/ Literatura

Lutos de la modernidad política: Virginia Woolf y Elisa Lerner

El luto, comprendido en un sentido lato como señalización de la pérdida, es una de las formas de representación de la modernidad. Con esta premisa Leonardo Rodríguez (Cumaná, 1977) se adentra en el estudio de las novelas Al Faro (1927), de Virginia Woolf, y De muerte lenta (2006), de Elisa Lerner, para observar en ellas algunos enigmas de la historia y la forma en que se formulan las aporías conceptuales de una modernidad política. El luto que atraviesa la trama novelesca es aquí analizado como un ejercicio de desciframiento de la historia, que en el caso de la novela de Lerner se elabora por medio de la construcción de una ficción alternativa de la historia venezolana que busca acompañar la figura del escritor Rómulo Gallegos, “perdedor emblemático de la historia democrática venezolana”.

Elisa Lerner. S/F

¿Cómo pensar una relación entre luto novelístico y modernidad política? ¿Cómo incide la novelización luctuosa de la subjetividad y de la historia en la noción misma de modernidad? ¿Cómo actúan las aporías conceptuales de la modernidad en la novelización del luto? En Al faro (1927), de Virginia Woolf (1882-1941), y De muerte lenta (2006), de Elisa Lerner (1932), estas interrogantes se presentan a modo de perplejidad ante la peripecia histórica. Pensar la modernidad es pensar no solo en el predominio de la imaginación tecnológica sino –como propuso Agnes Heller– en las “ficciones alternativas” de la historia (The Three Logics of Modernity and the Double Bind of the Modern Imagination). Dicha imaginación histórica consiste no solo en la constitución incesante de una axiología política ilustrada, cuyo arché es para Agnes Heller la libertad crítica, sino en las representaciones en tensión de la subjetividad y la historia. El luto, comprendido en un sentido lato como señalización de la pérdida, es una de esas formas de representación. En Al faro, cuya cronología interna va desde 1910 hasta comienzos de la década de 1920, el luto se presenta en la sospecha sobre la insignificancia de la vida, en la imagen de la casa ruinosa en el intervalo catastrófico de la Primera Guerra y en la espectralidad de después de la guerra. En De muerte lenta, se muestra en la figuratividad ruinosa de la arquitectura residencial, en la investigación del narrador sobre un episodio político emblemático y en la temática fúnebre de los personajes judíos. La representación luctuosa tanto de la subjetividad como de la historia oscurece, por así decir, la noción de modernidad. Sea como drama de luz y sombra en Al faro o como interrogación sobre la enigmaticidad de la historia en De muerte lenta, las novelas constituyen una ficción paralela alrededor de los muertos. En ambos casos, la historia se impregna de fantasmagoría e incompletud. En contrapartida, si el luto novelístico torna opaca a la Ilustración, en estas novelas la modernidad política vuelve a su vez crítico el concepto de luto. 

