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Sobre El nuevo rostro de Dios

Por | 27 febrero 2022

El poeta Rafael Cadenas (Barquisimeto, 1930) nos ha entregado para su publicación esta reseña de El nuevo rostro de Dios, de Enrique Miret Magdalena (Madrid: Editorial Temas de Hoy, 1989). El texto forma parte del libro A tiempo, pronto a publicarse en Caracas por la Fundación para la Cultura Urbana. Se trata de una revisión de la evolución del cristianismo, y algunas proyecciones sobre lo que, a juicio de Magdalena, son algunos “cambios trascendentes en el ámbito de la religión” que nos hablan del nacimiento de un nuevo cristianismo.

Antonio José Fernández, “El hombre del anillo”. Sin título. S/F.

Después de escribir Apuntes sobre San Juan de la Cruz y la mística, el azar puso en mis manos un libro: El nuevo rostro de Dios (Madrid: Editorial Temas de Hoy, 1989), de Enrique Miret Magdalena, que podría ser revelador especialmente para católicos de mente amplia, que se atrevan a pensar, dado que la óptica de su autor, también católico, crítica.

Miret Magdalena comienza por señalar el inveterado atraso de la iglesia española que, por ejemplo, persiguió a Miguel de Molinos y a los alumbrados cuyas ideas hubieran podido encaminarle por una vía diferente, más profunda. Cometió también el dislate de colocar en el Índice de libros prohibidos los de Miguel de Unamuno, a quien el autor considera el pensador religioso más importante del siglo XX, y alejar a hombres tan religiosos como los krausistas, que no podían avenirse con la poca falta de apertura de ese catolicismo. Hasta el mismo Papa actual, según Miret Magdalena, tiene tal rezago que los mismos teólogos están en desacuerdo con él.

Llama la atención en este libro la inusitada estadística siguiente: existen ochocientos veinticinco millones de agnósticos, doscientos trece millones de ateos, lo que hace mil treinta y ocho millones. O sea, el número de no creyentes ha aumentado, pues en 1900 eran apenas tres millones. Uno no puede menos de preguntarse cómo los habrán contado. Pero la juventud española piensa en el sentido de la vida, lo cual es en cierta forma ser religioso, como creía Wittgenstein “porque ese sentido profundo y misterioso de la existencia es lo que podemos llamar Dios”. (p. 38)

El autor defiende la mística y combate la teología, pero sobre todo la enseñanza usual que asigna atributos a Dios. Se apoya en Santo Tomás y San Agustín que ni siquiera lo consideraban inefable porque llamarlo así ya era afirmar algo sobre quien es desconocido, lo cual los acerca a la concepción de la vía negativa.

Y, sin embargo, qué parafernalia de nombres, atributos, y desarrollo de los mismos se nos ha dado a los católicos desde niños, creando más a un demiurgo que se mezcla con todas nuestras cosas, como si fuese una más, en vez del Dios indefinible del pensamiento católico tradicional, desconocido hoy dentro de la propia Iglesia oficial y en las mentes de casi todos los católicos. (p. 51)

Gabriel Marcel

… sostenía que cuando se habla de Dios hemos de darnos cuenta que de lo que hablamos no es de Dios, pues éste escapa a nuestras palabras (…) Dios tiene que estar fuera de todas las categorías porque éstas pretenden un imposible: encerrar en ellas el infinito (…) Por eso los místicos católicos hablaban de la «nada» de Dios, porque Dios no tiene esencia ni atributos. (p. 52)

San Agustín decía, hace más de quince siglos, que “es ignorando a Dios como mejor se le conoce”. Son absurdas, pues, todas las descripciones de Dios, absurdo todo lo que se diga de eso desconocido. Habría que “terminar de una vez con la plaga de los teólogos y de los manuales de religión que nos alejan de Dios al quererlo definir” (p. 58). Sus representaciones son falsas, puesto que es inaprensible.

Entre los místicos medievales, Dios, por su condición de inimaginable, es el vacío y la nada, y está en lo más profundo del espíritu. Por eso mismo las corrientes espirituales tanto de Oriente como de Occidente, recomiendan a sus adeptos que penetren hasta su fondo último donde reina el silencio y es posible entrar en contacto con el fundamento de todo.

Una sección del libro está dedicada a los descubrimientos de la física porque contienen un potencial espiritual que apenas comienza a hacerse sentir, pues es sabido cuánto tardan los hallazgos de la ciencia en influir sobre la visión del mundo que tiene una sociedad.

