/ Política

La revolución bolchevique y la gestación del totalitarismo

Por | 28 mayo 2022

En estos tiempos tan complejos, plagados por la emergencia de liderazgos antidemocráticos y autoritarios en todas partes del mundo, conviene volver la mirada al pasado para indagar en el origen del pensamiento y las prácticas que determinaron la pervivencia de tales constelaciones. Ese es el objetivo que se ha propuesto Fidel Canelón (Maturín, 1962) en este valioso ensayo. Se trata de un estudio que forma parte de un trabajo monográfico más largo, en el que retorna a los eventos, las proclamas y las intervenciones de algunas de las figuras fundamentales de la revolución bolchevique, para observar la responsabilidad de los principales líderes de ese movimiento en la articulación de un sistema totalitario que no solo estructuró la república de los soviets, sino que ha dejado trazas indelebles en la política contemporánea alrededor del mundo. Para algunos lectores más jóvenes tal vez será una sorpresa ver en el presente, como en un juego de espejos, algunos reflejos que provienen directamente de la técnica política desarrollada por Vladímir Ilich Uliánov, alias Lenin, quien es considerado uno de los inventores de la política moderna.

Clásico cartel de propaganda soviética con las figuras emblemáticas de Marx, Engels, Lenin y Stalin.

El cariz autoritario de la revolución bolchevique está fuera de toda duda. Más allá de los rasgos deliberativos que se encuentran en la teoría del partido de Lenin, que se pueden constatar pese a las ataduras que encierra el centralismo democrático, y que acabaron con las formas feudales y decimonónicas de hacer política y sirvieron de ejemplo e inspiración a numerosos partidos modernos de Europa y del mundo, la teoría de la dictadura del proletariado y el carácter despótico y avasallante que él y los bolcheviques le imprimieron a la Revolución Rusa desde sus comienzos dieron forma a un sistema económico y de gobierno profundamente autoritario: el socialismo real, que sería el gran antagonista de los regímenes capitalistas y democrático-liberales a lo largo del siglo XX. Pero este sistema no será de la misma estirpe de los autoritarismos tradicionales, verbigracia, la monarquía absolutista rusa, o, como en otros casos, dictaduras de diverso tipo, ya sea las tradicionales de caudillos o las juntas militares de corte modernizante, tan en boga en América Latina y otras regiones y continentes del mundo desde principios y mediados de la centuria pasada. Ese autoritarismo tendrá unos caracteres inéditos dentro del mundo moderno, y son muchos los estudiosos que comparten que su definición más correcta y justa es la de totalitarismo.

Es notorio que en Rusia se dieron condiciones particulares para que surgiera un régimen totalitario aún antes que en otros países, como Italia y Alemania. Una ola de movimientos autoritarios y fascistas recorrió a Europa desde principios del siglo XX, dando como fruto regímenes dictatoriales con algunos aspectos comunes, aunque caracteres ideológicos distintos e instituciones de gobierno de diverso tenor. Como señala Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo (1951), al lado del régimen fascista de Mussolini, “surgieron dictaduras similares no totalitarias en la Rumania de la preguerra, en Polonia, los estados bálticos, Hungría, Portugal y la España de Franco” (Arendt, 389). Al igual que Alemania, la Rusia soviética formó parte de esta fuerte oleada autoritaria que tomó por asalto importantes países de Europa, en medio de un contexto signado por la lucha entre potencias por el reparto territorial del mundo, la temprana primera crisis de los estados-naciones, y los efectos terribles en el ordenamiento político, económico y social que tuvo la Primera Guerra Mundial.

Creo, por tanto, que sí hay una clara responsabilidad de Lenin y los principales líderes bolcheviques en la edificación del ordenamiento totalitario que a la postre dará forma a la república de los soviets. Si damos por ajustada la apreciación de Arendt, el período propiamente totalitario de la revolución rusa comienza a partir de 1930, cuando Stalin consolida su triunfo sobre las demás corrientes y liderazgos que se disputaban el poder, y particularmente sobre Trotski, quien saldría, primero al exilio interno, y luego al exilio externo en Turquía, después de sucesivas purgas de sus seguidores. El totalitarismo, ciertamente, tiene que ver, entre otros rasgos, no solo con la negación de las libertades fundamentales y del imperio de las leyes –algo propio de los regímenes autoritarios en general– sino particularmente con la aplicación continua y sistemática del terror de estado para eliminar cualquier individuo o grupo humano que disienta de la autoridad o que sea ajeno al espíritu de la comunidad o de la raza superior.

No es difícil constatar que este rasgo particular se desarrolló plenamente en Rusia solo a partir del momento en que Stalin termina de hacerse con el poder. Sin embargo, es importante examinar con cuidado la responsabilidad que tuvo Lenin, junto a la plana mayor del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso (Partido Comunista a partir de 1918), en el avance hacia este estado de cosas, al dar la pauta y crear los escenarios favorables, con varias de sus decisiones y medidas, para que tomaran forma estos rasgos del ordenamiento totalitario.

Si hay un elemento que, en principio, responsabiliza a Lenin en el forjamiento del totalitarismo, no es otro que la interpretación que hizo de la teoría de la dictadura del proletariado formulada previamente por Marx en su análisis de la Comuna de París. En efecto, la manera como él entendió esta tesis y, particularmente, la intensidad que puso en ponerla en ejecución, costase lo que costase, desde el inicio de la revolución bolchevique, condujo no solo a la restricción de los derechos civiles y políticos del pueblo ruso, y a la evasión de las leyes, sino también al inicio de una perversa criminalización y negación de derechos fundamentales de amplios sectores de la ciudadanía.

En La Guerra Civil en Francia (1891) Marx llegó a la conclusión de que “la clase obrera no puede limitarse simplemente a tomar posesión de la máquina del Estado tal y como está y servirse de ella para sus propios fines”, sino que debía establecer una dictadura revolucionaria que le permitiera “romper el poder estatal centralizado, con sus órganos omnipresentes: el ejército permanente, la policía, la burocracia, el clero y la magistratura” (Obras escogidas, t. 2, 230).

Para él, esta dictadura de la clase obrera era provisional, ya que correspondía a un momento específico en la transición hacia una sociedad sin clases y sin explotación del hombre por el hombre, el socialismo. Pese a la dureza de esta etapa, que llevaba consigo necesariamente el uso de la violencia, de la cual fue vivo ejemplo la Comuna, Marx siempre exaltó el carácter libertario y democrático que ésta tuvo, al punto que no restringió los derechos civiles sino que más bien los amplió, como fue el caso del sufragio universal, gracias al cual se eligieron todos los funcionarios comunales (ibidem, 235).

Aparte de eso, Marx consideró como otras lecciones fundamentales de la Comuna, el plan de un gobierno no centralizado –que solo llegó desarrollarse en París y no en el resto de las provincias de Francia por la temprana derrota de la tentativa revolucionaria en julio de 1871–, donde la administración de la mayor parte de las funciones estatales quedarían en manos de las comunas de productores, esto es, un régimen nacional de comunas autónomas bajo la coordinación de un gobierno central débil (234); así como la incorporación mayoritaria a las tareas del Estado de las clases medias y el campesinado, pese a ser, según su percepción, la primera revolución de la historia encabezada por sectores de la clase obrera (238). Pues bien, podemos decir que todos estos elementos democráticos y/o liberales que matizaban y limitaban la tesis de la dictadura del proletariado marxista (admitamos, sí, que esta noción de una dictadura con rasgos democrático-liberales parece un oxímoron) fueron abandonados por Lenin en la interpretación que hizo de ella en sus escritos de 1917 y 1918; siendo este abandono aún más flagrante y claro desde las primeras medidas tomadas por los bolcheviques al tomar el poder.

Lo primero que hay que destacar aquí es que desde un comienzo la Revolución Bolchevique restringió severamente los derechos civiles y políticos, en vez de ampliarlos, como sostuvo Marx que había hecho la Comuna. La primera medida enfilada a este fin, que fue un adelanto de toda la arbitrariedad y el proceder autoritario que vendría después, fue la atropellada e injustificada clausura de la Asamblea Constituyente. Esto ocurrió en la primera y única sesión que pudo realizarse, el 5 de enero de 1918. Esta Constituyente había sido impulsada de manera consensuada por el gobierno revolucionario burgués de febrero de 1917, consenso en el cual participaron los bolcheviques, que si bien no tenían representantes en el ejecutivo de Kerensky, tenían una de las facciones más numerosas en el Soviet de Petrogrado, que era el otro gran polo del gobierno.

Póster soviético. “El partido y el pueblo son solo uno”. 1961

Las elecciones para conformarla se realizaron el 25 de noviembre, es decir, pocas semanas después de la toma del poder; y decidieron llevarlas a cabo debido a que se les hacía imposible defraudar las grandes expectativas depositas por las masas rusas en la Asamblea, además de que se dejaron llevar por el exceso de confianza que producía manejar las riendas del Estado, que en apariencia serviría para potenciar sus votos. Mas no fue así. El resultado es que fueron ampliamente superados por los eseristas (el Partido Socialista Revolucionario de Kerensky), y los bolcheviques solo triunfaron en Moscú, San Petersburgo y otros pocos núcleos urbanos, de población mayoritariamente obrera.

