/ País portátil

Historias de la marcha a pie (Fragmento)

Por | 15 septiembre 2022

Subiendo la cuesta que conducía a casa de Bernardo, diciéndome voy a verlo, voy a verlo, voy a verlo, por fin ha levantado el veto y voy a verlo, de pronto, sin más, como una zambullida a las profundidades de un cuarto de siglo, se me impuso, antes que el recuerdo, la vívida esencia del recorrido —trecho a trecho, jamás de un jalón, lo que hubiera sido para mí humana y fisiológicamente imposible, con esas malas noches cortas de sueño, con ese crónico desfallecimiento— de aquella otra cuesta empinadísima, a sus pies la ciudad y de seguidas el mar. Mar grande y abierto, complejo e impenetrable en variados olores. En el verano tórrido, cegada de luz, en el invierno, abismada de gris (no tan riguroso, pero “sí húmedo y devastador en su monotonía, tanto o peor que la estragante inflamación del verano en que ardía la ciudad),  que yo debía tomar de vuelta a casa.

Una y otra vez, salir de casa y volver a casa. Todo un eufemismo para designar aquel funesto agujero, aquel lugar de podredumbre, que era mi techo y mi forzada prisión para la tumba: 45 metros cuadrados que el sol no calentaba nunca, estando como estaba ese departamento, si fuera procedente llamarlo así, rigor de las desdichas, por debajo del nivel del suelo. De tal modo que para llegar a él debía en vez de subir precipitarme prendida de la baranda, por esas escaleras oscuras, de estrechos peldaños, pata ya adentro irme a topar con la ventana que encaraba un siniestro muro, mas que gris moho y ceniza por su posición oblicua bajo la luz del sol. Pónganse bajo esa luz los cuadros de los grandes maestros coloristas y se los verá como olla de pobre. Póngase lo que se ponga, siempre se verá lo mismo: la fritanga, el puchero de la indigencia, el hollín de la tristeza, los remiendos que exhibe, los andrajos que sacude la miseria, el agua de la curtiembre, el humo de los crematorios.

 Las paredes eran frías, como de un friso escaso y muy re­ciente. De aquel lugar insano, poco menos que miserable, logré salir indemne. Probablemente porque no estando ni viva ni muerta, porque llevando una existencia restringida, sólo subsistía en una apariencia de vida: más muerta que viva y sin embargo no del todo muerta. Estaban en mí atrofiadas, si no del todo casi atrofiadas, las imágenes recurrentes de la fantasía, y faltán­dome ese élan vital, el único, según sé ahora, me dejaba llevar, traída, arrastrada, y sin ofrecer resistencia. No advertía, o apa­rentaba decorosamente no advertir mis infames condiciones de vida. Tampoco me hacía preguntas del género quién soy, a dónde voy, cómo pude, mi Dios, de tantos lugares como hay en el mundo, de tantos caminos practicables, haber venido a caer aquí. Nada me tocara en los más hondo. Dormir y despertar. Entremedio, estúpidos afanes, sucios quehaceres domésticos, tedio, mucho tedio. Una noche, un día, otro día. Salir de la cama, entrar en la cama, una y otra vez salir y volver a entrar. El otro día como el mismo día: la ingente suma de los siguientes días. Ninguno hacía la diferencia. Todos celebraban, de tarde o de mañana, el mismo largo del aburrimiento, insulso, agobiante. ¿Fue ese incauto candor, ese desentendimiento rayano en la sordera, ese no ver a un tris de la ceguera, el sentir lo que sentía e ignorar que lo sentía, lo que me permitió mantenerme a flote?

Las paredes eran grises, también ellas. La furia blanqueadora del agua y el detergente había arrastrado consigo el blanco origi­nal de su color. Manchas de blanco y encima un gran borrón. Un punto, una tachadura, un rastro de blanco encima del borrón.

El arte de razonar se aprende más bien tarde en la vida, y si por el contrario se lo aprende pronto, entonces añadimos des­ventura a la desventura. Supongo que es así, sin mucho razonar, con la cabeza oscuras, como se vive esa exhalación que es la primera parte del error de toda nuestra vida. Se la vive, esa ex­halación, en una exhalación. Se la sobrevive, tanto mayor la irreflexión y tanto más y mejor. La inconsciencia es una buena no­driza, una nodriza como un ángel de la guarda.

Después el observar y reflexionar ocupa un espacio dema­siado grande, de tal modo que ya no vivimos sino que nos con­templamos vivir conformándonos a las representaciones que de nosotros mismos nos hacemos. Nos vemos vivir sin grandes saltos y en el sentido de la marcha, en el caso de que las cosas hayan ido bastante bien y hayamos perseverado en mantener, sin mayores debilitamientos y en línea recta la dirección hacia lo que hubiéramos deseado y esperado hacer realidad. No realiza­do, sólo deseado y esperado realizar.

