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Eugenio Montejo en diálogo con Miguel Szinetár: La poesía es la última religión que nos queda  

Por | 20 noviembre 2022

Durante este mes de noviembre, en las ciudades de Caracas y Valencia, Venezuela, tiene lugar un ciclo de actividades en torno al surgimiento de la obra ortónima completa de Eugenio Montejo. Desde 1999, la Editorial Pre-Textos ha incluido en su catálogo varios títulos del escritor, uno de los poetas venezolanos -y latinoamericanos- más sobresalientes de nuestro tiempo. Ahora, de manera sistemática, la editorial española recoge su poesía (vol. I), sus ensayos (vol. II) y se estima que su escritura heteronímica (vol. III) aparezca en los próximos meses. Por estas razones hemos considerado pertinente rescatar este intercambio entre el poeta caraqueño y el escritor Miguel Szinetár, donde se registran algunas claves de la obra y la vida de Montejo.

Eugenio Montejo retratado por Vasco Szinetar. Caracas, 1981 ©Vasco Szinetar

Estuve con Eugenio Montejo en su apartamento del este de Caracas y a la sombra apacible de sus sabias palabras, la tarde del 16 de junio de 1982. Tenía en sus manos, recién editado por Fundarte, su quinto libro de poemas: Trópico Absoluto. El resultado de aquel encuentro, donde Montejo revela indicios esenciales para la interpretación de su vida y de su obra, y reitera sus convicciones sobre la poesía como religión, fue publicado nueve años después, el 27 de octubre de 1991, en el Papel Literario del diario El Nacional.

Miguel Szinetár. ¿Qué es para ti, Eugenio, la poesía?

Eugenio Montejo.  Yo me he estado preguntando, en los últimos años, qué era la poesía para mí. Y no me lo preguntaba con profundidad. A rato me sorprendía preguntándomelo. Quería decirme si era una bendición o una maldición.

M.S. ¿Qué te respondiste?

E.M. Es una bendición, porque uno tiene la certeza, cuando se vincula con ella, incluso como lector, de que la poesía es la ultima religión que nos queda, substratum de lo que fue en algún tiempo lo sagrado en la tierra. Una especie de isla de salvación, de conexión con algo arcaico que hace que el hombre sea hombre y que ha desaparecido o tiende a desaparecer. Pero también la poesía se experimenta como maldición, como esclavitud de las palabras. Entre esos dos polos uno oscila, según sus ritmos internos o sus momentos de duda o de certeza. Esta reflexión que se me dio con la vuelta a Caracas, que opera en mí a partir de los cuarenta años, no pudo ser posible a los veinte. Para mí, a los veinte, la poesía era una embriaguez y una fuerza donde no aparecían estas preguntas. Estas son preguntas de un hombre que comienza a envejecer. En un hombre que se aproxima a la vejez, se da un proceso de maduración en el que se plantean estos interrogantes. De otra forma no se los plantearía jamás. La poesía a medida que uno avanza, es también un aprendizaje de la existencia, un acontecimiento de cosas mas profundas que las que uno ve en apariencia. El hecho de vincularse a la última religión posible en nuestros días, te vincula a procesos de visión y de conocimiento que no son comunes y que se te dan. La poesía te hace mas hombre, en un sentido raigal de tu experiencia. Aprendes a comprenderte a ti y al otro.

M.S. ¿Cómo se inicia tu camino de poeta?

E.M. Mi camino comienza como algo innato. El poeta en uno se da de forma innata. El contagio de los maestros puede muy poco. Uno viene ya, en gran parte, con el don de la palabra.

M.S. ¿Y cuándo descubriste que eras  poeta?

E.M. Yo me descubro poeta muy temprano. La primera experiencia con la poesía se me da en un internado de niños, cuando voy a un colegio de Maracay, el único colegio comunista que ha habido en Venezuela, una especie de Koljós. Cuando Prieto Figueroa abre las puertas a la famosa Misión Chilena, hay tres delegados que, en Maracay, forman una granja colectiva. Nadie, todavía, la ha estudiado. Dura dos años hasta que la cierran, porque una vez impiden la entrada de la Virgen de Coromoto. En este colegio granja yo me paso año y medio. Por navidad hacían parrandas con el conjunto de la escuela en la cual cantaban coplas de los niños. Ellos seleccionaban las coplas y en las noches las cantaban. Se hacía una especie de concurso: la copla ganadora de la noche. Eso empezaba el primero de diciembre y el 18 cerraba con las 18 coplas ganadoras de los 18 días y entonces, se acogía la copla ganadora del año. Yo tenía varias ganadoras y te puedo decir que no recuerdo ninguna, pero no olvido la de un muchachito que una vez me ganó y me derrotó: Señorita Anita le digo contento que ya sé contar del uno hasta el ciento. Esas coplas fueron mi primer encuentro con la verbalidad como creación. 