Desde un principio, sin embargo, Lenin sostuvo que el recién constituido gobierno no iba a reconocer la autoridad de la Asamblea Constituyente, manejando, entre otros argumentos, que ésta respondía a la lógica de la democracia burguesa y que los Soviets eran una forma de democracia superior.3 Inmediatamente comenzaron tácticas dilatorias para su instalación, prevista en principio, para el 11 de diciembre (27-Noviembre, calendario juliano). De hecho, ese día, en medio de una gran incertidumbre, hubo una gran manifestación frente al Palacio de Táuride –donde se instalaría la plenaria– comandada por los diferentes liderazgos opositores. La respuesta del gobierno bolchevique a la protesta fue ilegalizar al Partido Democrático Constitucional y detener a la mayoría de sus dirigentes. En un período relativamente corto de tiempo serían ilegalizados el resto de los partidos, el último de ellos el Partido Socialista Revolucionario, en 1921, pese a que su fracción de izquierda había sido aliada de los bolcheviques en el gobierno. A partir de esa fecha, bajo la responsabilidad principal de Lenin, presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo (Sovnarkom) puede afirmarse que se estableció oficialmente el estado de partido único, uno de los rasgos característicos de los regímenes totalitarios.

El totalitarismo, ciertamente, tiene que ver, entre otros rasgos, no solo con la negación de las libertades fundamentales y del imperio de las leyes –algo propio de los regímenes autoritarios en general– sino particularmente con la aplicación continua y sistemática del terror de estado para eliminar cualquier individuo o grupo humano que disienta de la autoridad o que sea ajeno al espíritu de la comunidad o de la raza superior.

El ataque contra la democracia, los derechos civiles y la genuina participación de la mayoría en los asuntos públicos no terminó allí. Disuelta de un plumazo la Asamblea Constituyente en su primera y única sesión, el 5 de enero de 1918, la apuesta de Lenin, Trotski y demás líderes del POSDR fue, desde un principio, por un gobierno de soviets. Éstos –surgidos originalmente en la Revolución de Febrero de 1905– habían mantenido durante todos esos meses una permanente disputa por el poder con el Gobierno Provisional. Todos los estudiosos, de hecho, consideran que en el período de febrero-octubre de 1917 existió una dualidad de poderes, que llevó a Rusia por el camino de la inestabilidad y el caos: por una parte, el Gobierno Provisional (presidido primero por el Gueorgui Lvov y luego por Kerensky), y por la otra el Soviet de diputados obreros y soldados de Petrogrado. No es ninguna casualidad, por tanto, que éste haya protagonizado, junto con el Comité Militar que designó, el asalto al poder bolchevique, poniendo fin al equilibrio de fuerzas existentes.

De cualquier forma, a partir de octubre se materializa la propuesta que había mantenido Lenin en las “Tesis de abril” (1917), al regresar a Rusia: “todo el poder para los soviets”. Este ideal de un gobierno de trabajadores, campesinos y soldados (inspirado, cómo no, en la Comuna) y que tendría, a diferencia del Parlamento burgués, no solo funciones legislativas sino también ejecutivas, se acerca sin duda al viejo ideal de la democracia directa, pese a que no deja de tener ciertos matices corporativistas. Ese carácter democrático hubiese sido verdaderamente genuino y legítimo siempre que esos consejos (que es lo que significa “soviet”) constituidos en cada localidad y cada región, hubiesen funcionado de forma verdaderamente autónoma y no hubiesen restringido la participación de ningún grupo o individualidad en ellos por su ideología, creencia o postura política. Pero he aquí que, obligados a realizar elecciones de representantes para el IV Congreso de los Soviets, a celebrarse en junio de 1918, los bolcheviques no permitieron la participación de los partidos proscritos hasta ese momento: los kadetes (constitucionalistas-liberales) las monarquistas y los grupos conservadores.

Pese a ello, en las elecciones de los soviets locales, celebradas entre mayo y junio de 1918, triunfaron categóricamente los socialistas revolucionarios y los mencheviques –todavía legales en ese instante– recogiendo el gran descontento existente en el momento por la escasez y carestía de los bienes y alimentos. Sin embargo, con el sabor del poder en la boca, junto a la arrebatada convicción de que ellos representaban la marcha de la historia, los bolcheviques invalidaron las elecciones y desconocieron los resultados adversos, convirtiéndose probablemente en los padres del fraude en gran escala en los procesos electorales modernos. Sobre este punto, señala el historiador Richard Pipes: “Los resultados superaron sus peores temores; de haber tenido un mínimo respeto por los deseos de la clase trabajadora, habrían tenido que renunciar al poder. Pueblo tras pueblo los candidatos bolcheviques fueron desplazados por los mencheviques y socialistas revolucionarios” (Pipes, posición 14.403).

Para afrontar esta derrota, que los colocaba ante la perspectiva inminente de perder el control del Congreso de los Soviets (y con toda seguridad el poder) los bolcheviques no se tomaron la molestia de hacer unas nuevas elecciones –manipuladas a su conveniencia, como pronto aprenderían a realizar– sino que crearon un ambiente mayor de confrontación, denunciando conspiraciones y saboteo de los kulaks y campesinos acomodados del campo (que no cumplían con la entrega forzada de alimentos exigida por el gobierno socialista), que culminaría con la expulsión de los mencheviques y los socialistas revolucionarios de los soviets. Como dice Pipes (14.482), este paso marcó el fin de los partidos políticos independientes de toda Rusia, pues, aunque el decreto, emitido el 16 de junio de 1918, que sancionaba a éstos nos los proscribía explícitamente, sí los hacía políticamente impotentes.

A partir de este momento –como he señalado anteriormente– los soviets dejan de ser democráticos tanto en forma como en contenido. Ya no representarán a todo el espectro de los trabajadores y campesinos de la nación, sino a la arbitraria y despótica parcialidad política en el poder: los bolcheviques agrupados en el POSDR. Serán sometidos en adelante a la lógica centralista y jerárquica del Estado, y terminarán convertidos en agencias partidistas sin vida ni dinámica propia.

Realmente, jamás llegaron a ser organismos comunales autónomos para la deliberación y gestión de los asuntos públicos, sino órganos burocráticos que, después de morir Lenin y consolidarse Stalin en el poder, terminarían al servicio del líder supremo y de su cerrada casta, la nomenklatura. En La revolución traicionada (1937), Trotski, quien como Comisario del Pueblo para la Defensa fue responsable de la incorporación masiva de los soldados a las actividades económicas y políticas, terminada la Guerra civil, dirá, con no poco desencanto:

La desmovilización de un Ejército Rojo de cinco millones de hombres debía desempeñar en la formación de la burocracia un papel considerable. Los comandantes victoriosos tomaron los puestos importantes en los soviets locales, en la producción, en las escuelas, y a todas partes llevaron obstinadamente el régimen que les había hecho ganar la guerra civil. Las masas fueron eliminadas poco a poco de la participación efectiva del poder (p. 66).

Terrorismo individual, terrorismo de masas y terrorismo de estado

“Nuestro objetivo es el comunismo”. Póster soviético. 1977


La ecuación a la que llevó ineluctablemente la tesis de “la dictadura del proletariado” leninista no estaría completa si no se menciona lo que sería uno de sus elementos más definitorios, característico, por lo demás, de todo régimen totalitario: el uso del terrorismo de Estado. Este, asociado, a su vez, a la creación de organismos policiales y paramilitares que se colocarían por encima del marco legal existente, precario y confuso, de hecho, en la naciente república de soviets. Es cierto que toda guerra civil conlleva el ejercicio de una lucha intensa, si hacemos una comparación con regímenes no sometidos a amenazas internas y externas. Pero el terror rojo que se desató desde los primeros días de octubre no estaba dirigido tanto a combatir una subversión interna –los guardias blancos, en definitiva, no llegaron a penetrar mayormente en los núcleos urbanos y poblacionales más importantes de Rusia, y su rebelión se desarrolló más bien dentro de los contornos fronterizos–, sino a ahogar la temprana desobediencia y disconformidad de las grandes mayorías campesinas, primero, y luego de numerosos sectores de trabajadores urbanos.

La confiscación y reparto de la tierra aprobada por los bolcheviques (quizás su medida más trascendente, junto a la expropiación de las grandes empresas y la nacionalización de la banca) copiándose, sin reparo alguno, el programa del su temido rival izquierdista, el Partido Socialista Revolucionario –otra muestra del instinto pragmático y oportunista de Lenin cuando estaba en juego el poder– fue solo un breve suspiro de alegría. Recordemos los dos primeros artículos de la Ley de Tierras en la redacción originaria de Lenin:

1. Queda abolida en el acto y sin ninguna indemnización la gran propiedad agraria.

2. Las fincas de los terratenientes, así como todas las tierras de la Corona, de los monasterios y de la Iglesia, con todo su ganado de labor y aperos de labranza, edificios y todas las dependencias, pasan a disposición de los comités agrarios subdistritales y de los Soviets distritales de los campesinos hasta que se reúna la Constituyente. (Lenin, obras escogidas, tomo 7, p. 166).

Seguidamente, como señala Pipes, vendrían varios decretos que establecerían el control total por parte del Estado de la propiedad privada y de todas las actividades económicas y comerciales existentes, conformando en su conjunto lo que recibiría el nombre de “comunismo de guerra”:

1. La nacionalización de (a) los medios de producción, con la destacable excepción de la agricultura; (b) el transporte y (c) todas las empresas salvo las más pequeñas.

2. La liquidación del comercio privado por medio de la nacionalización del mercado mayorista y minorista, y su sustitución por un sistema de distribución controlado por el gobierno.

3. La eliminación del dinero como medio de intercambio y de contabilidad en favor de un sistema de trueque regulado por el Estado.

4. La imposición en toda la economía nacional de un solo plan.

5. La introducción del trabajo obligatorio para todos los varones adultos aptos, y en algunos casos también para las mujeres, niños y ancianos” (Pipes, posición 17.279).

Pronto empezó a hacer estragos la escasez de trigo y alimentos en general, generada por las turbulentas e intempestivas medidas económicas adoptadas. Fue tan fuerte el rechazo al programa económico de 1918, y particularmente a la medida de suprimir el comercio privado de productos agrícolas, que el gobierno solo logró sacar a los campesinos, mediante sus requisas compulsivas, una parte muy limitada de su producción, teniendo que acudir a otros medios como el trueque de comestibles por productos manufacturados y compras a un precio un tanto más razonable (Pipes, 17.981). La confiscación y el reparto de tierras resultó ser lo que en el lenguaje coloquial llamamos un regalo envenenado para los pequeños productores del campo.

