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Teatro venezolano del siglo XX (V): Precursores de una nueva dramaturgia

Presentamos otro avance de la obra de Leonardo Azparren Giménez (Barquisimeto, 1941) Historia crítica del teatro venezolano (1594-1994). Esta entrega analiza la obra de algunos de los autores que a mediados del siglo pasado impulsaron un nuevo discurso teatral en el país. Con la exploración de nuevos temas y formas más universales, esta vez alejadas del “criollismo” y el “constumbrismo” que había sido dominante en las décadas anteriores, se produjo una apertura a nuevas zonas de la realidad de un país en pleno transe de modernización y, por tanto, ávido también de una renovación en las representaciones y narrativas del campo del arte.

“En el apartamento de Ida en El Pinar”. Elizabeth Schön e Ida Gramcko retratadas por Alfredo Cortina. 1960. ©Archivo Fotografía Urbana

Entre las décadas de 1940 y 1950, el conocimiento de nuevos lenguajes teatrales provocó una crisis en el discurso dramático tradicional. Factores como la escena abierta fertilizaron el campo para gestarse una nueva dramaturgia alejada de los localismos del realismo ingenuo, abierta a lenguajes universales y pendiente de nuevas zonas de la realidad necesitadas de otros tipos de discurso. En este contexto un pequeño grupo de autores inició su producción teatral con obras que conllevaron una crítica a la dramaturgia anterior y la apertura a nuevos temas, con lenguajes al margen de causalismos mecanicistas con la realidad nacional pero sin desprenderse de ella en sus esferas pública y privada.

Alejandro Lasser (Agua Larga, Falcón, 1916 – Caracas 2014)

Su obra dramática se remonta a 1946 (El general Piar) y abarca un amplio temario, con preferencia a los temas históricos. También tiene varias novelas. Pertenece a la generación literaria de 1936 y formó parte de los grupos literarios Presente y Suma.

En El general Piar Lasser aborda un hecho polémico ocurrido en 1817, uno de los años más difíciles de la Guerra de Independencia. En el oriente del país Manuel Piar se presentaba como un líder capaz de no reconocer a Simón Bolívar, lo que devino en un juicio y su posterior fusilamiento en Angostura, hoy Ciudad Bolívar.

Lasser representa el caso en un contexto en el que la política se mezcla con otro elemento social importante, el racial, un componente decisivo porque Bolívar era mantuano y Piar pardo. Alrededor de este hecho está construida la situación básica de enunciación, con consecuencias en la posibilidad o no de consolidar el frente patriota para oponerse al ejército español. Piar no obedece unas órdenes de Bolívar, punto crítico y percutor de la resolución del conflicto y lo acusa de querer ser dictador: “Bolívar quiere ejercer la dictadura y yo me he opuesto. El único que puede combatir sus planes soy yo y él lo sabe. Por eso trata de hundirme”. Sin condenar a nadie, es interesante observar que Lasser no deifica a la figura de Bolívar, frecuente en las obras que hacen del Libertador un personaje. Prefiere Lasser enfatizar la figura del derrotado, pues a Piar le imputan querer promover una guerra de castas.

En Catón en Útica (1959) Lasser presenta a un derrotado, el general y filósofo romano Catón, quien se refugia en Útica en su controversia con César. Este personaje ha sido objeto de ficción, en particular en óperas. Lasser ubica su obra en el momento crucial del inminente ataque de César a Útica y los dilemas que tiene que enfrentar Catón para defender la ciudad y salvar, en especial, a los senadores, mientras algunos de sus habitantes prefieren pactar con César y, así, evitar una masacre.

Mientras los senadores huyen en un barco, Lasser salva a un antihéroe histórico quien se queda y se suicida. Al igual que Piar, aquí está representado un rebelde contra el poder de un tirano, aunque en la historia no lo haya sido.

