Testigos del futuro
Miguel Angel Campos (Motatán, 1955) nos ofrece un ensayo que repasa el famoso diario de Ana Frank, y lo vincula con el volumen Exilio a la vida. Sobrevivientes judíos de la Shoá, editado por la Asociación Israelita de Venezuela entre 2008 y 2010. Campos se interesa por el parsimonioso ejercicio de adaptación a las políticas de persecución y exterminio, en unas figuras cuyo destino parecía estar inexorablemente marcado: “Obraban como si se tratara de un litigio de derechos civiles. Era un genocidio, pero todo parecía ayudar al malentendido (...). Pienso en cómo esta suficiencia tiene hoy en Venezuela un eco siniestro.”
El 6 de junio, día del desembarco de Normandía, Ana Frank escribe en su diario: “El anexo es un volcán en erupción. ¿Se acerca de verdad esa libertad largamente suspirada?” La liberación llegaría para ella en un lento suspiro de agonía, ocho meses después, en el campo de concentración de Bergen-Belsen. El 4 de agosto (1944) la Gestapo irrumpe en el anexo y arresta a todos sus huéspedes: la familia de Ana, compuesta por sus padres y la hermana mayor, otra familia, los Van Daan, padres y un hijo, y Albert Dussel —Pfeffer es su verdadero apellido, Ana lo sustituye en el diario por este apodo: bufón, en alemán—, un dentista amigo incorporado al refugio cuatro meses después. Habían vivido en aquella ratonera desde el 6 de julio de 1942: 25 meses menos dos días. La reclusión de aquel grupo no debía ser un hecho excepcional, se estima que en Amsterdem unos 25 mil judíos dejaron sus casas y se recluyeron. De esos, unos ocho mil fueron apresados o descubiertos. Se estima que unos 15 mil regresaron, de acuerdo a los datos que aporta Mirjam Pressler en su libro ¿Quién era Ana Frank? (Barcelona: Muchnik Editores, 2001). Arriados a los crematorios, debieron acudir a los mas desesperados recursos para eludir las convocatorias y así una muerte segura.
Aquí asoma una arista de la discusión que expone la pasividad, y hasta la incredulidad, como un cargo. Ellos debieron defenderse, arguye Bruno Bettelheim (Sobrevivir, 1952) y no entregarse como corderos, la frase es suya. Pero fueron adaptándose a las carencias, a todo cuanto se les quitaba, intentaron vivir con lo mínimo sin entender que no se trataba de una crisis política o de intolerancia, sino de un proyecto genocida. Ese cargo de conformismo parece recordarlo Pressler (“¿Que no se puede sentar uno en el banco del parque? Lástima, pero también se puede vivir sin eso”). Raul Hilberg (La destrucción de los judíos de Europa, 1961) va un poco más allá en esos cargos, ya un tópico en los estudios del Holocausto. Él mismo es un sobreviviente y ha insistido en cómo los representantes de los sectores judíos más vinculados a la vida pública alemana fueron promotores del cumplimento de una normativas y leyes en una fase avanzada de la segregación. Cuando el Partido Nacionalsocialista arrasa en las elecciones municipales de marzo de 1933, desplazando al Alcalde judío, Ludwig Landmann, no eran una comunidad segregada. Pero en vísperas del primer boicot, ellos siguen fiándose a plenitud del Estado de derecho: “Nada podrá robarnos los mil años que nos unen a nuestra patria, Alemania, ni habrá peligro de que nos arrebaten la fe que heredamos de nuestros padres. Hemos de defender nuestra causa con prudencia y dignidad.” Obraban como si se tratara de un litigio de derechos civiles. Era un genocidio, pero todo parecía ayudar al malentendido, incluyendo el optimista prospecto inmediato, la República de Weimar. Pienso en como esta suficiencia tiene hoy en Venezuela un eco siniestro. Su libro, La destrucción de los judíos europeos (1961), está lejos de pretender ser un argumento conciliador. Ante la llamarada que los arrasaría, ellos, sostiene Hilberg, insistieron en la creencia de una legalidad, ésta les había garantizado un orden de gestión y ascenso económico, al punto de entregarse al fetichismo del Estado industrial ignorando la remodelación del poder y sus efectos concluyentes en una fecha ya avanzada como “la noche de los cristales rotos” (9-10 de noviembre de 1938). El bienestar no podía sino engendrar una expectación donde no había cabida para la incredulidad.
