Ojiva, de Néstor Mendoza
Gina Saraceni (Caracas, 1966) reseña el poemario Ojiva, de Néstor Mendoza, publicado en Bogotá por la editorial El taller blanco.
El día de la presentación de Ojiva, poemario de Néstor Mendoza, salí a correr temprano. Cuando estaba de regreso me topé con un pequeño huevo de pájaro en medio del asfalto. Me detuve bruscamente para evitar pisarlo y observé su minúscula perfección. Su aparición fue la señal de una caída y de una promesa. La ojiva estaba en peligro, arrojada en la calle, a la espera de que alguien la mirara y viera su mínima sobrevivencia, su incierta esperanza blanca.
Esa luz que no llega
Néstor Mendoza, poeta y ensayista venezolano establecido en Colombia desde el 2018, es una de las voces más interesantes de la poesía joven de Venezuela, ganador con Andamios del IV Premio Nacional Universitario de Literatura en el 2011, finalista del concurso de poesía joven Rafael Cadenas en el 2016 y del Premio Internacional de Poesía “Juan Alcaide” de España, en 2021. Autor de los poemarios Pasajero (2015), Dípticos (2020), la antología Simulacro (2007-2020) y de un libro de ensayos sobre poesía venezolana del 2022 y de una antología de poetas colombianos titulada Nos siguen pegando abajo del 2020.
Néstor forma parte de consejo editorial de la revista Poesía (Valencia, Universidad de Carabobo) que además de ser la revista más antigua de Venezuela (51 años de existencia), fundada en junio de 1971, es mucho más que una revista. Ha sido y sigue siendo un espacio de reflexión, discusión, intercambio, creación, y traducción, que conforma una comunidad poética y afectiva. Fundada por Alejandro Oliveros y Reinaldo Pérez Só, actualmente es dirigida por Víctor Manuel Pinto. La revista ha sido medio de difusión de la obra de grandes poetas como Juan Sánchez Peláez, Eugenio Montejo, Guillermo Sucre, Pepe Barroeta, por mencionar solo algunos autores; y fue lugar de difusión de la poesía francesa, norteamericana, inglesa, francesa, brasilera, y actualmente, de la poesía reciente tanto nacional como del continente y de otras tradiciones literarias.
Ojiva fue publicado en El Taller Blanco Ediciones, un proyecto de Néstor Mendoza y Geraudí González Olivares que empezó a gestarse en el 2015 en Valencia y se concretó en Bogotá en el 2019, unos años después de su llegada a Colombia.
El nombre de la editorial, “El taller blanco”, corresponde a un ensayo de Eugenio Montejo perteneciente a un libro que lleva el mismo título. Traigo a colación esta referencia porque es importante para la lectura que voy a proponer de Ojiva, libro donde lo blanco es la materia del poema.
El taller blanco se refiere a una panadería donde trabajaba el padre de Montejo, quien era panadero, y que se convierte en un espacio de aprendizaje poético a partir de la observación de la hechura artesanal del pan y de la transformación de la harina blanca en masa que crece debajo de un lienzo donde los panes están dispuestos en “largos estantes como peces dormidos hasta que alcanzan el punto que deben hornearse”. Se pregunta Montejo: “¿Cuántas veces, al guardar el primer borrador de un poema para revisarlo después, no he sentido que lo cubro yo mismo con un lienzo para decidir más tarde su suerte?”, y sigue: “Y nada he dicho de aquello jornaleros, serenos y graves, encallecidos, con su mitología de arrabal, de aguardiente pobre. ¿Debo buscar lo sagrado más lejos en mi vida, pinta la humana pureza con otro rostro? Cristo podía convertir las piedras en panes, por esto estuvo más cerca de la carpintería (…) Para estos hombres (…) Cristo estaba en la humildad de la harina… Del taller blanco me traje el sentido de devoción a la existencia (…) La atención responsable a la hechura de las cosas, la búsqueda de una sabiduría cordial que no nos induzca a mentirnos demasiado: “¿cuántas veces, mirando los libros alineados a mi frente, no he evocado la hilera de tablones llenos de pan? ¿Puede una palabra llegar a la página con mayor cuidado, con más íntima atención que la puesta por ellos en sus productos?” (Montejo, El taller blanco, p. 132).
Pan y palabra, harina y poema es lo que Montejo pone en conexión para reflexionar sobre la poesía como un acto artesanal de creación que debería ser para todos como el pan.
Pero aquí, en este libro, la poesía solo puede tener hambre: abrir la boca y esperar que llegue un pan “doliente”, “el deseo de comer lo incomible”, “la hambruna” (Barreto, El duelo). La poesía solo puede gritar: “¡El pan nuestro de cada día dánoslo, / Señor…!” con palabras de César Vallejo que también decía:
Ojiva es un pan que se amasa en un taller blanco donde falta la harina para darle forma y existencia táctil, donde el horno es una entraña que suena porque está vacía. Ojiva es un hueso, un hueco, un huevo, un proyectil que cae y se destruye, “un crujido que hace sangrar los oídos” y deja el estómago hambriento.