Lasser retoma a Catón en Catón y Pilato (1966), un contrapunteo entre ambos personajes con el propósito de representar los dilemas existenciales ante una situación en la que es necesario tomar una decisión. Con un Prólogo policial y en cuatro segmentos, Lasser presenta en sucesión breves situaciones en las que Catón y Pilato deben tomar una decisión. Más que los hechos históricos, la obra hace énfasis en los dilemas del Yo ante una decisión inevitable. El autor se aproxima a un realismo subjetivo que tendrá un desarrollo muy personal en el nuevo teatro. Salvar a Útica o a los senadores, salvar a Jesús o a Barrabás. Ante la inminente invasión de César, Catón se suicida y resuelve el destino de la ciudad. Pilato, admirador de Catón y de quien tiene un busto en mármol, acepta la muerte de Jesús porque será la salvación de muchos.

En 1967, durante el Tercer Festival Nacional de Teatro, estrenó La cueva, una fábula en la que la situación básica de enunciación es la situación de unos personajes que no deciden su rumbo ante las opciones, dudosas y ambiguas, que se les presentan. Es un drama en el que la situación del Yo prevalece sobre otras circunstancias, y en el que el propósito del autor –la situación del yo- y la estrategia para representarlo –la inmovilidad de los personajes- se confunden.

Silvia y Farfán entran en una cueva en búsqueda de un niño perdido. En el laberinto de los túneles afloran las desavenencias y reconciliaciones de la pareja, las relaciones de él con su jefe, relaciones de poder y sumisión, y la presencia de un tercer personaje, Tineo, quien diseña un plano de la cueva y es, al mismo tiempo, una especie de guía potencial.

Lo sustancial es encontrarse ahí, sin decidirse por alguna alternativa para salir de la cueva. La vida como laberinto que inmoviliza, en la que una instancia superior se impone, es la idea rectora. Si salen de la cueva pueden ir presos porque Farfán firmó un manifiesto contra su jefe; si se quedan, están destinados a morir. Farfán, sumiso a su jefe por agradecimiento, al final se siente libre después de firmar el manifiesto; ya no es nadie en una multitud. Es libre al igual que Tineo, quien lo convenció de firmarlo.

La opción final es salir por arriba, por una escalera, o seguir a Tineo, conocedor de los túneles de la cueva, hacia abajo. Silvia lo sigue y Farfán queda solo. 

Lasser retoma la historia con El caballero de Ledesma (1979) y La entrega de Miranda o el maestro y el discípulo (1990). En la primera rescata a Alfonso Andrea de Ledesma, quien en 1595 asumió, solo, la defensa de Caracas ante la invasión del pirata inglés Amies Preston. Ledesma, cofundador de Caracas con Diego de Losada, había peleado contra Guaicaipuro y ahora, anciano, hace gala de su honor de caballero y guerrero contra el pirata inglés. Cuando representa la capitulación de Francisco de Miranda ante Domingo de Monteverde, en 1812, y la caída de la Primera República, Lasser es un dramaturgo que se propone hacer historia al escribir un texto eminentemente narrativo de los hechos ocurridos ese año, el rol desempeñado por Bolívar y el sentimiento de incomprensión y fracaso de Miranda.

El empeño historiográfico del texto reduce al mínimo su expresividad teatral a pesar del juego temporal desde el presente para reconstruir los hechos que culminaron con la prisión del precursor. Lasser se pasea por todo lo que registran los relatos históricos, desde el encuentro de Miranda en Londres con Bolívar, Andrés Bello y Luis López Méndez en 1810, hasta la pérdida de Puerto Cabello defendido por Bolívar y la capitulación en la Victoria.

Lasser asume alguna perspectiva crítica cuando resalta las relaciones entre Miranda y Bolívar, en las que este insiste en cumplir tareas militares que lo equiparen con aquel, en una búsqueda de heroísmo que no consigue en Puerto Cabello.