Buscando en las razones últimas de una inmovilidad, y en un ejercicio de comprobación del instinto, Bettelheim hace una observación perturbadora: los Frank se aprovisionan de todo lo necesario cuando se mudan al Anexo. Desde alimentos y medicinas hasta objetos del diario confort, libros y adminículos. Pero inexplicablemente, el inventario no incluye ningún arma u objeto de defensa. (“Sin embargo, vemos en el Diario de Ana Frank que lo que más deseaba la familia Frank era seguir viviendo del modo más parecido a como lo hacía en tiempos más felices.”) Un arma de fuego hubiera detenido a los asaltantes durante unos instantes cruciales y una buena parte de los refugiados habría podido alcanzar la calle. Como si la certidumbre de la vida prometida desplazara los instintos, así se insistía en una normalidad en crisis, cuando en realidad enfrentaban una fase burocrática del genocidio. “La actitud de la familia Frank, la creencia de que la vida podía seguir su curso igual que antes, puede que fuese la causa de su destrucción”. La insistencia en esconderse en grupo cuando esto aumentaba los riesgos: el anexo tenía un solo acceso, era una ratonera, el señor Frank dedicaba el tiempo a enseñar a sus hijas asignaturas escolares en vez de un plan de huida, estas y otras elecciones como hábitos mortales son señalados por Bettelheim en su determinación de identificar una pulsión cuyas consecuencias se revertían. La persistencia de unas costumbres, la glorificación de la vida privada en medio de la destrucción de lo público. “Los judíos que se sometieron pasivamente a la persecución nazi llegaron a depender de procesos mentales primitivos e infantiles: espejismos e indiferencia ante la posibilidad de la muerte”. En definitiva, este autor disiente de la admiración por la resistencia pasiva y considera un error una manera de protección y defensa de la vida que se confía al ajuste de una alteridad pública, no es resiliencia, diría, sino la pérdida del sentido de sobrevivencia. La revisión, toda una disidencia, está desarrollada en su ensayo La lección ignorada de Ana Frank (1960). Sus argumentos quieren ser prácticos pero nunca policiales, va a buscar razones (y explicaciones) en la vida social de los judíos de Europa occidental durante esa primera mitad del siglo XX. Encuentra una asunción errónea de la diáspora: prósperas comunidades en una integración complaciente. Disolución del sentido de riesgo en un horizonte de progreso, así el escepticismo engendró el conformismo y de allí el espejismo mortal. Ante la dureza de sus hallazgos, Bettelheim se siente obligado a un deslinde donde caben otros espectadores: “Mis críticas no van dirigidas a la actuación de los Frank, sino a la admiración universal que ha despertado su forma de afrontar los hechos o, mejor, de no afrontarlos”.
Obraban como si se tratara de un litigio de derechos civiles. Era un genocidio, pero todo parecía ayudar al malentendido (…). Pienso en cómo esta suficiencia tiene hoy en Venezuela un eco siniestro.
Queda una lección: a medida que cedemos no estamos templando nuestra resistencia, sino ajustándonos a una hostilidad que reduce nuestra idea del confort y, por último, nos aniquila. Si hoy esto parece tener sentido, nunca como en el caso de Venezuela. Sería preciso recordar, y contra ese cargo de conformismo, como esos judíos no eran una minoría extraña en los países donde vivían, se trataba de ciudadanos ordinarios, arraigados en una comunidad, actores de su sociedad. De pronto se vieron destituidos de sus derechos, estigmatizados y señalados en un juicio sumario, si el resto de los habitantes no reaccionó ante las primeras muestras de intolerancia ha debido alarmarlos, pero aquella indiferencia funcionó como un acto de segregación. El plan de exterminio del nazismo obraba así como la ejecución del dictamen de aquel juicio. Si las SS alentaban la discriminación en una clasificación donde la población asumía sus distinciones sin mayores protestas y mientras una parte de ella era segregada, estaríamos en presencia de una razzia silenciosa practicada desde el mismo tejido social, y no tanto desde una maquinaria totalitaria.
