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Las FAES: un caso de vigilantismo venezolano

Por | 4 febrero 2023

La reducción de la criminalidad en Venezuela es una realidad notoria en el nuevo contexto marcado por la dolarización de la economía y la masiva emigración. El Observatorio Venezolano de Violencia estima que en 2022 hubo 10.700 muertes violentas y 2.300 homicidios, la cifra más baja desde 1996. Diversos investigadores coinciden en que son dos las causas fundamentales de este drástico descenso: la migración, agudizada desde 2017, que arrastró consigo a buena parte de la población joven de origen popular, tradicionalmente víctima y victimario del delito; y los ya frecuentes operativos policiales de exterminio de maleantes que ha ejecutado la fuerza pública. En este trabajo, Keymer Ávila (Caracas, 1979) analiza el fenómeno de las FAES, Fuerza de Acciones Especiales de la Policía Nacional Bolivariana, como expresión de un “vigilantismo oficial” que presenta las características de los conocidos “grupos de exterminio” o “escuadrones de la muerte”, pero con una especial particularidad: este grupo no es negado por el Estado ni por el gobierno.

El 14 de julio de 2017, después de casi cuatro meses ininterrumpidos de protestas en todo el país, y 20 días antes de la imposición de la Asamblea Nacional Constituyente, las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) fueron activadas públicamente por el propio Presidente de la República:

“Vamos a proceder a la activación de la Fuerza de Acciones Especiales de la Policía Nacional Bolivariana, una fuerza que viene a sumarse al combate por la seguridad, contra el crimen y contra el terrorismo (…) desde aquí les damos un aplauso a las Fuerzas de Acciones Especiales de la Policía Nacional Bolivariana (…) que tienen el entrenamiento para defender y proteger al pueblo frente al crimen, las bandas criminales y frente a las bandas terroristas alentadas por la derecha criminal, por la derecha terrorista. (…) ¡Activada las Fuerzas de Acciones Especiales de la Policía Nacional Bolivariana!” (Maduro, 2017)

Desde esa fecha las FAES han sido señaladas por diversas organizaciones y actores institucionales de cometer graves violaciones a los derechos humanos (DDHH) en el país. ¿Cómo abordar la complejidad de este fenómeno más allá de una caracterización detallada de los miles de casos fatales en los que se ha visto involucrada esta división? ¿Cuál es el marco de referencia para este análisis? 

Marco general y antecedentes

El análisis sobre las FAES se enmarca dentro en los estudios sobre el vigilantismo, los escuadrones de la muerte o grupos de exterminio, fenómenos que no son una novedad en el país y que fueron especialmente notorios entre la década de los 80 y 90 del siglo pasado. En 1986, el caso de Los Pozos de la Muerte estuvo dentro de la agenda mediática luego de la aparición de cinco cadáveres enterrados en una fosa descubierta en las adyacencias de la ciudad de Maracaibo, que, de acuerdo con la investigación -no realizada en primera instancia por los órganos competentes del Estado- involucraba a los funcionarios de la PTJ (Policía Técnica Judicial) local. Nunca se llegó a saber la conclusión de las investigaciones policiales porque la decisión del gobierno nacional y regional de entonces fue mantenerlas en secreto. Pero sin duda, el caso más emblemático de este período fue la masacre de El Amparo en 1988, que había sido precedida por otras masacres, algunas de ellas fueron también responsabilidad del Comando Especial José Antonio Páez (CEJAP), constituido por efectivos del ejército, la DISIP (hoy en día SEBIN) y la PTJ (hoy CICPC) (Ávila, 2019a:35-36). 