Se advierte un matiz antropológico en la perspectiva crítica de Virginia Woolf respecto a la literatura de ficción. En sus ensayos, la noción de novela se propone como una irónica antropología que toma a la comunidad como soporte de una Weltanschauung ficcional. Si la novela moderna es comprendida en tanto expresión y examen de la vida humana, esa vida novelística para Woolf parece depender de estructuras culturales, eventos históricos y valores sociales específicos de la comunidad nacional. En “El punto de vista ruso” (1919), expone no apenas las cualidades de la ficción rusa moderna sino su contraste con la ficción inglesa. Al escrutinio del alma ruso opone la atención inglesa a las particularidades de la trama social. A la tragicidad ética y aun metafísica de la narrativa rusa moderna (Chéjov, Dostoievsky, Tolstoi), opone la propensión a la comicidad intelectual de la prosa narrativa inglesa. Esta diferencia de puntos de vistas se manifiesta para Woolf en el ámbito de la cotidianidad, cuya estructura narrativa emblemática es el hábito: “en Inglaterra no manda el samovar, sino la tetera”. Woolf aun descree de la posibilidad de traducir las cualidades de los grandes novelistas rusos a la esfera literaria inglesa. Así, el insider comunitario, con “su falta de conciencia de sí mismo”, es quien da mejor cuenta de “esa sensación de valores compartidos, que son los factores de la intimidad, de la sensatez, de la rápida interacción en el trato familiar” (La torre inclinada y otros ensayos). El punto de vista comunitario, amparado en el sentido de pertenencia y aun de fraternidad, en los sufrimientos comunes antes que en la felicidad, determina la perspectiva novelística de Virginia Woolf. Pero el personaje woolfiano emblematiza irónicamente esa adscripción comunitaria. En Al faro, el matrimonio Ramsay –como el matrimonio de Richard y Clarissa Dalloway en Mrs. Dalloway– constituye el vínculo fundamental de la comunidad de la novela; todos los vínculos exógenos giran alrededor del matrimonio Ramsay. Pero es precisamente a través de la exposición conflictiva de esta institución, lazo fetichizado de la comunidad, como se muestra en la novela la mudanza de valores en la Inglaterra de las dos primeras décadas del siglo XX. Para Mrs. Ramsay, en juego con su íntima laceración conyugal, el matrimonio es lo que da sentido a aquel mundo. Para los otros –Lily Briscoe, Charles Tansley, William Bankes, Paul y Minta– insiste en fungir como creadora de alianzas matrimoniales. Ella es –rasgo que la emparenta con la Clarissa de Mrs. Dalloway y aun con la Mrs. Crowe de las Escenas londinenses, si bien finalmente más sombría– la figura-que-reúne. Aun así, el malestar respecto al matrimonio en Mrs. Ramsay se muestra con intensidad desde el comienzo de la novela, con la divergencia con Mr. Ramsay en torno al deseo del pequeño James de visitar el faro al día siguiente. No solo la preocupación y la elucidación social es anulada en Mrs. Ramsay; también su propio sentido de participación social se ve corroído por un sentimiento de inercia histriónica, su oscura verdad invisible para los otros: “Este núcleo de oscuridad podría ir a cualquier parte, pues nadie lo veía”. El malestar con las convenciones e instituciones consagradas es compartido por los otros personajes en secreto, en especial los personajes femeninos, ya no solo a propósito de la trama matrimonial: “…porque había en la mente de todas ellas un mudo cuestionamiento de la deferencia y la caballerosidad, del Banco de Inglaterra y del Imperio en la India”. Si la mesa constituye el espacio ritualizado de la comunidad, el plato principal de la cena resulta irónicamente extranjero. El Boeuf en Daube (“un triunfo”, en palabras de Mr. Bankes) insinúa la memoria de la abuela francesa de Mrs. Ramsay, indicio a su vez de su propio parcial origen foráneo. Pero es también una figura veladamente sacrificial. El punto de vista comunitario reposa en un conjunto más bien aleatorio de pactos sacrificiales ritualizados.

Los personajes de Lerner son, por una parte, antiguos inxiliados o persistentes expatriados; por otra, invitados a las fiestas de la aparentemente establecida democracia que sobrevino al fin de la junta militar que derrocó a Gallegos. Estos los hace, en un sentido histórico, siempre personajes secundarios, fuera del gran escenario de la historia.