El autor se aparta de la concepción que la iglesia tiene sobre Jesús. Su divinización ha hecho perder de vista su aspecto humano. Para Guardini, pensador católico, la esencia del cristianismo es Jesús de Nazaret, es decir, un hombre más que una doctrina. Un hombre que es “la ley suprema de toda la esfera religiosa”. (p. 92) Un hombre que “tiene unas características y unas pretensiones únicas en la historia de las religiones”. (p. 92) Ninguna otra figura espiritual es comparable en este aspecto con Jesús. Se olvida así que lo divino trasciende su humanidad.

Hemos de centrar nuestro amor más profundo en la experiencia de lo divino y no exclusivamente en la figura humana de Jesús, poniendo en ello nuestro centro absoluto de aprecio (…) Hemos de trascender el amor sano que sentimos hacia la figura de Jesús elevándolo hacia el amor mismo, que es lo que resulta ser Dios. Porque el último fin de nuestro amor religioso se dirige a ese fundamento que trasciende toda concreción sensible: al envolvente, al englobante, como lo describe el filósofo Jaspers. (pp. 96-97)

También critica Miret Magdalena el exceso organizativo y burocrático de la iglesia así como su rigidez que obliga a ir por una sola vía a sus seguidores, que ataca a teólogos y pensadores ahogando así todo intento de renovación, que ejerce presión sobre clérigos y profesores cuando se desvían de la línea que fija el Vaticano, la cual debe ser acatada sumisamente. Sobra decir que estas afirmaciones están respaldadas con casos que omito en aras de la brevedad. Hasta en el Concilio Vaticano II privó la eclesiología sobre la cristología, sobre la figura de Cristo, y aclara que Jesucristo no es Dios sino un hombre excepcional; lo de sus dos naturalezas se la atribuye a influencia helénica.

El cristianismo ha cometido el error de presentar un Jesús occidentalizado, siendo él un judío, un practicante de la religión de su pueblo que se mantuvo dentro de ella. Él mismo dijo que había venido a dar cumplimiento a la ley y a los profetas. Lo nuevo fueron las parábolas que usó para comunicar su mensaje.

Otra sección está dedicada a los alumbrados españoles, que crearon una forma de meditación parecida a la que se usa en el yoga, el budismo Zen y el hesicasmo de los cristianos orientales. En el yoga se trata de

… pacificar y cuasi vaciar la mente… En el budismo Zen, llamado soto, «no se debe meditar sobre un tema; el objeto de toda meditación es el no-pensamiento». Y en el hesicasmo cristiano se pretende conseguir la experiencia de «el silencio», un estado en el cual cesa todo lo que es una oración… Únicamente en ese silencio total se manifiesta la presencia del innominable y el impensable, sin imágenes, ni ideas, ni éxtasis, ni sentimientos almibarados, sino en la experiencia de liberación de nuestros complejos, que algunos han llamado la experiencia del «desierto», pero que no es ni árida ni triste, sino que produce una fuerte impresión de belleza desnuda. (pp. 180-181)

A esta experiencia los alumbrados la llamaban el “dexamiento”. Asombra esta increíble coincidencia entre su método y el de aquellas corrientes de liberación, pero los alumbrados no fueron comprendidos por la iglesia sino hostigados. Se toparon “con el gran aparato eclesiástico gobernado por cabezas de enanos mentales y espirituales”. (p. 200)

En el último capítulo, “La religión del porvenir”, el autor prevé una serie de cambios trascendentes en el ámbito de la religión. Trataré de resumir sus características.

Un Dios vivo que “habita en nosotros”, como decía Unamuno. Se trata de un Dios indescriptible, oscuro, que la mente no puede concebir. Sería “el englobante, el envolvente, el trascendente” pero que “no está totalmente separado de nosotros” y “se manifiesta en el mundo”. (p. 212).

No habrá excomulgados, como quería Neruda, que aspirada a “vivir en un mundo en que los seres sean solamente humanos, sin más título que éste”. (p. 214) La nueva actitud religiosa será abierta, acogerá todo y a todos, sin exclusivismo ni proselitismo. Será una actitud de apertura semejante a la de los sufíes andaluces del siglo XIV, que no rechazaban al prójimo porque su religión fuese distinta y tenían por credo sólo el amor. «Mi corazón se ha convertido en receptáculo de todas las formas”, dice Ibn Arabí. (p. 214) Para este antifanatismo ya no hay herejía.

Se superará el exclusivismo. Privará lo que afirmaba ese mismo místico: No te apegues a una religión, porque Dios no está encerrado en ninguna. Posición que se asemeja a la de Nicolás de Cusa para quien a través de la diversidad de credos y ritos se buscaba al mismo Dios, “desconocido de todos y, por tanto, inexpresable”. (p. 216).