Se admite la cifra de unos 6 millones como sensata para censar a quienes fueron víctimas tanto de la cámara de gas como de los maltratos, las enfermedades y las ejecuciones compulsivas. Si la Unión Soviética, país beligerante, perdió entre 20 y 22 millones de ciudadanos, y el Reino Unido, también beligerante, alrededor de medio millón, entre soldados y civiles, se comprende entonces que para los judíos aquello tuvo rasgos de razzia planetaria. En todas las ciudades populosas de Europa oriental empieza con políticas de control urbano y requisición, antes de “La noche de los cristales rotos”, y desde este momento adquiere su sentido público predatorio. Lo que distingue la tragedia del Anexo secreto, en una comunidad donde familias enteras, grupos y pequeñas sociedades desaparecían sin estrépito, lo que la hace excepcional en su convencional sufrimiento, es la existencia de un testimonio escrito, relación cotidiana de los 25 meses, la guerra vista desde adentro, en la inmovilidad de quienes reproducen una rutina creyendo que basta llegar intacto al final del túnel. Ese documento nos ha legado una experiencia de agonía y tensión, pero sobre todo representa una situación límite, la lucha por no descender más allá de la degradación física. En esa convivencia lacerante el grupo se enfrenta a las consecuencias de la exasperación psíquica y el desgaste mental, en un estiramiento sin margen. El testimonio resulta así la crónica de un experimento imposible, en él tanto el interés sociológico como el psiquiátrico son evidentes. En conjunto la proeza resulta una síntesis de las posibilidades de salvación cuando estamos al borde del abismo, nada más. Si Ana no hubiera llevado su diario, todo descansaría en el recuerdo del padre, como todo lo demás está en el registro anónimo de los sobrevivientes, muchos de los cuales han hablado desde el amparo, y en el no tan fiable rigor de la vejez. El Diario tiene su primer asiento el 14 de junio, dos días después de haber cumplido 13 años, aún disfruta Ana de su habitación solariega en la casa del centro de Ámsterdam. Aunque ya para esa fecha los judíos estaban siendo confinados a determinadas áreas de la ciudad y debían regresar a sus hogares a horas más tempranas. Holanda recibió desde mediado de los treinta la más importante cuota de inmigrantes, sobre todo de Alemania y Austria, pero había exigencias para esta oleada, debían garantizarse no solo su manutención, también aportar a la economía en términos casi institucionales. El campo de Westerbork, escala de quienes serían destinados después a Auschwitz, y donde recalaron los apresados del Anexo, es resultado de un acuerdo entre organizaciones judías y el gobierno tras el flujo desatado por “la noche de los cristales rotos”. Fue construido íntegramente con fondos judíos para albergar a los beneficiarios de unas ocho mil peticiones de asilo.
En la fuga precipitada ya se anuncia la condición y el criterio que le permitirán a la niña sorprendida comportarse con el ánimo inquisitivo, y nada conformista, que la distinguiría. Observar con la agudeza de una madurez que no llegaría. Al desechar algunas cosas de utilidad puramente funcional anota: “No lo lamento, porque me interesan más los recuerdos que los vestidos”. Estas líneas han sido resaltadas en la edición crítica del Diario. Aquí vuelve Pressler sobre la objeción capciosa que siempre se ha hecho sobre la autenticidad del documento. Ella no cree que eso sea de la mano de Ana, duda de la gravedad de la niña valorando qué llevarse y qué dejar. Y es una duda resplandeciente, pues sirve solo para enmarcar la compleja expectación de Ana en los días centrales de la reclusión, y donde la autora descubre, en una sólida exégesis, el extremo de la relación de Ana con Peter: un orgasmo sin penetración. Más que sorprendernos, nos conmueven las hondas, abismales observaciones que quieren situar la personalidad de los otros, inclinada como sobre un espejo de agua que tiembla, interroga las sutiles relaciones del grupo. Pressler ha mostrado como el diario es una relación de los habitantes en medio de su rutina, pero no sólo están descritos sino calificados, evaluados