El punto de partida crítico de Elisa Lerner respecto a la novela es menos el hábito comunitario que la interrogación de la posibilidad histórica. En sus crónicas sobre literatura y cine, la historia comporta un enigma cuyo desciframiento resulta tan urgente como inacabado. Por ser “el género más cercano a la vida”, “la menos abstracta de las artes, la más cercanas a los amaneceres y experiencias” humanas la novela ocupa un lugar privilegiado para la reconfiguración de la verdad íntima de la historia (Una sonrisa detrás de la metáfora). Esta verdad novelística se produce para Lerner a partir de un evento ominoso: “Si somos juego, no somos nada y la historia, una inexistencia. Este es el trágico dilema del hombre: que es el crimen y no los juegos lo que produce los vivos vínculos de la historia”. De muerte lenta se estructura a partir de un narrador en duelo y un espacio simbólicamente póstumo. Se advierten dos ejes comunitarios, siempre históricos: uno político inmediato, venezolano; otro diaspórico, judío. El derrocamiento de Rómulo Gallegos produce su exilio inminente, así como el inxilio (el término es del poeta cubano Heberto Padilla a otro respecto) de sus colaboradores más próximos; los personajes judíos (como Sam y Madame Dubsky) viven íntimamente fracturados entre Venezuela, los lugares del trauma histórico (la Europa de entreguerras, los campos de concentración y exterminio bajo el nazismo) y los países de la diáspora (Estados Unidos, Israel, la Francia del Mercado Común Europeo). Los personajes de Lerner son, por una parte, antiguos inxiliados o persistentes expatriados; por otra, invitados a las fiestas de la aparentemente establecida democracia que sobrevino al fin de la junta militar que derrocó a Gallegos. Estos los hace, en un sentido histórico, siempre personajes secundarios, fuera del gran escenario de la historia. Lo son, en parte, porque la Historia representada, esa fantasía alucinada del poder, no admite sino personajes secundarios, por no decir fantasmales. Pero también por el inacabamiento (a veces entrañable, otras ominoso) de sus destinos. A su vez, componen no sin exultación la escena emblemática de la democracia posterior a la caída de la junta militar. Si la historia se revela en la catástrofe, la novela de Lerner expresa irónicamente el drama a que da lugar aquel evento inicial. Al investigar sobre el crimen contra la incipiente y largamente frustrada democracia venezolana, el narrador (joven tesista universitario) relata además la fantasmagoría diaspórica de la Shoá. El tiempo mismo de la trama desarrolla una elipsis: ocurre en 1986 o 1987, mira a los sucesos políticos de 1948 y abre una pregunta al presente. El vínculo persistente del narrador nada autorizado –“no era yo de esos tesistas altos”– con ambas comunidades políticas es la interrogación. Hay incluso, en el capítulo “Conferencia de prensa de la escritora Alma Blatt”, una mise en abyme paródica del propio acto de interrogar, ahora a la manera periodística: “¡Una última pregunta!”.   

Erich Auerbach escribió que en Al faro “Lo esencial es que un episodio exterior insignificante desencadene una fluencia de ideas que abandonan su actualidad y se mueven libremente en las profundidades del tiempo” (Mímesis. La representación de la realidad en la literatura occidental). Dominick LaCapra criticó el empleo de tal dualismo (exterioridad fenoménica – profundidad de la conciencia) aplicado a la temporalidad de la novela. Para LaCapra, ni el tiempo de Al faro “es simplemente espacializado ni el momento es simplemente eternizado. En realidad, los eventos vuelven con variaciones, y el sentido de intemporalidad es un efecto ex post facto (o nachträglich), un sentido que siempre ocurre en tiempo pretérito” (History, Politics, and the Novel). Más que insignificantes, los acontecimientos ordinarios –entre los cuales se cuenta el zurcido de la media marrón– resultan reticulares, a la vez inmanentes en su simple materialidad y abiertos a la interpretación alegórica. El gesto mismo del zurcido por parte de Mrs. Ramsay –un gesto novelado– insinúa esa transfiguración retrospectiva abierta al lector. No solo está cargado de significados inmanentes indeterminados, sino que los significados cambian señaladamente dentro de la misma trama. ¿Se emparenta con la fábula que le cuenta a James o es una más de sus funciones familiares? ¿Artesanía subalterna o alusión mítica? En ambos casos, el bordado participa de la constitución del personaje y aun de la alegoricidad conjetural de la trama. Gesto nodal, a la vez señal de cuidado materno y posible metáfora del inacabamiento de los nuevos destinos. La media marrón es una imagen luctuosa, más exactamente una imagen del tiempo del luto, el tiempo de la memoria como creación. Mrs. Ramsay teje y cuenta una fábula infantil; el tejer se enreda, por así decir, con la fabulación. En el inacabamiento de la media marrón, se insinúa además el fin de una forma de narración. En Al faro todavía se adivinan destinos pero incompletos. Los personajes se muestran a la vez inseguros en sus propósitos (como anuncia el temor secretamente coral a la insignificancia en el primer capítulo) y afantasmados por la historia moderna. El eje de este drama es desde luego Mrs. Ramsay, a la vez (para todos) maestra de ceremonias del banquete veraniego y (al parecer solo para Lily Briscoe) figura luctuosa. En cada uno de los personajes (como liberación en Lily Briscoe, como fantasía heroica en Mr. Ramsay, como revalorización poética en Augustus Carmichael) se da un reconocimiento fundamental: se saben parte de una trama que no controlan. El mundo, para los personajes de Virginia Woolf, se ha vuelto acontecimiento fragmentario. La historia como fractura, quizá la historia (a la manera benjaminiana) como alegoría. La media marrón, vista retrospectivamente, se parece también a una mortaja inconclusa. 

