El cuarto mosquetero de la Nouvelle Vague
El pasado martes 13 de septiembre por la mañana murió en su casa en Rolle (Suiza) Jean Luc Godard. Figura fundamental del cine de la década de 1960, Godard será recordado como protagonista de la llamada Nueva Ola (Nouvelle Vague), un movimiento que removió de raíz las formas tradicionales de hacer cine y del que surgió la noción de “cine de autor”. En este trabajo, el crítico Héctor Concari (Montevideo, 1956) repasa las obras más relevantes de la filmografía del director francés, destacando en ellas las claves de un cine a ratos incomprensible y absolutamente original, “rarezas que flotaban en un mundo para el cual él solo tenía metáforas. Godard solo era fiel a sí mismo, a la consigna de trazar una equivalencia exacta entre filmar y vivir.”
Murió Jean Luc Godard, el último de los directores emblemáticos de la Nouvelle Vague (siendo Francois Truffaut, Eric Rohmer, y Claude Chabrol los otros). Pero a diferencia de los otros tres, que establecieron cada uno a su manera historias frescas y propias en formas tradicionales del cine, Godard fue el gran destructor de las formas. Conviene entender el contexto y los orígenes.
Los 60 en el cine son impensables sin la Nouvelle Vague, ese movimiento que insufló una libertad narrativa y un desenfado contagiosos. Llamarlo “movimiento” es temerario. Carecía de la coherencia o programa mínimo que distinguiera a sus integrantes, que a su vez, se dividían en dos bloques. Los que venían de la práctica del cine (primordialmente documental) como Alain Resnais y Agnes Varda, y los críticos de una revista mítica fundada en 1951: los Cahiers du cinéma. Todos se nutrían de un rasgo clave de la cultura francesa: la cinefilia.
Pero el caso de los jóvenes críticos de Cahiers era particular. Eran un grupo de jóvenes que había comenzado a ver cine en la posguerra y habían devorado todo el cine americano que les habían negado los años de la ocupación. A partir de ahí, habían elaborado una teoría conceptualmente disparatada e imaginativa que les serviría de trampolín para el paso a la dirección. Más o menos se exponía así: el autor de una obra es el director. Dada la forma en la cual elige los ángulos de las tomas, es capaz de dar a la película resultante su visión del mundo. A Godard, Chabrol, Truffaut o Rohmer les importaba poco que el cine americano fuera una fábrica de películas en la cual productores, libretistas, directores y montajistas trabajaban independientemente y muchas veces sin siquiera hablar entre ellos. Por primera vez aparecía en la historia del cine el concepto (hoy corrientemente usado) de autor. Es cierto que, con un poco de esfuerzo, la teoría tal vez aplicara a los grandes nombres. Alfred Hitchcock, John Ford, Howard Hawks o Ernst Lubitsch tenían, en efecto, un control importante sobre su obra. Pero lo divertido para los Cahiers era descubrir nombres de autores desconocidos, Samuel Fuller, Nicholas Ray, Delmer Daves, Budd Boetticher, y atribuirles más allá de su innegable solvencia narrativa, intenciones y designios con los cuales en su vida habían soñado. Tal vez un detalle adicional venga en ayuda de estos imaginativos críticos. Lo que faltaba en rigor crítico era compensado con creces por plumas privilegiadas, cuyos artículos son, hasta el día de hoy, una alegría para cinéfilos. En todo caso, a partir de los Cahiers du cinéma y su disparatada teoría del autor, la forma de ver el cine, de apreciar el cine, cambió radicalmente. Porque hasta ellos, una película no era la obra de alguien, sino un producto de un sistema con actores que llevaban sobre sí el peso de la película. El director era un nombre más, con suerte el último en los créditos. A partir de la “política de los autores” es que el director logra el papel de supremo hacedor de la película con la misma estatura que un pintor, un novelista o un músico. El tema, debatible hasta el fin de los tiempos, pasa por el carácter colectivo del cine. Pero honor a quien honor se debe, al final del día es el director el que pone la historia en imágenes. A veces tácita, la mayor parte de las veces explícitamente, el director es el autor. Gracias a los Cahiers du cinéma, creativamente, el director es la estrella.