respecto a la perspectiva inmediata, en razón de cómo inciden en el equilibrio del grupo. Ana está convencida de que saldrá de allí, y para hacerlo sin desgastes mortales está decidida a combatir la banalidad; incisiva, propicia unas respuestas que la sustraigan de su encierro inmediato. Se hace elocuente para sí, o se imagina adonde podría llevarla la opresión. “Un día me volveré vándala y haré trizas ese volumen innoble”, se trata de un compendio de álgebra. Si da cuenta de las crisis de los adultos, procura darle un sentido antes que justificar. “Capitulación de Dussel. Gran amistad entre éste y la señora Van Daan, flirt, besitos y sonrisas de miel, Dussel tiene necesidad de mujer.” En el Anexo Ana descubre que no desea ser como el resto de las mujeres, evalúa a su madre y a la señora Van Daan: son amas de casa. Puede llegar a ser dura en su juicio de unas mujeres sometidas por los límites de su educación, pero quizás sin darse cuenta Ana está describiendo el fondo de una agonía sin espectáculo, no hace concesiones, se niega a exaltar lo minúsculo, y conformarse con lo poco o nada, y así está en las antípodas del criticado entreguismo de los judíos que no se defendieron. “Tal vez su crueldad formara parte de sus dotes de observación, de esa capacidad que tenía de concentrarse en lo esencial”, dice Presler. Pero esa crueldad llega a ser un acuerdo del grupo frente a Dussel (Pfeffer), este hombre pudo encarnar a los ojos de todos el fracaso y la carencia de virtudes y en una acción de transferencia lo condenan. Ana, la cruel, es la encargada de redactar esa sentencia. “La opinión que tengo de Dussel baja cada día más y ya llega a menos de cero. Lo que dice sobre política, historia, geografía o cualquier otro tema es de una estupidez tal que no me atrevo a repetirlo”. No era solo un tonto, debía descubrirse en él otras señales, y así quedará calificado para el sacrificio: días antes se lo había descubierto escondiendo comida —en esa oportunidad fue cargado de denuestos (avaricioso, intrigante, violador de las reglas). Queda así identificado y listo para acordarse su condición de infecto: “Sin duda se convirtió en el chivo expiatorio de los reclusos”, observa Pressler. De esta manera el rito es concluido en la intimidad de unos convencidos que necesitan seguir rigiéndose por una moral drástica, del mismo tenor de sus recursos salvacionistas.
La determinación de Ana de escribir, de ser periodista, no es algo verificado como una vocación, no es la diversión derivada del hallazgo de una habilidad. Llega a adquirir conciencia del impacto del testimonio bajo el cual se esconde, se articula una indagación, intuye a ratos que está ejecutando una tarea de completación, prolongando lo real en una dimensión huidiza pero cierta, la escritura se le hace una presencia. “Aquí yo soy mi solo crítico, y el más severo, quienes no escriben desconocen lo que es esa maravilla.” La escritura es en ella un instrumento de fijación, hay conciencia de su efecto ordenador —de unos momentos fuera de la suma—, pero es más rotunda la del autoreconocimiento. De la consignación de datos y la rutina del día, el estilo deriva hacia la contemplación y el juicio, manera de aforismos donde la urgencia del objeto ha desaparecido, roza el núcleo de conflictos impersonales, y esto es sin duda inusual en una jovencita que ha estado haciendo balance de su pubertad. Esa observación de los hombres que tienen una religión que les permite descubrir lo sobrenatural como una ventura, es un salto que sitúa la felicidad en un grado superior de complejización —Pressler la rescata de la edición crítica, en un afán de dar con un hallazgo formal de Dios en la percepción de Ana. Pero parece reprobarle lo que considera falta de humildad. “Lo que sí me resulta más difícil de aceptar es el tono presuntuoso con que enuncia sus proyectos de vida.” Es este un cargo casi moral, no se repara en cómo esa exigencia de un futuro singular está en el centro de la expectación del diario, sin ella este sería una anodina bitácora. No hay en sus relaciones subordinación al tiempo del conflicto, está convencida de que habrá un mañana, la naturalidad