Lo que en De muerte lenta emerge como sentido de la trama histórica interrogada es en cambio el mito en su aspecto de repetición estructural. Pedraza, testigo sobreviviente de la promesa democrática galleguiana, asume un destino de hedónica y acaso ambigua indistinción; la promesa heroica fallida –porque en Lerner hay heroísmo en la búsqueda democrática– termina en la insignificancia. Los signos fúnebres son advertidos o propuestos por el narrador alrededor de Carlos Pedraza, que habita entre ellos sin reconocerlos ni reconocerse. La casa de Pedraza, para el narrador, es una ruina fúnebre, un emblema (por él mismo inadvertido) de su habitante: 

Una vez dentro, entré en la sospecha de que una estancia en Residencias Amapola es el último refugio escogido por un hombre para morir. Superadas las incomodidades del holgado -pero, poco confiable-, ascensor (en cada visita rechiflaba por los aires como un camarote poco imaginativo: por ningún lado se otea el mar) me dirigía a un apartamento del tercer piso entre pasillos que se enrollaban como una tela mortífera a mis pies. 

Pedraza vive, para el narrador, entre escombros. Al tiempo de la investigación del tesista, del jolgorio democrático queda el hábito frecuente del Black Label. Se trata de una celebración sin asideros morales, sin memoria: “Si tenemos en cuenta, sobre todo, que nuestro pasado ha sido una ruinosa y sangrienta impaciencia”. Borrada la memoria de Gallegos, apagado el dolor del primer ensayo democrático venezolano, es como si para Pedraza (tal otros personajes masculinos de la novela como Cesario López y Juan Salinas, cuya casucha heredada de un tío también es asociada por el narrador con un cementerio) la agencia política solo fuese posible a través del poder, más específicamente a través de la participación en el Estado. El Estado se presenta para los personajes entrevistados por el tesista como la fuente de la agencia, la fuente además del valor. Como testigos de varios regímenes políticos, los personajes se vuelven portadores de los secretos del poder. La posición del narrador frente a sus personajes es de perplejidad ante el fatalismo, la sobredeterminación o mitificación de la historia, que es también sobredeterminación o mitificación del poder. Se trata de un modo ritualizado a la que el mismo narrador no es del todo ajeno, si bien de forma irónicamente devocional. La historia como religión civil: las setenta páginas de su tesis de grado son depositadas como ofrenda ante el altar del médico beato José Gregorio Hernández, esa aparente paradoja venezolana, un santo ilustrado: “Creí mi deber dejar el delgado folleto contentivo de mi tesis galleguiana entre las flores y las vicisitudes agradecidas que recibe en su lugar de muerte”. A través de la festividad fúnebre el tesista interroga lo que en la historia, “ese jugador mal educado”, desafía la comprensión. Es como si la propia investigación, al proponerse como ofrenda luctuosa en el altar del médico beato, parodiase la simbología heroica de la historia patria. El luto, para el narrador, constituye un deseo crítico de memoria; la posibilidad de un reconocimiento. Este deseo, esta relación pasional y aun traumática con la memoria, está expuesta con claridad (y en contraste con los personajes políticos) por algunas figuras judías: “No hay nada, para ellos, más desolador que una tumba silvestre e ignorada. Una tumba sin nombre”. El narrador extiende ese coral deseo judío de memoria a la trama política venezolana. La memoria es el “interlocutor primordial”. 

