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Donde el mundo se olvida de sí. Las nuevas cartas náuticas de Adalber Salas

Por | 22 mayo 2022

Miguel Gomes reseña Nuevas cartas náuticas (Valencia, España: Pre-Textos, 2022), el más reciente trabajo del poeta Adalber Salas (Caracas, 1987), un autor que se ha posicionado en los últimos años en el rico escenario de la poesía venezolana y, al mismo tiempo, ha desarrollado un valioso trabajo que lo ubica en la actualidad como uno de los traductores más prestigiosos en lengua española del mercado internacional. Estas Nuevas cartas náuticas de Salas dialogan con un amplio conjunto de poetas y artistas venezolanos cuya obra reciente destaca su condición migrante: “Esa manera de organizarse como individuos expuestos a la transculturación –afirma Gomes–, al comercio material y mental con realidades distintas de aquella que asocian a su origen, se adivina en la concepción de una fluidez universal en la que la existencia y el arte de navegar convergen”.

Adalber Salas Hernández (Caracas, 1987) es uno de los poetas venezolanos de hoy de mayor proyección internacional, con una labor abundante y celebrada, en la que figuran títulos como Extranjero (2010), Suturas (2011), Heredar la tierra (2013), Salvoconducto (2015), Río en blanco (2016), [A Love Supreme]: Shakespeare: variaciones (2018), La ciencia de las despedidas (2018) e Isolario (2019). Como en el caso de otros compatriotas, en su escritura de una u otra manera la introspección sufre los embates constantes de vivencias nacionales que en el siglo XXI han sido duras, poniendo a prueba la capacidad de resistencia y autorreconocimiento tanto individual como colectiva. Desde Salvoconducto, no obstante, podría argumentarse que se ha producido un vuelco notable en el modo de aproximarse a la realidad elegido por Salas: lo que antes era un intento de rescatar la experiencia íntima en medio de un horizonte social pródigo en deterioro, colapsos y violencia comienza a traducirse en un ajuste de cuentas simultáneo con el lenguaje en general y con la tradición literaria en particular. Nuevas cartas náuticas (Valencia, España: Pre-Textos, 2022), desde ese punto de vista, constituye una de sus colecciones más logradas.

Llamarla “colección” requiere acotaciones, porque estamos ante un proyecto unitario, no un agregado casual u antológico de textos. Hay un elemento común en su plano más externo: el mar o la navegación como temas; un repaso archivológico de cómo los han abordado la literatura y ciertos discursos testimoniales que a lo largo de los siglos han rondado los imaginarios letrados. Isolario, la entrega previa de Salas, hacía algo similar con el motivo de las islas, aunque a menor escala y con una restricción formal muy distinta, consecuente con el uso del poema en prosa. La mención viene al caso porque, en efecto, la otra fuente de unidad de Nueva cartas náuticas tiene que ver con la expresión, pero por una ruta contraria: una fidelidad a lo proteico análoga a las conductas del mar. Esa paradójica cohesión nos depara, a su vez, una subjetividad inestable en diálogo con identidades colectivas también en plena crisis y transformación.

En lo que atañe a sus aspectos más visibles, el volumen se presenta como un recorrido por autores clásicos o modernos, occidentales o no; una miscelánea que, gracias a alusiones, citas, traducciones, paráfrasis o parodias, incluye a escritores tan variados como Mark Twain, Isidoro de Sevilla, Plinio el viejo, Pero Vaz Caminha, Pigafetta, Coleridge, Virgilio, Camões, Patrick Lafcadio Hearn, Olaudah Equiano o Amiano Marcelino. A la par de poemas líricos, épicos o tragedias, encontraremos manuales, tratados, crónicas, noticias, documentos jurídicos o transcripciones y glosas de mitos amerindios. Puntúan y esporádicamente encauzan el agitado desorden una serie de poemas que tienen en común el uso de materiales extraídos de las Tristia de Ovidio, antiguas artes de marear y guiños a la noción freudiana de lo inquietante (das Unheimliche). Esa heterogeneidad nos prepara para lo que creo decisivo: la proyección del abigarramiento en la esfera verbal.