Asimismo, en los años 90 fueron muy conocidos en el Área Metropolitana de Caracas (AMC) los grupos especiales de la Policía Metropolitana (PM) como el CETA (Comando Especial Táctico de Apoyo), Fénix y los Pantaneros, estos últimos señalados como responsables de las muertes -no esclarecidas- en la parroquia La Vega del año 1993. En esa misma década (entre 1995 y 1996) los Escuadrones de la muerte y El Vengador Anónimo operaban en el estado Zulia. Así se llega al siglo XXI, cuando aparecería el GRIS (Grupo de Respuesta Silenciosa) de Policaracas -que tiene algunos nexos con los grupos de la PM y con las FAES-. En Guárico la BIA (Brigada de Intervención y Apoyo) de la policía estadal también fue denunciada por este tipo prácticas. Durante los primeros lustros del nuevo siglo también se registraron casos de grupos exterminio dentro de las policías en –al menos- ocho estados del país: Portuguesa, Bolívar, Yaracuy, Aragua, Falcón, Miranda y Distrito Capital (CIDH, 2003; COFAVIC, 2005).

Experiencias con las que se podrían hacer líneas de continuidades con casos como el de la Masacre de Cariaco de 2016, donde efectivos de la GNB (Guardia Nacional Bolivariana), adscritos al CONAS (Comando Nacional Antiextorsión y Secuestro), asesinaron a nueve pescadores. Sus familiares denunciaron que empresas areneras les habían solicitado a las autoridades municipales la conformación de grupos de exterminio para liquidar a delincuentes en esa zona (Ávila, 2019a:45).

Estos grupos tampoco son una particularidad nacional, se trata de manifestaciones mucho más extendidas. Para Rosenbaum y Sederberg (1974) el vigilantismo como fenómeno general es aquel que ocurre “cuando los individuos o grupos que se identifican con el orden establecido, defienden ese orden recurriendo a medios que violan los límites formales (…) el vigilantismo es simplemente violencia del establishment. Consiste en actos o amenazas de coacción, de violación de los límites formales de un orden sociopolítico establecido que, sin embargo, los violadores tienen la intención de defender de alguna forma de subversión” (p. 542). Los vigilantes surgen para la preservación del status quo, en momentos de crisis en el que el sistema formal de aplicación de reglas se considera ineficaz o irrelevante (p.556). Están conformados por sectores deseosos de mantener sus posiciones en momentos en los que ven que sus capacidades disminuyen (p. 570). De allí, que uno de los factores que usualmente destaca, cuando surgen estos grupos, es el de la precariedad institucional del Estado (Waldmann, 1995; Cano, 2001)(1), cuya dirigencia se siente amenazada por crisis sociales, políticas, de legitimidad o económicas, en las que la oposición se acrecienta (Huggins, 1991; Campbell, 2002).

El vigilantismo es, esencialmente, un fenómeno conservador. Es básicamente “negativo”, es decir, su objeto esencial es suprimir o incluso erradicar, cualquier amenaza al status quo. A su vez, es desordenado, dificulta tener sobre él expectativas de comportamiento precisas y estables. Tiende a ser disfuncional a largo plazo. En muchos casos buscan instaurar un régimen de terror (Rosenbaum y Sederberg, ibíd.; Huggins, 1991; Cano, 2001).

Rosenbaum y Sederberg distinguen tres grandes propósitos de control en estos grupos: control del crimen, control de grupos sociales y control del régimen político. Estos grupos pueden ser públicos o privados. En todos los casos y variantes, la relación con el Estado y la colaboración de sus fuerzas de seguridad es fundamental, ya sea con su promoción, apoyo y participación activa, o con su aquiescencia y tolerancia (Huggins, 1991; 2010; Waldmann, 1995; Campbell, 2002). La mayoría de los casos son híbridos entre lo oficial y lo no oficial, lo estatal y lo privado, lo público y lo clandestino, lo controlado y lo descontrolado (Waldmann, 1995; Campbell, 2002), “una situación esquizofrénica de afirmación y negación a la vez” (Cano, ibíd.:227). 