con que aborda delicadas explicaciones de los cambios que ocurren en su femineidad, jalonadas de una sexualidad contenida pero interrogada, recuerda más bien a una adolescente ensimismada en la plenitud de su seguro hogar. “Por las noche, siento a veces la necesidad inexplicable de tocarme los senos, sintiendo entonces la calma de los latidos regulares y seguros de mi corazón.” Mientras los otros, aun en los ratos de humor, anhelan lo que han dejado atrás, ella aspira a ser otra, a rescatarse a sí misma para salir de allí convertida en una mujer a la que un horizonte se le ha revelado. Orgullosa de lo que la adversidad le ha mostrado, se siente apta para estar más allá del terror. “La naturaleza me hace humilde y me preparo para soportar todos los golpes con valor.” Debemos entender que a la agudeza se suma la intuición, ya no se hace ilusiones y en múltiples pasajes deja entrever su pesimismo. El Diario se cierra con una frase impresionante, donde ya no hay signos de urgencias: “Aquella a quien no se oye solloza en mí.” Tras la parada en Westerbork, el grupo es traslado a Auschwitz, dos meses después del desembarco de Normandía, cuando el curso de la guerra estaba decidido. En marzo de 1945 Ana moría en Bergen-Belsen, “emaciada, con la cara hundida y los ojos desmesuradamente abiertos”, según el testimonio de una compañera del campo.
De haber sobrevivido al Holocausto, cómo sería la imagen de Ana Frank —periodista en escorzo y dada a los discursos del futuro— que encontraríamos en páginas de testimonio como las de ese libro, Exilio a la vida. Sobrevivientes judíos de la Shoá. Testimonios en Venezuela (Caracas: Sociedad Israelita de Venezuela, 3 volúmenes, 2008-10), coordinado por Jacqueline Goldberg. Ana Frank parece estar haciendo la lista de tareas que otros incorporarán a la continuidad de sus vidas, su Diario es una exploración del tiempo que debía construir sobre las ruinas, pero nosotros tal vez lo leamos como la interrogación de un presente denunciado. En paralelo al Diario escribía historias, ficciones que ella procuraba no contaminar con la experiencia del encierro, aunque debemos suponer que esta asepsia no era total (Historias y relatos de la casa de atrás, 1982). De ellos dice Pressler: “Sus relatos puramente ficticios son más bien disímiles y difusos.” Su proyecto era publicar una especie de novela con aquellas viñetas, y espera que los diarios le sirvan de insumo (anotación del 11 de mayo, 1944). Y sin embargo, se trata no solo de dos clases de escritura, los objetivos también son distintos, y no se encuentran; el diario (o los diarios, pues en realidad son varios cuadernos, hojas sueltas, con saltos, y falta al menos uno) se le convierte en un instrumento de exploración efectivo, desde la observación hasta la consignación inmediata de juicios. Funciona como una herramienta forense, clínica. Cuando el grupo dirige la atención sobre el diario —todos sabían que lo escribía—, a raíz del discurso del ministro holandés en el exilio, animando a consignar las memorias de la guerra, Ana parece tomar conciencia por primera vez del carácter de documento de sus anotaciones. “Pero apenas diez años después de acabada la guerra, parecerá de otro mundo lo que se cuenta aquí, el modo en que los judíos hemos vivido, comido y conversado” —es clara la voluntad de distanciar aquella escritura del realismo, concede la acción de utilidad, de la voz que observa y hablará por los demás, pero retiene el secreto destino que la escritora ha descubierto. No resulta sino desoladora la convicción del padre, que concluye en una voluntad mutiladora cuando éste decide publicar el Diario, en 1947. El texto es expurgado y desaparecen todas las referencias y desarrollos de carácter íntimo, alusiones incómodas a personas y todo cuanto no sea de interés histórico. Creyendo proteger la memoria de su hija incurría en una deslealtad de proporciones, despojado de aquellas valoraciones y juicios donde la adolescente se ha encontrado con un mundo revelador. No fue sino hasta 1988, cuando se dio a la luz la edición crítica y se incluye el texto original completo y el resto de los manuscritos sueltos.