El primer poema y el último tienen en común la concentración en el hecho lingüístico, reflexiones sobre vocabulario griego relacionado con el mar que serían ensayísticas de no vacilar entre el párrafo y la estrofa, con versículos que respiran sin patrones fijos, confundidos ocasionalmente con la prosa, lo cual nos impide instalarnos en la expectativa de un solo género. Allí se desata el vaivén entre categorías de todo tipo tanto en el texto como en nuestra recepción. El léxico marino se vincula al extrañamiento ―“El mar se dice mejor en palabras que no son nuestras” (p. 14)― y, hacia el final, a partir de una cita del Agamenón de Esquilo ―“el mar entero, ¿quién lo podrá agotar?”―, lleva al sujeto lírico a concluir que su objeto “es siempre un nombre extranjero” bajo el cual nos aguarda un “imperio ciego” (p. 136). La equiparación de mar y lenguaje, en especial el aún intocado por la razón, nos anuncia un comercio entre los contenidos de la conciencia y lo que está más allá de ella, un umbral donde ninguna idea, emoción o forma es claramente distinguible o inmóvil.

¿Cómo se observa en el lenguaje de Salas la fluidez a la que me refiero? Los estados liminares son un asunto de la escritura. En numerosos pasajes se evocan, por ejemplo, los indecisos confines entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Así acontece en LXVIII, inspirado por la descripción del Festival de los Muertos que hace Lafcadio Hearn en Glimpses of an Unfamiliar Japan:

“luego de que las naves de las almas son abandonadas a la marea, nadie se atreve a entrar al mar. No puede alquilarse bote alguno, todos los pescadores permanecen en casa. Pues ese día el mar es el camino de los muertos, que deben pasar por sus aguas hasta su morada oculta. Ese día se le llama la Marea de los Espíritus que Regresan” (p. 104).

Y ocurre en LXXI, en esta oportunidad refiriéndose a la excavación de reliquias célticas en Irlanda, posibles ofrendas a Manannán, dios “encargado de llevar a los muertos al inframundo, donde toda agua tiene su raíz amarga. Quizás por ello el barco de oro breve dedicado a él / terminó bajo la tierra, como sembrado” (p. 110). También los egipcios del Imperio Medio, en LXXIII, dejaron representaciones “de las barcas que habrían de llevarlos al inframundo. Allí serían juzgados por sus virtudes, por su pericia como navegantes y por su destreza para flotar sobre las aguas / como plumas” (p. 113). Y en el caso de los waraos del delta del Orinoco y las islas cercanas, “Las barcas responsables de llevar y traer a los vivos de la montaña sagrada / eran las mismas que servían a los muertos para alejarse. / Entre este mundo y el próximo, apenas una frontera de madera tallada, curada con fuego” (p. 114). En el último tercio del libro se despliega ese motivo a sus anchas, correlato de la estructura circular que antes he traído a colación: tal como el primer poema y el último coinciden en sus meditaciones griegas sobre el mar y el lenguaje, el cosmos se manifiesta en ciclos de vida y muerte.

De índole semejante es el arrobo por lo monstruoso. El poema XVI puede darnos de inmediato un indicio de por qué:

“Los mascarones de proa, concebidos para devolver la vida al barco. O incluso para situarlo en un reino híbrido,

funámbulo entre lo animado y lo inanimado,

haciendo de él una criatura quimérica, un monstruo sometido por el ser humano.

(¿Y acaso no es necesario un monstruo para domeñar el océano?)” (p. 33).

Conviene notar que tales híbridos se vinculan a lo abyecto: “Estuve allí cuando el monstruo ya había empezado a oler. El hedor era casi insoportable […]. // Su esqueleto recuerda al nuestro, pero inmenso, desquiciado” (p. 77). La abyección surge, como lo asevera Julia Kristeva en Pouvoirs de l’horreur. Essai sur l’abjection (1980), cuando un individuo descubre, entre sensaciones corporales ominosas, que se derrumban las distinciones entre su identidad y lo que a ella se opone. De principio a fin, Salas nos depara transgresiones que generan a la vez horror y éxtasis:

“Las profundidades mismas se pudrían:
sargazos rodeaban el casco y era
como si murmuraran

y sobre el mar viscoso
se arrastraban cosas de patas enclenques.

Esperábamos la lluvia
como quien espera
un enjambre de moscas blandas” (p. 37).

Al respecto, ha de resaltarse que las descripciones del entorno marino no distan de las visiones neoexpresionistas del día a día venezolano que encontramos en varios poemarios suyos: por más ausente que pueda parecer ese registro político o social en el caso de Nuevas cartas náuticas, sospecho que podría alegarse la acción de un mecanismo de defensa en el que el inconsciente textual recurre a los desplazamientos.