En ocasiones, se manifiesta como un “vigilantismo oficial”, donde claramente hay una política de acción por parte del Estado y sus prácticas son llevadas a cabo por sus fuerzas regulares: policías o el ejército. En otras, el vigilantismo es practicado por grupos privados, fuerzas irregulares clandestinas (grupos exterminio, escuadrones de la muerte, parapoliciales o paramilitares), que pueden actuar en conjunto, imbricándose, mezclándose, o no, con las fuerzas de seguridad del Estado. Usualmente por las implicaciones en materia de DDHH los Estados suelen optar por la segunda vía, que le presenta mayores ventajas (Rosenbaum y Sederberg, ibíd.; Huggins, 1991; Cano, ibíd.), y subcontratan estos servicios (Campbell y Brenner, 2002; Ratton y Alencar, 2009).

El vigilantismo oficial es el menos común, se da en casos de regímenes más autoritarios, militaristas, aislados de la comunidad internacional o que sienten que tienen una misión ideológica especial (Wolpin, 1994; Rosenbaum y Sederberg, ibíd.), que operan contra presuntos criminales o subversivos (Huggins, 1991). 

En el contexto latinoamericano hay que considerar si estos grupos operan bajo conflictos políticos abiertos o en situaciones de relativa normalización política (Cano, ibíd.). Las experiencias del Cono Sur son ejemplos del primer caso, procesos dirigidos y controlados por los militares, cuyos objetivos eran principalmente disidentes políticos. En El Salvador tenía los mismos objetivos, pero en esta experiencia, las labores se llevaron a cabo través de grupos irregulares (Cano, ibíd.; Waldmann, ibíd.). En contraste, en situaciones de relativa normalización política, o en procesos de democratización, los objetivos se dirigen contra los parias sociales, las “clases peligrosas”: los pobres, indigentes, niños de la calle o delincuentes de poca monta. El objetivo no sería ya la disidencia política, sino el común, todo con la excusa de la “lucha contra la delincuencia”. Un ejemplo, es Brasil, aunque en este caso los grupos siempre tienen una mixtura entre grupos policiales oficiales y grupos informales, compuestos por policías fuera de servicio, ex policías y ex militares. Es decir, no son grupos monopolizados, ni reconocidos públicamente por el Estado, que actúan siempre de manera encubierta (Cano, ibíd.; Huggins, 1991, 2010). Tal vez el caso de Uganda sea uno de los pocos en los que el Estado monopoliza estos grupos dentro de la estructura regular de la policía (Campell y Brenner, 2002; Kannyo, 2002), y por eso sea uno de los que más se asemejen al caso venezolano que es objeto del presente estudio.

una especial particularidad, este grupo no es negado por el Estado ni por el gobierno. Por el contrario, el gobierno revindica su existencia y actuaciones, ofreciéndoles promoción, apoyo y protección pública e institucionalmente

El vigilantismo que busca el control del crimen a menudo esconde una forma más sutil de control de grupos sociales (Huggins, 1991). Rosenbaum y Sederberg explican que en los casos de vigilantismo que busca el control del crimen, los costos sociales e institucionales terminan siendo más altos que los beneficios, porque: su violencia puede volverse rápidamente peor que el crimen que pretende controlar; sus castigos tienden a ser desproporcionados; los inocentes tienen poca protección; los elementos cuasi-criminales se sienten atraídos por el movimiento como una vía semilegítima para la expresión de sus tendencias antisociales. Y, finalmente, cuando los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley participan en actos de violencia, cualquier validez moral que conserve el sistema formal de leyes puede verse socavada (p.560). 

Waldmann (1995), por su parte, señala que estos grupos lejos de garantizar la protección de la vida y los bienes de las personas, se convierten en un peligro para ellos; no vigilan el mantenimiento de las normas legales, las infringen sistemáticamente o dan pie para que otros las quebranten; no están sujetos a ningún reglamento general –configuran la competencia penal clandestina del Estado-, sino que prefieren perseguir y eliminar a delincuentes y políticos rebeldes de manera más o menos encubierta; sus prácticas incontrolables están menos dirigidas a prestar un servicio público que a conseguir beneficios personales.