M.S. Y después de ese primer encuentro, ¿qué pasó?       

E.M. Aquello lo olvido, lo entierro. No lo practico más. Y en mi adolescencia, cuando estoy en otro internado, en La Grita, no en el comunismo sino en el fascismo, empiezo a escribir, más en serio, bajo la dirección de Teodoro Gutiérrez Calderón, un profesor venezolano de formación típicamente colombiana, con unos gustos del peor fin de siglo, una buena voluntad y una gran generosidad. Este señor me hizo bien y mucho mal. Tuve que desprenderme de sus gustos, abrir los ojos. Me costó mucho llegar al oído de la  poesía moderna, porque Gutiérrez me ligó a cuestiones de mal gusto. Allí creamos un periódico, cuatro muchachos. Ellos dejaron la poesía. Uno es Pedro Emilio Coll, diplomático, sobrino del escritor. Los otros dos son Francisco Hung y Alonso Martínez. En el periódico empiezo a firmar Montejo. No he podido aclarar si lo escojo yo o lo hace Gutiérrez Calderón, pero tal vez puede ser un deseo inconsciente de culparlo a él de mi nombre.

M.S. ¿Reconoces en ti alguna influencia familiar?

E.M. Yo pertenezco a dos familias. Mi nombre no es Montejo. Montejo es un pseudónimo. Mi nombre es Hernández Álvarez, pero ninguno de esos nombres es mi nombre. Mi nombre se pierde. Nosotros salimos de las islas Canarias hace tres siglos con el nombre de Sandoval y esa gente se arraiga en Güigüe, cerca de Valencia. De allí vienen mis mayores. Son hombres de hacienda, de a caballo, pequeños jornaleros; y en el cruce de estos hombres con las mujeres del lugar, de una de estas familias, viene mi padre, que es hijo de un Sandoval en una Hernández. 

Mi abuelo muere en el año 9 y manda a llamar a mi padre a Valencia, para darle la bendición, y despedirse de él, porque está tuberculoso, con las famosas tuberculosis aquellas de comienzos de siglo, y allí mi padre dice que lo ve por ultima vez y mi abuelo desaparece. Es el último de los Sandoval, y desaparece. Para mi padre eso no significó nada. Yo heredo el apellido Hernández y mi padre me pone el nombre de mi abuelo. El se llamaba Eugenio. 

En mi familia hay una vena de improvisadores, de poetas. Mi padre hacía poemas. A mi padre había que interrumpirlo en los matrimonios, porque de repente empezaba a recitarle a las novias. Para mí era una delectación oírlo decir sus poemas y sus cosas. Por el lado de mi madre también hay poetas. Yo pienso que todo esto se vincula a una cosa, sino hereditaria, por lo menos de fenotipo. El poeta en uno nace, no se improvisa.

Pero hay una experiencia en mi vida, que está detrás, y de la cual tal vez depende mi disciplina como poeta, y es que mi padre era panadero. Tenía una panadería a los años en que yo nazco. Él aprendió su panadería en los viejos talleres de Valencia, donde se entra barriendo y se sale, a los cuatro o cinco años, como maestro. A mí me precede una hermana y me siguen dos hermanas. Eso hace de mi casa un mundo femenino. El mundo masculino es mi padre y los panaderos. Ahí capto yo, muy temprano, la importancia de la panadería para el mundo, lo que sufre un maestro de cuadra, que está trabajando con aquellos borrachines que no le han llegado a las 6 de la tarde, porque se han quedado en los botiquines, y él tiene que responder por el pan. Y no solamente por el pan para la gente común y corriente, que está sana, sino por el pan de los hospitales, de los enfermos, de los ancianatos, de los orfelinatos. Y todo eso, muy tempranamente, lo voy asimilando, y eso queda tan hondamente grabado en mí, que cuando llego a París, a finales de los sesenta, y veo que está cayendo la nieve, que Alfredo Silva Estrada me llama para que la vea por primera vez, lo que hice fue reconocer la harina con que yo jugaba en la panadería de mi padre. Porque las panaderías de hoy no tienen nada que ver con las panaderías antiguas. En ellas había leñas arrumadas, grandes bloques de leñas, tres o cuatro cuartos llenos de sacos de harina, arrumados también, donde uno jugaba y salía blanco.