Antes de ir a fondo en esa faceta del libro, sin embargo, cabe apuntar que las muestras de liminaridad no se agotan en lo anterior. El lenguaje mismo con que se discurre sobre híbridos y monstruos está imbuido de hibridez y monstruosidad. Cuando señalaba en renglones previos el fluctuar entre la prosa y el verso planteaba ya ese rasgo de la escritura, que abre las puertas para que las lecturas propias del poema, el microcuento, el aforismo, el ensayo, la crónica, el reportaje y otros géneros se entrecrucen en nuestra recepción. Sobre el traslape de lo contemporáneo y lo antiguo que no solo afecta a las materias sino a la expresión, podría argumentarse otro tanto. Un poema como el IV, “Nil non mortale tenemos”, puede pasar de la remisión a Ovidio a la modernidad más casera: “El canto requiere de quien lo escribe / ocio y soledad. Una mesa que no / resbale por la habitación, un buen café / o algo más fuerte, una lámpara de luz / robusta / ―y yo a los mares, a los vientos, / al invierno salvaje / he sido arrojado” (p. 17). Otra composición puede, rememorando un episodio de la Eneida, jugar al franco anacronismo: “Que cuando abrieron los ojos / el piloto ya no estaba, ni el motor, / ni el teléfono satelital con el que debía pedir / auxilio a los barcos sordos” (p. 52). A esos contrastes se agregan los experimentos con lenguas mixtas, que mucho recuerdan las viejas prácticas trovadorescas ―piénsese en Cerverí de Girona, Bonifaci Calvo o Raimbaut de Vaqueiras, quienes alternaron en una misma canción estrofas en distintos idiomas de prestigio poético como el occitano, el galaicoportugués y el francés, con fusiones de estos―; también, ya en las postrimerías de la Edad Media, el “Fata la parte” de Juan de Encina, escrito en el italiano cimarrón de los españoles en la bota; o el auge de la poesía macarrónica quinientista, en la estela del Liber de Teofilo Folengo. Salas nos ofrece, de hecho, una composición en portugués del Renacimiento acudiendo al ready made lírico, del cual Oswald de Andrade fue un temprano maestro, extrayendo poemas de documentos de exploradores y obras historiográficas, tradición que con variantes continuaron, a fines del siglo XX, Pedro Lastra y Blanca Strepponi. En el caso de Salas se trata, más bien, de un libro sobre artes náuticas, el Tratado em defensam da carta de marear (1539) de Pedro Nunes, cosmógrafo y matemático del siglo XVI, del que se toma la sentencia más inquietante alojada en Nuevas cartas náuticas: “Do qual se segue / que os lugares ficam / situados onde nam estam” (p. 43). En otras oportunidades el español convive libremente con el catalán, siguiendo las sinuosidades del Atlas de Abraham Cresques: “En la mar india / en la qual son pescades les perles / ay illes molt riches” (p. 87); o, igualmente, convive con el latín en una desvergonzada macarronea: “Inter aullido y temblor de venti. / Nescit, a qué imperio obedecen, unda maris” (p. 44).

Siendo Salas, en las dos últimas décadas, uno de los mejores traductores de poesía en el ámbito hispánico, y habiendo incorporado antes esa tarea a su propia lírica ―como se advierte en [A Love Supreme], comunión lúdica con la voz de Shakespeare―, no ha de sorprendernos que su nuevo libro se valga de la transcreación. Una pieza fundamental en ese sentido es la XXXIII, “El mar: un catálogo”, donde frases de Os Lusíadas, vertidas al español en cursivas, se expanden con libertad, no sometidos a otra disciplina que la de la imaginación, hasta conducirnos a un torrente verbal onírico como el recomendado por André Breton (la coulée de sus manifiestos):

Los secretos de la tierra inmensa y el mar no navegado
donde abrevan aves dibujadas
a lo lejos
como por una mano torpe

donde las anémonas meditan su vida oscilante
y se fundan selvas calcáreas

donde las ballenas suspendidas
como planetas pausados
cantando

donde los peces insomnes
y el borde serrado de las algas
y los dientes y el cartílago
y las vértebras tercas” (p. 62).