Miranda evalúa su fracaso, que achaca a quienes prefieren las cadenas a la libertad y a los mantuanos, que nunca lo quisieron por ser el hijo de la panadera.

En La cuenta del hotel (1995) Lasser ensaya una comedia con algún rasgo de comedia negra alrededor de un personaje, Delmiro, varado en un hotel por no tener con qué pagar la cuenta de US$ 3.000,00. La intriga nos dice que perdió unos cheques viajeros, que está en amores con Angélica y que su hermano, Joaquín, le prestará el dinero. Todo en un tiempo perentorio porque debe desalojar la habitación donde pernocta. Lamentablemente, la fábula no adquiere importancia a pesar de los esfuerzos por hacer interesante la intriga. Al final, Delmiro se encierra en su habitación bajo la amenaza del gerente de derrumbar la puerta.

Ida Gramcko (Puerto Cabello 1924 – Caracas 1994)

Poeta en tono mayor, desde muy joven se desempeñó como periodista. El 1968 se graduó en filosofía en la Universidad Central de Venezuela, estudios que denotan su vocación reflexiva muy presente en su teatro. A finales de la década de los cincuenta estrenó las dos obras por las que algunos críticos la consideran la primera y más importante dramaturga venezolana: María Lionza (1957) y La rubiera (1958). Otros títulos suyos son La hija de Juan Palomo (1955), Belén Silveira (1955), La dama y el oso (1957), La loma del ángel (1961), Penélope (1961), La mujer del catey (1961) y La hoguera se hizo luz (1966). Premio Nacional de Literatura 1977.

El teatro de Gramcko es el mejor empeño por representar mitos y creencias, vinculados con el folklore y algunas creencias populares sincréticas, en las que leyendas aborígenes y negras y algo de la religión cristiana aparecen mezcladas sin solución de continuidad. Tales los casos, en primer lugar, de sus obras emblemáticas, en las que Gramcko reelabora dos asuntos seculares parcialmente absorbidos por la cultura moderna en algunas zonas rurales.

Ida Gramcko. María Lionza. Barquisimeto: Editorial Nueva Segovia. 1955.

Como todo mito, el de María Lionza admite varias versiones. En cualquier versión, su culto es sincrético, en el que médiums son figuras centrales para practicar exorcismos.

En María Lionza el personaje es sensual y erótico. La obra tiene personajes dioses y humanos, que interactúan en una selva umbrosa. Juana entregó su hija a un sacerdote y su fe en María Lionza no es correspondida. A ello se añade el amor de Flora y Froilán, diosa y humano, relación mediante la cual Gramcko representa un gran erotismo poético. La diosa es su centro, una temática nueva en la dramaturgia de la época.

En realidad, esta obra es un gran poema dialogado en verso, en el que la acción es muy poca. El contrapunteo dialogal entre los personajes es la manera de exponer el tema amoroso sin una intriga fuerte, salvo la entrada y salida de personajes para exponerlo desde varios ángulos.

Lo importante, sin duda, es el afloramiento del erotismo femenino juvenil y su satisfacción, tema sin duda acorde con la modernización del país y de su teatro a mediados del siglo XX. Es el desvelamiento franco de zonas escondidas del universo de la mujer, tratadas con gran franqueza. 

La rubiera es una obra de rituales y creencias. En un ritual exorcista, El Rubio entierra viva una pareja de indios, dos ánimas protectoras, en dos zanjas. Esta situación básica de enunciación es el núcleo de la fábula, en buena medida centrada en un rosal iluminado sobre la tumbas que eternamente florece, alrededor del cual los otros esclavos cumplen con sus rituales, hasta que el rosal habla por la voz de un hombre y una mujer. Ante la presencia de la naturaleza viva, el Rubio huye y muere. Gramcko integra las creencias negroides con la realidad social de explotación

En las otras obras el amor vuelve a ser la idea rectora, incomprendido e insatisfecho o aún no alcanzado. Gramcko expone una teoría filosófica general sobre el amor, la sensualidad y el erotismo. En Penélope toma el relato del personaje griego que espera a su marido y hace y deshace un tejido para resistir el asedio de varios pretendientes. Nela, el personaje en cuestión, resiste porque “yo tuve y tengo un solo hombre”. 

