, a partir de parámetros de orden cultural, que la teoría visibiliza y analiza, el espacio de producción y circulación de dichos artefactos, para poder en efecto percibirlos y así proceder a analizarlos.

¿Pero cuál era la naturaleza de ese “entender” al que me he estado refiriendo? Pronto surgió la idea de que no se trata de comprensión alguna en el sentido tradicional, sino más bien de parámetros, incluso de condiciones –en principio formales–, que permiten situar en un marco de referencia aquello que se percibe; algo, por tanto, más amplio, y a la vez menos consciente, que la comprensión. Un candidato adecuado parecía ser la noción de experiencia, pero había un problema: de acuerdo con las teorías más extendidas acerca de la experiencia, esta consiste en un tipo de aprendizaje que se adquiere o bien como resultado de una captación sensorial o cognitiva no-mediada de un sujeto con objetos y situaciones de su entorno (con lo que volvíamos a la supuesta “inmediatez” descartada antes en la percepción), o bien gracias a la modulación de dicho encuentro por condiciones sociales o sistemas de creencias. Quise entonces plantear una teoría alternativa a esas versiones; una teoría que propusiera que para que se cumpla tal cosa como una experiencia deben existir condiciones específicas de posibilidad que he llamado “protocolos de la experiencia”. Sin embargo, estos protocolos no se reducen a meras condiciones formales de recepción; en realidad se consolidan a través de una incorporación, de un “hacerse cuerpo” en los individuos de un colectivo.(6) Gracias a ello, la noción permite vincular de manera indisociable los ámbitos de la percepción, la comprensión y la experiencia. Es precisamente esta teoría, aplicada al análisis de algunos artefactos culturales, lo que expongo en este libro.

A partir de reflexiones, tanto de orden filosófico como estético, se exploran aquí las maneras en que esos protocolos se forman en una cultura, cómo se sedimentan en el colectivo y cómo, a partir de su interiorización, refrendan para este lo que –ahora sí– considero experiencia. A partir de unas observaciones de Derrida, propongo que dichos protocolos pueden incluso adquirir, debido a su dimensión formal, las características de una escritura, y que por tanto pueden pensarse como “prótesis del interior”. Problematizo la tentación de pensarlos como formaciones de tipo ideológico o mitológico, aunque dichas formaciones pueden contribuir a su definición y su formación. Propongo, antes bien, pensarlos como marcos culturales que orientan y organizan la recepción de determinados objetos o situaciones y los hacen experiencia (visible, audible, inteligible). Esto quiere decir que los protocolos son mediaciones que hacen posible no sólo la percepción, sino incluso la comprensión de lo percibido y su integración en el archivo que es la experiencia.

En un sentido general, lo que propone el libro es comprender que cuando “tenemos una experiencia” –percibiendo algo con los sentidos, identificando o sintiéndonos en una determinada situación, reaccionando emocional o intelectualmente frente a ella– eso se debe a que hemos interiorizado previamente un protocolo que la hace posible. Esto quiere decir que la experiencia se “tiene” sólo a través de esos patrones “formal-corporales” de captación y comprensión con los que la cultura –en la mayoría de las ocasiones de manera inadvertida, por medio de la educación, la frecuentación, los ambientes, la comunicación– equipa a sus sujetos. Los casos más claramente identificables de transformación (o, como prefiero llamarlos, de “alternativización”) de los protocolos de la experiencia son los que ocurren en el choque o encuentro entre culturas distintas, cada una de ellas equipada con sus respectivos protocolos de experiencia, que difieren de manera radical entre sí (como el del encuentro del “salvaje” con la biblia, en tanto objeto extracultural, al que alude Borges). En este libro, sin embargo, concentro mi atención en la perspectiva que nos ofrecen la producción y recepción de artefactos en la modernidad occidental. La razón de esta escogencia radica en que, a mi juicio, la dinámica de la alternativización de los protocolos en ese contexto se ha producido, en algunos casos, fundamentalmente como efecto de artefactos culturales que ella misma produce, lo que permite adoptar una forma de análisis más teórica. No cabe duda de que Occidente, a partir de finales del siglo XIX, ha explorado de manera consistente y compleja la producción de estos artefactos, y de manera voluntaria y consciente con la aparición de las vanguardias y las nuevas tecnologías. Con ello ha creado la posibilidad de transformarse a fuerza de producir –a través de la creación de los que quisiera llamar n(e)o-objetos– formas divergentes, diferentes y alternativas de pensarse a sí misma.