De la distonía a la acumulación de géneros o materiales culturales eclécticos, sin omitir la franca heteroglosia o la práctica del pastiche, el signo de estas Nuevas cartas náuticas es el de lo diverso en el seno de una cosmovisión donde nada parece tener asidero firme. Podríamos entenderlo como otra muestra de una fase de iniciación que muchos escritores venezolanos experimentan hoy, cuando la desolada realidad de su país los ha impulsado a buscar refugio en el exterior, con el necesario esfuerzo de reinvención que eso supone. Acaso por ese motivo el espinazo de un libro tan misceláneo lo constituya la serie de poemas dispersos que giran alrededor de frases o versos tomados de la poesía ovidiana del destierro. En ellos se enfatiza el progresivo temor a una pérdida de identidad y, específicamente, a una enajenación comunicativa, siendo el LXXXVII, “Vestigia linguæ”, el más doloroso y explícito:

“Escribiré este poema de nuevo,
dentro de muchos siglos.
Lo escribiré cuando,
de tanto haber muerto,
haya empezado a vivir otra vez.
Lo escribiré en una lengua bárbara,
helada,
una lengua que se hable
bajo las estrellas secas del norte.
Volveré a ser exiliado
por el césar de turno,
de nuevo terminaré
mis días en el extremo
donde el mundo se olvida de sí mismo” (p. 135).

Además de la evidente traducción política de la pieza que los lectores en el contexto actual pueden hacer, conviene subrayar la apertura hermenéutica que el último de los versos citados propicia y le es más fiel al proyecto de Salas en general, porque no estamos, de ninguna manera, ante una poesía tendenciosa o plañidera acerca del colapso de un país. El “olvido de sí” que se evoca, el ser impreciso página tras página dibujado, refleja las transiciones ontológicas de una colectividad, sin duda: el número de emigrantes, exiliados y refugiados venezolanos es uno de los mayores del hemisferio en lo que va del siglo XXI, a lo que se añade que la cultura del país se descentraliza con colonias en el exterior cuyos productos son abundantes y de alcances internacionales. Pero, con más fuerza, lo que se capta es una subjetividad nueva que emerge entre artistas e intelectuales en circunstancia de extranjería, como sucede con Salas desde hace años. Esa manera de organizarse como individuos expuestos a la transculturación, al comercio material y mental con realidades distintas de aquella que asocian a su origen, se adivina en la concepción de una fluidez universal en la que la existencia y el arte de navegar convergen.

Similar me parece la tropología dominante en el quehacer de otros poetas venezolanos. Adriático (2021), de Gina Saraceni se entrega también a un minucioso inventario de mares y playas mientras medita en las migraciones múltiples y transgeneracionales en las que Venezuela ha estado implicada. En Cosmonauta (2020), de Enza García Arreaza las travesías se escenifican por igual en las palabras, los géneros, las distintas artes, la intimidad de sus hablantes y el vasto espacio sideral. El poeta ficticio de Arturo Gutiérrez Plaza en El cangrejo ermitaño (2020) vive a orillas del mar del lenguaje, transformado en criatura de domicilio errante. Apartándonos un poco de la condición migratoria estricta, pero sin descartar que en el suelo del país abunda la sensación de pérdida de un hogar, la fascinación de Edda Armas por el motivo de las nubes, tal como se transparenta en la antología de poesía hispanoamericana que publica en 2019 con la editorial Pre-Textos, insinúa no menos el atento interés que lo maleable e inconstante despierta en su cosmovisión. Numerosos libros de Blanca Strepponi o Igor Barreto que apuestan por la intermedialidad o la transmedialidad comparten esa estética de los umbrales o la inconstancia. Paisajeno (2011), de Willy McKey se erigió como un modelo extremo en ese sentido, atando historia personal e historia nacional a una escritura en busca de forma. En su estela, sin el vértigo performático, ha seguido Welserland (2021), de Víctor Manuel Pinto. Diversas acciones poéticas de los últimos lustros, como Necromenaje a la containerfilia (2010) de McKey, Santiago Acosta y Andrés González Camino, han llegado incluso a desentenderse del vehículo libresco para invocar con más libertad los vacíos del ser. Un ser que, para retomar la imaginería marina de Adalber Salas, parece sobrevivir a un enorme naufragio boyando a la espera de nuevas tierras o naves que lo acojan.

No estamos, con todo, ante una supervivencia patética: el brío mercurial con que los poetas se entregan a lo mutante o movedizo nos habla asimismo de un gozo incontenible, aquel de quienes amplían los mapas y descubren que existir es aprender a flotar.

©Trópico Absoluto

Miguel Gomes (Caracas, 1964), estudió literatura en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad de Coimbra. Doctor en literatura por la Stony Brook University, New York. Board of Trustees Distinguished Professor de la Universidad de Connecticut, donde enseña desde 1993. Miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Connecticut y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Posee una amplia obra narrativa. Entre sus libros de crítica se cuentan: Los géneros literarios en Hispanoamérica (Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 1999) y La realidad y el valor estético: configuraciones del poder en el ensayo hispanoamericano (Caracas: Editorial Equinoccio, 2010).

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