/ Literatura

Una locomotora avanza. (Diez fragmentos en torno a la ficción)

Por | 3 septiembre 2022

Miguel Gomes (Caracas, 1964) nos ofrece una serie de consideraciones sobre el ejercicio de la escritura de ficción, sobre el trabajo del novelista. En estos fragmentos, liberados del ampuloso formalismo académico, el autor repasa esa larga tradición de la novela latinoamericana cuyos lectores estaban siempre a la espera de relatos que “aborden asuntos” o “reflexionen” sobre algo. Didactismo, literatura comprometida con la construcción de la patria, opuesta a una ficción cuya fragilidad “va de la mano con la dificultad para aceptar o valorar los despliegues holgados del alma, el cuerpo y el humor en el quehacer de sus literatos”. Pensar en la ficción. “¿En qué consiste escribir ficción? –concluye Gomes–: es algo discreto, nada titánico, labor y pasión de gente común —uso la palabra en su buen sentido— que diseña mundos en la imaginación haciendo que una locomotora avance hacia el lector”.

Louis y Auguste Lumière. L'arrivée d'un train à La Ciotat. 1896

1.

―Y ¿cuál es el tema de su novela?

Cada vez que un lector me lo pregunta, mi primera reacción es de perplejidad. Al cabo de unos segundos, traigo a colación los nombres de los protagonistas: el tema son fulano o zutano, cómo funcionan sus mentes y cómo se las arreglan con sus vidas.

2.

¿Tienen las novelas o los cuentos “temas” como los tienen los ensayos, las crónicas, los reportajes, los estudios, los manuales? Creo que no, porque sitúo su específico acto de narrar bajo el signo de lo ficticio, es decir, la suspensión de los referentes del mundo real: las palabras y las nociones que estas invocan se emancipan temporalmente de su uso ordinario para convertirse en la sola meta de sí mismas. Un texto con asunto remite; un mundo autónomo, en cambio, debería ser. Para variar a Archibald McLeash: en circunstancia artística, un relato should not mean but be.

Como manifestación de “lenguaje potencial” describía Félix Martínez Bonati la literatura que hoy en día se denomina ―con un anglicismo no superfluo― “de ficción”. Su dictamen lo suscribo plenamente, incluso en las ocasiones en que la proximidad entre lo ilusorio y lo verídico resulta turbadora. Aplico el mismo régimen de criterios a la dramaturgia y, pese a que en su Theory of the Lyric Jonathan Culler defienda lo contrario, a la poesía, en particular, por la advertencia de William Butler Yeats: incluso si habla de sus tragedias personales, el poeta never speaks directly as to someone at the breakfast table, there is always a phantasmagoria (“A General Introduction for My Work”). Y la fantasmagoría o teatralidad del ser se transparenta con más fuerza en el legado pessoano:

O poeta é um fingidor,
Finge tão completamente
Que chega a fingir que é dor
A dor que de veras sente.

Emociones verdaderas contrabandeadas como fingidas y revueltas con lo que no se gozó o padeció en carne propia: piénsese en las cantigas de amigo, no compuestas por las muchachas solitarias que en sus versos oímos, o piénsese en los poemas amorosos de ciertas religiosas como Sor Juana Inés de la Cruz. Nada más patético y primitivo que las interpretaciones literales de las situaciones ficticias que esas obras nos deparan; situaciones latentes en nuestra especie, vivencias ya sin individuo por detrás, a disposición de quien desee contemplar el universo con ojos que no sean los suyos.

Si no nos agrada aceptar la ficción separada del testimonio personal y como forma de comunicación imaginada o diferida, nos resta la opción de los primeros espectadores de las películas de los hermanos Lumière: presas del pánico ―según la leyenda urbana―, se tapaban la cara y gritaban dándose por triturados cuando veían en la pantalla una locomotora avanzar hacia ellos.

3.

“Mi primera reacción es de perplejidad”, he apuntado. Hipérbole inocente en beneficio de mi argumento.

