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Conrad vuelve a Ucrania

Por | 13 marzo 2022

Conrad nos recuerda que tras haber fracasado en el intento por mantenernos en paz con nosotros mismos, ya solamente podemos hablar de nosotros mismos. La escritura, como la marinería, no puede ser sino un acto de fe y humildad desde lo que somos, ni más ni menos.

Nikolai Dubovskoy. Tarde en Ucrania. 1891.

Un escritorio heredado

Mucho tiempo había transcurrido cuando Joseph Conrad volvió a aquellas tierras en las que pasó los días más felices de su infancia. Poco le restaba ya en el mar, y aún no sabía la importancia que tendría en su vida el oficio de escribir. Durante un período en tierra firme, en el invierno de 1891, visitó a su tío y mentor Tadeusz Bobroswki en Ucrania. Fue un regreso que le removió demasiadas sensaciones. La primera vez que estuvo en casa del tío Tadeusz era apenas un niño. En aquella ocasión las autoridades rusas le habían concedido a su madre una licencia de tres meses para interrumpir su exilio en Siberia y visitar a su hermano. En realidad, era una dispensa breve porque ella estaba muriendo de tuberculosis. Dada esa circunstancia, le permitieron la compañía de su hijo Józef Teodor Konrad Korzeniowski. Ahora, rebasando los treinta años de edad, a Conrad no se le escapaba la paradoja de que, en aquella primera visita a la hacienda de su tío, mientras su madre vivía sus últimos días, él disfrutaba aquellos meses lejos del desierto helado que era la Siberia del destierro familiar.

El tío Tadeusz lo hospedó en una cómoda habitación en la que tenía a su disposición un escritorio amplio. Allí, por primera vez, Conrad se planteó seriamente darle forma a una novela. Al agradecerle por el detalle del escritorio, el tío le reveló que en aquel mueble su madre adolescente acostumbraba escribir cartas. Ella, a su vez, lo había recibido como obsequio del tío abuelo Nicolás Bobrowski, miembro de las legiones polacas de Napoleón. Ahora, el tío Tadeusz se lo ofrecía a su sobrino como herencia. No era fortuito que el regreso del Conrad adulto a Ucrania le suscitara un efecto doble. Por un lado, asistía al despliegue de una memoria enterrada en él, incluida su lengua materna, y, por el otro, a la revelación de la escritura gracias al escritorio heredado.

El que Conrad se sentara una fría mañana ucraniana en el escritorio de su madre, frente a unos papeles garrapateados con la conciencia de hilvanar una historia muchas veces vislumbrada a retazos, fue el resultado de un impulso que había estado aguardando a que llegase su oportunidad. ¿Qué resortes accionaron la aparición de esa oportunidad y qué, en el aún hombre-marinero, se decidió a no dejarla ir? No es difícil suponer que para alguien que se halla de vuelta en su país natal, luego de largo tiempo, las imágenes que le visiten sean muchas y hondas. Diríamos que éstas acudían a Conrad aquella mañana con su propio ritmo, como si se tratase de presencias que requerían de una interioridad distinta a las del lobo de mar en acción. Recuerdo que estaba absolutamente tranquilo, ni siquiera estaba seguro de que desease escribir, ni tampoco que me hubiese propuesto escribir, ni que tuviese algo que escribir. En esa suerte de ocio atento, de vacancia interior, Conrad escribe parte de Almayer´s Folly. Mientras lo hace, se sabe arropado por una atmósfera distante y familiar a la vez. Esa que ya venía presintiendo de camino al pueblo del tío Tadeusz:

Habían pasado veintitrés años desde que vi ponerse el sol en aquellas tierras, y seguimos avanzando en plena oscuridad, la oscuridad que se iba cerrando a buen paso en aquella lívida extensión de nieve hasta que, de la desolación de una tierra blanquecina y uncida al cielo estrellado, se lanzaron unos negros perfiles, las arboledas que circundaban una aldea enclavada en medio de la llanura ucraniana.