Así es en La mujer del catey, en la que la realidad convive con elementos míticos. “Estoy ardiendo”, dice Esperanza a Augusto. Cuando Cateya se hace presente, la obra transcurre en una sucesión de situaciones en las que ella dialoga con varios personajes masculinos sobre el tema. Gramcko incorpora un tema cultural a través de un cuadro cubista que representa a una mujer. Cateya es esa mujer y, a final, penetra en el cuadro.

El teatro de Ida Gramcko, muy celebrado en la década de los cincuenta y referencia principal en el panorama de las dramaturgas venezolanas, bien puede ser considerado un teatro para leer (un oxímoron), en el que destaca la alta calidad lírica de su lenguaje, en verso o prosa, aunque sacrifica la teatralidad, no por la debilidad de las fábulas sino por la poca o ninguna intriga que las sostiene en la escena.

Elizabeth Schön (Caracas 1921 – Caracas 2007)

Licenciada en filosofía, en su obra poesía y dramaturgia van de la mano. Recibió varios reconocimientos por su obra poética y, en 1994, obtuvo el Premio Nacional de Literatura. Con Intervalo (1956) obtuvo el segundo premio del concurso de teatro del Ateneo de Caracas, y en 1966 obtuvo el segundo premio en la Universidad del Zulia por La aldea. Su teatro ha sido visto desde la perspectiva del teatro del absurdo por las situaciones paradójicas que acostumbra representar.

Intervalo, “farsa” en tres actos, es la primera representación en el teatro venezolano de un tema que ha obsesionado a muchos autores: la inestabilidad del perfil del Yo y sus relaciones con los otros. Schön disuelve la intriga en múltiples situaciones y relaciones que dan consistencia a la situación básica de enunciación: el estado alienado y alienante de Ella, quien vive en su mundo propio rodeada de personajes invisibles –fantasmas- contrastados con personajes reales, en especial el Mayordomo y el Zapatero. El primero mantiene el “juego” cuando Ella habla con personajes invisibles: el médico y un astrónomo. El Zapatero está dispuesto a casarse con ella para beneficiarse de su situación económica, detalle con el cual Schön introduce levemente una dimensión pública al conflicto privado central de su obra.

Elizabeth Schön frente al cartel de Intervalo. Teatro Nacional, Caracas. Foto: Alfredo Cortina. S/F. ©Archivo Fotografía Urbana

El mismo título es azaroso. Cuando Ella se refiere a su médico (el real, no el invisible), dice: “Porque entre mi cuerpo y el de mi médico nace un intervalo absoluto donde vivo sin temor a caer”. E insiste: “Amo a mi médico y estas paredes son el intervalo de un sueño que no concluirá jamás”. Los personajes que aparecen (una muchacha, un joven, un negro pescador, un viejo…) acentúan la idea rectora de la disolución de la persona y de la ambigüedad de la comunicación.

En Melisa y el Yo el centro de la acción es el embarazo de Jesusita, de quince años, y los esfuerzos de Melisa para resolver el problema apelando a una filosofía naturalista. Melisa y Jesusita, a quien llama Jecustia, recurso de la autora para acentuar la ruptura de la identidad, hacen un viaje existencial para encontrar una solución y, a cada paso, Melisa reitera su visión, la idea rectora de la obra.

Ida Gramcko y Elizabeth Schön representan uno de los intentos más novedosos en la renovación de la dramaturgia de la primera modernidad (1909-1957). Colocar a la mujer en el centro de la acción condicionada por el amor y el erotismo –tal el caso de Gramcko– supuso la revelación de una dimensión de la realidad antes no abordada.