Debido a la falta de alicientes y a las cada vez más precarias condiciones de producción, pronto se vería una disminución de la superficie cultivada y de la producción de cereales que abastecía a las ciudades. Para 1920, con una reducción de 12,5 % en la superficie cultivada y una baja del 30% del rendimiento, el suministro de trigo era de solo 60% de la cantidad previa de la guerra (ibidem, posición 17.981). Pese al impacto tremendamente negativo de estas medidas en el campo, las autoridades bolcheviques siguieron exigiendo a los campesinos que vendieran sus excedentes de cereales a las agencias estatales a unos precios irrisorios. El hambre se extendió por todas las ciudades rusas, empezando por San Petersburgo y Moscú.

Quienes permanecieron en las ciudades protestaron, y en ocasiones se rebelaron debido a la escasez de comidas. Los hombres y mujeres de las clases bajas, enloquecidos por el hambre, asaltaban las tiendas y los almacenes de comida. Los periódicos contaban de amas de casa que recorrían las calles gritando “dadnos pan” (ibidem, 18.172).

Es en este contexto de acentuación y agravamiento de la situación social y económica –que venía deteriorándose desde la revolución de febrero de 1917– y de un enorme descontento de las masas de campesinos y trabajadores urbanos con los bolcheviques, donde debe analizarse el ejercicio de la violencia sistemática y del terror que se aplicó desde los inicios mismos de la toma del poder, donde Lenin y Trotski tuvieron una responsabilidad fundamental. Esto no significa, lógicamente, que la guerra civil no haya contribuido a extender e intensificar los planes de represión y violencia. Pero, en todo caso, fue un aliciente adicional, ya que fue el descontento creado por el deterioro de las condiciones de subsistencia, así como la necesidad urgente de los bolcheviques de acabar con el dominio político-electoral de los eseristas en las mayorías campesinas, los factores que coadyuvaron de manera determinante en la adopción del terrorismo de estado.

Esto aplica de una manera muy particular a la campaña de represión desmedida contra los campesinos, sobre la base de su estigmatización como enemigo de clase que se había negado a aceptar el monopolio estatal de la producción agrícola. A estas alturas está claro que, en su análisis del problema agrario ruso, Lenin había sobrestimado la influencia y el papel de los kulaks, a quienes consideraba expresión principal del creciente dominio de las relaciones de producción capitalistas en el campo ruso. La mayoría de los estudiosos, en cambio, ha observado que en el campo ruso había una abrumadora presencia de campesinos pequeños y medios, organizados en su mayor parte bajo una modalidad comunal de distribución y uso de la tierra, y que en consecuencia la penetración del capitalismo era muy limitada.

Ahora bien, lo que quizás fue el factor clave en la decisión de usar la fuerza contra el campesinado fue el apoyo mayoritario que éste daba a los socialistas-revolucionarios, quienes históricamente se habían identificado con el sistema comunal ruso como el camino adecuado para la transformación socialista. De forma que en el ataque de Lenin y los bolcheviques en contra de los campesinos lo que privó fue toda una operación de cálculo político para eliminar la influencia de los eseristas en el campo y lograr el dominio bolchevique. Veamos la acotación de Pipes:

Los decretos agrarios que los bolcheviques publicaron entre mayo y junio de 1918 tenían un propósito cuádruple: 1) Destruir a los campesinos activos políticamente, casi todos ellos leales a los socialistas revolucionarios, al calificarlos de ´kulaks´; 2) socavar la propiedad comunal de tierras y allanar el camino para las explotaciones colectivas agrarias gestionadas por el estado; 3) revitalizar los soviets rurales al expulsar a los socialistas revolucionarios y reemplazarlos por bolcheviques urbanos o simpatizantes externos del partido; y 4) obtener alimentos para las ciudades y los núcleos industriales (ibidem., posición 18.897).

Las abruptas medidas económicas y sociales adoptadas apenas instalados en el poder, y la política deliberada de desmontar la influencia de los socialistas revolucionarios en el campo –y, en menor medida, la influencia de los mencheviques y los liberales en las ciudades– anteceden, por tanto, al inicio mismo de la guerra civil, por lo que en ningún momento esta puede tomarse como excusa, como haría posteriormente con frecuencia la propaganda bolchevique, para la puesta en marcha de la campaña de terror que se institucionalizó por décadas en el régimen soviético. Desde un principio Lenin dio pauta para el ejercicio de una intensa represión en los más diversos estratos de la población y los trabajadores, cuyo objetivo era despojar a las demás organizaciones políticas –y a todo segmento social y gremial que no fuera dócil a los bolcheviques– de su presencia en la vida política y social.

El camino hacia un régimen de partido único tomó apenas unos pocos meses. Podría afirmarse que el clima de fuerte polarización que se desarrolló después de la Revolución de febrero de 1917 entre los bolcheviques y sus antagonistas tanto de izquierda (socialistas revolucionarios y mencheviques) como liberales y monarquistas, y que llevó a Kerensky a perseguir y encarcelar, conocedor de los planes conspirativos, a muchos de aquellos –incluido al propio Lenin, que tuvo que esconderse, después de su regreso en abril a la patria rusa, en una aldea finlandesa– condicionó y predispuso de alguna forma el uso de la violencia exacerbada por los bolcheviques.

Pese a ello, la verdad es que Lenin tuvo desde su juventud gran admiración por los métodos violentos de los socialistas agrarios (vaya paradoja), solo que él llegó tempranamente a la conclusión de que la modalidad del terror contra las altas personalidades no era eficaz, y conducía de hecho al aislamiento de las organizaciones revolucionarias. Coincidiendo con Plejanov, el fundador del marxismo ruso (perteneciente en sus comienzos a Tierra y libertad), pensaba que el asesinato del zar o de determinados funcionarios, no servía realmente a los objetivos de conquistar la voluntad de las clases trabajadoras.

La ejecución de su hermano Alexander como consecuencia de su participación en el fallido atentado contra el zar Alejandro III, en 1887, sin duda le serviría como un permanente recordatorio de la necesidad de abordar de otra forma la lucha política en sociedades autoritarias como la rusa. Ya en sus primeros escritos empieza a desarrollar la idea de que las organizaciones de revolucionarios debían tener la preparación adecuada para sacar el máximo provecho de los espacios legales permitidos por la monarquía –incluyendo el parlamento, cuando éste fue permitido, en 1905– y por otro lado realizar demostraciones de fuerza y otras actividades no permitidas, como las huelgas obreras de connotaciones políticas, que crearan un impacto psicológico importante en las masas. En ¿Qué hacer? (1902) sostiene que la organización de revolucionarios en un país autocrático tiene que ser conspirativa, pero no puede reducirse al carácter conspirativo, asegurando que esto es posible si la organización está constituida por revolucionarios profesionales que dediquen sus esfuerzos a la agitación, la propaganda y la organización de las clases trabajadoras y diversos segmentos sociales (p. 149).

En este sentido, para él los terroristas rusos caían en el mismo error de los economicistas, esto es, el primitivismo en el trabajo, al no valorar el papel de una organización profesional y centralizada de revolucionarios, conformada por verdaderos especialistas, que podían actuar con seguridad dentro de las masas, escapando de la vigilancia de los organismos policiales (ibidem, 132).

Para Lenin, en otras palabras, el énfasis de los partidos revolucionarios debe estar ya no en el uso de las balas y explosivos, sino en las armas de las ideas y de las palabras. Por eso, una de sus tesis fundamentales es que el periódico debe ser la base de la organización y de toda la actividad partidista. Mientras los populistas terroristas de Libertad del pueblo no tenían mayor interés en interactuar con las masas, sino que procuraban realizar acciones heroicas que golpearan a la monarquía, para los socialdemócratas marxistas como Lenin la prioridad era desarrollar una conexión sólida y permanente con éstas, particularmente en los núcleos de trabajadores urbanos, sin descuidar a las mayorías campesinas y sectores eventualmente inquietos como los estudiantes y clases pequeñas burguesas en general. Por consiguiente, difundir la ideología propia de las clases explotadas y desenmascarar el halo de divinidad de la monarquía y los intereses de las clases gobernantes en general, mediante denuncias y exigencias concretas, debían ser las actividades principales de una organización revolucionaria, y de allí el mantra leninista: agitación, propaganda y organización.

Pese a las concluyentes críticas que le hizo, Lenin nunca dejó de admirar al socialismo agrario ruso y en el fondo siempre quiso unir las ideas y prácticas de éste con las del marxismo. Por eso no ha de sorprender que en ¿Qué hacer? deje abierta la puerta a la acción terrorista, haciendo referencia a aquellos momentos o etapas de la lucha que fuesen particularmente decisivos en contra el enemigo, cuando habría que “fundir en un todo la fuerza destructora espontánea de la multitud y la fuerza destructora consciente de la organización de revolucionarios” (ibidem., 191). En esta aseveración se observa claramente como Lenin –adelantándose, en cierta forma, a las apreciaciones de Lebon y de Freud sobre la psicología de masas– considera irracional el comportamiento de las masas, contraponiéndolo con la índole predominantemente consciente y racional de la acción de las organizaciones políticas y sociales.

Él concibe entonces un terrorismo distinto al heroico e individual de los populistas rusos: el terrorismo de masas, estimulado y dirigido por las organizaciones socialistas, y que servirá para oponerse más eficazmente, según su interpretación, al ejército y fuerzas policiales del Estado, conformando, en cierta forma, un ejército revolucionario, tan preparado y armado como éste.