Esa disciplina, esa responsabilidad del panadero con el alba, con el pan, es la responsabilidad que yo he sentido y que es culpable de que mi ritmo de trabajo sea nocturno. Yo pertenezco a un ritmo nocturno que es el ritmo de los panaderos.

El amor es la desnudez que nos permite borrarnos; desaparecer para que otro nos invada.

M.S. ¿Cuál es, Eugenio, la relación de la poesía, de tu poesía, con el amor, con la mujer?

E.M. Yo soy del signo librano. Busco el equilibrio. No puedo vivir sin una mujer. Me es muy difícil. Desde la niñez, la presencia del amor femenino es muy importante en mi vida. Sin embargo, me habría gustado amar más profundamente lo que amé. Pero a veces me detuve poco. Ahora, pienso que la experiencia iluminatoria de la poesía, no solamente se da en el arte de la vida y en el arte de las palabras, sino también en el amor. A través de la poesía uno aprende también a amar, a amar más.

M.S. ¿En qué sentido?

E.M. Cada vez amas menos con el yo y prefieres el tú, el tú esencial. Uno se va borrando y es lo otro lo que prevalece.

A la hora de una verdadera relación amorosa no se puede calcular nada. El cálculo borra toda posibilidad de diálogo con el misterio. Y el amor es una de las formas superiores de vinculación con el misterio.

M.S. ¿La poesía sería, desde ese punto de vista, una iniciación en el arte de la entrega al otro?

E.M. Sí, una y otra cosa es lo mismo. Todo es entregarse al otro. Hay un famoso cuento sufí, que a mí siempre me retiene. No quiero decir anécdotas, ni frases ni cuentos, pero hay cosas que deben repetirse, porque nacieron para ser repetidas. Es la historia aquella, del hombre que ve a la mujer en el mercado, se le queda viendo y establece con ella un diálogo amoroso, de miradas, y él vuelve una y otra vez y las miradas son más intensas hasta que una noche, decide tomarla a ella para sí, como su compañera, porque ya todo estaba implícito. Se había hablado. Tanto se habían dicho, tanto, sin palabras, que esa noche él decide ir en el caballo hasta la puerta de la casa de la mujer. Y eso hace. Toca a la luz de la luna. Muy tarde. Y ella viene. Y detrás de la puerta, pregunta: ¿Quién es? Y él responde: soy yo. Entonces, la mujer se lanza en improperios: Desalmado, quién se ha creído. ¿Cómo es posible que venga a tocar la puerta? El hombre apura su caballo y se va. A conciencia de que algo malo ha hecho. De que algo malo ha pasado en él. De que ha procedido mal. Apura su caballo y se va al desierto a meditar, a buscar la iluminación. Pasa un año meditando, y vuelve otra vez y llama a la puerta de la mujer y la mujer vuelve a preguntar: ¿Quién es? Y el hombre contesta: eres tú. Entonces la puerta se abre. Porque se borra el yo. Y si no hay eso no hay amor. Lo demás es cálculo. El amor es la desnudez que nos permite borrarnos; desaparecer para que otro nos invada. Y ese diálogo no lo tienes solamente en el amor. Lo tienes en todo.

M.S. ¿También con la muerte?

E.M. Yo he escrito varios cuadernos y los dos primeros estuvieron invadidos por la muerte. Por dos razones. Porque en el 61 murió mi hermano Ricardo, a quien yo adoraba y a quien le dediqué una elegía, que por esos años se divulgó mucho. La otra razón era que yo estaba rodeado de muertos. Yo no me fui a la guerrilla. Yo no sirvo para guerrillero. Pero no pude menos de vincularme al movimiento de esa gente. No repartiendo panfletos ni mucho menos, pero sentimentalmente adherido a ellos. Si hubiesen tomado el poder, tal vez yo estaría en contra. Pero entonces, yo estaba con ellos, y tantos y tantos murieron de los que vi, que esos primeros libros estaban invadidos por la sensación de la muerte. 

Es como a los treinta años, cuando experimento un deseo de cambiar eso, de decir, no, no puede ser esto, lo de la muerte. Me había invadido toda la juventud, porque no he tenido juventud. La juventud nos la quitaron. Nosotros no tuvimos juventud. Pienso que ni Ramón Palomares, ni Acosta Bello, ni Adriano, ni esa gente, tuvo juventud.