Desde su agonía ella habló sobre los otros, aquellos que vivirían ya no para contar sino para prolongar unas vidas de exilio: salidas del horror, deshechas y rehechas. Y sin embargo, cuando nos encontramos testimonios como el de este grupo de judíos venezolanos, que vivieron para denostar el crimen, nos damos cuenta que en el Diario no hay acusaciones, es la percepción de una vida colapsando sin vociferar, observándose. Y en eso se parece más a la actitud de una Hannah Arendt –despersonalizar la conmoción– que a la militancia de un Primo Leví. Los recuerdos de este nutrido grupo de sobrevivientes anclados en Venezuela componen una relación del holocausto desde la intimidad de sus actores, la mirada de los aterrados apenas fija aquello que los mantiene vivos, y esos instantes se convierten en suma de todo lo previo, y desde allí la milagrosa salvación, volver a empezar. En este libro las señoras lucen sus mejores atavíos, cuando escribo la mitad habrá muerto ya de verdad, reunidas como en un aniversario en un té canasta del club reviven el pasado para contarlo, y también para adornarlo. La mayoría son pura gratitud y faltan páginas para su cháchara, otros son parcos desde una mínima vanidad: alcanzar la ancianidad con decoro. De alguna manera, largo vivir para poco comprender, desde la sola persistencia, envejecer apenas con la satisfacción de haber sido perdonados, menos que eso: salvados. Ellos son como el antidiario de Ana Frank, vivieron para alcanzar una orilla y realizar todo aquello negado por Ana, cuanto Ana ha mirado con desdén. El Diario es el encierro sin opresión y no solo porque desde él se avanza sobre un futuro que no se subordina a los límites de la guerra, al cerco nazi, sino porque la rutina parece no dejar espacio para la angustia. En cambio, estas voces de los judíos avecindados en Venezuela claman desde una manera de incertidumbre: la liberación conclusa en una larga vida de imágenes rotas.
La simpar señora Lila Mittler observa el crimen de una hermosa joven, su cabello desparramado en medio del charco de sangre, hace el recuento de otros y ella misma ha permanecido en un escondite como Ana, la suya es tal vez una relación donde la desventura adquiere la donosura del rechazo de la muerte y la exaltación de un renacer. El trozo de pan mordido y el café aún tibio que las SS encuentran en la cocina de un apartamento de Viena es una escena que no alcanza a moldear una historia, pero puede ser la obertura de muchas. Ningún acto heroico o desesperado estará en desacuerdo con el realismo del futuro, serán solo estaciones de su retención. La mayoría creyó que Hitler y el nazismo era una circunstancia pasajera, el horror los encontró desamparados, la primera dictadura de un Estado industrial se había originado en una práctica de la democracia donde euforia electoral y chovismo ponían a un lado otras herencias (institucionalidad, el acuerdo cultural, convivencia). Ordenar una obra como esta, voces ajustadas por la paciente transcriptora, supone superar el peso sofocante de un suceso planetario devenido temática y casi cliché. Encarar un fragmento de la historia de la humanidad del cual casi nadie quiere hacerse eco en términos de herencia civilizatoria, menos políticamente, pues se trata del capítulo de un pueblo, lo ajeno particular yéndosenos por entre la rendija de los dedos de la indiferencia. Y sin embargo, cuando leemos en perspectiva los testimonios de este grupo anclado en Venezuela sabemos cuánto hemos dejado de oír, los nacionalismos se hacen pedazos y tenemos entonces la relación de un conflicto altamente sensible al diálogo con lo escabroso de la naturaleza humana, diálogo sordo y áspero, pero es justamente eso: intercambio con el abismo que hasta ese momento desconocíamos.
Más de sesenta años después, estas personas nos entregan detalles de una perturbación psíquica. Ellos pueden referir y hasta valorar sus experiencias, pero a nosotros nos toca estar perturbados, ellos hablan desde una cierta serenidad, como quien ya no puede imaginar más cuando la realidad ha devenido congelada e inocua. Tras resolverse el estatuto mismo del asunto del libro, era evidente la urgencia de organizar estos documentos para la crónica venezolana de la inmigración judía de la diáspora del Holocausto. De entre tantas carencias de nuestra historia de la cultura esta debía ser subsanada desde la urgencia moral de los elementos periciales que se desvanecen, los declarantes de avanzada no podían esperar más. Hacer de aquellas historias anónimas biografía y crónica de la vida pública equivalía también a completar una indagación y matizar desde estos lugares las versiones europeas, para la gestión intelectual del país estos testimonios no son poca cosa.