En consecuencia, junto con la exposición de la teoría de los protocolos, el libro plantea que, precisamente a partir de la producción de artefactos culturales singulares, entre los que pueden contarse algunas obras de arte producidas en Occidente a partir de la modernidad, la “experiencia” se modifica, se dinamiza y se (re)construye.

Luis Miguel Isava. De las prolongaciones de lo humano. Artefactos culturales y protocolos de la experiencia. Valencia: Pre-Textos. 2022.

¿Cómo ocurren dichos procesos? Cuando nos encontramos ante un artefacto cultural que entra en conflicto con los protocolos de la experiencia ya existentes (los “protocolos naturalizados”), en una primera instancia, dicho artefacto resulta imperceptible (invisible, inaudible, ininteligible). Esta situación puede entonces dar lugar a dos momentos transicionales y complementarios en nuestra relación con los protocolos: por una parte, ante el desajuste “perceptivo” que genera, el nuevo artefacto patentiza la existencia de protocolos que antes de dichos desajustes resultaban invisibles por naturalizados. Es este el momento crítico: la dificultad de percibir, de captar, de entender ese artefacto vuelve a visibilizar los protocolos que garantizaban esas operaciones cuando nos enfrentábamos a situaciones u objetos mediados por ellos. Por otra parte, pasado el momento crítico y evidenciada la relación de percepción protocolizada que tenemos con objetos y situaciones, surge la posibilidad –no siempre cumplida– de que comience a configurarse un nuevo protocolo, esto es, que aprendamos a mirar, a oír, a leer, a movernos, a entender, de acuerdo a patrones formal-corporales distintos y que estos se estructuren en nuevos protocolos (alternativos) que posibiliten nuevas formas de (hacer) sentido. Es este el momento productivo: la necesidad de dar sentido a lo ahora presentado fuera de los protocolos naturalizados para la búsqueda de esquemas de comprensión, es decir, de protocolos alternativos que permitan “traer a la experiencia” ese artefacto “alternativizante”, ese n(e)o-objeto y, a través de esa operación, crear las condiciones de posibilidad para entender(lo) y con ellas una apertura hacia otras maneras de ver, oír, hablar y sentir.

Esto supone que, en la libertad que implica la opción de crear artefactos culturales, los marcos de estructuración de la experiencia se vean cuestionados, e incluso transformados, para dar paso a nuevas formas de experiencia que eventualmente pueden ser sancionadas por la cultura y que resultan inherentes a su dinámica. Y en el caso de la cultura occidental, abundan los ejemplos de ello. Como se ve, el papel de los artefactos culturales es esencial para la propuesta teórica del libro.

En algún momento acaricié la idea de llamar a esta teoría “ontología de los no-objetos”, con lo que quería, en parte de manera paradojal, plantear la necesidad de dar cuenta, de percibir y, por tanto, de traer a la experiencia estos objetos que resultaban de entrada y en principio invisibles por incomprensibles (para volver a la ecuación de Borges). Quizá pueda pensarse así siempre y cuando se recuerde que esa ontología se fundamentaría en la teoría de los protocolos de la experiencia. Creo que en la actualidad prefiero seguir hablando de “protocolos”, refiriéndome, una que otra vez, a esos artefactos de desajuste como n(e)o-objetos, con lo que, por una parte, pongo el énfasis sobre su invisibilidad y, en consecuencia, sobre su alternatividad, como requisito para hacer posible un espacio de nuevas experiencias; y, por la otra, circunscribo su novedad (la “e” entre paréntesis) a su posición respecto a los protocolos.

El libro se divide en dos partes: una teórica, que contiene dos capítulos, y otra analítica, de cuatro. El primer capítulo de la primera parte es una propuesta de precisión terminológica en el que presento una definición, un significado y unas formas de operar de los artefactos culturales. En el segundo capítulo, el más extenso, tomando como hilo conductor una apretada anotación de Wittgenstein, desarrollo la teoría de los protocolos de la experiencia para explicitar, por una parte, cómo funcionan los mismos y, por otra, aducir fundamentaciones teóricas que refuercen esta concepción de la experiencia. Dichas fundamentaciones constituyen referencias para una genealogía de la teoría. Explico además la importancia de las transformaciones que introducen los artefactos culturales “alternativizantes” y cómo operan los momentos crítico y productivo. Este capítulo fundamenta los análisis posteriores del libro.