A nadie que frecuente la historia de la literatura hispanoamericana debería sorprender las huestes de lectores a la espera de novelas o cuentos que “aborden asuntos” o “reflexionen” sobre algo. La literatura hispanoamericana moderna nació bajo el signo de lo poscolonial, el de la fundación de naciones, erigiendo en valor de cambio en la economía inmaterial de la cultura la contribución del escritor a esa empresa, tan magna, tan reverenciada, que achicaba cualquier propósito no transitivo que pudiese tener el arte. Crear ficciones, meras ficciones, no deparó durante mucho tiempo capital simbólico. Este ha intentado reclamarse repetidas veces, desde luego, y por eso Jorge Luis Borges ―más libertador en ese sentido que José de San Martín― a mediados del siglo XX trató de legitimar las ilusiones, las quimeras, los artificios ―artificium: ‘obra de arte’― como cima de su ideario. Repárese en su título más célebre, Ficciones: la iniciativa estética menos la adiposidad documental o instrumental que se le adhiere cuando se concibe en subordinación.

La discusión es enorme. Para confinarla a la novela, recuérdese que el proceso arranca muy temprano en nuestra tradición. El mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi, padre del género en esta orilla del Atlántico hispánico, no ocultó el didacticismo de El Periquillo Sarniento (1817). Cuando Alberto Blest Gana, en 1861, disertaba sobre la literatura chilena se refería a la superioridad de la “novela de costumbres” sobre cualquier otra especie narrativa o lírica, acudiendo a la noción de “utilidad” y al hecho de que “su influencia en el mejoramiento social es directa [y] el escritor puede combatir los vicios de su época”. En efecto, al empezar a articularse el campo literario moderno hispanoamericano, durante la Guerra de Independencia, la estética predominante era todavía la neoclásica y el prodesse et delectare horaciano, practicado por los padres militares de la patria en sus elegantes alocuciones o los padres letrados en sus poemas, fue una sustancia seminal que siguió activa y fértil por muchas décadas también en la narrativa. A veces dudo que hayamos podido modificar suficientemente nuestro patrón genético. Un espectro decimonónico nos acecha.

En 1944, aún se compendiaba la lógica poscolonial a la que aludo en “El contenido social de la literatura iberoamericana”, artículo de Agustín Yáñez: “Antes que producto cultural, mucho antes que fenómeno artístico, la literatura es instrumento de construcción americana”. En 1967, más de un siglo después del discurso de Blest Gana, ya consolidada internacionalmente la carrera de Borges, ecos lejanos resuenan en las disquisiciones de Miguel Ángel Asturias al recibir el Premio Nobel:

La novela latinoamericana, nuestra novela, para ser tal, no puede traicionar el gran espíritu que ha informado, e informa, toda nuestra gran literatura. Si escribes novela solo para distraer, ¡quémala! cabría decir evangélicamente, pues si no la quemas tú, se borrará contigo en el correr del tiempo, se borrará de la memoria del pueblo que es donde un poeta o novelista debe aspirar a quedar. ¡Cuántos hubo que en el pasado escribieron novelas para divertir! En todas las épocas. ¿Y quién los recuerda? En cambio, qué fácil es repetir los nombres de los que entre nosotros escribieron para dar testimonio. Dar testimonio. El novelista da testimonio, como el Apóstol de los Gentiles.

Del mismo año es el prólogo que Ramón Díaz Sánchez redactó para sus Obras selectas:

La literatura es vehículo y herramienta. Pasan entonces las palabras a ser mensajeras de la vida social y adquieren una dimensión positiva, que es la que da su verdadera vigencia a la lengua. La novela, el ensayo, la crónica, hasta la escueta historiografía, géneros literarios en los que cabe un aliento poético, son por definición mensajísticos.

Y posteriores, de 1979, casi extinto el Boom, son las sentencias rotundas de Alejo Carpentier en una conferencia dictada en Connecticut:

El novelista latinoamericano, en este nuevo fin de siglo, será un novelista políticamente comprometido por la fuerza de las circunstancias […]. Tiene el escritor que dar lo mejor de sí mismo […], desempeñar lo mejor posible su oficio de Hombre —valga decir: de ciudadano.