Sobre este último punto, otros autores resaltan cómo, en estos casos, los cuerpos oficiales de seguridad privatizan esta forma de actuación, en favor de los objetivos de una parte de la sociedad. De esta manera derivan en muchas ocasiones en la consecución de otros fines particulares, diferentes al objetivo inicial de “limpieza social”: juegos de azar, tráfico de drogas, extorsiones, protección privada, ventas de carros robados, prostitución, amenazas a enemigos políticos, asesinatos de rivales, muertes por encargo, etc. (Ratton y Alencar; 2009; Cano, ibíd.; Waldmann, ibíd.). No obstante, las conexiones con varios niveles de gobierno permanecen incluso a medida que la policía se privatiza aún más, conformando un sistema de violencia letal donde confluyen actores internacionales, políticos, legisladores, nacionales y regionales, jueces y otros actores del sistema (Huggins, 2010).

En América Latina los factores más importantes en la proliferación de estos grupos parecen ser el propio Estado nacional y sus partidarios internacionales. El vigilantismo latinoamericano refleja y reproduce la estructura y dinámica de sus Estados, se relaciona con la falta de controles y ausencia de estructuras efectivas de protección de los derechos de la ciudadanía. Por otra parte, son también una manifestación de la relación de los Estados nacionales latinoamericanos con el capital internacional y su dependencia del mismo (Huggins, 1991). Estas condiciones político-institucionales junto a la desigualdad, la violencia social y la fusión de lo público con lo privado son también fuentes de la violencia letal de la policía en la región (Huggins, 2010).

Si bien muchas de estas definiciones y categorías tienden a difuminarse cuando se aplican al mundo real y a las prácticas de estos grupos, desafiando su realidad a los conceptos abstractos que se puedan elaborar respecto a ellos (Rosenbaum y Sederberg, ibíd.; Campbell y Brenner, ibíd.), en términos analíticos y reflexivos pueden resultar de alguna utilidad.

En este marco, las FAES serían una expresión de “vigilantismo oficial” que presenta las características de los conocidos “grupos de exterminio” o “escuadrones de la muerte”, pero con una especial particularidad, este grupo no es negado por el Estado ni por el gobierno. Por el contrario, el gobierno revindica su existencia y actuaciones, ofreciéndoles promoción, apoyo y protección pública e institucionalmente. No se trata de grupos irregulares ni paralelos a la estructura del Estado, las FAES en lo institucional es una fuerza regular, son parte formal del aparato estatal y así son reconocidas por el Ejecutivo Nacional. Más allá que su comportamiento extralegal se corresponde con el de los grupos irregulares ya señalados, este reconocimiento oficial los diferencia de la mayoría de los escuadrones de la muerte comúnmente estudiados en la región, cuyos gobiernos no los reconocen públicamente.

Consideraciones finales

Las FAES tienen una triple expresión: son una muestra de la racionalidad bélica que opera tanto en la política general del país como en las supuestas políticas de seguridad ciudadana. A su vez, son un claro ejemplo del proceso de contrarreforma e hipertrofia policial que se ha activado de manera paralela a los publicitados procesos de reforma policial iniciados en 2006. Y, finalmente, son un ejemplo del largo proceso de precarización institucional, del ejercicio ilimitado del poder, del estado de excepción permanente y de la necropolítica que se encuentra en marcha en la Venezuela actual (Ávila, 2019b; 2018; 2017; 2015).

Evidencias e indicadores

La cantidad casos que se han documentado y analizado, aun siendo un subregistro considerable, muestra de alguna manera la gravedad y las dimensiones de la violencia institucional de carácter letal en el país. De las 8.734 víctimas por intervención de la fuerza pública que se lograron registrar entre los años 2017 y 2020, unas 2.260 (26%) corresponden a intervenciones de las FAES.

Desde lo situacional, se observa una tendencia al incremento de las ejecuciones realizadas en los propios hogares de las víctimas. El perfil de éstas es el tradicional en estos casos: jóvenes, pobres y morenos. La mayoría (75%) no tenía ningún tipo de antecedente penal ni policial o no se encontró información alguna al respecto. Apenas un 7% estaba solicitado efectivamente por un juez penal. Aún en el supuesto que todos tuvieran antecedentes o registro policiales, no se debe justificar ni legitimar sus muertes, por lo que el debate mediático sobre la “inocencia” o no de los fallecidos debería ser erradicado. Los derechos deben ser para todos, sin excepción alguna, o no serán para nadie. Al menos el 29% de estas personas se encontraban desarmadas en el momento del hecho.