En el primer capítulo de la segunda parte intento mostrar, a través de la lectura comparativa de dos poemas, las profundas alternativizaciones a las que se somete no sólo la comprensión de la palabra escrita, sino el acto mismo de mirar en un momento particular de la historia cultural occidental. A partir de la comparación –diría incluso la fricción– entre un poema de Rilke y otro de Vallejo, dos poetas considerados paradigmas de la modernidad poética, analizo un caso de ruptura violenta respecto a los protocolos de la lectura del género (la cual, simultáneamente, se evidencia en el protocolo de la mirada). Con la lectura comparativa demuestro que algo debe cambiar de manera profunda en nuestras nociones de ver y entender para que efectivamente podamos, luego de la propuesta poética (verbal y visual) de Rilke, hacer experiencia, traer a la experiencia, un artefacto como el poema de Vallejo (tanto en su verbalización como en su concepción del mirar). Comento al final posibles razones para que las alternativizaciones que proponía el artefacto de Vallejo no se hayan vuelto efectivamente experiencia, formas de experienciar un texto, a pesar de hacer este una crítica clara y una desconstrucción del protocolo que fundamenta la lectura y comprensión del poema de Rilke y de su larga tradición.

En el segundo capítulo insisto en señalar un momento de ruptura –esta vez enfocado en la percepción visual–, al comparar nuestras reacciones a la “mirada” de dos artefactos artísticos: una serie de lienzos de Cézanne y el El gran vidrio de Duchamp. De nuevo, en este caso, como en el ejemplo de Rilke, propongo que estamos equipados culturalmente para percibir y entender los artefactos de Cézanne, por más problematizadores que nos resulten respecto a la noción de representación pictórica, pero que no tenemos tal equipamiento para hacer lo mismo con el “artefacto” de Duchamp. Analizo para ello tanto la evolución de los elementos pictóricos en la serie de Cézanne como su anclaje representativo, que en cierta forma garantiza, aunque enrarecida, nuestra comprensión visual a partir de protocolos específicos de la mirada. Contrasto luego estos análisis con el del complejo artefacto de Duchamp (en su doble dimensión visual-verbal) para constatar que propone un ¿objeto? que tenemos que aprender a percibir según nuevos parámetros que la cultura y sus protocolos no proporcionan, por lo que, en consecuencia, hay que empezar a producir nuevos protocolos para traer el mencionado n(e)o-objeto a la experiencia. También en este caso discuto las razones por las cuales, a pesar de estas transgresiones radicales en los protocolos naturalizados de la mirada, los artefactos que ha producido el arte contemporáneo parecen haber alcanzado una circulación, e incluso una aceptación, más allá de lo esperable debido a su radicalidad desconstructiva; aceptación que no tiene equivalente en al ámbito de los artefactos verbales, algunos de los cuales todavía hoy se siguen proponiendo como enigmáticas formulaciones, que no hemos logrado transformar en experiencias sensoriales, emotivas y/o intelectivas.

En el tercer capítulo, discuto una transformación de orden histórico: la experiencia aural, es decir, de la “escucha”, y la manera en que esta, en el ámbito específico de la música occidental, se ha visto orientada, definida y finalmente naturalizada por una serie de prescripciones de orden cultural y técnico que resultaron en la introducción de la tonalidad (la composición a partir de las veinticuatro escalas, mayores y menores, con las que todavía hoy se enseña y se compone música) en algún momento del si- glo XVII. El propósito es mostrar la conformación y posterior naturalización de un protocolo de la escucha que permitía de antemano identificar lo que era posible percibir como música y lo que no lo era.

A continuación, respecto al establecimiento de este protocolo, se exploran las tentativas de romperlo que emprendieron los movimientos y teorías de la composición musical que se introdujeron alrededor del cambio del siglo XIX al XX, cuyo objetivo era ofrecer procedimientos de producción de artefactos musicales (denominarlos “sonoros” sería más coherente) que ayudaran a la creación y ulterior captación de nuevas experiencias aurales. De nuevo, al final del capítulo discuto brevemente las razones culturales que han impedido, hasta cierto punto, la producción de nuevos protocolos a partir de dichos artefactos, quedando estos como objetos extraños, en su mayoría ajenos a la experiencia musical de un público extenso.