Pero al conquistar el poder en octubre de 1917, esta acción destructora prevista en un libro escrito 15 años atrás, se convertiría, sin embargo, no exactamente en un terrorismo de masas, sino en un terrorismo de Estado, que marcará por décadas el dominio bolchevique.

Los eseristas y los mencheviques no aceptan el terror ya que aceptan su misión de colocar bajo el terrorismo de los guardias blancos a las masas encuadradas bajo la bandera del “socialismo” (…) Que los lacayunos del terror de los guardias blancos sigan ufanándose de negar todo terrorismo. Nosotros diremos la pura pero indudable verdad: en los países que viven una crisis inaudita, una desintegración de las viejas relaciones, una exacerbación de las luchas entre las clases después de la guerra imperialista de 1914-1918 –tal es el caso en todos los países del mundo– no se puede pasar sin el terror, a despecho de los hipócritas y charlatanes. O terror blanco burgués, al estilo norteamericano, inglés (Irlanda), italiano (fascista), alemán, húngaro y otros, o terror rojo, proletario (p. 40, “Sobre el impuesto en especie”, mayo de 1921, Tomo 12).

Quizás por eso esta idea está planteada de manera aún más explícita en El Estado y la revolución (1917), escrito en vísperas de la toma del poder. Al recordar el planteamiento de Marx en La Guerra civil en Francia (1891) de que la Comuna de París inició la disolución del Estado burgués, asumiendo el pueblo organizado directamente las funciones de éste, Lenin no tiene dudas de que en Rusia la dictadura del proletariado implica que los trabajadores, organizados en soviets, deben ejercer la represión por sí mismos hacia la clase burguesa y sus aliados. El terrorismo, por tanto, aparece bajo la máscara de una democracia donde no hay intermediarios y el pueblo ejerce directamente el poder, y la represión ya no se aplicará, como en los regímenes anteriores, a través de los órganos especializados del estado. El pueblo aparece entonces trastocado, en esta teoría leninista, en un ogro violento y vindicativo:

Es necesario aún reprimir a la burguesía y vencer su resistencia. Esto era necesario para la Comuna, y una de las causas de su derrota radica en que no lo hizo con suficiente decisión. Pero, en este caso, el órgano represivo es la mayoría de la población y no una minoría, como había sido siempre, lo mismo bajo la esclavitud y la servidumbre que bajo la esclavitud acelerada. ¡Y por cuanto la mayoría del pueblo es la que reprime por sí misma a sus opresores, no es ya necesaria “una fuerza especial de represión”! En este sentido, el Estado comienza a extinguirse (El Estado y la revolución, p. 47).

Sobre este punto, Lenin, como los revolucionarios franceses, no dio puntada sin dedal. Creía que era posible y necesario utilizar la energía espontánea e irracional de las masas en contra de sus opositores políticos, aunque sin duda estaba consciente de que eso era plausible solo por un tiempo limitado, por los riesgos que entrañaba.

La verdad, no obstante, no sería como él planteó hipotéticamente. El terror bolchevique fue protagonizado desde un principio no por las masas enardecidas sino por las propias fuerzas militares y de seguridad al mando ahora de los bolcheviques, en medio del caos característico de esos días. No olvidemos que el principio de autoridad dentro del ejército ruso fue trastocado totalmente, y muchos de los oficiales altos y medios fueron detenidos, juzgados y fusilados; mientras los soldados de baja graduación se incorporaban a los soviets.

La Cheka, organismo paraestatal. Los campos de concentración


En diciembre de 1917 se crea la Cheka, la policía secreta que llevaría bajo sus hombros la responsabilidad de las labores de represión, persecución y exterminio de todo individuo o sector social que hiciera oposición a los bolcheviques o que simplemente fuese considerado una rémora o un obstáculo para los objetivos revolucionarios. No fue, entonces, el pueblo organizado espontáneamente quien se encargó por sí mismo de juzgar y arreglar cuentas con los representantes de la monarquía y enemigos de clase en general. Fue una nueva fuerza represora, que transitaba entre lo estatal y lo paraestatal, creada especialmente para ese fin, siguiendo el modelo de la Ojkrana zarista. Bajo la dirección de un polaco, Felix Dzerzhinsky, tuvo desde un inicio la más amplia discrecionalidad y amplitud en sus actividades. Como dice Pipes, la forma en que fue creada, sin un reconocimiento legal claro, daría cuenta del enorme poder que ejercería:

Esta institución particular, a la que se dio el mérito de salvar el régimen, existió durante mucho tiempo sin reconocimiento legal. Ignorada en la recopilación de leyes y ordenanzas de 1917, carecía de identidad formal. A principios de 1918 la propia Cheka prohibió que se publicase información acerca de ella sin su aprobación (…) En ello, los bolcheviques siguieron el precedente e.stablecido por Pedro El Grande, quien había creado la primera policía política de Rusia, la Preobrachenski Prikaz, sin un ucase formal (Pipes, posición 20.586).

La supralegalidad de la Cheka sería, en adelante, un rasgo inherente a todo el sistema soviético de justicia que fue amparado y justificado por el propio Lenin, basándose en su cuestionamiento a la legalidad burguesa, ya que ésta encubría la dominación de clase y por tanto debía ser suprimida, al igual que la burocracia y el estado burgués. La justicia de clase bolchevique, en efecto, estaría sustentada en grandes espacios de supralegalidad: un decreto aprobado por el Sovnarkom el 22 de noviembre de 1917, acabó de un solo golpe con todo el sistema legal ruso, eliminando los tribunales existentes, los oficios asociados al sistema judicial, el cargo de procurador, las profesiones jurídicas y la mayoría de los jueces de paz (Pipes, ibidem, 20.586).

Un juicio conocido en esta materia lo encontramos en el escritor que dio a conocer al mundo la realidad de los campos de concentración, invisibilizados o casi desconocidos hasta que él divulgó sus secretos y su funcionamiento: Alexander Solszyenitzin, quien era un joven matemático cuando fue llamado a prestar servicios en el Ejército Rojo en la Segunda Guerra Mundial, siendo detenido por la Cheka en 1945 y condenado a 12 años de prisión. En El Archipiélago Gulag (1958-1968), afirma Solszyenitzin:

Habría sido imposible llevar a cabo esta higiénica limpieza —y además en tiempos de guerra— de haber utilizado las obsoletas formas procesales y las normas jurídicas. Se optó por una forma completamente nueva: la represión extrajudicial, y la Cheka, la Guardiana de la Revolución, cargó abnegadamente sobre sus hombros esta tarea ingrata. La Cheka fue un órgano represivo único en la historia humana, un órgano que concentraba en una sola mano la vigilancia, el arresto, la instrucción del sumario, la fiscalía, el tribunal y la ejecución de la sentencia (Solsyenitzin, 21).

Una de las labores principales que llevaría a cabo la Cheka, como desarrolla in extenso Solzyhenitzin en su obra, fue la organización y administración de los campos de concentración, otro rasgo de identidad de los regímenes totalitarios, en los cuales los bolcheviques precedieron al nacionalsocialismo alemán. Aunque los bolcheviques no inventaron los campos de concentración, es indiscutible que sí le imprimieron varios de sus usos más escabrosos, como el sometimiento y la tortura sistemática, la sistematización del trabajo esclavo y el despojo de la personalidad jurídica y de la existencia misma a los que fuesen considerados enemigos del régimen.

Si bien Lenin tuvo sumo cuidado de que no se relacionara su nombre con su creación, y no se conoce virtualmente ningún pronunciamiento suyo al respecto, es indiscutible que fue uno de sus principales forjadores, como líder máximo que era de la revolución y presidente del Sovnarkom. Según Pipes:

La edificación de campos de concentración comenzó en serio en la primavera de 1919, por iniciativa de Dzerzhinsky. Lenin no quería que su nombre quedara asociado a ellos y los decretos estableciéndolos y detallando su estructura y funcionamiento venían firmados no por el Consejo de Comisarios del Pueblo, sino por el Comité Ejecutivo Central de los Sóviets y su presidente, Sverdlov (posición, 21587).

Las campos de concentración significaron el paso del régimen del terror a una etapa superior y más sofisticada, no solo porque dieron una solución eficaz y perdurable al objetivo de eliminar o aislar a los grupos políticos opositores y a los sectores sociales descontentos con las medidas económicas implementadas, sino porque también constituyeron la fuente primaria a través de la cual la vacilante y debilitada economía de comienzos de la revolución –que había entrado en una espiral hiperinflacionaria y en una debacle productiva– se proveía de mano de obra esclava, que sería fundamental para alcanzar el hercúleo objetivo de desarrollar una infraestructura industrial que, bajo el amparo del Estado y de los proyectos de electrificación, debía convertir en realidad la tesis leninista de que sí era posible pasar directamente del atrasado régimen productivo dominante en la Rusia zarista, al socialismo. Como expone Anne Applebaum en su libro Gulag: una historia (2003), prácticamente no hubo área de la economía donde no se utilizara de manera intensiva a los reclusos de los campos, incluyendo a mujeres, niños y ancianos:

En el curso de la existencia de la Unión Soviética surgieron por lo menos 476 complejos de campos, que comprendían miles de campos individuales, en cada uno de los cuales podía haber de unos cuantos cientos a muchos miles de personas. Los prisioneros trabajaban en casi todas las industrias imaginables (explotación forestal, mineral, construcción, manufactura, agricultura, aeronáutica y armamento) y vivían, efectivamente, casi en una civilización separada, como en un país dentro de otro país. El Gulag tenía sus propias leyes, sus propias costumbres, e incluso su propia jerga. Generaba su propia literatura, sus villanos y sus héroes, y dejó una huella en todos los que estuvieron allí, como prisioneros o como guardias (Applebaum, 10-11).