Cuando se restringe al arte a ser ancilar y al artista a ser ciudadano, cuando se les exige diagnosticar o analizar el origen de los problemas nacionales, predicar y hasta montar un servicio de mensajería para los males colectivos, ¿cómo pueden sostenerse las reglas de juego de la ficción?

4.

―Precariamente.

Eso contestaría si alguien me hiciera la pregunta previa.

Lo de arconte, prócer, mesías, profeta o faro moral del pueblo se me da mal. Soy un simple escritor, con las incurables limitaciones que eso acarrea. El paradigma borgiano de los años cuarenta y cincuenta, pese a ello, me tranquiliza. Como venezolano, tampoco debería ignorar que, mucho antes que el argentino empezara a reivindicar con tanta sagacidad el derecho a lo ficticio, Manuel Díaz Rodríguez había mostrado una densidad pensante similar… Estamos en la Caracas de 1906, un islote rodeado de agricultura por todas partes. Gonzalo Picón Febres, simpatizante de Cipriano Castro, seguro de que uno de los caudillejos de Ídolos rotos (1901) satirizaba al dictador, tachó a Díaz Rodríguez de vilipendiar la patria, porque lo que sugería la narración acerca de ella tendía a lo “atroz”, lo “infame”, lo “cursi”. Picón Febres, no obstante, juzgaba que esa era la óptica del autor y no que el narrador terciopersonal adoptara la de Alberto Soria, el protagonista. Explícitamente los equipara. Díaz Rodríguez, en su “Epístola ingenua”, responde con una lucidez ejemplar, que permite comprender por qué en aquel entonces tanto Unamuno como Rubén Darío lo consideraban uno de los grandes narradores del idioma:

[En el teatro, el cuento y la novela] forzosamente se agitan sentimientos, ideas y personajes contradictorios […]. Mientras cultivemos tales géneros literarios como los entendemos hoy, creo que el crítico no tiene derecho a ver al autor en ninguno de sus personajes, comparsa o protagonista. Desde luego que salta a los ojos que el procedimiento es injusto, porque puesto el crítico a sospechar y a creer al autor en íntima coexistencia con uno de sus personajes, debe hallarse forzado a elegir entre ellos, hasta ver al autor en este personaje más bien que en el otro […]. ¿Por qué, en el caso de Ídolos rotos, ha de verse al autor en el protagonista Alberto Soria y no en su hermano Pedro? […] Los grandes creadores, los Shakespeare, los Balzac, los Zola, los Galdós, no tendrían por donde cogérseles como insignes monstruos, porque todos ellos han pintado con bastante crudeza de vida muchos monstruos verdaderos.

5.

Quien no capte cómo opera la ficción nunca apreciará la labor prodigiosa de Vladimir Nabokov cuando nos expone en Lolita a sentir esporádicas ráfagas de piedad hacia un monstruo como Humbert Humbert, que abiertamente nos interpela, o la de Joyce Carol Oates al obligarnos a escuchar el secreteo, casi íntimo, de Quentin P., el asesino en serie de Zombie. La técnica, apuesto, la aprendieron de Poe: “The Tell-Tale Heart”, “The Black Cat” y “The Cask of Amontillado” lo convirtieron en el padre de la primera persona psicopática —aunque no sabemos que esta lo es al principio: la conclusión debemos ir sacándola los lectores, poniendo un poco de nuestra parte—. Resalto casos extremos. Los hay más sutiles: la picaresca española instauró cátedra en ese sentido, y con un hablante como Lázaro no conseguimos evitar debatirnos en el plano de las actitudes sociales; por una parte, lástima por el niño abandonado y maltratado que fue; por otra, incomodidad ante el cínico gustosamente cornudo en que se transforma.