Y una estrella creativa con una visión del mundo. A partir de los 60 y desde Europa la noción de autor gana terreno. Un autor cinematográfico es quien expresa su mundo a través del cine. El concepto, a contrapelo de los Cahiers no era aplicable al cine americano, pero el cine europeo tenía joyas que mostrar. Bergman ya había demostrado poseer angustias propias que sus películas exponían magistralmente, lo mismo ocurría con Fellini, Antonioni. Robert Bresson en Francia. Con ejemplos no siempre acertados y con la impulsividad de la juventud los jóvenes habían descubierto un filón critico que no solo explicaba buena parte del cine europeo, sino que les regalaba un trampolín dorado desde el cual saltar a la realización y demostrar en la pantalla las ideas que venían esbozando desde el papel. Poseían las ganas, la furia y el entusiasmo para dinamitar el cine que habían visto. Tenían además una visión personal de un mundo que por si fuera poco, está política y culturalmente en ebullición. Cuando se sientan en la codiciada silla plegable del realizador, los críticos son más que directores de cine. Son autores.
Sus films eran sencillamente incomprensibles. Rarezas que flotaban en un mundo para el cual él solo tenía metáforas. Godard solo era fiel a sí mismo, a la consigna de trazar una equivalencia exacta entre filmar y vivir.
La Nouvelle Vague se consolida oficialmente en 1960 con un film que combinaba una anécdota raquítica, con una libertad expresiva trepidante. Un granuja de poca monta debe hacer un viaje de Marsella a París. Roba un carro, en el camino mata un policía y conoce a una americana que vende periódicos en la calle. En esa fuga la película destilará amor por el cine, homenajeará al policial americano, a Humphrey Bogart, se paseará por París, abusará de los planos secuencia con cámara en mano y verá caer al protagonista traicionado por su amor. Ella era una actriz torturada que había protagonizado, en 1957, la Juana de Arco de Otto Preminger, otro defendido de los Cahiers.
Los chicos traviesos de los Cahiers tuvieron casi todo autorizado. Pero un pecado grave fue su desprecio por el cine francés que los precedió. Toda pasión es injusta, caprichosa, excluyente y los Cahiers perdonaron a pocos directores franceses. Entre los que estimaban estaba un alsaciano de familia judía, Jean Pierre Grumbach que había conservado para el cine el nombre de guerra de su paso por la Francia libre, prueba de su admiración por un escritor americano. Para 1960, Jean Pierre Melville había dirigido seis películas y sus cuarenta y tres años años no lo autorizaban para el rol de padre, pero para los Cahiers era un hermano mayor con burdel. Compartían todos una admiración sin límites por el cine americano y alguien dijo de Melville que era el más europeo de los cineastas americanos, o el más americano de los directores europeos. Godard no pudo resistir la tentación de darle un papel clave en Sin aliento (À bout de souffle, 1966). La del escritor Parvulesco, cuya máxima aspiración era “volverse inmortal, y luego morir”.