Desde el desierto siberiano en el que acabó por morir su madre, pasando por la llanura ucraniana del tío, hasta la espesa selva en la que se adentra Marlowe en Heart of Darkness, Conrad parece estar siempre en guardia contra las totalidades avasallantes. En casa del tío Tadeusz, Conrad-niño oía hablar de una espiritualidad propia para referir a los polacos engullidos por varios apetitos imperiales. En la historia polaca, como en Heart of Darkness, hay un paisaje temible que amenaza con tragarse todo. El abismo de una obscura naturaleza adquiere en la memoria infantil de Conrad rasgos inconmensurables. El horror es la vastedad sin límites. Para los Korseniowski, el verdugo es esa omnipresencia llamada Rusia, una insondable sima que ha tragado toda esperanza de misericordia (…) que carece de fondo. Hay algo siniestro en esa vastedad. Lo que choca a uno para mayor desconcierto es la presencia de algo inhumano en su carácter. Es como una visita de fuera (…) un verdadero desierto que no alberga espíritu, sea de Oriente u Occidente. Esta suerte de vaciedad devoradora que, en su ajenidad, el escritor sólo alcanza a presentir como una presencia de fuera, un ente irreconocible dentro de su visión bipartita del mundo, es trasplantada en el interior de los personajes de sus novelas. Rusia es, así, un referente preciso anclado en una historicidad urgente y, también, la metáfora de una geofagia sin fin. Una geofagia imperial y también interior. Un hambre titánica que nunca se colma.

Carne de perro

Fue precisamente en casa del tío Tadeusz donde Conrad niño escuchó por boca de su abuela, una historia asombrosa sobre el hambre y la carne de perro.  Su hermano, el tío abuelo Nicolás Bobrowski, casi muere de inanición tras la desastrosa retirada de Moscú en 1812. Nacionalista empedernido, había integrado las legiones polacas de Napoleón bajo la promesa de la liberación de Polonia. Aquello fue una carnicería. Aunque junto a otros hombres logró escapar por un pelo, la huida resultó extremadamente tortuosa. Al cabo de varios días aquellos cuerpos andrajosos y ateridos de frío divisaron una cabaña a la distancia. Enseguida los ladridos de un perro quisieron denunciar su presencia ante el amo. Los fugitivos tenían dos opciones: pasar de largo rápidamente y sucumbir pronto de hambre y frío, o intentar procurarse algo de comida sin ser advertidos por el dueño de la casa.

¿Cómo podía seguir haciendo tal cosa alguien que había comido carne de perro? ¿Cómo no convencerse de que Bonaparte había sido una estafa? ¿Cómo pasar por alto la megalomanía y ambición sin límites de todo líder expansionista?

Que en un bosque desolador devorasen un infortunado perro lituano mi tío Nicolás Bobrowski y otros dos famélicos espantapájaros también, simbolizó en mi imagen infantil el absoluto horror que había supuesto la retirada de Moscú y la inmoralidad propia de la ambición del conquistador (…) Me pareció moralmente reprensible que aquel gran capitán (Napoleón) indujese a los sencillos caballeros polacos a ingerir carne de perro, imbuyendo en sus pechos la falsa esperanza de alcanzar la independencia de la nación. El destino de esta crédula nación (Polonia) ha terminado por no ser otro que pasar hambre hasta decir basta, a base de falsas esperanzas y, bueno, de carne de perro. Cuando uno se para a pensarlo, resulta un régimen singularmente pernicioso.

Toda la escritura que emprenderá Conrad después de este viaje a Ucrania estará atravesada por ese contraste pernicioso. Ideales y esperanzas más o menos abstractas que se estrellan contra el hambre y la carne de perro. He aquí la tragedia de personajes como Lord Jim, Kurtz o e capitán Whalley en The End of the Tether. Al volver a la casa de su tio Tadeusz, Conrad recuerda como el tío abuelo Nicolás Bobrowski, todavía orgulloso de sus condecoraciones, terminó sus días recorriendo su dormitorio de noche, rezando en voz alta y en francés, el pergamino perdido que autenticaba su legión de honor. ¿Cómo podía seguir haciendo tal cosa alguien que había comido carne de perro? ¿Cómo no convencerse de que Bonaparte había sido una estafa? ¿Cómo pasar por alto la megalomanía y ambición sin límites de todo líder expansionista? Es claro que en un país condenado a la mengua de sobrevivir a como diera lugar, la épica del tío abuelo Nicolás Bobrowski solo lo podía conducir a la senilidad y a la locura.