En el recorrido de ambas, Schön da a conocer el segundo nivel de su propósito, el social, cuando Melisa y Jesusita entran en contacto con personajes populares y terminan en una habitación en la que está en discusión una huelga. Esta dimensión social supone un giro en la fábula y la intriga sin una solución precisa, aunque permite algunas expresiones de compromiso: “el hombre debe hablar de acuerdo con la multitud que ayudó a plasmarlo y no como individuo aislado capaz de reaccionar por sí mismo”.

Insiste en tres obras brevísimas. Lo importante es que nos miramos (1967), Jamás me miró (1967) y Al unísono (1971) representan a una pareja cuyo diálogo no alcanza a comunicarlos bien para conocerse, a unos personajes alrededor de una urna sin aclarar la situación y a una pareja en la que ella se limita a monosílabos y la palabra carece de destino.

En La aldea lo reafirma. Obra exhaustiva y reiterativa, en la que los referentes son anulados por permanentes equívocos respecto a quién es quién, en particular un Hermano de alguien, su acción construye situaciones escénicas en las que lo lúdico se impone sobre una fábula que no llega a concretarse. De ahí que se puede hablar de teatro del absurdo de algún tipo.

Ida Gramcko y Elizabeth Schön representan uno de los intentos más novedosos en la renovación de la dramaturgia de la primera modernidad (1909-1957). Colocar a la mujer en el centro de la acción condicionada por el amor y el erotismo –tal el caso de Gramcko– supuso la revelación de una dimensión de la realidad antes no abordada. La autora buscó alejarse del realismo ingenuo que asumía la realidad nacional como problema único y centró su atención en la persona y sus circunstancias. Algo similar ocurre con Elizabeth Schön cuando plantea temas tan modernos como el de la incomunicación y, unido a él, la inestabilidad de la persona y su disolución en los intentos por darle consistencia. 

Arturo Úslar Pietri (Caracas 1906- Caracas 2001)

En la primera edición de su Teatro (Edime 1958), Úslar Pietri confesó que la tentación del teatro era “la posibilidad de convertir el mensaje de la literatura en experiencia vivida”. En su madurez intelectual se colocó en la tendencia modernizadora que venía dándose en el teatro y que él asumió joven con E Ultreja (1927) y La llave (1928). Desde joven se separó de la tradición costumbrista y representó una visión preocupada por problemas más o menos trascendentes.

El de Úslar Pietri es un teatro agnóstico por la imposibilidad de conocer o acceder a instancias que trascienden las contingencias de la vida. Sus personajes están en situaciones básicas de enunciación no determinadas por hechos sociales contingentes y abiertos a experiencias compartibles.

En El día de Antero Albán (1954) Úslar representó, por única vez, un tema con ribetes sociales. La situación básica de enunciación es el comportamiento, disfrute y colapso de Antero ante la riqueza súbita lograda por azar. Hombre común sin mayores intereses y aspiraciones, busca el éxito fácil y lo obtiene con un premio de la lotería; pero entre un lujo dispendioso y malas inversiones, pierde todo, salvo su gusto por el juego de azar. Úslar vislumbró un comportamiento típico del venezolano: la ganancia fácil sin trabajar.

La estrategia discursiva empleada apela a las nuevas técnicas de la escena abierta características del nuevo teatro venezolano. Úslar incorpora algunos personajes que comentan la acción principal: los jugadores de dominó alrededor de los cuales Antero busca la suerte y dos arlequines. El Arlequín Rojo lo estimula: “Naciste para estar arriba. Eres de los que tienen que triunfar. No necesitas doblar el espinazo y matarte como los otros”. El Arlequín Verde lo increpa: “No mereces sino el desprecio de todos. Eres un fracasado. Eres un objeto de burla. No podrás nunca llegar a nada. Ni mereces llegar nunca a nada”. Es la disyuntiva que interesa al autor.