Los indicadores de abuso de la fuerza letal, ya de por sí muy elevados en los cuerpos de seguridad en el país, en el caso de las FAES son más graves. Por cada funcionario de las FAES fallecido mueren 251 civiles. Esta cifra duplica la desproporción en el uso de la fuerza de todos los cuerpos de seguridad del país. Y supera 17 veces los máximos indicadores de uso excesivo de la fuerza letal.

Por su parte, el índice de letalidad de las FAES es también alarmante: por cada civil herido por intervención de las FAES fallecen 126 personas.(2) Triplicando el índice de letalidad de todos los cuerpos de seguridad del país, que también es muy alto. Estas cifras son preocupantes porque aún en contextos bélicos lo que se espera es que el número de muertos no sobrepase por mucho al número de heridos o que el número de estos últimos sea mayor. Este índice debería ser siempre inferior a uno, cuando el valor supera este límite, y se registran más muertos que heridos, se está también ante un escenario de uso excesivo de la fuerza. Otra desproporción que se puede apreciar es que, en el marco de estos eventos, por cada persona detenida por las FAES fallecen seis.

Estos indicadores muestran que existe un uso desproporcionado de la fuerza letal por parte de los organismos de seguridad del Estado y de manera mucho más amplificada en el caso de las FAES. Cuando se contrastan los pocos datos que existen de trabajos de décadas pasadas, que intentaron hacer estimaciones similares, se puede observar claramente un incremento de la letalidad policial y militar durante los últimos años en Venezuela (Ávila, 2018; 2019a). La actuación de las FAES reproduce de una forma más brutal y expansiva patrones que se vienen observando desde hace décadas en el país, lo que agrava sus efectos dañinos tanto social como institucionalmente. Además de situar a Venezuela entre los países con los índices más elevados a nivel regional (Silva et al. 2019b).

Los datos y casos analizados evidencian que, dadas las magnitudes (cantidad de víctimas con los mismos perfiles) y la extensión de estas muertes institucionales por casi todo el territorio nacional, se trata de ataques generalizados en contra de un sector significativo de la población: jóvenes, pobres y morenos. La sostenibilidad y continuidad de su accionar en el tiempo; repetición de patrones comunes de actuación que no son accidentales, ni espontáneos, ni casuales, ni aislados; la existencia de espacios orgánicos institucionales, con apoyo presupuestario y logístico; la promoción y protección institucional desde los más altos niveles políticos del país, que lo expresan y reconocen clara y públicamente, junto a la impunidad que gozan los funcionarios involucrados en estas muertes, conforman un conjunto de elementos cuya puesta en funcionamiento implica la existencia de una sistematicidad (un sistema de violencia letal -Huggins, 2010-), así como de una política de Estado, de la cual las FAES son solo uno de los instrumentos más visibles. 

Esto en modo alguno significa que se trate de un Estado autoritario ordenado, homogéneo, centralizado, monolítico, eficaz y eficiente, que tiene todo bajo control, exento de fisuras, facciones o contradicciones. El asunto es más complicado y también más peligroso y violento. Un Estado autoritario puede ser también caótico, precario institucionalmente, y promover la creación de pequeños feudos donde las fuerzas de seguridad no estarían exentas de esta lógica. La condición sería que mantengan bajo control a cualquier elemento que pueda disputarle al gobierno el poder o su estabilidad; como recompensa se ofrece el ejercicio de sus respectivas cuotas de poder sin contenciones institucionales ni legales. Justamente por esas características desde el Estado se puede ejercer una mayor violencia, porque se tienen menos límites y controles.