La idea de la muerte me sacudió. Te puedo contar sueños de mi primera juventud. Estoy durmiendo una noche en  San Diego y despierto: yo era una estatua de arena. No podía levantarme por temor a deshacerme. Era lo que estábamos viviendo. Entonces, contra mí mismo, me prohibí la palabra muerte.

M.S. ¿Cuál es, a tu juicio, la labor social del poeta?

E.M. Yo siento que mientras todos duermen uno es el vigilante, el centinela. La labor del poeta es la de la vigilancia. El otro día estuve por los llanos. Y me contaba un hombre del campo, que había los monos maiceros. Unos monos que vienen y arrasan y caen en bandadas. Pueden destrozar 5 ó 10 hectáreas de maíz, en minutos. ¿y como lo hacen? Muy fácil. Proceden en bandadas ordenadas y apostan en los árboles más altos dos o tres monos vigías que cuidan el horizonte, y después se lanzan con todo, niños, viejos, ancianos y arrasan, atan las mazorcas de dos en dos, se las tiran a la espalda y de repente sale la bandada, mientras los de arriba están vigilando el horizonte. Entonces, yo, cuando ese hombre me estaba contando eso, me dije: el poeta está arriba, en el árbol, cuidando todo, la raza, que no vaya a venir una escopeta, porque si viene se pierde la manada. Esa es la labor de uno, la labor de vigilancia.

M.S. ¿En síntesis, porqué escribes?

E.M. Yo trato de escribir para convencer a Dios de que el hombre es inocente. En mis noches de vigilia, lo que defiendo es la inocencia de los hombres. Una inocencia de la cual, a veces, hay que convencerlos. En la medida en que tú aguzas la mirada, lo que avizoras es el sentido de sus limitaciones y de su inocencia.

©Trópico Absoluto

Eugenio Montejo (Caracas, 1938 – Valencia, Venezuela, 2008) es uno de los poetas venezolanos de mayor trascendencia del siglo XX. Se desempeñó como profesor universitario, investigador del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, director literario de Monte Ávila Editores y diplomático, siendo consejero cultural de la embajada de su país en Lisboa (1988-1994). Vivió algunas temporadas también en Francia, el Reino Unido y Argentina. En la ciudad de Valencia (Venezuela), cofundó las revistas Azar ReyPoesía y Zona Tórrida. A partir de la década de los sesenta su labor como escritor empieza a difundirse y, a partir de los ochenta, a conocerse internacionalmente, con traducciones al inglés, el portugués, el italiano y el francés, entre otros idiomas. En su país recibió doctorados honoris causa de la Universidad de Carabobo y de la Universidad de los Andes, así como el Premio Nacional de Literatura, en 1998; en México, en 2004, el Premio de Poesía y Ensayo Octavio Paz.

Miguel Szinetár (Caracas, 1945). Escritor venezolano. Doctor en estudios del desarrollo (CENDES) y profesor titular de la Universidad de los Andes. Ha editado poesía, novela, entrevistas, investigaciones y ensayos sobre la cultura, la cultura urbana y el pensamiento venezolano. Entre sus publicaciones se encuentran: Sol Quinto (Fundarte, 1980), El Programa de Cambio Social de Alberto Adriani (Cendes, 1999), Cultura y expresión pictórica en Venezuela: una exploración (Cendes, 1994), De la poesía. Diálogos con poetas (Ediciones Actual, 2004). Expediente familiar (EA: 2013)

Tomada del libro de Miguel Szinetár: De la poesía. Diálogos con poetas. Ediciones Actual. DIGECEX. Universidad de los Andes. 2004. Se reproduce con autorización de su autor.

2 Comentarios

  1. Mirna Flores Suárez

    Hace mucho tiempo leí esta entrevista en El Papel Literario de El Nacional.Me impresionó mucho la personalidad de Hernández convertido en Montejo.El cuento sufí donde se borra el yo, me lo sé de memoria Amé a ese hombre al leer esta entrevista. La tengo guardada en un recorte del periódico.Me gusta su pluma y en una ocasión logré conseguir su número de teléfono y le expresé mi admiración, así como lo hice con Rafael Arraiz Lucca.
    ¡Gracias de verdad por recordar esta excelente entrevista!
    Soy periodista de la UCV y profesora de Francés y Castellano egresada del Pedagógico de Caracas.

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