Está claro, sin embargo, que el uso de los campos como forma de explotación intensiva de mano de obra esclava se desarrolló con intensidad solo después de la muerte de Lenin, particularmente a partir de los 30, con la consolidación del dominio de Stalin.

Interior de una barraca de presos en un gulag soviético, c. 1936-1937.

En los años iniciales de la revolución, la estrategia de Lenin (junto con Trotski, su aliado principal) para estimular la economía y acelerar el despegue productivo, se dirigió principalmente en cuatro líneas: en primer lugar, impulsar la colaboración voluntaria de los trabajadores, mediante la realización de jornadas especiales –los conocidos sábados comunistas– para lo cual el medio principal, más que la compulsión, era la exaltación patriótica y el ideal del sacrificio y heroicidad propia de los revolucionarios; en segundo lugar, el mejoramiento de la educación y preparación de los trabajadores agrícolas y manuales, así como al progreso y modernización de las técnicas del trabajo, guardando esto último una estrecha relación con la revolución generada en ese tiempo en los países capitalistas por el taylorismo, al cual Lenin llegó a exaltar en reiteradas oportunidades.

En tercer lugar, y en estrecha conexión con lo anterior, el establecimiento de la política de premios en especie, una compensación adicional al salario para los trabajadores que tuvieran mejor rendimiento. Esto buscaba aumentar la competencia entre ellos (en la jerga soviética se utilizaría después el término emulación, para evadir el uso de la liberal e incómoda competencia) y, sobre todo, explotar la necesidad de mayores ingresos de todos ellos, en un contexto económico caracterizado por la hiperinflación y la escasez. Esta situación fue admitida sin tapujos por Lenin, aunque echando la culpa a la “guerra económica” que los kulaks, los pequeños burgueses y los Kolchak y Denikin, los jefes de los guardias blancos que empuñaban las armas contra los bolcheviques, llevaban a cabo contra la revolución. Y en cuarto lugar, seguramente este el aspecto más significativo desde el punto de vista político, él consideraba que el reto de aumentar la producción y la productividad pasaba necesariamente por el establecimiento del trabajo obligatorio, la abolición del derecho de huelga y la conversión de los sindicatos en agencias estatales. Todo ello apuntaba, en el fondo, al que quizás era el objetivo de los campos de concentración, tal como los pondría en ejecución Stalin posteriormente, esto es, crear un régimen económico y social basado en la servidumbre laboral. En este punto Pipes, nuevamente, es ilustrativo:

La idea de que el obrero había de convertirse en un peón del estado socialista (es decir, en un esclavo de sí mismo, puesto que en teoría él era el “amo” del Estado), anidaba en una teoría marxista que abrazaba la economía centralizada y organizada y en su visión misantrópica de la naturaleza humana, se reforzó aún más con la nula estima que los líderes bolcheviques le profesaban a los obreros rusos. Antes de la revolución los tenían idealizados, pero al relacionarse con ellos en persona sus ilusiones se desvanecieron en el acto. Mientras que Trotski ensalzaba las virtudes de la servidumbre, Lenin renegaba del proletariado ruso (Pipes, posición 18.176).

En cuanto a la imposición del trabajo obligatorio, es posible que Lenin siguiera en esto la tesis desarrollada por Marx en la “Crítica del Programa de Gotha”, cuando diferenció la etapa del socialismo (donde a cada uno se le debía dar según su trabajo) y la etapa superior o comunismo propiamente (donde a cada quien se le debía dar según sus necesidades). No obstante, lo más seguro es que Lenin encontrara inspiración para esta política en la historia y la cultura rusa, donde la utilización del trabajo forzado y esclavo era una tradición, hasta el punto que según Kaminski “en ningún otro país el empleo de trabajos forzados ha tenido un papel tan significativo en la economía nacional como en la historia rusa” (citado por Pipes, 21626). A este respecto, es muy atinada la observación de Arendt, quien sostiene que “el trabajo forzado es la condición normal de todos los trabajadores rusos, que carecen de libertad de movimientos y pueden ser arbitrariamente reclutados para trabajar en cualquier sitio y en cualquier momento” (op. cit., 540).

En todo caso, lo que está claro es que la cuestión del trabajo y la producción fue tratada por Lenin de manera compleja, abordándola tanto en sus aspectos técnicos y competitivos como en el aspecto patriótico-moral (el sacrificio voluntario y heroico de los trabajadores en los sábados comunistas) y en el terreno compulsivo-político, representado por el establecimiento del trabajo obligatorio. Mientras que durante la era de Stalin el régimen soviético se enfocó en estos dos últimos, con el protagonismo especial que tuvieron los campos de concentración, expresión de una concepción laboral y económica basada en la servidumbre.

En cuanto a la eliminación del derecho de huelga y la conversión de los sindicatos en agencias estatales, esto se desprendía de manera casi lógica de la implantación de la dictadura del proletariado. En un estado “obrero” –Lenin asumía que la élite partidista en el poder encarnaba a la misma clase obrera– sería un contrasentido que hubiese huelgas de trabajadores, es decir, que éstos conspirasen contra sus propios intereses. Por tanto, Lenin concibió que los sindicatos debían despolitizarse por completo, abandonar su función de crítica y de denuncia del Estado y de todo poder, así como la lucha activa por el mejoramiento de su condición económica y social, y convertirse en organizaciones enfocadas únicamente en el mejoramiento del proceso productivo, al punto que no estaríamos lejos de la verdad si afirmamos que hay cierto rasgo tecnocrático en sus medidas y propuestas en esos años; muy particularmente después que se aprobó la Nueva Política Económica (NEP) en 1921.

Las siguientes palabras, pronunciadas en el VIII Congreso de los diputados obreros, campesinos y soldados, realizado en noviembre de 1920, son expresivas del latente espíritu tecnocrático existente en Lenin, por el cual concibió medidas que buscaban contrarrestar la ineptitud y falta de preparación de los cuadros políticos de su partido y de la dirigencia obrera, llegando a plantear, ni más ni menos, que el fin mismo de la política:

En lo que respecta a la política, la hemos aprendido, sin duda; en esta materia no se nos mete en un aprieto, tenemos base. Pero en economía estamos mal. Desde hoy, la mejor política será hacer menos política. Promoved más a los ingenieros y agrónomos, aprended de ellos, comprobad su trabajo, no convirtáis los congresos y conferencias en organismos dedicados a mitinear, sino en organismos que controlen los éxitos económicos, en organismos en los que podamos aprender de verdad a desarrollar la economía” (p. 136-tomo 11, cursivas mías).

La Nueva Política Económica y la condena al fraccionalismo


En lo que se toca a la relación de Lenin y los bolcheviques con el totalitarismo no puede pasarse por alto el episodio de la finalización de la política de la economía de guerra y su sustitución por la Nueva Política Económica (NEP), aprobada en el X Congreso del Partido Comunista, en marzo de 1921. Este cambio fue posible, en buena medida, por la victoria de los bolcheviques contra los guardias blancos, que se consolidó claramente desde finales de 1920, quedando bolsones de resistencia solo en unas pocas regiones. Este escenario de relativa estabilidad, que daría pie a un mayor intercambio comercial y a una progresiva normalización de las relaciones diplomáticas con las potencias capitalistas enemigas (Alemania, Inglaterra, Estados Unidos y Francia), permitiría a Lenin, en estrecha alianza con Trotski, impulsar la reconstrucción de la economía rusa, echando para atrás las medidas de confiscación y expropiación masivas aplicadas a los campesinos, con sus terribles consecuencias sociales, y abriendo al mercado el sector agrícola, bajo el esquema de lo que él denominó capitalismo de estado.

Este significativo cambio había sido, en realidad, la estrategia original de Lenin en vísperas de la toma del poder, y así lo recordó en medio de las polémicas discusiones del caso en el citado X congreso, al referirse a un folleto escrito por él mismo en septiembre de 1917, La catástrofe que nos amenaza y cómo combatirla. Ahí señaló:

Porque el socialismo no es otra cosa que el paso siguiente al capitalismo de estado (…) El capitalismo monopolista de estado es la preparación material más completa para el socialismo, su antesala, un peldaño de la escalera histórica entre el cual y el peldaño llamado socialismo no hay ningún peldaño intermedio (tomo 12, p. 33).

Consciente, en efecto, del enorme atraso de la economía rusa, y observando las grandes dificultades que tuvieron en su gestión los líderes de la revolución burguesa de abril, primero el príncipe Lvov y luego Kerensky, Lenin concibió desde finales de 1917 que a los bolcheviques no les quedaba otro remedio que mantener una política de libre comercialización en el sector agrícola, mientras se buscaba el fortalecimiento y progreso del sector industrial. Este planteamiento significaba, de alguna manera u otra, un reconocimiento implícito de lo poco certera que era su tesis, defendida desde sus obras iniciales, como El Desarrollo del Capitalismo en Rusia (1899), de que el desarrollo industrial y el nivel de crecimiento de las relaciones capitalistas alcanzado en el campo ruso era tal, que se podía pasar sin mayores dilaciones a la construcción del socialismo, y que, por tanto, no se necesitaría seguramente un tiempo considerable para llegar a ese momento.

Pero la radicalización que marcó la senda de la revolución bolchevique desde sus inicios, no permitió que sus propuestas iniciales germinaran en 1917. De hecho, la corriente de izquierda radical encabezada por Bujarin, impuso la política de economía de la guerra, que implicó la violación de los principios de la libre comercialización y el intercambio propios del capitalismo (incluyendo el monopolista de estado).

Para lograr aprobar la NEP, en 1921, Lenin tuvo que utilizar todas sus habilidades persuasivas en el partido, admitiendo, en primer lugar, los abusos y errores que se habían cometido con los campesinos, llevando a la ruina a miles de ellos al decomisarles su producción:

Reconocemos que somos deudores del campesino. Le tomamos el trigo a cambio de papel moneda, se lo tomamos prestado; debemos devolverle la deuda, y se la devolveremos una vez restablecida la industria. Mas, para restablecerla, son necesarios excedentes de producción agrícola (Informe al VIII Congreso de los Sóviets de toda Rusia, 1921, tomo 11, 133).