Este Estado autoritario caótico, híbrido, deja muchas zonas grises que permiten la libre actuación de estos funcionarios; la política de promoción de esta división se alterna también con la tolerancia ante sus excesos. Es una política que oscila circunstancialmente entre la acción y la omisión. Es bien conocido que los cuerpos de seguridad del Estado llevan también sus propias agendas independientes y corporativas, que pueden en ocasiones ser contrarias a los intereses estatales. Sin embargo, aún en esos casos éstos no dejan de ser agentes del Estado y un instrumento de quienes detentan el poder político y económico (Recasens, 2003; 1993).

Este trabajo demuestra nuevamente que la violencia policial de carácter letal en Venezuela no es, o al menos no únicamente, una mera respuesta al fenómeno delictivo. La violencia Institucional tiene múltiples funcionalidades que van más allá de políticas simbólicas de control del delito, especialmente en momentos de crisis económicas, políticas y de legitimidad. Esto se ha explicado de manera detallada con evidencias en otras oportunidades (Ávila, 2020a; 2018; 2017), y se ratifica en este estudio.

Funcionalidades económicas y políticas

En la masacre del Amparo de 1988, más allá de las razones políticas y los mensajes hacia la disidencia, uno de los móviles principales de las actuaciones del CEJAP para llevar a cabo las ejecuciones que practicaba, y que posteriormente presentaba como enfrentamientos, era justificar las erogaciones de la partida secreta del Ministerio de Interior. Es bien conocido el negacionismo posterior del gobierno de turno y la justificación que se mantuvo de las acciones de este grupo, junto a la criminalización de las víctimas fatales y de los sobrevivientes. La tesis oficial fue que se trató de enfrentamientos con grupos irregulares equivalentes. Tanto en este caso emblemático como en las prácticas de las FAES hay funcionalidades políticas, y económicas. Para los cuadros superiores ofrece una mayor disposición de recursos públicos e influencia, para los estratos medios y bajos -gracias al poder que genera disponer discrecionalmente de la vida y muerte de las personas- abre amplias posibilidades para el control de mercados ilícitos. A su vez también hay funcionalidades políticas de terrorismo de Estado, que buscan atemorizar a la población y disuadir cualquier acto de resistencia o disidencia (Ávila, 2019a; 2017). 

La conformación de grupos como el CEJAP, el CETA o los Pantaneros de la PM, la BIA de Poliguárico, el GRIS de Policaracas o las FAES de la PNB, se caracteriza por el secretismo y la gran discrecionalidad en sus procesos de creación, organización, administración, protocolos de actuación y financiamiento. En éstos no existen mayores rendiciones públicas de cuentas, ni responsabilidades posteriores en sus actuaciones. En esas circunstancias aumentan las oportunidades para que intereses particulares, grupales y crematísticos, predominen sobre los intereses públicos, de allí los distintos actos de pillaje, rapiña, extorsión y secuestros practicados por esta división. 

En este marco, es posible que estos saldos letales, por una parte, se constituyan en sí mismos en un instrumento de poder para ser administrado bajo intereses corporativos y grupales. Y, a su vez, se presentan como “resultados” a través de los cuales se muestran sus capacidades a sus jefes políticos, siendo estas muertes institucionales su “producto”. En consecuencia, con ellas se justifican mayores presupuestos, dotación y crecimiento corporativo de estos grupos, que terminan operando como pequeños ejércitos particulares. De esta manera, obtienen mayor poder e influencia dentro de los aparatos armados del Estado y de las coaliciones que ejercen el gobierno. Esta es solo una hipótesis de trabajo que no debe descartarse para comprender las razones de la existencia de este tipo de políticas, que trascienden en mucho a la mera contención de grupos delictivos o la represión política contra la disidencia.

