Esta indócil fiera literaria
Miguel Gomes (Caracas, 1964) nos ofrece una reseña del libro de relatos titulado La sonrisa de los hipopótamos (Madrid: Ediciones La Palma, 2020) de Juan Carlos Chirinos (Valera, 1967). Entre otra cosas, Gomes resalta del conjunto de textos aquí reunidos la capacidad del autor para “diseñar laberintos de indeterminación, donde nuestras vacilaciones son ineludibles”; así como lo grotesco y lo bestial que “se atisba tanto en los núcleos argumentales como en sus márgenes”.
En una “Nota del autor” preliminar, Juan Carlos Chirinos (Valera, Venezuela, 1967) nos advierte que La sonrisa de los hipopótamos congrega once relatos en su mayoría publicados independientemente en tres países y diversas épocas.(1) También apunta que el material, aunque misceláneo, “se ha ido ajustando hasta adoptar esta forma” (p. 9). El aserto exige que reparemos en el diálogo que lo disperso entabla en las entrañas del libro, es decir, que prestemos atención a su sintaxis; y, al hacerlo, es inevitable la impresión de que el conjunto, pese a su apariencia, está provisto de vértebras, su anatomía se articula: no se trata de una mera compilación, sino de un cuentario. Hay indicios elocutivos; el más importante, la reincidencia de imágenes acuáticas en el texto inicial, el último y uno intermedio, que da título al ciclo ―motivo adicional para que pensemos que aloja la matriz de un proyecto expresivo. Esas aguas explícitas anuncian otra fluidez menos evidente, localizable tanto en la visión del universo que se insinúa casi en cada página como en las manifestaciones del sujeto narrativo. Iré por partes.
“Qué Dios detrás de Dios”, el relato inaugural, nos depara una “piscina” o “alberca” pútrida (p. 13) que embelesa a niños enclaustrados con la excusa de un torneo de ajedrez de inhumana competitividad, planeado por adultos ―salvajismo frecuente en la civilización moderna. Y esas aguas acaban, desde luego, secándose como motivo de interés y cediendo su espacio al desnudo pavor: “Hasta la tercera noche, nada digno de mención había ocurrido, y nada parecía que ocurriría fuera del guion que ya se intuía: el campeón sería el de la capital. Los sapos de la piscina habían perdido el brillo del principio, porque pronto descubrieron que sapos, sapos de verdad, había en toda la granja, y era más interesante ver salir de sus escondites a los cientos de murciélagos que pronto se fundían con la oscuridad y sin duda darían para una o dos historias terroríficas antes de dormir” (p. 14).
En “La sonrisa de los hipopótamos”, la quinta historia, volvemos a la imaginería de la piscina, esta vez con los accesos de lujuria de un mayordomo mientras espía el biquini humedecido de su patrona y se entrega a la estampida de homéricos caballos del deseo, destructores ―aparecidos ya en “Política, una historia de amor” (p. 36)―; solo que, en clave grotesca, nos las habemos con caballos de río, hipopótamos que emergen delirantemente del agua. En la manada destaca una hembra, reminiscente de la Gran Madre arquetípica, “dispuesta a embestir lo que se atravesara entre ella y su cría” ―como la Tueris egipcia, en la cual Erich Neumann reconoció una cristalización simultáneamente “protectora” y “espantosa” del complejo materno.(2) La irrupción onírica de una “naturaleza [que invade] la vida civilizada” (p. 51) concluye al cerrarse el paréntesis temporal propio de los que Borges llamaría “milagros secretos” ―Chirinos rinde un obvio homenaje al argentino: “la manecilla segundera de mi reloj siguió su curso”―, y nos queda “el único consuelo de los mayordomos”, un regusto “del whisky nuevo y sin usar” de los patrones.