Reconociendo también, de paso, que muchos de ellos no eran kulaks, sino campesinos medios, que no había que verlos como enemigos de clase, sino aliados naturales, volvía nuevamente a su tesis de alianza de clases expuesta desde la época de ¿Qué hacer?: campesinos y clases medias como aliados de la clase obrera, clases subalternas y clase hegemónica, en términos gramscianos. Este mea culpa tenía, lógicamente, cierta carga de cinismo, sabiendo que toda la espiral de violencia que se desató fue deliberadamente calculada, teniendo como objetivo primario liquidar el dominio que tenía el Partido Socialista Revolucionario en el campo. Estaba, además, suficientemente matizada por la justificación que se esgrimió desde un principio para la campaña de requisas. Esto es, aquello de que “el comunismo de guerra nos fue impuesto por la guerra y la ruina” (ver artículo Sobre el impuesto en especie, tomo 11, p. 34), aspecto en el cual se concentró la propaganda que se hizo desde el Sovnarkom y todo el partido.

En segundo lugar, he aquí lo que sin duda fue lo más difícil para él y Trotski: manejó insistentemente el argumento de que la política de impuestos en especies que conllevaba la NEP no era propiamente un paso atrás en la vía hacia el socialismo, sino un desvío, un zig-zag, un atajo para acercarse progresivamente a él en medio de la debacle económica creada por la guerra civil, ya que permitiría incentivar nuevamente a los agricultores a producir mientras el Estado proletario mantenía incólume su poder político, pues los pequeños productores no representarían en ningún momento una amenaza, como sí la representaban los grandes propietarios y terratenientes, que de hecho ya habían sido completamente expropiados y liquidados como clase.

¿Se puede hacer esto, se puede, hablando teóricamente, hasta cierto punto, restaurar la libertad de comercio, la libertad de capitalismo para los pequeños agricultores, sin socavar con ello las raíces del poder político del proletariado? ¿Es posible esto? Es posible, porque el quid está en hacer las cosas con medida. Si pudiésemos obtener aunque solo fuera una pequeña cantidad de mercancías y retenerlas en manos del Estado, en manos del proletariado, dueño del poder político, y ponerlas en circulación, nosotros, como Estado, añadiríamos a nuestro poder político el poder económico (Informe al X Congreso del del Partido Comunista (b) de Rusia, tomo 12, p. 20).

De hecho, como para que no quedaran dudas de que este capitalismo de estado era viable, Lenin, en el mismo X Congreso donde se aprobó la NEP, cuyo propósito principal fue, básicamente, darle total libertad de producción y comercio a los campesinos, recabando el Estado solo una parte de sus bienes, bajo la figura de un impuesto en especie, apretó las tuercas en el plano de la política partidista, logrando que se aprobara la eliminación de los grupos fraccionales dentro del Partido Comunista ruso. Esto, después de catalogar como peligroso el apoyo que estaban obteniendo dos grupos de la izquierda radical, “Oposición obrera” y “Centralismo democrático”, que planteaban una mayor autonomía de los sindicatos para actuar en las empresas y una mayor libertad de los organismos locales y regionales del partido.

Esta medida, que a la postre le vendría como anillo al dedo a Stalin al desencadenarse la lucha por el poder a la muerte de Lenin, fue impulsada por el líder bolchevique al percibir la volatilidad del futuro político soviético en un cuadro donde, si bien había terminado el acoso de las potencias occidentales, Rusia aparecía sola e inerme en el plano internacional. Particularmente debido el fracaso de la opción revolucionaria en Alemania, cuyo eventual triunfo siempre él había considerado vital para asegurar el éxito de la Revolución rusa y del socialismo mundial.

Más allá de sus motivos internos y externos específicos, la eliminación formal y estatutaria de los grupos fraccionales empezó a cerrar el espacio para la disidencia interna y a la postre creó restricciones para la deliberación abierta y polémica de las ideas, como había sido característico en la historia del POSDR desde sus orígenes, signada por la convivencia traumática y llena de rupturas de una pluralidad de grupos y fracciones tanto de carácter nacional como de índole regional o étnico-nacional. Esta decisión, en cierta forma, expresaba las enormes tensiones internas existentes dentro de la revolución, que terminarían creando el terreno para la solución cesarista del estalinismo. Lenin, realmente, pese a su indiscutible liderazgo máximo, había fungido con frecuencia como un equilibrista y armador de consensos entre las distintas facciones y posturas.

Puede decirse, en fin, que la aplicación de la NEP significó una matización del ordenamiento totalitario que había empezado a construirse desde el comienzo mismo de la Revolución de octubre de la mano de la tesis de la dictadura del proletariado, en la medida que creó un importante espacio de libertad económica dentro de la sociedad, haciendo convivir el capitalismo con la lógica estatista-socialista. Pero, simultáneamente, su implementación desató los monstruos internos dentro del partido bolchevique, agudizando los enfrentamientos que posteriormente, ante la ausencia física del gran árbitro, derivaron en el triunfo de las tendencias más antidemocráticas y autoritarias de la revolución. O como diría Trotski: el período del Termidor encarnado por Stalin.

Los límites de la violencia y la inédita vía reformista


Llegados a este punto, se hace necesario volver al tema del terrorismo de estado. Hay razones para creer, particularmente al calor de sus últimos análisis, que Lenin concibió el ejercicio de la violencia a la manera de Maquiavelo. Todo apunta a que lo conocía muy bien, pese a que tuvo siempre el cuidado de no citarlo: la violencia es una herramienta que el príncipe debía usar para asegurar su dominio de una manera disuasiva y efectista, limitando en lo posible su uso prolongado.

Vencida la amenaza armada de los guardias blancos, y, simultáneamente, despejada la amenaza de una invasión de las potencias occidentales, así como encarcelados o exiliados la mayoría de los dirigentes socialistas revolucionarios, demócratas-constitucionales (liberales) y demás partidos, a finales de 1921 él planteó que ya era hora de ponerle límites a la Cheka, cuya discrecionalidad y abusos era de todos conocida.

…pero también sabemos que las virtudes de un hombre pueden convertirse en sus defectos, y sabemos que la situación creada en nuestro país exige de manera imperiosa circunscribir este organismo a la esfera política, concentrar sus esfuerzos en una tarea para cuyo cumplimiento cuenta con la ayuda de la situación y de las condiciones existentes. (…) Pero, a la vez, decimos de manera tajante que es necesario reformar la Cheka, determinar sus funciones y su jurisdicción y circunscribir su labor a las tareas políticas (Informe de Lenin en el IX Congreso de los Soviets de toda Rusia, actas taquigráficas, 23-12-1921, tomo 12, 101).

Es imposible saber si Lenin pensaba llevar a cabo esta iniciativa en el plano mediato o inmediato, porque este momento coincide justamente con el desarrollo de su enfermedad, que lo va a dejar prácticamente fuera de la actividad pública y partidista hasta su muerte (con pequeñas interrupciones correspondientes a períodos breves de recuperación). Pero parece claro que él entreveía que ya la revolución había pasado su momento de riesgo y antagonismo máximo y que en ese momento había que pasar a otra etapa, donde la lucha por mejorar el aparato productivo, la infraestructura del país, principalmente todo lo relacionado con la electrificación, así como elevar el nivel educativo y cultural de las grandes masas, pasaban a ser la primera prioridad, dejando a lo político-militar y, particularmente, lo concerniente a la acción represiva, en un segundo plano.

Él estaba consciente de que las formas precapitalistas en Rusia estaban más arraigadas de lo que había supuesto al principio, aunque no lo reconociera abiertamente. Por tanto, sería necesaria una etapa de transición hacia el comunismo mucho más larga de lo que se había pensado.

Este anuncio que hizo sobre la Cheka, obviamente frustrado por su enfermedad y posterior muerte, sugiere que en sus últimos días su objetivo no era el establecimiento de un estado policial permanente y de un régimen basado en la sospecha, como, en efecto, llevaría a cabo Stalin. El régimen leninista, hasta donde sus últimas reflexiones y anuncios nos permiten deducir, era un régimen de partido único y con severas restricciones a las libertades civiles. Y donde, ciertamente, se había empezado a utilizar el terrorismo de estado, pero sin llegar a los extremos de exterminio de amplios sectores de la población y de toda disidencia partidista interna.

La idea de que es importante delimitar el tiempo y las circunstancias en las que era necesaria la violencia de aquellas en las que no lo es, está presente en Lenin incluso en 1919, cuando todavía no estaba definido el triunfo sobre los guardias blancos. En su folleto Éxitos y dificultades del poder soviético, dice:

Hay condiciones en las cuales la violencia es necesaria y útil y hay condiciones en las cuales la violencia no puede dar ningún resultado. Hubo ejemplos, sin embargo, de que esta diferencia no la aprendieron todos, y de eso hay que hablar. En Octubre la violencia, el derrocamiento de la burguesía por el Poder soviético, la destitución del viejo gobierno, la violencia revolucionaria tuvo un brillante resultado” (261).

Y más adelante:

No hay obstáculos que impidan cumplir esta difícil tarea; todo lo que se debía hacer por la violencia ya está hecho; no renunciamos a la violencia, pues sabemos que entre los campesinos hay kulaks que nos oponen resistencia, llegando incluso a organizar rebeliones con guardias blancos; esto no va con toda la masa campesina. Los kulaks son una minoría, y contra ellos lo único que cabe es luchar y luchar; hay que aplastarlos, y los estamos aplastando; pero después de cumplir victoriosamente la tarea de aplastar a los explotadores en el campo, se plantea un problema que no se puede resolver con la violencia. En este terreno, como en todos los demás, nuestra tarea puede ser cumplida solo organizando a las masas, ejerciendo el proletariado de la ciudad prolongada influencia sobre el campesinado (ibidem, p. 280, cursivas mías).