Impunidad y respuesta institucional

La información disponible, que va desde los datos oficiales, pasando por los informes de la ONU, hasta los testimonios de los familiares de las víctimas, constata que los niveles de impunidad en los casos de homicidios cometidos por las fuerzas de seguridad del Estado en Venezuela son casi absolutos. En el caso de las FAES la tolerancia institucional por parte de los operadores del sistema de justicia es tan manifiesta que, en ocasiones, funcionarios del Ministerio Público les informan a los familiares de las víctimas que tienen instrucciones de no proceder en los casos donde esta división está involucrada. La información que el propio gobierno le dio a la Oficina de la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de Naciones Unidas (2020) es muy clara: entre 2017 y el primer trimestre de 2020 cuentan 4.890 casos de homicidios cometidos por funcionarios, de éstos solo 13 llegaron a juicio (0,3%), y en uno solo tienen a un condenado (0,02%). Esto pudiera traducirse en que la impunidad en estos casos es de un 100%. Si esta estimación se hiciera tomando como referencia los más de 16 mil casos ocurridos durante este período los resultados serían aún más dramáticos. 

Así se evidencia que no solo se trata de una política de promoción y apoyo a este tipo de prácticas (política de acción), ésta se complementa -y en ocasiones se alterna, según las circunstancias- con una política sistemática de tolerancia con estos excesos (política de omisión). Que tampoco son una novedad de estos tiempos, pero ante el incremento y expansión de estos casos, se presenta en formas más profundas y agravadas.

Las siglas son transitorias, la política queda

Respecto a los posibles cambios en esta división y el debate sobre su supuesta disolución, como consecuencia de su descontrol, que ha llegado incluso a tocar los intereses de simpatizantes del gobierno, han circulado versiones diversas, compatibles entre sí. La principal y más general es que los miembros de las FAES están siendo integrados, distribuidos, repartidos, entre distintas direcciones de la PNB. Es lo que se ha llamado históricamente como “reciclaje de funcionarios”. Con esto se difuminan un poco hasta que baje el tema en el debate público nacional e internacional, y a su vez, se trata de capilarizar a toda la PNB con estas lógicas y prácticas.  

Algunos funcionarios aseguraron que las FAES se mantendrían solo en Caracas por ser el centro político del país, donde operaría de una manera más controlada por parte de sus mandos. En ese sentido, varios funcionarios de las FAES ya han sido enviados a la DCDO (Dirección contra la Delincuencia Organizada). En el interior se presentan como las BTI (Brigadas Territoriales de Inteligencia), sobre las cuales tampoco hay mucha claridad respecto a las áreas del servicio de policía que prestan, todo apunta a que son también grupos residuales pequeños que terminan cumpliendo las órdenes discrecionales de su jefe. En los grupos especiales tradicionales de la PNB, el UOTE y el de Orden Público, hubo resistencias para recibirlos, por su falta de profesionalismo, preparación y disciplina, pero muy especialmente por sus implicaciones en materia de violaciones a los DDHH. 

Otros espacios que los están recibiendo son las DIE (Dirección de Inteligencia y Estrategia) y la DIP (Dirección de Investigación Penal), lo que resulta contradictorio y conflictivo, conceptual, sustantiva, operativa y funcionalmente; ya que las FAES han demostrado que, más que labores de inteligencia o investigación, sus acciones son ostensivas y reposan fundamentalmente en el uso de la fuerza letal. Y aún en éstas últimas su desempeño institucional ha sido sumamente cuestionado, por lo que tampoco califican para poder constituirse como un grupo táctico de élite. Para desempeñar labores de inteligencia, investigación o especializarse en el uso de la fuerza de alta intensidad, son fundamentales rigurosos procesos de selección, capacitación, profesionalización, disciplina y controles, inexistentes en los funcionarios de las FAES. Para muchos estos intentos de absorción de las FAES y los cambios de siglas son solo un simulacro mediático para bajar la presión pública. En la realidad operativa la política discrecional de exterminio se mantendría.

Las FAES son un grupo residual, que no desempeña claramente ninguna de las áreas formales del servicio de policía, ni especialidades descritas en el bloque legal. Su especialidad radica en cumplir la voluntad discrecional y coyuntural de sus jefes, que se encuentran en altos mandos policiales y políticos. 