“¿Cuál era su casa? Ella no podía verla”, piensa Cam en la visita final al faro junto a su padre y James. Esta dificultad en ver la casa de verano insinúa una dificultad repetida con variaciones en otros personajes. Lily Briscoe tampoco atina a reconocer el barco que lleva a Mr. Ramsay con sus hijos al faro: “they had become part of the nature of things”. La mirada de ambos personajes se expone en sus limitaciones y aun su confusión para el reconocimiento objetivo; la realidad se vuelve una instancia de adivinación sobre la naturaleza de las cosas. La casa que Cam no consigue ver o reconocer ha sido representada en su deterioración y fantasmagoría durante los años de la Primera Guerra, los años también de la muerte de su madre. Antes la casa ha sido el escenario emblemático del repetido idilio veraniego de la familia Ramsay y sus invitados, el escenario luminoso de las vacaciones. La casa es el teatro del repetido idilio de verano de la familia Ramsay e invitados. También, en secreto, de sus sombras:  la frustración ante la sujeción patriarcal en Mrs. Ramsay, el miedo al fracaso intelectual en Mr. Ramsay, el resentimiento contra el padre del pequeño James, la sofocación de Lily Briscoe, la agresividad de Charles Tansley, la inquina de Mr. Bankes, el despiste huraño del poeta Augustus Carmichael. Solo Mrs. Ramsay, con su cortesía triunfal, sabe compaginar en la mesa tantas discordancias. Ahora, desde el faro, para Cam, es una casa entre otras, un lugar indistinto en el paisaje costero. El mar es asociado tanto al ritmo fundador de la vida como a la horadación de la isla: “…como un redoble fantasmal de tambores que marca implacablemente la medida de la vida, hacía pensar en la destrucción de la isla”. El mar metaforiza a la vez la primordialidad y la caducidad terrestre, la dádiva y la disolución del mundo. La erosión territorial de la isla insinúa también el desvanecimiento del mundo social inglés tal como lo han conocido hasta entonces, siendo Inglaterra –como estudió Jose Harris– un país cuya historia se ha caracterizado por la continuidad y el desarrollo paulatino de sus principales instituciones políticas. El cambio de valores que implicó la Primera Guerra es particularmente dramático en el entorno de los personajes de Woolf. El mar en Al faro es, por así decirlo, la figura basilar de la historia que vendrá: “El mar era más importante ahora que la orilla. Había olas por todos lados”. Pero la limitación y aun el socavamiento de la isla se dan asimismo en el ámbito de la expectativa humana. La rápida conversión de la casa de verano en ruina en “El tiempo pasa” ofrece una imagen de la precariedad de la triunfal domesticidad de antes de la guerra, una elipsis posible de la destructividad misma de la guerra en conjunción con la inhumanidad de la naturaleza: “La casa estaba abandonada; la casa estaba desierta. Era como una concha en una colina de arena que se llenaba de granos de sal secos ahora que la vida la había abandonado. La larga noche parecía haberse instalado”. 