Ojiva es la historia de una caída y como tal es también una cuenta al revés que empieza con el primer poema, el XXI, que inicia a desplomarse desde la primera hasta la última página, donde aparece el último texto: I, donde el poema-ojiva se desparrama contra el piso y se fractura en tres sílabas:
dispuestas cada una en una línea antes del número cero que concluye el libro al señalar el estado terminal de la vida y de la palabra.
La poesía latinoamericana ha hecho de la caída una tradición: Altazor, de Vicente Huidobro, e Inri, de Raúl Zurita, son solo dos obras donde este tópico ocupa un lugar central y donde, en un momento dado, se invierte la dirección y gravedad de la caída, de abajo hacia arriba como si las cosas pudiesen caer de otro modo.
Ojiva no puede subir ni elevarse, solo puede estrellarse en el piso, caer. Relato poético fragmentario y rítmico que transita entre lo cotidiano, concreto, material y lo mítico, místico, espiritual, donde un cuerpo colectivo, “el pueblo que falta”, toca la entraña de la precariedad y se ve forzado a dejar su tierra para empezar a errar, a romperse de hambre, de pobreza, de agotamiento, de desesperanza bajo la amenaza de una verticalidad panóptica que solo propicia el control, la vigilancia y por eso, la fuga, el abandono de la casa, de los afectos, de las raíces que quedan atrás hasta cubrirse de harina blanca, polvo, cenizas.
Ojiva es proyectil, misil, bola que rueda, es el hambre indomable, la vulnerabilidad de los cuerpos que no importan, la vita nuda -vida desnuda- que sobrevive excluida de los marcos jurídicos que deciden quién es persona y quién no y que sacrifica el ganado que aquí está a punto de recibir el golpe de gracia.
Un ojo que nos mira, una voz que nos vuelve sordos, arroja la infancia a la intemperie radical, transforma la piel, el cuerpo, el cráneo de la masa en hueso, solo hueso; hueso también es la luz que se esperaba emanara de la ojiva-huevo-objeto, “una larga manguera de luz, un chorro firme, que bañara por igual las montañas y serranías”, que daría “la calma” a la penuria, a la pobreza, a la precariedad y salvaría de la destrucción.
La figura del huevo atraviesa todo el libro de Néstor. Quiero pensar (con Deleuze, Guattari, Lispector), en esta materia frágil como placenta del mundo, núcleo viviente, “germen intenso”, potencia, como virtualidad y abstracción, como suspensión blanca, como “un triángulo que rodó tanto en el espacio que se fue ovalando”. Un huevo como el “alma de la gallina”, “gran sacrificio de la gallina”, “sueño inalcanzable de la gallina” porque, “si el huevo fuera imposible. Entonces libre, delicado, sin ningún mensaje para mí quizás todavía se desplace del espacio hasta esta ventana que siempre dejé abierta. Y de madrugada descienda en nuestro edificio. Sereno hasta la cocina. Iluminándola con mi palidez” (Lispector, El huevo y la gallina, 2002, p.191 y 199).
La imagen lispectoriana permite volver al libro de Néstor Mendoza y a la caída de la ojiva como alusión al deterioro de la vida, a los cuerpos desgastados por la precariedad cotidiana, a la caída libre del poema contra el piso, el cero del lenguaje, el desierto de la palabra, para descubrir, en la sucesión de escenas terminales, “una parábola” que abre una zanja, una línea de fuga hacia “esa luz que aún no llega”, hacia ese huevo “que cae y no se rompe aunque/ caiga sin bridas del cielo. Déjate caer y no nos rompas /los huesos con tu centro”. (Poema XV, p. 23)
©Trópico Absoluto
(Texto leído en la Librería Tienda Javeriana, de la Pontificia Universidad Javeriana, en Bogotá, el 31 de septiembre de 2022).
Gina Saraceni (Caracas, 1966), es Doctora en Letras por la Universidad Simón Bolívar (Caracas). Fue profesora titular del Departamento de Lengua y Literatura, la Maestría en Literatura Latinoamericana y el Doctorado en Letras, en esta misma universidad (1994-2016). Actualmente es profesora asociada del Departamento de Estudios Literarios de la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá). Es editora de la Revista Cuadernos de Literatura (Pontificia Universidad Javeriana). Ha publicado, entre otros títulos: Rasgos comunes. Antología de la poesía venezolana del siglo XX. (Pre-textos, 2019); La soberanía del defecto: Legado y pertenencia en la literatura contemporánea (Editorial Equinoccio, 2012); Escribir hacia atrás. Herencia, lengua, memoria (Beatriz Viterbo Editora, 2008); En-obra. Antología de la poesía venezolana contemporánea (1983-2008) (Editorial Equinoccio /Papiros, 2008). Es autora de los siguientes poemarios: Lugares abandonados. Antología personal (Editorial Eafit, 2018); Casa de pisar duro (Fundación para la Cultura urbana, 2011); Ha traducido al italiano a Rafael Cadenas: L’isola e altre poesie (Ponte Sisto, 2007) y a Yolanda Pantin: I bassi sentimenti (Ponte Sisto, 2008). En 2021 apareció su poemario Adriático (Bogotá: Editorial Pontificia Universidada Javeriana).
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