Más que recuentos históricos de cómo la ficción desde muy antiguo desafía las simplificaciones morales, me interesa acotar que abundan los narradores cuyos afanes han sido condenados porque no resisten, en apariencia, lecturas guiadas por ciertos catecismos políticos o sociales, sin que los sañudos y ceñudos inquisidores de antaño y hogaño se detengan a considerar si los problemas que detectan son atribuibles al autor o si el talento de este ha logrado plasmar con su ficción una mente donde esos problemas se localizan. Porque el arte narrativo, supongo, no radica en la denuncia, la impugnación o la enmienda de entuertos sino en tornarlos perceptibles desde un mirador convincente construido por el táctico empleo de las palabras. Solo en la verosimilitud psicológica de los personajes y sus cosmovisiones, consecuencia de una diestra combinación de elementos expresivos, se decide el valor artístico.

Incluyo en lo anterior las voces en primera, segunda o tercera persona; estoy convencido de que en una novela o un cuento la ficción nace con la invención del narrador, integrado o no en los eventos: aun fuera de ellos, el enunciante ha de ofrecer un discurso plausible, tal cual la lírica cuando nos brinda un sujeto básico en cuyo seno presentimos la clave de unidad del lenguaje ritualizado por el poema. A la ficción primaria de la narrativa a cargo de la criatura verbal que Wayne Booth llamó “autor implícito” ―suerte de basso ostinato― se añade la ficción del mundo evocado, la de los personajes propiamente dichos.

6.

―Y este personaje, ¿es fulano?

Hasta colegas me han sometido a interrogatorios de esa índole. Y los hay drásticos:

―¿Es verdad lo que oí, que ese personaje soy yo?

Modero el diálogo con civismo y sonrisas, mientras evito mencionar las admoniciones prologales de mi querido Diego de Torres Villarroel a La barca de Aqueronte: “Nadie crea que es suyo el retrato, sino que hay muchos diablos que se parecen unos a otros”.

Me consuela que Flaubert, en la civilizada Francia, no haya sido inmune a salpicones y nos proporcionase una lapidaria respuesta a quienes nos vemos en su situación: Madame Bovary c’est moi, a lo que poco habría que agregar, salvo que Emma también eres tú o somos nosotros. (El buen lector: quijotesa del adulterio).

La hibridez o lo liminar perseveran en las narraciones que se asemejan a la vida. Las ficciones más fascinantes surgen cuando el contacto con la realidad se manipula de manera que los factores testimoniales queden anulados sin que se esfumen de nuestro horizonte de expectativas. La ficción, lejos de ser fantasía pura, es engaño convenido; lo que implica un umbral, un tránsito entre el hecho y lo que no ocurrió.

¿Cómo se logra? ¿Cómo se crea? Tengo para mí que la transpersonalidad artística deriva de técnicas que Victor Frankenstein aprobaría. Ningún personaje puede obedecer a la fórmula A (ficción) = a (realidad), sino a la fórmula A = a1 + a2 + a3 + a4… Y si los escritores no juntáramos aspectos de distintas personas que conocemos para animar a un personaje, como mínimo nos cruzaríamos a nosotros mismos con una persona adicional, lo que basta para que el personaje no se identifique a rajatabla con nadie. Quien cultiva la ficción literaria siempre tiene algo de aquel “nuevo Prometeo” que Mary Shelley imaginó.

El objetivo es concebir una realidad posible. En 1927, Horacio Quiroga lo resumió a la perfección: “No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida”.

7.

―Señor, y ¿usted ha vivido todo lo que está en la novela?

Esa fue una pregunta verídica, no ficticia, que oí en la presentación de uno de mis libros (la considero inicialmente no ficticia pero, apenas la transcribo, noto la metamorfosis: A dor que de veras sente).

Mantuve el decoro:

―Señora mía, si hubiese vivido siquiera la mitad de las cosas que se cuentan en mi novela, se me caería la cara de vergüenza y me las callaría.

8.