Otra figura significativa es la máquina, emblema de la era tecnológica, que resulta recurrentemente en violencia o en desajuste, como se advierte ya en la impresión de terror de Mrs. Ramsay ante el hombre que pone los afiches publicitarios del circo: “Era un trabajo terriblemente peligroso para un hombre manco, exclamó, pararse en lo alto de una escalera como esa: su brazo izquierdo había sido cortado en una segadora hace dos años”. La guerra no parece ser apenas un accidente histórico, una casualidad entre otras sino una consecuencia lógica de la trama moderna, fundada en el culto conjunto de la máquina, la fuerza y la publicidad. La era de la prótesis tecnológica es también una era de transformación mutilada de la figura humana, por extensión un tiempo de transformación mutilada de la experiencia. Lily Briscoe lo expresa en términos sarcásticamente mecanicistas: “Era una máquina miserable, una máquina ineficaz, pensó, el aparato humano para pintar y para sentirlo siempre se estropeaba en el momento crítico”. La guerra (en la que muere Andrew Ramsay por la explosión de una granada) representa en Al faro el apogeo de la destructividad tecnológica moderna. Aun así, la devastación bélica es vista a través del paso del tiempo cósmico, como si la historia humana se viera absorbida por la historia natural. La casa parece ser una metáfora de las posibilidades de ambas historias, expuesta a una intemperie y aun a una fantasmagoría inusitada. Es en esta intemperie, ya anunciada en los entresijos del último verano con Mrs. Ramsay, donde habitan metafóricamente los personajes. La casa sigue en propiedad de Mr. Ramsay, pero ya no es un lugar de regreso cíclico sino un lugar de paso. Se patentiza, sí, una continuidad entre el secreto cuestionamiento coral del primer capítulo y la independencia de la new woman representada por Lily Briscoe en Al faro. Pero ese mismo cuestionamiento se da junto a la añoranza del hombre providencial de Mr. Ramsay en el primer capítulo, luego transformada (para burla casi descarada de Cam y James) en fantasía de autenticidad comunitaria cerca del faro: “En cualquier momento podría surgir el líder; el hombre de genio, en política como en cualquier otra cosa”; “Ahora estaba feliz, comiendo pan y queso con estos pescadores”. En la casa quedan objetos afantasmados: muebles desgastados, espejos que guardan los pesares de Mrs. Ramsay, la ropa de veranos pasados, fetiches (tal el cráneo disecado de un jabalí), la media marrón inacabada. Mrs. Ramsay ahora se le aparece a Lily Briscoe en forma de fantasma, un fantasma que transpone en su cuadro. Quedan asimismo los fantasmas vastamente anónimos de la guerra, cuya ola socava a su vez en los personajes la noción comunitaria de subjetividad y también de historia: “había habido una casa”. La casa no es la misma casa; los personajes se relacionan con ella de otra manera; la historia impregna entrelíneas la escena.

Si para Virginia Woolf la máquina es la metáfora operativa de la historia inglesa moderna, para Elisa Lerner la metáfora de la historia venezolana es la página. Más exactamente, una página, no del todo escrita, abierta en principio a la agencia, aun a la promesa. Pero la página de la historia a la que se refiere en De muerte lenta es una página mutilada. Lo es directamente en el caso del derrocado gobierno socialdemócrata de Rómulo Gallegos, segundo civil en ocupar la presidencia en la historia republicana del país (el primero, con similar suerte, fue el de José María Vargas en 1835). La Junta Militar que lo derroca en noviembre de 1948 representa aun el retorno del cercenamiento de la agencia democrática. Gallegos afirma una eticidad deliberativa para la historia, no fundado en la imposición autocrática sino en la persuasión pluralista. Se diría que la democracia galleguiana representa para el narrador de De muerte lenta ese poco de luz y no de sangre del coloquio cervantino. Pero la elección popular no es respetada y el lugar del poder es ocupado a la fuerza. La investigación narrativa parte de la derrota de esta apuesta, una derrota cuya escritura a la vez impuesta e íntima ha sido el mutismo: “A la caída de Gallegos, seguiría un país de pasmoso silencio”. Entre las maneras de atenuar el desamparo de esta clausura está el matrimonio, por ejemplo para Pedro Linares: “Ante la amenaza del futuro hermético y militar que se cernía sobre él, apenas tuvo noticias de la caída de Gallegos, joven provinciano en la ciudad, surgió el matrimonio como única respuesta salvadora para paliar la dañina soledad que le agobiaba”. Los años de la dictadura vuelven como años de silencio; lo que el tesista en historia se propone es escrutar el silencio de la derrota democrática, el trauma silenciado y luego permanentemente cancelado de aquel fracaso político. No es la disolución –como en Al faro– sino la petrificación de la subjetividad, correlato de la petrificación de la historia, lo que afantasma a estos personajes. Más aún: la tematización del fracaso personal no solo señala la inadecuación y la desvalorización política particular de los personajes sino la extemporaneidad y hasta la fantasmagoría residual de aquella tentativa política. La historia es, asimismo, página interrumpida, de forma todavía más definitiva para los judíos de la diáspora que aparecen (entre apóstrofes, chismorreos y cigarrillos) en la novela. La Shoá representa muy claramente el gran evento histórico con el que miden sus vidas. El pasado histórico reaparece con frecuencia en el presente, que es visto siempre en términos de sobrevivencia. La democracia y la sobrevivencia son en ambos casos formas de la agencia histórica, posibilidades amenazadas (silenciadas) de la página de la historia. El narrador de De muerte lenta se sitúa –cual Sherezade, referencia recurrente en la novela– dentro de las dos tramas, no fuera. Esto quiere decir que la historia no es una página ya superada o cristalizada, sino el palimpsesto sobre el cual discurre su indagación. La pregunta reverberante del narrador es una reminiscencia: “¿La fiesta galleguiana, casi al principio del remotísimo año 1948, otra ruina de Palmira? ¿Otro hundimiento fatal, nunca rescatable?”. En la cotidianidad farsesca o picaresca de los testigos del gobierno de Gallegos y también en la comicidad de los personajes judíos, en sus enlaces conyugales o escarceos eróticos, en sus formas de celebración y aun de evasión, el narrador adivina una página íntima de la historia venezolana. La novela constituye la puesta en relación de esas adivinaciones. La historia es para el narrador una pregunta sobre lo que vendrá.