La protohistoria más reciente debía comenzar con la llegada de los primero grupos de refugiados a finales de los años treinta. Aquellos dos buques llegan a Venezuela tras deambular por el Caribe, rechazados por las posesiones británicas, pero también por países como Argentina, cuyo gobierno remite una resolución a su servicio exterior de no entregar visado a ningún emigrante judío, y este debe ser uno de los actos más vergonzosos del derecho de gentes (Circular No. 11, de 1938, del canciller José María Cantilo, el documento fue recogido, sólo recién en 1998 se localizó una copia en Estocolmo). Queda el gesto de la Venezuela de esos días de renacimiento, y como timbre de gloria del país benéfico. El presidente López Contreras acepta el desembarco y son atendidos de manera solícita por la propia población de Puerto Cabello. Su sucesor, Medina Angarita, continúa aquella política y en su respuesta oficial puntualiza ante el canciller alemán (a la circular donde el Tercer Reich informa que ha retirado la nacionalidad y declarado apátridas a los judíos alemanes) que ningún ciudadano puede perder la ciudadanía de su lugar de origen —quedan los nombres de aquellos barcos, y como única prueba forense, hoy en el país dislocado: Königstein, Caribia. La política inglesa ─de la cual se hacen eco varios gobiernos de América Latina─ de no dar visas a los judíos que huían del acoso antes de la guerra, podría explicarse desde la diplomacia de acercamiento al nazismo salida no tanto del Parlamento como del Palacio de Buckingham, —lazos de familia de Hohenzollern y Windsor— y la ingenuidad, en este caso perversa, de Chamberlain.
Esa capacidad de encontrarse con los extranjeros nos hace sociedad cosmopolita y amplia, nos ecumeniza un poco en nuestra tendencia a la comodidad de unos límites, pues lo provinciano siempre procede de una forma de indolencia. La lápida del recordatorio del caraqueño Cementerio General del Sur, allí ya desde 1955, es tal vez la primera página de este libro, allí se resguarda la memoria de los muertos, los asesinados no tanto por la demencia como por un largo prejuicio. La Shoá tiene aquí su otro monumento, el de los vivos, ellos están reunidos en las páginas de esta obra, dispuesta para ser oídos, ya a la sordina y en la memoración que no busca ajustes ni fidelidades, tan solo traspasar a otras generaciones las imágenes de quienes resistieron o tan solo permanecieron a la orilla del fuego consumidor, de la ira demencial.
Este grupo de judíos han desarrollado una pasión venezolana, porque aprendieron a serlo y en eso han puesto un esfuerzo moral, a ellos no se les ha regalado una nacionalidad, la ejecutan desde un sentido de arraigo y emoción por la tierra pálida y generosa acogiéndolos sin recelo, nos enriquecen con su aventura y su tragedia, y en esa medida agrandan la dimensión de lo humano. La presencia judía constituye un capítulo insoslayable de la historia contemporánea del país –y esto queda claro en el sintético estudio introductorio de Marianne Kohn Beker–, la articulación de una comunidad a una cultura se produce no desde la identidad histórica sino desde la multiplicidad de intereses espirituales gestionando en un escenario histórico. Comienzan hablando de los días de infancia, el pueblo y la escuela, escenas remotas traídas sin sobresalto al presente de un solaz y sin ajuste de cuentas; hábitos y escenas de la vida diaria se van desgranando en una relación a veces cándida, pero se trata de fijar el espanto, no hay otro esquema, nada está borrado, tal vez superado y tras las angustias conjuradas. A ratos estas páginas son como un álbum de recuerdos que visto con negligencia pudiera parecernos movidas historias de familia, pero esos rostros infantiles sólo son como una edad feliz congelada por el terror. Desde el presente aquel niño posa ahora con su mejor gesto, alguno luce una segura sonrisa, otro observa desde el recuerdo que a fuego ha conquistado su propia paz.