Conviene detenerse en esta frase, porque en ella tal vez esté una de las claves de la filmografía de Godard. Fue, de todos sus colegas, el que más se esmeró en destruir el cine, o para decirlo como Parvulesco, en tomar una forma inmortal y hacerla morir. Para luego revivirla, por supuesto, pero bajo códigos nuevos que cambiarían según los tiempos. En los 60 Godard coqueteó con el pop art, subvirtió cuanta regla de montaje se le colocó delante, hizo que los actores le hablaran directamente al público, insertó carteles con juegos de palabras y calembours y logró una obra fresca que jugaba con los géneros. Era el musical como jamás lo harán los americanos en Una mujer es una mujer (Une femme est une femme, 1961) el drama social en Vivir su vida (Vivre sa vie, 1962) la ciencia ficción en Alphaville (1965), el film de protesta en Masculino Femenino (Masculin féminin, 1966) o su canto de amor a París en Dos o tres cosas que se de ella (Deux ou trois choses que je sais d’elle, 1967). Godard vivía para filmar hasta que la imaginación, por unos días llegó al poder en Mayo del 68 y uno de los grandes virajes se produjo en su filmografía. Creó el grupo Dziga Vertov y se dedicó a hacer films de garage que coqueteaban con el maoísmo, la comunicación, y que solo fueron vistos por unos pocos. Por suerte recapacitó y en 1972 volvió al formato tradicional con dos estrellas: Yves Montand y Jane Fonda, para un film contestatario e ingenioso llamado Todo anda bien (Tout va bien).
La década de los 80 vería un Godard algo más atildado, que buscaba retomar el brío de la década inicial, tan prolífica. Sauve qui peut, la vie (intraducible), de 1980, era un film difícilmente catalogable con una mirada satírica sobre las relaciones de pareja. Nombre de pila, Carmen (Prénom Carmen, 1983) era una desopilante comedia que adaptaba la obra de Bizet… contada por Godard. Te saludo, María (Je vous salue, Marie, 1985) era una trompetilla a la iglesia católica. Y en 1990, se dio el lujo de dirigir a Alain Delon en un film que lo colocaba en las antípodas de lo que había sido su carrera. Nouvelle vague (Nueva ola) coqueteaba con el policial, pero era en el fondo una exploración de un actor cansado y rendido bajo el peso de los años. Acaso una proyección del Godard prolífico que producía videos, cortos y documentales con una pasión vital superior al interés de su público. Su obra a partir de ahí se torna opaca, incomprensible y solo defendida por los fieles de Cahiers. Godard parecía querer perseverar solo en la destrucción de las formas narrativas, cosa que lograba, pero su movimiento se detenía allí. Sus films eran sencillamente incomprensibles. Rarezas que flotaban en un mundo para el cual él solo tenía metáforas. Godard solo era fiel a sí mismo, a la consigna de trazar una equivalencia exacta entre filmar y vivir. Una exigencia que solo podía terminar cuando las fuerzas lo abandonaran y, al no poder filmar, tenía que dejar de vivir. Sin duda fue una de las personalidades más influyentes del cine actual. ¿Por qué? Probablemente por su obra de los 60, cuya frescura e ingenio todavía no había sufrido los embates del desencanto y la edad. El resto fue una pugna por mantenerse relevante, cosa que logró en parte, gracias a la fama que lo precedía. Una obra apasionante, sin duda, pero tan abarcadora que asemeja un iceberg, del cual hemos visto solo lo más aparente. Su tamaño intimida.
©Trópico Absoluto
Héctor Concari (Montevideo, 1956) es Licenciado en filosofía por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad de la República. En Uruguay fue crítico de cine de las revistas Opción y Cinemateca Uruguaya. En 1983, se radicó en Venezuela, donde vivió hasta 2006 colaborando con Encuadre, Cine Oja, Cine al Día, Imagen y diversas publicaciones de la Cinemateca Nacional de Venezuela hasta 1999. Entre 2004 y 2016, tuvo a su cargo la columna “Días de cine» del diario Tal Cual. Como narrador ha publicado los libros de cuentos Fuller y otros sobrevivientes (2005), Yo fui el chofer de John Dillinger (2008), las novelas De prófugos y fantasmas (Random House /Mondadori, 2005) y Edipo de Texas – Spaghetti western (Sergio Dahbar editores, 2016), así como el estudio critico Mario Handler, retrato de un caminante (Editorial Trilce, 2012). Actualmente es columnista de El Nacional de Venezuela. Vive en República Dominicana.
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