La obra cierra cuando, de nuevo, Antero sucumbe al juego de dominó. Antero cree en el azar como opción de vida, pero el azar no es manejable, no depende de un principio racional. 

En La Tebaida, “un diálogo de ejercicio”, un grupo de suplicantes se postra ante El Eremita para que los ponga en contacto con el santo Antonio, quien habita en ese lugar. En la búsqueda, hacen frente a varias situaciones que pondrán a prueba su fe y la castidad de su proyecto de vida. El Eremita nunca pensó que la soledad del desierto fuera tan terrible, punto de partida de sus flaquezas. Así, Antonio se convierte en una referencia casi inasible y, en consecuencia, incognoscible.

La situación básica de enunciación discute la fe en algo trascendente, para lo cual Úslar echa mano a una situación radical en la historia del cristianismo: los inicios históricos de la vida monacal. Como se trata de una situación eminentemente teológica, la acción no avanza más allá del estar-ahí del Eremita, asediado por las contingencias de la vida que ponen a prueba su fe en Dios, es decir en la trascendencia.

El lugar histórico de la Tebaida es presentado como proyecto de renovación con contradicciones, porque la búsqueda del encuentro con Dios no es suficiente para superar las contingencias de la vida real. El Eremita parece condenado a tenerse solo a sí como única medida.

El Dios invisible transcurre “en una ciudad populosa en tiempo de guerra internacional”, sin explicación de sus causas. Lo importante es la situación básica de enunciación de los personajes, espías constreñidos a obedecer las órdenes superiores de alguien a quien no conocen: Asmodeo, instancia superior inasible y desconocida, cuyas órdenes deben ser cumplidas sin apelación. Él decide y ordena lo que hacen los personajes en esa guerra. Estar-ahí significa esperar; y en la espera los personajes toman conciencia de sí, sin importar el antes y el después.

Asmodeo es el nombre con el que en la Biblia (Tobías 3, 8) es identificado el diablo. Alusiones a él se encuentran en el Evangelio de San Lucas (8, 31) y en el Apocalipsis (18, 2).

Una librería sirve de fachada para la reunión de los espías. Alan, el protagonista, tiene una visión utilitarista de su trabajo: “Yo he venido a este país a espiar, sin odiarlo, por cuenta de otro país, al que tampoco amo”. La guerra en la que espían él, Ana y Gabriel es pretexto para crear una situación límite sobre la existencia y el estar-ahí, sin trascender la propia individualidad.

Más adelante, Ana se refiere a “una presencia invisible” y a un Dios que “hubiera estado entre nosotros”. La estrategia discursiva orienta la acción hacia consideraciones esenciales, una de ellas la muerte. Úslar no distrae el tema sobre la condición humana determinada por una instancia, en resumidas cuentas trascendente e incomprensible. Propone una polaridad o dicotomía como sostén vital, la cualidad de ser la medida de todo en el mundo y la imposibilidad de comprender su sentido profundo, ubicado más allá de la capacidad humana de comprensión.

En La fuga de Miranda, “tema y letra para una cantata”, Úslar rinde tributo a su perenne preocupación por la historia y por los ideales fundacionales de la nación. En su camastro de moribundo, Francisco de Miranda intenta una fuga, metáfora mediante la cual postula la vigencia del ideal mirandino más allá de la muerte del héroe.

Esta cantata es una exaltación del héroe nacional para reafirmar y celebrar su trascendencia después de su muerte física. Por eso, Miranda mira más allá de España e Inglaterra: “La gente de mi tierra no busca cambiar de imperio. Lo que queremos es hacer el Nuevo Mundo”.

La obra más celebrada de Úslar Pietri es Chúo Gil (1958), en la que es posible rastrear su interés por el funcionamiento de algunas creencias nacionales, amén de hacer gala de mejores recursos discursivos para darle forma a su fábula.