En el cuarto y último capítulo vuelvo a la idea de una historización, en este caso, con la introducción más o menos abrupta de un protocolo alternativo de la mirada como resultado de una invención técnica (el cinematógrafo) y, en especial, de los novedosos artefactos culturales que dicha invención hacía posibles. Las circunstancias merecen una atención distinta, pues a diferencia de las formas artísticas anteriores, el cine como espacio de producción de nuevos artefactos culturales no tenía tradición alguna de imágenes en movimiento (aunque puede considerarse que tanto la pintura como la fotografía son sus antecedentes) que desconstruir o problematizar. Estos nuevos artefactos surgen entonces como una manera singular de ver que, no obstante, parece asediada y limitada por la imposición de reproducir la realidad que ya antes se había asociado a la fotografía desde sus comienzos. En este caso, sin embargo, intento mostrar cómo esos artefactos, a pesar de la exigencia, propusieron casi de inmediato formas alternativas de ver. Estas desconstruían las expectativas documentales, reproductivas, que habían sido proyectadas sobre la nueva tecnología y sus producciones, para proponer, casi a contracorriente, n(e)o-objetos que era necesario aprender a mirar y que, de una manera que no era posible para las formas tradicionales del arte, acondicionaron y educaron la percepción visual (y en cierto modo también la aural). Las mismas constituyen una renovación radical del “archivo de lo visto” (la expresión es de Ludwik Fleck) y, por lo tanto, una transformación de las formas de mirar, que han sido interiorizadas ahora de forma extendida en la cultura por el alcance en la difusión de estos artefactos.

La propuesta fundamental del libro consiste en crear un marco teórico dentro del cual la función y el impacto de los artefactos culturales puedan pensarse más allá e incluso al margen de la noción tradicional de experiencia estética, a fin de evidenciar el efecto profundo que los mismos tienen en las transformaciones de la experiencia colectiva y, en suma, en la dinamización de la cultura y su producción simbólica. Estos artefactos culturales –y aquí se debe calibrar la complejidad de la intuición de Borges– son entonces los indicios de un nacimiento, de una transformación o, en palabras de Derrida:

… lo todavía innombrable, que se anuncia, y no puede hacerlo, como es necesario cada vez que un nacimiento está en proceso, sino bajo la especie de la no-especie, bajo la forma informe, muda, infante y terrorífica de la monstruosidad.(7)

Lo innombrable, lo monstruoso; la monstruosa anatomía, lo indescriptible; lo que no puede percibirse por incomprensible; ¿no se tocan en esto las reflexiones de Derrida y Borges? ¿La forma informe, muda, infante y terrorífica del “habitante” de Borges no es precisamente lo que promueve la reflexión teórica? Y ¿no son estos calificativos los que se emplean para referirnos a los artefactos culturales que desafían nuestra percepción, nuestra captación inteligente? Para extraer conclusiones de dicha confluencia considero necesario pensar la experiencia desde el marco de los protocolos culturales y, con ello, demostrar que los artefactos alternativizadores constituyen –pensados fuera del papel ancilar que les ha asignado la historia y una vez asimilado su efecto desarticulador– complejos elementos transformadores e incluso teorizantes de la cultura. Esta propuesta teórica abre entonces el camino a experimentar (con) n(e)o-objetos, más allá del espacio al que los ha circunscrito la tradición estética, en su cualidad de ele- mentos desencadenadores de procesos que dinamizan, trastocan y renuevan el ámbito de la experiencia individual, que como sugiero aquí está necesariamente enraizada en la experiencia colectiva.

Han pasado más de diez años desde el primer seminario que dicté sobre esta problemática. Lo siguieron otros en varias universidades nacionales, así como conferencias en el extranjero, en los que he expuesto sus planteamientos fundamentales. La situación política y social de mi país no me ha permitido concluirlo en un lapso más corto, e incluso me ha forzado a dejar fuera de esta edición un capítulo sobre arquitectura y un breve excurso sobre danza. En un futuro próximo espero tener la posibilidad y la estabilidad académica necesaria para redactarlos e incluirlos en una edición posterior (si cabe a este libro tal destino).