En una ocasión, a fines del milenio pasado, cenando en New Haven con un insigne novelista peruano cuyo nombre no viene al caso y era para entonces profesor invitado de Yale, este me confesó que lo maravillaba el “síndrome bipolar” de los escritores venezolanos. Me quedé atónito, sin idea de a qué se refería mi compañero de mesa. Pronto se explicó: “tus compatriotas, los que conozco, pertenecen a dos tipos…, o son absolutamente dionisíacos o son apolíneos estrictamente; beodos chacoteros o solemnes estatuas que caminan. Hyde o Jeckyll, nada en medio”. Yo me lo tomé a broma, uno de esos comentarios ligeros que a veces ruedan inconsecuentes entre el segundo plato y los postres.

Y lo habría olvidado como lo he hecho con otras fruslerías de veladas similares, pero una coincidencia ocurrió esa noche que me forzó a retener el episodio a lo largo de los años. Llegué a casa un poco tarde y, para rematar un manuscrito que debía entregar al día siguiente, intenté localizar un dato en algún pasaje de mi desvencijado ejemplar de las Obras selectas (1956) de Arturo Uslar Pietri. Un poco al azar entre las páginas de Las nubes, di con unas reflexiones tituladas “Lo criollo en literatura”, un intento de enumerar los rasgos que distinguen a las letras hispanoamericanas, con una obvia visión esencialista de esos asuntos. Cuál no sería mi rubor cuando di con estas líneas:

… [es] una literatura pesimista, y casi siempre, una literatura trágica. Sonríe poco. El buen humor le es extraño. No hay nada en ella que recuerde la humana simpatía del Quijote, o la risueña miseria del Lazarillo. Torvos, estilizados y absolutos principios contrarios del bien y el mal se afrontan en sangrientos conflictos. Patéticamente claman, batallan y triunfan, o sucumben …

La caracterización me pareció, por supuesto, un ejemplo de manual de aquello que los psicólogos denominan “proyección”: ver en el exterior, en el prójimo, los contenidos no reconocidos de la sombra propia. Eso, u otro intento poco humilde de hacer pasar una poética personal como norma de toda una literatura. Sería muy fácil refutar las tesis uslarianas con argumentos provenientes de la historia, desde las delicias socarronas del Darío que se describía como chorotega o nagrandano pero con “manos de marqués”, hasta casi cada cuento de Julio Garmendia, para no mencionar el “Anacleto Morones” que Rulfo, quizá el más trágico de nuestros narradores, elige como última palabra de El llano en llamas. Pero lo que me absorbió en el instante de aquel hallazgo inesperado no fue cómo rebatir el desatino, sino rememorar que el invitado de Yale que argüía la bipolaridad de mis compatriotas había insistido en Uslar Pietri como una de aquellas “solemnes estatuas”, el príncipe de ellas.

Por cierto: en “Lo criollo en la literatura” también se decreta que el escritor hispanoamericano concibe su arte, primordialmente, como un “instrumento” determinado “por una causa dirigida a un objeto, que están fuera del campo literario. Causa y objeto que pertenecen al mundo de la acción”. Uslar perteneció al excelso clan de los Yáñez, los Asturias, los Díaz Sánchez, los Carpentier. Un clan muchísimo más extenso, claro, e incrustado en rancios cánones.

9.

Lo anterior tiene visos de digresión, y a lo mejor lo es, pero lo estimo necesario porque la fragilidad de la ficción en Hispanoamérica —no solo en uno de sus países— va de la mano con la dificultad para aceptar o valorar los despliegues holgados del alma, el cuerpo y el humor en el quehacer de sus literatos. Pese a excepciones, se trata de una comunidad escribiente y lectora en la que no es raro un exceso de espíritu en detrimento del alma, y por eso como anomalía o abyección suele representarse el cuerpo.