El final del volumen está marcado por otro tipo de aguas, que logran con más eficacia desbordar la represiva lógica de la “civilización”. En ellas el recurso al pensamiento mítico indígena de la selva venezolana le permite a un científico europeo confundir razón y sinrazón, o entrever dicha confusión para adquirirla. Y en la palabra “milagro”, aplicada a una suspensión cronológica, se reiteran las resonancias borgianas (pp. 100-101). “Un ataque de lentitud” se titula el relato, aprovechando la descripción del fenómeno que debemos a uno de los narradores. Una niña ahogada en el Orinoco regresa a la vida y a su comunidad gracias a los poderes de Amahiri; estos, según el científico que partió en su busca, deforman el espacio “sirviéndose del flujo temporal”: si se lo propusiera, Amahiri podría “destruir toda la creación”, pero igualmente regenerar el cosmos haciendo que el tiempo vuelva “a fluir en línea recta” (p. 99). Más que resucitar a la niña, la saca del río y “de un tiempo distinto al que vivían sus padres” (p. 101). Importa subrayar cómo los líquidos ominosos de comienzos del libro dan paso a estos: un inconsciente rebelde a los frenos de la conciencia.
La calculada celebración de las pulsiones irracionales está en el corazón de la estética de Chirinos. Si bien lo consiga en numerosas oportunidades, su obra no aspira al hondo escrutinio psicológico de sus personajes, ni a la exploración de opciones expresivas inusitadas; mucho menos se vuelca al militante inventario de lo nacional o a la persistente traducción narrativa de discursos éticos o políticos. Lo que la moviliza de manera no solapada son inquietudes gnoseológicas y metafísicas próximas a cierto Cortázar, cierto Bioy, cierto Arreola y, lo hemos visto, cierto Borges ―la familia “neofantástica”, como la denominó Jaime Alazraki, para distinguirla de la inmediatez emotiva o visceral de lo fantástico deslastrado de metadiscursos.(3) Aunque en el venezolano, a mi ver, se acentúa la inclinación “escoliástica” de Arreola o Borges: la glosa maravillada del dato erudito, la atracción por la rareza de una idea o su potencial como desencadenante de la fantasía. Asimismo, en él se robustece la vocación por lo visionario, con fogonazos irreductibles a la cotidianidad que traen a la memoria el ludismo de Juan Emar o Julio Garmendia. El cuento, por su imperiosa brevedad ―que puede coquetear con el enigma―, ya es de por sí un vehículo apto para semejantes empresas; en manos de Chirinos, el género propicia una poesía no verbal sino conceptual cuando el lector intenta verter sugerencias aisladas, discontinuas, en su experiencia íntima. Esa transición del texto asediado por el silencio a la vivencia de quien lo recibe se funda en sucesivas aperturas erigidas en ley. Ello permite que la labor creadora ―retomaré el léxico del cuentista― fluya de lo escrito a lo leído y, al hacerlo, la subjetividad del autor implícito nos inunde, o casi nos devore. Caribdis, Maelström, vorágine; feroz monstruo de los abismos o de socarronas albercas.
Desde su primer libro, Leerse los gatos (1997), Chirinos ha estado erosionando el antropocentrismo con los embates de lo animal, hasta hacer de sus voces o sus personajes puntos de contacto habituales entre lo humano y lo no humano. Todo lo que tiene de gótico su narrativa proviene de esa pérdida de límites; todo lo que tiene de fascinante, también. La sonrisa de los hipopótamos, en particular, confirma lo observado a principios de este siglo por Giorgio Agamben: el homo sapiens carece de sustancia y definición eterna o estricta, siendo comparable, más bien, a un mecanismo intelectual de “exclusiones e inclusiones” provisionales que forjamos para identificarnos.(4)
Sapos, murciélagos o hipopótamos no son los únicos correlatos de los personajes que hallamos. Un cuento como “Tóxico”, con la ambigüedad felina de su protagonista, resulta ejemplar:
“Moyano se levantó temprano esa mañana […]. Hoy iban a firmar el decreto, pensó mientras se estiraba como siempre, ejecutando los movimientos de los gatos […]. Acurrucado, se rascó un talón […]. Entró al baño. Meó. Hizo buches de agua con la boca en el lavamanos y se mojó la cara, la cabeza y la nuca: no tenía ganas de ducharse: se lamió el dorso de la mano y comprobó que el sabor no era desagradable” (p. 75).