La iglesia “no es el Reino de Dios que Cristo predicó, el Reino es más amplio”. (p. 216) La Biblia no es la única escritura sagrada, ni con Jesús se agota “el plan de Dios en el mundo”. El Logos eterno, según el jesuita norteamericano Avery Dulles, “no está encerrado en ese avatar que es Jesús”; puede “manifestarse a otros pueblos por medio de otros símbolos”. (p. 216) Estamos, pues, ante un pluralismo religioso. Habrá múltiples teologías.

Terminará la inflación religiosa. Nos estamos acercando al budismo que no quiere que se hable de Dios porque tan alta experiencia no cabe en conceptos ni en palabras. Es algo que ignoramos. “Lo que tú afirmas de Dios más bien es una mentira que una verdad”, decía Angelus Silesius. Los “dogmas abstractos, las normas morales, las rigideces eclesiásticas, la profusión de ritos y leyes” han sofocado el núcleo religioso vital, pero la “inflación religiosa en prácticas, doctrinas y devociones se está viniendo abajo”. (p. 218) Hasta los templos pueden empezar a desaparecer en algunos países católicos. En Ámsterdam y en Detroit han desaparecido numerosas iglesias. En Francia se han cerrado ciento cincuenta templos, convirtiéndose muchos de ellos en centros culturales católicos (p. 6). Lo religioso no estaba situado en un lugar especial, se encontraba en todas partes, y sobre todo en la intimidad del hombre. “El templo está empezando a resultar algo secundario para el auténtico creyente”. (p. 219)

Un nuevo cristianismo está naciendo. No es progresista ni conservador. No se afana por modernizar la iglesia, “ni porque se establezcan leyes más flexibles, normas más abiertas, interpretaciones doctrinales más al día, democracia y mayor populismo”. (p. 220) Tampoco quiere un regreso a otra época, ni estar en lucha contra la estructura eclesiástica o tratando de modificarla, porque la iglesia es “un coloso que se entrega a su autodefensa y autoconservación como finalidad fundamental” y enfrentarla aumenta sus defensas, “como ocurre en las dictaduras inteligentes; y la iglesia es una de ellas”. (p. 221)

Emergerá una lógica incluyente. Apertura y ayuda mutua son características de nuestra naturaleza humana, pero nos inculcaron un modo de pensar excluyente que la contradice y es causa de las pugnas entre religiones.

El agnóstico responsable y el creyente profundo ya no se distinguirán mucho. El autor piensa que “Krishnamurti es quien mejor puede dirigir esta nueva postura de auto-desarrollo común del espíritu (…) El ejercicio fundamental consiste en “vivir directamente en el instante” y en vivir, sin juzgar, algunos momentos especialmente dedicados a ello”. (p. 223) Cobra validez el wu wei, el dejar pasar de Lao-Tsé. Uno ha de darse cuenta de cada reacción que tenga, consciente o inconsciente, sin sentirse culpable, “mirando el instante presente como si nada más tuviera que esperar en el mundo y en el tiempo”, decía hace cien años el único pensador católico que supo entender este ejercicio, el padre Caussade. (p. 224) Así se dejan pasar complejos, inquietudes y ataduras, sin luchar contra ellas. “Abandona todo pensamiento de futuro y de pasado, tienes que hacerte totalmente presente”, dice el jesuita hindú A. de Mello. (p. 224)

Surgirá una religiosidad sencilla. El autor vislumbra un cierto neopaganismo. El fondo religioso se simplificará y se volverá más personal e íntimo. Se expresará en símbolos procedentes, como lo descubrió Jung, del mundo arquetipal. Grecia influyó en el cristianismo católico que ha tenido bellas expresiones. “La triste faz de severidad de un tétrico Calvino o la rigidez moral de un Jansenio, no es católica. (p. 228) La Merry England, las fiestas de locos, los Autos sacramentales sí son manifestaciones católicas”.

Hacia una revolución del corazón. Esta será la revolución fundamental y de ella saldrá todo lo demás. A propósito, recuerdo unas palabras de Santa Teresa: “El aprovechamiento del alma no está en pensar mucho sino en amar mucho”.

Espero que este resumen, inevitablemente pobre, al menos no haya traicionado el sentido del libro.

©Trópico Absoluto

Rafael Cadenas (Barquisimeto, 1930), es poeta, ensayista y profesor de literatura en la Universidad Central de Venezuela. A comienzos de la década de 1960 formó parte del grupo Tabla Redonda. En 1985 recibió el Premio Nacional de Literatura de Venezuela, en 2009 el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances, en Guadalajara, México; y en 2018 el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Ha publicado, entre muchos otros: Cantos iniciales (1946), Los cuadernos del destierro (1960), Falsas maniobras (1966), Memorial (1977), En torno al lenguaje (1984), y El taller de al lado (2005).

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