Parece claro, en otras palabras, que para Lenin el capitalismo de estado implicaba un desarrollo tal de las fuerzas productivas, que se imponía por fuerza lograr una estabilidad en el ordenamiento político, donde la violencia debía llevarse por los canales regulares y legales y reducirse a los niveles más pequeños posibles. Él, sin duda, tenía como referencia la experiencia de los países capitalistas más exitosos y desarrollados, hacia los cuales tenía una no escondida admiración por sus logros en la economía y la producción: Alemania, Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Particularmente Alemania, de quien se inspiró para la política del capitalismo de estado aplicada por ésta durante el período de la primera guerra mundial. Una nación en la que confiaba se iba a desatar más temprano que tarde el proceso revolucionario que marcaría verdaderamente –mucho más que la Revolución bolchevique, de un limitado alcance, según su propia opinión– el inicio de la hegemonía del socialismo en el ámbito europeo y mundial. La evidencia, en todo caso, parecía indicarle al dirigente ruso que en todos esos países el despegue de las fuerzas productivas fue posible por la prevalencia de condiciones de paz y estabilidad interna por varias décadas continuas.

De manera que, si se quiere sorprendentemente, para Lenin, consolidado el dominio del poder en Rusia por la clase política revolucionaria, el capitalismo de estado permitiría, de una forma cuasi natural pasar al sistema socialista y, posteriormente, a su fase final, la sociedad sin clases: el comunismo. En su interpretación, era una evolución en cierta forma lógica, pues el capitalismo es, paradójicamente, lo más cercano que puede existir al socialismo, desde el punto de vista de que entraña un elevado nivel de desarrollo de las fuerzas productivas y, simultáneamente, un elevado nivel cultural y técnico de las clases trabajadoras. Resurge aquí, de nuevo, la original creencia marxista de que el socialismo advendría primero en los países capitalistas más desarrollados. Profecía rota precisamente por el asalto al cielo que hicieron los bolcheviques.

Cuando contextualizamos el paso que significó la aprobación y puesta en marcha de la Nueva Política Económica, es notorio que coincide plenamente con la batalla que había emprendido Lenin meses atrás, en el marco de la III Internacional, a favor de la adopción de políticas amplias y relativamente moderadas por parte de los partidos comunistas de los distintos países europeos, rechazando con argumentos contundentes la pretensión de repetir, sin condiciones favorables algunas, el camino conspirativo y subversivo de los bolcheviques en Rusia.

En la Enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo, libro escrito con miras al II Congreso de la III Internacional, celebrado en abril de 1920, Lenin la emprendió contra los radicales de izquierda de varias agrupaciones marxistas europeas recién afiliadas, como los comunistas alemanes e ingleses, defendiendo vehementemente la importancia de participar en los grandes sindicatos, pese al hecho de ser estos, en su gran mayoría, de tendencia reformista y oportunista:

Tampoco pueden dejar de parecernos un absurdo ridículo y pueril las disquisiciones pomposas, muy sabias y terriblemente revolucionarias de los izquierdistas alemanes, quienes afirman que los comunistas no pueden ni deben actuar en los sindicatos reaccionarios, que es permisible renunciar a semejante actividad, que es preciso abandonar los sindicatos y organizar sin falta una “unión obrera”, completamente nueva y pura, inventada por comunistas muy simpáticos (y en la mayoría de los casos, probablemente, muy jóvenes), etc., etc. (Tomo 12, p. 17).

De la misma forma, criticó la política de no participar en los parlamentos y en las diversas elecciones a organismos representativos del poder del Estado, argumentando que era falsa la tesis de que los parlamentos burgueses habían caducado políticamente, como pensaba un sector de los comunistas alemanes. Y que, al contrario, era imprescindible participar en ellos para avanzar en la concientización e instrucción política de amplios sectores de las masas y de la misma clase obrera, que permanecían en la ignorancia y sin ninguna guía firme:

En efecto, ¡cómo se puede decir que “el parlamentarismo ha caducado políticamente!”, si “millones” y “legiones” de proletarios son todavía no sólo partidarios del parlamentarismo en general, sino incluso francamente “contrarrevolucionarios”? Es evidente que el parlamentarismo en Alemania no ha caducado aún políticamente. Es evidente que los “izquierdistas” de Alemania han tomado su deseo, su actitud política e ideológica, por una realidad objetiva. Este error es el más peligroso para los revolucionarios (Ibidem, 21).

Como puede verse a las claras, el Lenin de 1920 y 1921 es un realista político, un hombre de estado pragmático que busca en el mundo de la primera posguerra –donde los movimientos de masas entraban, en líneas generales, en un reflujo– sobrevivir induciendo a los movimientos aliados a conquistar espacios a través de la lucha legal y democrática.

El mismo líder que había anunciado en La dictadura del proletariado y el renegado Kautsky y en El Estado y la revolución, entre otros escritos, la muerte del parlamento burgués y la emergencia de los soviets como la encarnación del progreso histórico universal, buscaba ahora incentivar las vías pacíficas, tanto en el plano interno, adoptando el capitalismo de estado y procurando ponerle coto a la Cheka, como en el plano internacional, alentando conquistas políticas en Europa por medio de la lucha legal y de masas. Esta iniciativa, que sería en buena medida inútil, como se verá posteriormente en el siglo XX, pues las utopías prenden llamaradas irracionales imposibles de controlar, y el radicalismo y la violencia alcanzarían cotas altísimas, como sucedió inmediatamente después de su muerte con el período estalinista, y algunas décadas después con la revolución china.

Lenin dedujo claramente que la revolución rusa debía pasar a otra etapa, finalizada la guerra civil y conjugadas las amenazas internas y externas. Sabía que debía pasarse, después de la etapa febril de la violencia y la destrucción, a la etapa de la construcción: una lucha que era mucho más compleja y laboriosa que la simplista y antagónica lucha militar.

Y en el plano internacional, estaba consciente que después de la derrota del putsch alemán en 1919, y de la revolución húngara en el mismo año, la posibilidad de una Europa sumada a la vorágine bolchevique había disminuido sensiblemente. Por tanto, había que acudir a la ruta más paciente y laboriosa de las elecciones y las alianzas con grupos políticos pequeños-burgueses, que eran progresistas pero inconsistentemente revolucionarios. Lenin asumió entonces de manera abierta lo que él mismo denominó la ruta reformista, alejada de la visión infantilista de izquierda de tantos activistas socialistas de Rusia y de los países europeos:

En el momento actual, lo nuevo de nuestra revolución consiste en acudir al método de acción reformista, gradual, de prudente rodeo en los problemas fundamentales de la organización de la economía. Esta novedad da lugar a una serie de problemas, incomprensiones y dudas de carácter teórico y práctico (“Acerca de la significación del oro ahora y después de la victoria completa del socialismo”, tomo 12, 82, cursivas mías).

Este Lenin realista y pragmático, que no deja de acotar a los partidos de países gobernados por dictaduras que las vías ilegales de lucha no pueden dejarse a un lado, y que deben alternarse con las vías legales, al plantear estos caminos pareciera haberse acercado significativamente a las posturas de Marx, y sobre todo Engels, en sus años finales, al admitir como una posibilidad cierta la vía pacífica al socialismo, al menos en los países económicamente más desarrollados.

Puede decirse que, amparado en el enorme prestigio que había adquirido al marcar con una agudeza y un sentido de la oportunidad demoledor los pasos a seguir para la conquista del poder, y lograr que la joven república socialista saliera luego airosa de la guerra civil, Lenin pudo imponerse, en definitiva, a los comunistas de izquierda en sus años postreros. La mayoría de ellos, de hecho, empezando por Bujarin, moderarían significativamente sus posturas en varios aspectos tras su muerte. No obstante, luego de su desaparición, en la agenda del partido y de la revolución bolchevique tendrían poca o ninguna importancia estos debates ideológicos y políticos, al imponerse prontamente el liderazgo único de Stalin, que acabaría con todo deliberativismo partidista, consumando lo que algunos autores han denominado el triunfo de Stalin sobre el partido. En adelante todas las políticas importantes de la revolución estarían dictadas únicamente por el objetivo de establecer un poder personal supremo, acabar con cualquier espacio de disidencia e impulsar el desarrollo de la economía por métodos imperativos y compulsivos, desarrollando hasta sus más funestas expresiones un ordenamiento totalitario, que, como hemos visto, pareciera que Lenin intentó poner coto después de haber puesto él mismo sus fundamentos en los primeros y turbulentos años de la revolución.

©Trópico Absoluto

Notas

1. Dice Arendt: “Si la legalidad es la esencia del gobierno no tiránico y la ilegalidad la esencia de la tiranía, entones el terror es la esencia de la dominación totalitaria”. Agregando “El terror como ejecución de una ley de un movimiento cuyo objetivo último no es el bienestar de los hombres o el interés de un solo hombre, sino la fabricación de la Humanidad, elimina a los individuos en favor de la especie, sacrifica a las partes la función del todo. La fuerza supranatural de la Naturaleza o de la historia tiene su propio comienzo y su propio final, de forma tal que solo puede ser obstaculizada por el nuevo comienzo y el final individual que suponen realmente la vida de cada individuo” (op. cit., 565).