La situación básica de enunciación es la tensión creada entre los habitantes de una casona y otra, la Gilera, cuando alguien llega y se hospeda en ella, dando origen a recuerdos y elucubraciones sobre quién llegó, Chúo Gil para algunos y un extranjero para Juancho, posibilidades que no se excluyen. Esa tensión actualiza las creencias de los personajes, a la vez que el visitante adquiere la función de una referencia trascendente incognoscible que actúa como eje de la intriga. ¿Es o no Chúo Gil? No importa. Mencionarlo es suficiente. Nunca se sabrá.

Ante la imposibilidad de una certeza sobre la identidad del huésped de la Gilera, la palabra construye una mitología a su alrededor. Úslar crea a Mocha, personaje con conocimientos del pueblo y de sus habitantes para hacer las más variadas afirmaciones, incluyendo sobre el huésped de la Gilera: “Ése ha venido a sacar el entierro que hay en la casa. Yo he oído contar mucho del entierro de la Gilera.”

Arturo Uslar Pietri premio El Dorado por su obra Chúo Gil (1959). En la foto: Uslar Pietri, Carlos Márquez, Humberto Orsini y Romeo Costea.

Sin apartarse de su preocupación por la existencia de una instancia incognoscible y trascendente, Úslar explora el sistema de creencias y valores de un grupo social, incluyendo un aspecto de la moral burguesa tradicional en las figuras de Juancho y Livia, dos jóvenes enamorados que enfrentan la oposición de la madre de aquél, Lalla. Es un subtema que incorpora una dimensión privada al conflicto público entre quienes desde la casa, sin salir de ella, observan y opinan sobre lo que ocurre en la Gilera, polo de tensión dramático y espacial.

Sólo Juancho sabe la verdad porque visita la casa y tiene amistad con los nuevos huéspedes, que le abren la posibilidad de irse de ese pueblo “donde no pasa nada”. Juancho descubre el mundo exterior; es decir, descubre que existe la libertad. Es el único personaje del teatro de Úslar que trasciende su inmanencia.

Juancho no quiere estar-ahí, inmovilizado en un tiempo que se nutre del rumor por lo que ocurre fuera de la casona. Quiere ir más allá de sus relaciones con Livia, quien espera un hijo de ambos. El drama individual se impone sobre el conflicto que representa Chúo Gil, presente o no, existente o no. Livia se suicida al sentirse abandonada, después de saber que “Juancho se fue con esa gente de la Gilera”. Úslar apela al equívoco porque Juancho no se había ido; sólo acompañó a los huéspedes hasta los linderos del pueblo para despedirlos.

Habida cuenta que Úslar fue fundamentalmente un narrador y un político, su preocupación temática se siente en los diálogos expositivos, algunos más literarios que teatrales, que dejan poca libertad para que el personaje cobre plena vida escénica. En descargo, su teatro ha sido perjudicado por la poca escena que ha tenido, como ha ocurrido con un buen número de dramaturgos venezolanos.

©Trópico Absoluto

Leonardo Azparren Giménez (Barquisimeto, 1941), es licenciado en filosofía y magíster en teatro latinoamericano. Profesor titular de la Universidad Central de Venezuela y coordinador de la maestría en Teatro Latinoamericano de esa universidad. Miembro de número de la Academia Venezolana de la lengua. Ha sido diplomático (1971-1991), director del Fondo de Fomento Cinematográfico (1982-86), presidente del Círculo de Críticos de Teatro de Venezuela (1986-88), miembro de la Editorial Monte Ávila (1994) y de la Fundación Teresa Carreño (1995-1999). Especialista en teatro venezolano y teatro griego, sus investigaciones se centran en los procesos de modernización del teatro venezolano y en el discurso teatral. Ha publicado, entre otros: Cabrujas en tres actos (1983); Documentos para la historia del teatro en Venezuela, siglos XVI, XVII y XVIII (1994); El teatro en Venezuela, ensayos históricos (1997); El realismo en el nuevo teatro venezolano (2002), y Estudios sobre teatro venezolano (2006).

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