Riquísimas en datos y vínculos, estas historias son de inapreciable utilidad para elaborar genealogías y rastrear el origen de usos venezolanos, de consejas y estilos de última hora, como la biografía de Páez, digamos, indicándonos, en una anécdota cualquiera, el sentido de un capricho. Unos muestran su fervor y quieren retener emociones, otros simplemente dicen, como la señora Halpern, venida de Polonia, “doy esta entrevista para que nunca se olvide lo que nos pasó”. Es decir, para conjurar el pasado y proponerse como testigo del futuro —suficientes razones para identificar el infierno, y saber dónde está— en este recuento del mal. Y esa es una manera, una gran manera, de comunicar la experiencia, de trascenderla en circunstancias de clara responsabilidad del resto de los participantes, pues si la humanidad es un acuerdo, cumplirlo es lo que nos hace miembros de un género, y si tu hermano te habla para reconocerse en ti, ya su sólo lenguaje te compromete. Si la diversidad supone el misterio de la diferencia, la posibilidad de conciliar con lo ajeno —y estas vidas alegan para no serlo—, juntar los testimonios y articularlos en un discurso coherente y unitario puede resultar una tarea riesgosa, ardua, expuesta a la pura retórica de la información.
Escribir lo dicho y ajustar los distintos sentidos, poner lo parcial en una consonancia verificable puede tener la función reveladora de traducir a un lenguaje. Y es así como el tono se hace uniforme, casi monótono, y esta sería la prueba, diría, de la eficacia del texto: consecuente con un acopio. Imprescindible dimensión intelectual del lenguaje artístico obrando sobre el ímpetu demagogo del recuento. Jacqueline Goldberg, la armadora costurera, sobrevive al ruido de voces y al caos de la narración misma, da con una adjetivación casi neutral, con el momento de tensión de los hablantes. Como documento no falta al canon, consignación de procedencia (países, regiones, ciudades), glosario y fuentes debidamente indicadas, junto a una selección de imágenes orientadoras, hacen de esta obra una pieza sobria, anclada equidistante entre el arte y los murmullos de lo oral queriendo ser monólogo. Con estos testimonios se cierra el tiempo de los recuerdos, para este momento quizás nadie viva ya, nos queda el relato expectante del Diario, su modelación del futuro, y desde allí nos habla.
©Trópico Absoluto
Miguel Ángel Campos (Motatán, 1955) es sociólogo, ensayista, profesor de la Universidad del Zulia. Premio de ensayo de la I Bienal de Literatura Mariano Picón Salas (1991), Premio de Ensayo Fundarte (1994). Fue director de la Revista de Literatura Hispanoamericana. Ha publicado, entre otros trabajos, Tonos (Asociación de Escritores de Venezuela, 1987), La Imaginación Atrofiada (Caracas: Monte Avila, 1992), Las Novedades del Petróleo (Caracas: Fundarte, 1994), La ciudad velada (Maracaibo: Universidad Cecilio Acosta, 2001), Desagravio del mal (Maracaibo: Universidad Cecilio Acosta, 2005), La fe de los traidores (Mérida: Universidad de Los Andes, 2005), Incredulidad (Maracaibo: Universidad Cecilio Acosta, 2009).
3 Comentarios
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La memoria de la Shoah es una obligación moral imprescindible. Extraer luz de las víctimas del Shoah es un gesto bondadoso. No contaminar de odio el relato, es llenar de gozo del perdón el alma buscadora de Dios de las víctimas, que aún en medio del infierno que tiene el rostro de la Shoah, afirmaron “La vida es grande y buena, fascinante y eterna” esa amplitud no es otra cosa que estar colmada de Dios…
A esta hora, un poco después de la medianoche me honra leer al ensayista Miguel Ángel Campos Torres. .
Excelente Ensayo, Miguel Ángel Campos, es lo mejor, un académico de excelencia….. Un capo en lo qué hace, lo necesitamos en América!!!!
Excelente escrito, la historia que nunca hemos de olvidar. Olvidarla es abrir la brecha de la injusticia contra la misma humanidad. Los testimonios del pasado como armas en el presente.