Los funcionarios describen a las FAES como un cuerpo policial en sí mismo, como un grupo paralelo a la propia PNB, que se maneja arbitraria y autónomamente, que no rinde cuenta a sus mandos naturales inmediatos sino solo a “altos mandos”. Las FAES operan entonces como un “feudo aparte”, a partir del cual se activan múltiples funcionalidades particulares y grupales, lícitas e ilícitas, formales e informales, económicas y políticas, con altos costos en vidas humanas, con dañosas consecuencias sociales e institucionales para todos. A pesar de sus dualidades, en ningún caso, dejan de representar y formar parte del Estado.

Es importante no ver solo a las FAES. El día de mañana le cambiaran el nombre o las seguirán infiltrando dentro de toda la PNB, en un intento de reducir daños y resonancia pública, pero la política de matanza continuará. Antes era la PM en el AMC, ahora es la PNB en todo el país; antes también fueron las OLP como en la llamada cuarta república fueron los conocidos operativos Plan Unión o la Operación Vanguardia. Las FAES son apenas la punta del iceberg, en esta masacre por goteo participan todas las fuerzas de seguridad, enfocarse solo en esta división distorsiona y reduce las magnitudes reales de lo que está sucediendo con la violencia institucional de carácter letal en el país. 

La disolución de las FAES no es suficiente si se mantiene intacto el resto del sistema institucional que promueve, protege y tolera este tipo de políticas; si no hay justicia y reparación para los familiares de las miles de víctimas fatales que han generado. Es fundamental el fortalecimiento, la independencia y autonomía de instituciones como la Defensoría del Pueblo, el Ministerio Público y el Sistema de Justicia; que el Fiscal General y los tribunales sirvan de contrapeso y límites reales al poder Ejecutivo y a sus cuerpos de seguridad. De lo contrario, el gobierno se limitará a eliminar cuerpos policiales y a crear otros iguales o más poderosos y descontrolados que sus predecesores, tal y como ya ha ocurrido.

©Trópico Absoluto

Este trabajo contiene fragmentos de los textos introductorios y de cierre de la investigación “El FAES no depende de nadie. La muerte como divisa” (Provea, REACIN, ICP, FCJP-UCV, OSPDH-UB, 2022). El texto completo en: https://www.academia.edu/77585642/_ El_FAES_no_depende_de_nadie_La_muerte_como_divisa

Notas

1 Se utiliza el termino “precariedad institucional” (Ávila, 2018; 2019a) y no “Estado débil” como lo cataloga la bibliografía mayoritaria sobre estos temas; porque, en coincidencia con Campbell (2002), presentar como débil o “víctima” a un Estado que reprime y asesina a miles, sin ningún tipo de consecuencia, es complicado y en ocasiones contradictorio. Puede ser débil para algunas cosas y muy fuerte para otras.

2 Razón entre civiles fallecidos y civiles heridos por intervención de la fuerza pública.

Referencias

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Keymer Ávila (Caracas, 1979) abogado magna cum laude por la Universidad Central de Venezuela (UCV), Máster Oficial en Criminología y Sociología Jurídico Penal de la Universitat de Barcelona (UB). Investigador del Instituto de Ciencias Penales, Profesor de Criminología en Pre y Postgrado de la UCV. Colaborador del Observatorio del Sistema Penal y los Derechos Humanos (OSPDH) de la UB. Miembro de REACIN. Ha publicado más de una cuarentena de artículos sobre estos temas en revistas especializadas, entre las que destacan: Cahiers de Défense Sociale. Bulletin de la Societé Internationale de Défense Sociale pour une politique criminelle humaniste (SIDS), Crítica Penal y Poder (OSPDH) (España), Desafíos (Colombia), Fonte Segura (Brasil), Espacio Abierto, Capítulo Criminológico (Venezuela)y URVIO Revista Latinoamericana de Estudios de Seguridad (FLACSO), así como capítulos de libros e informes técnicos. Sus comentarios pueden leerse en: NACLA, Open Democracy, Nueva Sociedad y Efecto Cocuyo.

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