Para Giorgio Agamben, el origen de la historia ocurre en el hiato entre la sobredeterminación estructural del rito y la indeterminación eventual del juego (Infancia e historia: destrucción de la experiencia y origen). Tanto Al faro como De muerte lenta tematizan ese hiato a través de la figura del luto. Se trata en ambos casos de un luto crítico, elipsis de una historia que se muestra en la incertidumbre y en la aporía. El luto atraviesa la trama novelesca de la modernidad. Pero mientras en Al faro el luto se carga de enigmaticidad respecto a la disipación del destino común, en la novela de Lerner el luto insinúa una inquietud por la participación política. En la pluralidad de voces narrativas de Al faro, en su oblicuidad para nombrar la catástrofe de la Primera Guerra y en la equivocidad de los destinos de sus personajes, se erosiona la fundamentación estructural de la historia y se patentiza su vertiginosa indeterminación final. La era de la máquina es también la del cuadro de Lily Briscoe, un artefacto secretamente heracliteano que no mimetiza el mundo ni lo borra, sino que lo transfigura. La fuente del valor se ha desplazado: si las voces de la cena hacen recordar a Mrs. Ramsay de “una ceremonia en una catedral”, la analogía litúrgica reaparece cuando Lily Briscoe retoma su cuadro de vuelta a la isla. El valor aurático se desplaza del banquete al cuadro, de la normatividad del rito comunitario al juego reflexivo del arte. Pero se trata de un juego luctuoso, un juego amparado en el reconocimiento del fantasma de Mrs. Ramsay. Este reconocimiento luctuoso ocurre en De muerte lenta como interrogación de una página violentamente escrita, una página ya no para ser producida, sino leída y aun escuchada. La lectura se torna, por así decir, mundana, desciframiento de las entrelíneas de la historia. Se trata de un desciframiento que apunta, por anamorfosis, al mismo narrador, ya no apenas alguien que relata o diserta, sino que interroga. En la interrogación narrativa de De muerte lenta se da no solo una ficción alternativa de la historia venezolana sino la propuesta de una comunidad moral. El lazo íntimo de esa comunidad posible es el luto por la figura de Gallegos, perdedor emblemático de la historia democrática venezolana. El luto (disolvente en Woolf, convocador en Lerner) elucida en ambas novelas el aspecto tanático de la modernidad. 

©Trópico Absoluto

Leonardo Rodríguez (Cumaná, 1977) es investigador doctoral en la Universidad de São Paulo, dedicado al estudio de aspectos del luto en la novela caribeña de la modernidad tardía. Magíster por la misma universidad, donde defendió la disertación “Una poética del vértigo: Humor, Memoria y Alegoría en Tres tristes tigres”. Graduado en Letras por la Universidad Central de Venezuela. Ha sido docente en la Universidad de São Paulo. Trabajos suyos han aparecido recientemente en la Revista Iberoamericana de la Universidad de Pittsburgh y en el Papel Literario del diario El Nacional.

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