No obstante, como la madre de Malte Laurids Brigge, yo no dudaría en repetirle a los más jóvenes, incluidos los muy pequeños: No olvides nunca formular tu deseo, Malte. Creo que no se cumplen, pero hay deseos a largo plazo, que duran toda una vida, de modo que no podría esperarse su cumplimiento. No olvides mirar al cielo, Malte, no vaya a escapársete tu estrella fugaz. No, no se cumplen, pero el vigor del deseo acaba siempre acertando. Bastaría con que un deseo se posesionara de nosotros durante toda una vida para hacer de ella una vida cumplida aun y pese a la posposición de sus plazos.

Cuando jóvenes, qué pródigos y simples somos en la igno­rancia de lo tiempos que vendrán. La vida joven no cese de jugar, y la naturaleza indiferente, brille en su esplendor eterno, dice Pushkin en unos versos. La juventud y la naturaleza, dos cosas que son la misma cosa y que se desdeñan mutuamente. Dos cosas que no dependen de ningún arbitrio, que tienen su propio e indesviable curso en el lecho de sus respectivos ríos. Las estaciones pasan, las estaciones vuelven. Una y otra vez. Alternativamente vienen y pasan. En el sentido clásico de los eternos ciclos en la infini­tud de su inmutable y perfecta armonía. Las estaciones son eter­nas en su tránsito. La juventud también como estación de vida, pero la nuestra pasa y no vuelve. Se enciende aquí, se apaga más adelante. Con esa temporalidad que es casi nada para la natura­leza, y que lo es todo para nosotros. ¡Juventud, hermosa palabra! No hay nostalgia.

Mientras subía la cuesta repitiéndome el estribillo aquel de voy a verlo, voy a verlo, por fin ha levantado el veto y voy a verlo, me encontré enfocada a la distancia neta de un cuarto de siglo. En Argel, de noche, cerca de la pequeña estufa Comet, transportable. Toco heridas que todavía escuecen. ¿Recapitular una historia supone la prueba de su agotamiento? Quizás, no lo sé. A veces ocurre como con el corazón del conejo que arranca­do del pecho y al calor de la mano sigue latiendo por espacio de unos minutos.

Entonces, ya era invierno, o estábamos al comienzo de una de esas primaveras de helado y puro azul.

El bombillo colgaba del techo, de un cable retorcido en el que habían ido a depositarse, como acribilladuras, huevos, ex­crementos de moscas africanas, grandes moscas verdiazules, for­mando una costra que pasaba de oscura a blanquecina a medida que los cráteres se secaban. La luz era amarilla, parpadeante, como viniendo de una fuente de energía que desfallecía. Diríase la llama crepitante de la vela en contacto con la cera. Amarilla, tenue, como intenso era el azul del gas. No había nada de simbólico en esa media luz que sé refractaba verdeante sobre mis manos, sobre mi perfil inclinado. Nada comparable con la emblemática luminosidad musical en que uno esperaría poder escuchar viniendo de muy lejos el toque velado del cuerno de caza. Sólo penumbra atemperada por esos dos focos de luz, a saber: la estufa y el bombillo. Una de esas penumbras que en el radio inmediato de lo que ocultan podría caber ilimitadas las desdichas. Ligerísimas de equipaje, separadas del mundo, pa­sando de largo y en el acto de sustraerse a las miradas.

Yo leía frente a la ventana en cuyo recuadro de seis paños, a causa de aquel.infame muro, la noche comenzaba mucho antes de haber bajado del cielo a la tierra. Leía ante la mesa que me servía de apoyo, sentada sobre una silla sin brazos, el respaldar cortado a pique. Leía en una de esas sillas obra del desamor de un mal carpintero, en una de esas sillas, para ser más específi­ca, que exigen una derechura corporal muy superior al débil engranaje de las vértebras. En fin, que sólo son tolerables por espacio de un momento muy breve, después del cual todo es renegar de la posición sedente, siempre que no esté en juego el celo de la penitencia.

En esa mesa en que afincaba mis codos y equilibraba mi cuerpo, endeble y temblequeante como rígida era la silla, se co­mía frugalmente. En esa mesa, centro de los acontecimientos, leía, escribía, principalmente cartas dirigidas a dos o tres corresponsales asentados en latitudes muy diferentes: Viña del Mar, Trinidad, París, en las que se hablaba del tiempo, bueno, malo, siempre peor, extremoso, de los progresos, de las sorpresas que me daban los niños, de sus dichos de ingenio. R. comienza a hablar de corrido, por fin, ya no cabía en mí de la desesperación, pen­sando que iría a ser mudo o tonto. M. se ha herido en el ojo con un eje de la bicicleta, en la misma córnea, cerca del cristalino.