2. Como explica con detalles Pipes, las elecciones para la Asamblea Constituyente fueron un tema ardoroso para los bolcheviques, previo a la toma del poder el 25 de octubre (7 de noviembre, calendario gregoriano). El 10 de octubre el Comité Central se reunió -Lenin asistió disfrazado- para discutir el rumbo a seguir y surgieron tres posturas: la 1ra, defendida solo por Lenin, que planteaba la toma inmediata del poder sin tener que esperar la Asamblea; la 2da, de Zinóviev y Kámenev, apoyados Noguín,Vladimir Miliutin y Alexéi Rikov, que rechazaban cualquier alzamiento y preferían esperar que se formara la Asamblea para empezar un nuevo juego político, y la 3ra, de Trotski, apoyada por los 6 miembros restantes, que apostaban por realizar el alzamiento pero esperando que sesionara Congreso de los Soviets. Una mayoría de 10 votos votó a favor de la insurrección pero se dejó abierto el punto de la fecha precisa (posición 12429).

3. Al analizar el régimen soviético en sus inicios, Maurice Duverger señala que uno de los rasgos principales de la Constitución de 1918, que aplicó solo a Rusia y a los demás estados federados, es la limitación del derecho al voto: “En primer lugar, se restringe el derecho de voto, que queda reservado a quienes ganan su vida mediante un trabajo productivo y no explotan el trabajo de otros, junto con los soldados y marinos. Algunas categorías, además, pierden expresamente el derecho al voto: los comerciantes, los propietarios agrícolas, los monjes y sacerdotes, los burgueses, los ex-funcionarios, ex-policías y guardias zaristas, los miembros de la familia imperial. Se trata, además, de un sufragio desigual, puesto que las ciudades eligen un diputado por cada 25.000 electores, mientras el campo elige un diputado por cada 125.000 habitantes” (Instituciones políticas y derecho constitucional, 447-448).

4. En la Tesis para el II Congreso de la Internacional Comunista, en julio de 1920, escribe Lenin: “Solo cuando los soviets se conviertan en una máquina estatal única es posible que en la labor del gobierno participe real y verdaderamente toda la masa de explotados, que con la democracia burguesa más civilizada y más libre ha estado siempre, de hecho, excluida de esa participación en el 99% de los casos” (p. 63, tomo 11, www.marxistas-internet.com, subrayado nuestro).

5. En agosto de 1918 Lenin escribió el siguiente telegrama a los funcionarios bolcheviques de la población de Penza: “¡Camaradas! La rebelión de los cinco distritos kulaks debe ser reprimida despiadadamente. Los intereses de toda la revolución lo exigen porque ahora “la última y decisiva batalla” contra los kulaks se libra en todas partes. Hay que dar ejemplo.1. Colgad (colgad sin falta, que la gente lo vea) a no menos de cien kulaks conocidos, hombres ricos, sanguijuelas.2. Haced públicos sus nombres.3. Quitadles todos sus cereales.4. Designad rehenes, según telegrama de ayer. Hacedlo de tal forma que en centenares de verstas a la redonda la gente vea, tiemble, sepa, grite: los están ahogando, y ahogarán hasta morir a las sanguijuelas kulaks. Vuestro, Lenin” (Service, posición 6943).

6. En la “Enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo”, al realizar una síntesis de la historia del partido bolchevique, dice: “Segundo, este partido veía un signo particular de su «revolucionarismo» o de su «izquierdismo» en el reconocimiento del terrorismo individual, de los atentados, que nosotros, los marxistas, rechazábamos categóricamente. Claro es que nosotros rechazábamos el terrorismo individual sólo por motivos de conveniencia; pero la gente capaz de condenar «por principio» el terror de la gran revolución francesa o, en general, el terror de un partido revolucionario victorioso, asediado por la burguesía del mundo entero, esa gente fue ya ridiculizada y vilipendiada por Plejánov en 1900, cuando éste era marxista y revolucionario” (edición virtual, p. 10).

7. Arendt dice que los campos de concentración emergieron durante la guerra de los Boers, y siguieron siendo utilizados en la Unión Sudafricana y en la India para aislar a los elementos indeseables. (535). Pipes dice que el término surgió a finales del siglo XIX en el contexto de las guerras coloniales, y constata su uso no solo por los británicos en la guerra contra los Boers, sino también por los españoles en su lucha contra la insurrección cubana y por los Estados Unidos en su lucha contra la insurrección filipina (21.552). Pero en todos estos casos los campos tenían una función eminentemente militar, y fueron desmantelados al terminar las hostilidades. En ninguno de estos casos tampoco se usaron como sitios de trabajo forzados ni como lugares de exterminio o de experimentación con los cuerpos y las mentes de los detenidos (caso nazi).

8. “Es importante incorporar a la propaganda en el terreno de la producción (vinculada a la liquidación del analfabetismo), de manera organizada y sistemática, a los ingenieros, agrónomos y maestros de escuela, así como a los empleados de los Soviets que tengan cierta calificación. Organizar conferencias, charlas, informes, etc. Implantar el trabajo obligatorio para todos los que puedan dar a conocer a la población, la electrificación, la taylorización, etc.” (Tesis acerca de la propaganda en el terreno de la producción, tomo 11, p. 112, 18-11-1920, cursivas nuestras).

9. La visión de la economía como un ámbito característicamente competitivo cobró fuerza, naturalmente, cuando comenzó la NEP. Al comentar a ésta in extenso, Lenin dice: “Este sistema existe en muchísimos países. En este dominio no hay nada imposible desde el punto de vista económico. La dificultad estriba en despertar el interés personal. También debemos estimular a todos los especialistas para que estén interesados en desarrollar la producción” (La Nueva Política Económica y la tarea de los Comités de Instrucción Política, Informe al II Congreso Nacional de los Comités de instrucción política, 17 de octubre de 1921, tomo 12, p. 77)

10. Al respecto, señala Pipes: “El programa económico por el que Lenin abogaba era, por tanto, mucho más moderado que el que los bolcheviques adoptarían en realidad. De haber logrado su propósito, el sector capitalista habría quedado prácticamente intacto y bajo control del estado” …Pero las cosas no saldrían así. Lenin y Trotski hubieron de enfrentarse a la oposición fanática de múltiples grupos, de los cuales los comunistas de izquierda eran los más vociferantes. Encabezados por Bujarin e integrado por una buena parte de la élite del partido, los comunistas de izquierda sufrieron una derrota humillante en Brest-Litovsk, pero siguieron operando como facción dentro del Partido Bolchevique y defendiendo su causa en las páginas de su órgano, el Kommunist. Creían que, desde octubre, Lenin y Trotski se estaban acomodando de una forma oportunista en el capitalismo y el imperialismo Lenin calificaba a los comunistas de izquierdas de utopistas y fantaseadores, víctimas de la enfermedad infantil del socialismo” (ibidem, 17434).

11. En su biografía sobre Lenin, Robert Service da cuenta de una comunicación muy reveladora de Lenin en este sentido. Dice el historiador británico: “Pero estando él mismo en problemas en 1902 por alabar a los narodniki rusos, Lenin no deseaba asociarse con un pensador que por décadas había sido notoriamente famoso por la regla de las técnicas amorales; y cuando Lenin lo mencionó a él en una correspondencia confidencial, como en la carta a Molotov en 1922, no se refiriere a Maquiavelo por su nombre pero sí como “uno de esos escritores en materia de política”. Maquiavelo, confió él a Molotov, ¨dijo correctamente que si era necesario recurrir a ciertos actos brutales por el bien de alcanzar ciertas metas políticas, ellas debían ser realizadas de la manera más enérgica y en el más breve tiempo posible porque las masas no tolerarán una prolongada aplicación de la violencia” (posición, 7119).

12. En La Nueva Política Económica y la tarea de los comités de instrucción pública, dice: “No debemos pretender el tránsito inmediato al comunismo. Debemos construir, estimulando el interés personal del campesinado. Se nos dice que estimular el interés personal del campesinado significa restaurar la propiedad privada. Pero no, jamás pusimos coto a la propiedad individual de los artículos de consumo y aperos con relación a los campesinos” (Informe presentado al II Congreso de los Comités de Instrucción Política, 22-10-1921, tomo 12, 77).

13. Lenin llega incluso a sugerir a los comunistas ingleses que debían estudiar con toda objetividad la opción de disolverse como partido y sumarse al partido laborista (dejando a un lado prejuicios acerca de la pérdida de la “pureza” ideológica) debido a los progresos políticos realizados por éste en su lucha contra el conservadurismo, gracias a la cual se estaba acercando, eventualmente, a la conquista del poder en un tiempo relativamente cercano (ibidem, p. 34).

14. “Las tareas culturales no pueden ser cumplidas con la misma rapidez que las tareas políticas y militares. Es preciso comprender que las tareas del avance no son hoy las mismas. En una época de agravamiento de la crisis se puede vencer en la esfera política en unas pocas semanas. En la guerra se puede vencer en unos cuantos meses; pero es imposible vencer en el mismo plazo en el terreno cultural, pues, por el fondo del mismo problema, en este terreno se necesita un plazo más largo, y hay que adaptarse a él, midiendo nuestro trabajo y dando pruebas de la mayor tenacidad, perseverancia y consecuencia” (La nueva política económica y las tareas de los comités de instrucción política, tomo 12, 80).

Fidel Canelón (Maturín, 1962) es politólogo egresado de la Universidad Central de Venezuela, posee una maestría en Ciencias Políticas por la Universidad Simón Bolívar y un doctorado en Ciencias Sociales por la UCV, de la cual es profesor titular en la Escuela de Estudios Internacionales. Entre sus publicaciones se encuentran: La Organización de Estados Americanos y sus retos (Instituto de Altos Estudios Diplomáticos Pedro Gual, 2000) en colaboración con otros autores; Ensayos de modernidad y posmodernidad (El perro y la rana, 2010) y Política de la Alteridad (Consejo de Desarrollo Científico y Humanístico-UCV, 2011).

0 Comentarios

Escribe un comentario

XHTML: Puedes utilizar estas etiquetas: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <s> <strike> <strong>