Decido publicar el libro con el cierre actual, entre otras razones, porque me niego a que la situación de gobernabilidad destructiva, inhumana e indefendible que sufre mi país me prive del impulso de pensar. Así, mi respuesta política es continuar la reflexión –una inclinación que debo a mi formación y mi labor docente en Venezuela– sobre esos curiosos artefactos que nos rodean y ocupan a diario en casi todos los aspectos de nuestra existencia interrogándonos sobre lo que es posible experimentar y, con ello, vivir.

Berlín, diciembre y 2021.

©Trópico Absoluto

Notas

1. Jorge Luis Borges. “There are more things”, Obras completas II 1975-1985. Emecé: Buenos Aires, 1989, pp. 36-37.

2. Borges se refiere, obviamente, al relato del encuentro de Cajamarca, entre Atahualpa y Pizarro. Para un exhaustivo análisis de este episodio histórico, a partir de todos los registros escritos que quedan del mismo, véase Antonio Cornejo Polar. “El comienzo de la heterogeneidad en las literaturas andinas: voz y letra en el ‘diálogo’ de Cajamarca”. Escribir en el aire. Ensayo sobre la heterogeneidad sociocultural en las literaturas andinas. CELACP: Lima, 2003, pp. 20-75.

3. En efecto, Borges parece invertir en la conclusión su argumento. Había dicho, en un comienzo, que “para ver una cosa hay que comprenderla”, y luego concluye: “Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos”.

4. Partiendo de lo apuntado por Borges, restringiré en este libro el uso de la palabra “percepción” al tipo de captación que requiere que aquello que entra en el campo de los sentidos sea necesariamente “entendible” desde su inserción cultural. La noción de percepción, entonces, implicaría la de “captación inteligente” (en el sentido del participio activo del verbo). A lo meramente registrado por los sentidos anatómicos lo llamaré “captación sensorial”.

5. Sin duda, el azar puede contribuir a la aparición de tales artefactos, y el hábito, contribuir a asimilarlos a la cultura, incluso sin proveer, estrictamente hablando, un marco de comprensión. Pienso en el fragmento de Kafka en el que unos leopardos irrumpen e interrumpen una ceremonia, cosa que se repite una y otra vez. Finalmente, como se puede anticipar su aparición, su irrupción se convierte en parte de la ceremonia misma. Véase Franz Kafka. Hochzeitsvorbereitungen auf dem Lande und andere Prosa aus dem Nachlaß. Fischer: Frankfurt, 1976, p. 31.

6. Las reacciones emotivas y fisiológicas que en ciertos casos generan algunos de estos artefactos son una clara patentización de ello. En el caso de las obras artísticas, el síndrome de Stendhal –de existir− constituiría el caso extremo.

7. “…l’encore innommable qui s’annonce et qui ne peut le faire, comme c’est nécessaire chaque fois qu’une naissance est à l’œuvre, que sous l’espèce de la non-espèce, sous la forme informe, muette, infante et terrifiante de la monstruosité”. Jacques Derrida. L’Écriture et la différence. Seuil: París, 1967, p. 428.

Luis Miguel Isava (Caracas, 1958) es Ph.D. en Literatura Comparada (Emory University, Atlanta, USA) y profesor titular del Departamento de Lengua y Literatura de la Universidad Simón Bolívar (Caracas). Sus áreas de especialización son poesía y poéticas contemporáneas, relaciones entre literatura y filosofía, teoría, estética y estudios de cine. Ha escrito un libro sobre la poesía de Rafael Cadenas (Voz de amante. Caracas: Academia Nacional de la Historia, 1990) y un libro sobre teoría poética: Wittgenstein, Kraus, and Valéry. A Paradigm for Poetic Rhyme and Reason (New York: Peter Lang, 2002). Ha traducido una antología de la obra de Saint-John Perse (Canto para un equinoccio. 2da edición. Caracas: Monte Ávila, 1998), el ensayo de W. Benjamin: La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica (Prólogo, notas y textos adicionales, LMI. Caracas: El Estilete, 2016), la antología Vacío de horas, de Enrico Testa (en colaboración con José Miguel Cestao; Caracas: El Estilete, 2016) y tradujo al inglés el libro de Hanni Ossott, Spaces to say the Same [Thing] (Caracas: Letra Muerta, 2017). De las prolongaciones de lo humano. Artefactos culturales y protocolos de la experiencia, apareció, en 2022, bajo el sello editorial Pre-Textos.

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