Al igual que la carne de perro, hay una naturaleza última, mínima, a la que la escritura de Conrad siempre vuelve para evitar esa locura. Una cierta modestia sobre los propios límites y el debido sentido de proporción. La mayor parte de las verdades que tienen vigencia en este mundo son humildes, que no heroicas, en la historia de la humanidad han sobrado las ocasiones en que los cuentos de una verdad heroica no han llevado más que a la irrisión.

Quizá a causa de esta humildad, Conrad es igualmente receloso de la palabra revolución. Ese sería otro de los tantos nombres para denominar la vastedad insaciable; una obscuridad como la que se traga a Kurtz en lo profundo de su reinado en el Congo Belga. En una época en la que todo lo que no sea revolucionario no puede aspirar a recabar mucha atención del público, debo decir que yo no he sido revolucionario en mis escritos. El espíritu revolucionario es en esto poderosamente práctico, dado que nos libera de escrúpulos y de toda idea recibida. Su empecinado, absoluto optimismo me resulta sin embargo repulsivo por la amenaza de fanatismo y de intolerancia que encierra. Conrad parece así, no sólo adelantarse a la conversión comunista de esa Rusia que tanto temió, sino también a la de todas las experiencias del socialismo realmente existente del siglo XX. En materia de delirios ideológicos y sus nefastas consecuencias tampoco pasó por alto una crítica al progreso liberal tan en boga en su época. Todas estas teleologías se le antojaron peligrosísimas. De allí obras como “An Outpost of Progress” y su escepticismo cuando se construyó el Titanic. Antes creería en la inhundabilidad de un buque de tres mil toneladas que en la de uno de cuarenta mil: es una de esas cosas conformes con la razón.

Imposible no relacionar el comentario de Conrad con otro Titanic hundido: el del poema de Hans Magnus Enzensberger sobre la revolución cubana. Si, volviendo al cuento del tío abuelo de Conrad, la catástrofe deviene de la colisión entre una hybris exacerbada y la urgente necesidad de robarse un perro para aplacar el hambre, no queda otra para el escritor que abrazar un respeto temeroso hacia aquello que nos excede, aquello que no alcanzamos a descifrar. Es claro que en países como Polonia y Ucrania donde el derecho a la propia lengua, tierra y religión es frecuentemente puesto en duda –derechos que Conrad entiende como expresiones de una existencia nacional–, más que abrazar una épica, conviene cierta fidelidad a las pequeñas cosas. Herencias como los recuerdos de aquella primera visita al tío Tadeusz cuando era niño posibilitan, en definitiva, las entrañables obsesiones de la literatura. Eso y un escritorio familiar en el cual crear una buena novela.

La desastrosa experiencia del tío Nicolás Bobrowski en Rusia, como la de los padres de Conrad exiliados en Siberia, funcionan para generar una conciencia del fracaso que intenta cierta humildad frente a los propios límites. Retomando a Anatole France, Conrad nos recuerda que tras haber fracasado en el intento por mantenernos en paz con nosotros mismos, ya solamente podemos hablar de nosotros mismos. La escritura, como la marinería, no puede ser sino un acto de fe y humildad desde lo que somos, ni más ni menos. Sin eso, ni siquiera podríamos presumir de una honesta solidaridad con los que hoy, como ayer, siguen siendo víctimas de alguna vastedad insaciable.

(Todas las citas en cursivas provienen del libro Crónica Personal de Joseph Conrad. Madrid: Trieste, 1990.)

©Trópico Absoluto

Magdalena López (Zürich, 1973), es investigadora del Kellogg Institute for International Studies de la Universidad de Notre Dame y del Centro de Estudios Internacionales del Instituto Universitário de Lisboa (ISCTE-IUL).

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