Espíritu, alma, cuerpo: sin este ménage à trois el ser humano anda incompleto. Según Carl Gustav Jung ―quien matizó la trilogía a lo largo de los años― y el James Hillman sobre todo de Re-Visioning Psychology y The Soul’s Code, el alma actúa como intermediaria entre los polos de lo inmaterial y lo material. Constituye, en otras palabras, la experiencia psicológica del cuerpo. Mientras el espíritu nos conduce a lo etéreo (Jung, Collected Works, 13, ¶76, n2), gracias al alma, arraigamos en lo somático: “El ser con alma está vivo […]. Con su astuto juego de ilusiones ella infunde vida en la inerte materia […]. Ella nos hace creer lo increíble, que la vida puede vivirse. Está llena de lazos y trampas para capturar al ser humano en lo terrestre” (Jung, CW, 9, i, ¶56). Al alma le debemos la libido, el “poder creador” de nuestra psique (CW, 5, ¶176), así como nuestra sensación de que la existencia tiene sentido, puesto que nos permite adivinar la integración de nuestra multiplicidad interna: su función es de “eslabón” (CW, 6, ¶279), “vínculo o ligamento” (CW, 16, ¶475). El alma permite que lo invisible anide en la carne, que los vuelos a los que tiende el espíritu aterricen en nuestra realidad: humaniza lo sobrehumano.

Las literaturas que rinden homenaje exclusivamente al espíritu, al ascenso indetenible de las ideas o los ideales, a la perfección apolínea, a lo “serio”, terminan pareciéndose a la estampa de Aristóteles cabalgado por la cortesana: debido a la falta de una auténtica relación, lo somático se subleva hasta convertir en jumento al mayor de los filósofos. Si se pierde el balance entre lo no físico y lo físico, entre la trascendencia y la inmediatez, todo conduce a un motín del cuerpo. Innumerables escritores y lectores no aciertan a lidiar con este. Pacatos, obtusos, les cuesta discernir, por ejemplo, entre erotismo y pornografía, u obvian las dimensiones simbólicas de los ingredientes sexuales que alguna trama pueda tener. Ni hablemos de los reductivos maniqueísmos del escenario amoroso, que van sin intermisiones de los roces con una sexualidad grotesca o casi satánica, con brujas “devoradoras de hombres”, a las idealizaciones insulsas o empalagosas, de doncellas encantadas a la espera de abluciones rituales. No falta el total silenciamiento de lo sensual —en todas sus acepciones—, como si no fuese un componente crucial de nuestro paso por la Tierra, digno de registrarse. En el arte desequilibrado, y en su recepción con un sesgo análogo, el cuerpo se ausenta o se torna vulgar, burdo, ominoso: sexualidad carente de Eros o dotada de presunto Eros que jamás sonríe, incapaz de gracia o inteligencia. Cuando únicamente se valora el espíritu, los sentimientos asimismo entran en crisis y no son tales, sino su distorsión sentimentaloide. El espíritu sin cuerpo ni alma, sus aliados, va a parar a las fósiles texturas del hieratismo, el heroísmo o la sabiduría momificados que exhiben los corifeos del deber o de la nación, sea cual sea la versión de estos que nos quieran vender. La violenta escisión no deja de ser añeja en culturas monoteístas, pródigas en polaridades patriarcales, donde todo lo sentido como inferior se condena —el cuerpo, lo íntimo, lo “femenino”, la naturaleza, lo animal, el otro racial, la “barbarie”, el juego, etcétera—. Fundacionales en Occidente son los pregones de Pablo de Tarso en su Epístola a los Gálatas: “Caminad según el espíritu y no terminaréis en la concupiscencia de la carne. Porque la carne desea en contra del espíritu, y el espíritu en contra de la carne” (5, 16-17).

La falta de sentido del humor es uno de los síntomas más graves de un espíritu desgajado, que ignora el cuerpo. Y el humor al que aludo no se confunde con la risa bergsoniana, la risa carnavalesca, el choteo o la guasa criolla, brotados precisamente de conflictos entre lo abstracto y lo concreto, lo hegemónico y lo subalterno, el orden y el caos, lo alto y lo bajo. Humor —al menos en mis provisionales términos, pues no desconozco la historia compleja y siempre cambiante del concepto— es lo que desinfla las pretensiones de nuestras máscaras, sean públicas o domésticas; lo que resquebraja la solemnidad con tanta frecuencia resultante de un endiosamiento psíquico, hýbris de quien oculta o no reconoce su deficiente pequeñez humana, de quien no tiene la valentía de reír, de hacer reír ni de reírse de sí mismo. Hablo del producto de un triángulo en que el raciocinio se lleva bien con el deseo corporal porque ambos están imbuidos de afectos y pasiones genuinos. Alfred Adler quizá lo entrevió cuando, en su Comprensión de la naturaleza humana, vislumbraba un “goce” cuya risa iba más allá de la persona para aproximarla a otras, simpatía que se transformaba en expresión de sociabilidad. Pero ello solo ocurre luego de una suma armónica de todos los componentes de nuestro ser: de la disgregación neurótica de estos no nacen las comuniones externas.