Durante el trqyecto al hospital se apodera de mí un loco temor, se ha desgraciado, se ha desgraciado. En la sala de espera cientos de ciegos de todas las edades, cataratas, tracomas, párpados supurantes, enjambres de moscas. Algunos se han echado sobre sus esteras, ancianos macilentos y temblones, niños y mujeres. Duermen y esperan. El médico me hace entrar subrepticiamente por una puertita lateral, detrás de mí un gran clamor de indignación, un resonar de bastones, la masa amotinada, enfurecida. Los árabes son silenciosos, mientras no hay cólera. Nada grave, madame. Hay que mantener el ojo tapado. El fin de semana dimos un paseo por la costa. El mar es de un verde predominante. El lugar se llama Zeralda, se lo escuché decir a una mora que se paseaba por la playa con zapatos de hebilla dorada, tacón Luis XIV, arrastran­do su albornoz blanco en la arena. Aquí no es como en París. Los árabes no son alérgicos a los ruidos naturales. Aquí no hace falta estirarse mucho para tocar el techo. Aquí se puede andar por casa sin necesidad de descalzarse: Los árabes llevan toda su conciencia en la mirada, de forma deliberada. Su mirada como la mácula lútea de su inconsciencia: un sedimento donde se re­ conoce, trágica e invicta, su condición de ser, como humanos.

Todo pasaba por esa mesa, las comidas a base de platos medio quemados o no del todo cocidos, los litros de té, las cartas que escribía, las cartas que leía, las raras visitas que recibía, las horas, todas largas, en que no dormía. Allí transcurría la vida, se le daba vueltas a la noria hasta el último músculo, con una lentitud obtusa, hostil, como para echarse en ella, prematuras, todas las canas, pensando, tiene que ocurrir algo. Necesariamente algo tiene que ocurrir, algo que me saque fuera del camino, lejos de lá rueda. Por supuesto, esto se olvida a veces, pero cuando se piensa que algo debe ocurrir no ocurre absolutamente nada.

En esa atmósfera de madriguera aprendí a aguantar el tiem­po. Aguantar, esa es la palabra, en su sentido más auténtico, en abstracto y en concreto, empírica, literalmente hablando. Así como el escarabajo echa a andar cuesta arriba su indetenible bola de estiércol. Así yo, cuesta arriba, aguantando mi tiempo, haciéndolo rodar, hacia arriba, como el escarabajo su bola de estiércol. Felizmente, de eso ya han corrido muchos años. Mu­chos años como si hubieran sido el inmediato ayer. Ese suelo comienza a moverse tan pronto se lo pisa. A su alrededor todo se agita y se agita, se resquebraja.

Me disponía a leer (y éste es el dato preciso de un claro re­cuerdo) Mrs. Dalloway, en francés, libro de bolsillo, una portada impresionista entre el rosa y el verde. A un lado, mi pequeño diccionario Cuyás francés-español que se deshacía en las ma­nos, rojo, risible: ¿toda una lengua allí sustanciada? Al otro, un cuaderno en letra menuda sin tachaduras ni enmiendas, con esos caracteres ostensiblemente bien dibujados con que se dis­tinguen los fatuos empeños del calígrafo. En él, de tanto en tanto, frunciendo las cejas y mordiéndome la lengua entre les labios crispados, hacía los ejercicios de un manual de gramática para escolares de sixième.

A veces, Muchtar, mi vecino del piso de arriba, primer con­table de un taller de encuadernación situado en el bulevar de la Marina, arrancaba con una áspera salmodia, sin pausa, vibrante, ceñida a texto y al ardor de su garganta, que me hacía pen­sar en el llamado, pero juntando más fuerzas, del muecín a la plegaria. Casi narcotizada apartaba el libro, y ya completamente en otra parte me sumía en una contemplación libre de pensa­mientos, como las que sobrevienen al cese brusco de un im­pulso. Se mezclaban vías lácteas en estado naciente con pelo­tas de cardos que junto con el polvo rodaban empujadas por el viento. Y cuando éstas amainaban, era para darles paso a las caravanas, supercentauros de porte ágil, carretas y camellos acoplándose como en un engranaje al vaivén de las dunas. Un toque de tambor, un aire de violín, el solo de una flauta, las voces de mi infancia, dentro de mí (¡ojalá no cesaran nunca!).

Detrás asomaba la luna, el disco completo proyectándose sobre un poblado, su imagen y su reflejo falseados en el espejo, estremecidos como hilos de araña por la interposición del aire, tan leve. La luna arriba. El bueno de Muchtar y yo, abajo. Infimos, nulos, cifras de la especie, como tuercas o tornillos en un mecanismo de relojería.

©Trópico Absoluto

1 Comentarios

  1. Interesante prosa poética, ‘notas descosidas’ en mi concepción influenciada por el poeta venezolano Juan Calzadilla. Me retrato en algunas líneas, en especial, en mi experiencia de ‘paciente’ que requerí de GRAN PACIENCIA (en mayúsculas) cuando estuve largas horas en el hospital Vargas esperando en valde por atención médica.
    Saludos y bendiciones Victoria.

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