10.

Idolatrar el espíritu, amén de borrar la sonrisa, disminuye la habilidad de cumplir con el pacto de la ficción porque los imperativos doctrinales vencen todo intento, en los ratos que dedicamos al arte, de darles un descanso a las agendas: para estas lo ficticio no parece “serio”, sino un juego banal. Recordemos el histerismo de Miguel Ángel Asturias ante la posibilidad de que la literatura, siquiera de vez en cuando, pueda “distraer”, pecado nefando (no caricaturizo: conste que él mismo solicitó la condición de evangelista).

Jamás disputaré la intrínseca nobleza de aspirar a la libertad, la fraternidad o la igualdad. La ciega magnificación de lo “útil” en las tareas artísticas, sin embargo, me huele a demagogia o hipocresía de ciertos sectores letrados: nos exhorta a creer que una novela, un cuento o un poema son tan efectivos como la movilización no ficticia ―el voto, el sindicalismo, un artículo periodístico, el recurso a tribunales, la protesta callejera― a la hora de batallar, pongamos por caso, con la discriminación injusta o las tiranías. Del olmo de la literatura no se desprenden esos frutos, sino otros más introspectivos que, sin duda, nos preparan para la vida real, pero de manera oblicua, tras un proceso de fermentación inconsciente que lleva mucho tiempo. En el arte se deposita, para decirlo con Alfonso Reyes, la “experiencia pura”, aquella que nos permite ser momentáneamente Romeo o Julieta sin suicidarnos por amor u Otelo sin necesidad de matar a nadie por celos, modo solapado de que entendamos las variables de lo humano: mientras algunas portan hermosura, otras infunden espanto; y ninguna debe sernos del todo ajena. Por lo demás, si alguien tiene como prioridad hacer patria, mejor que deje de escribir y ponga manos a la obra, tal como Andrés Bello engavetó sus aspiraciones poéticas londinenses para encauzar el torrente mayor de sus energías a la construcción de un espacio cívico chileno, o tal como José Martí puso en pausa sus versos para ir a desembarcar, por última vez, en Cuba. Ellos mismos, cosa que los honra, comprendieron que nada sustituye a la acción pública cuando esta es el auténtico objetivo.

¿En qué consiste escribir ficción?: es algo discreto, nada titánico, labor y pasión de gente común —uso la palabra en su buen sentido— que diseña mundos en la imaginación haciendo que una locomotora avance hacia el lector. Quizá el mismo tren de juguete con el cual se cierra el poema de Fernando Pessoa que antes he citado:

…E assim nas calhas de roda
Gira, a entreter a razão,
Esse comboio de corda
Que se chama coração.

Una maquinaria lúdica, hermana de la alegría, aptamente colocada en sus carriles y escéptica del logos omnívoro que pretende existir a solas.

©Trópico Absoluto

Miguel Gomes (Caracas, 1964), estudió literatura en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad de Coimbra. Doctor en literatura por la Stony Brook University, New York. Board of Trustees Distinguished Professor de la Universidad de Connecticut, donde enseña desde 1993. Miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Connecticut y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Posee una amplia obra narrativa. Entre sus libros de crítica se cuentan: Los géneros literarios en Hispanoamérica (Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 1999) y La realidad y el valor estético: configuraciones del poder en el ensayo hispanoamericano (Caracas: Editorial Equinoccio, 2010).

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