Y esa falta de fronteras se despliega paralela a la convergencia de lo ordinario con lo sórdido, lo legal con lo ilegal y, especialmente, lo dicho con lo indecible, pues la oscuridad de la intriga se cierne también sobre las interpretaciones que pudiéramos ensayar. Un límite importante que transgrede el narrador de “Tóxico” ―divisable en otras piezas― es el que suele separar lo bello de la franca abyección:
“Moyano descubría que los sobacos se le habían apelmazado por la acumulación de mugre y grasa; que los intersticios de los pies no se separaban sino con esfuerzo, untados como estaban de carámbanos retorcidos hechos de trocitos de piel muerta, fibra de calcetín desprendida y sudor; y sus ingles eran resbaladizas, como una cebolla cuyas capas al desprenderse se deshicieran o se transformaran súbitamente en un líquido viscoso” (pp. 75-76).
He aludido ya a lo grotesco: quizá no exista vocablo más exacto para designar el efecto de renglones como los anteriores. Recuérdese que la noción empieza a ser motivo de reflexión en el Renacimiento, cuando el arte insistía en acceder a las mayores idealizaciones. Y que, desde ese momento, como lo plantean Justin Edwards y Rune Graulund, la imagen plástica o literaria puede cuestionar qué significa ser “humano” dotando los componentes de la esfera social de cualidades orgánicas, predominantemente zoomórficas o vegetales, que suscitan “espacios de virtualidades en conflicto”.(5)
Esa doble lectura que admite el preámbulo nos instala de lleno en la mayor virtud de Chirinos: su capacidad de diseñar laberintos de indeterminación, donde nuestras vacilaciones son ineludibles.
En los relatos de Chirinos, lo bestial se atisba tanto en los núcleos argumentales como en sus márgenes. La fugaz chica que espera el autobús en “Juegos geométricos”, por ejemplo, se entrega a la primavera urbana “con tetas como dos gacelas” (p. 38). En “La mirada de Rousseau”, la fauna de un anodino bar augura ―nos percataremos en el desenlace― un asesinato político: “La mosca, una entre millardos, se desliza hasta el borde de la taza para hurtar el dulce que queda en el café sin que el hombre [que lee el periódico] aparte la atención de los índices nutricionales de los próximos cincuenta años” (p. 25). En tal orbe de indecisiones ontológicas no ha de extrañar que el hablante mismo sea múltiple o presa de mutaciones, con la intervención de más de un narrador debido a anécdotas enmarcadas ―“Un ataque de lentitud”―; la coexistencia de perspectivas del “yo” de una bailarina y el de su rival ―“[Precuela: Catrusia]”―; una inesperada adopción de la segunda persona en la última oración, cuando el protagonista se sume en el sueño “eterno” y el cuento en el silencio del punto final ―“Juegos geométricos”―; o el brusco cambio de la tercera persona por la primera hacia el instante climático ―lo que se verifica en “La sonrisa de los hipopótamos” y encaja en el sistema de trasvases hombre/animal, lucidez/alucinación, contención/estallidos emocionales.
Que esa compenetración de la (ir)realidad evocada y la enunciación constituya un ingrediente fundamental de la estética de Chirinos lo acota la “Nota del autor”: “Hay una voz más allá de la voz que he imaginado y que solo usted, lector atento, sabrá escuchar ―si confluyen ocasión y deseo―” (p. 9). No soslayemos que el cuento inicial se titula “Qué Dios detrás de Dios” y que el endecasílabo del poema “Ajedrez” de Borges, de donde se toma, se completa con otras tres palabras: “la trama empieza”. Como puesta en abismo se revela, así, la subjetividad: tránsito constante que niega el egocentrismo del artista romántico o neorromántico. Sin embargo, junto con esa posibilidad, se agazapa la contraria: la del escritor no como pequeño demiurgo huidobriano, sino genuina materia de un Credo niceno, divinidad de divinidades. Ateniéndonos todavía a la “Nota”, estas páginas implican un testimonio vital que se vale de la sinécdoque, la reconstrucción de una carrera personal acopiando lo que ha quedado fuera de un eje central para situarlo merecidamente en “el índice de un libro” (p. 9). Ese mismo texto, de hecho, pronto define La sonrisa de los hipopótamos como parte de “la vida escrituraria de un cuentista”. La tercera persona, por obra y gracia de la enálage, no es más que estratagema de un “yo” que ejerce desde el prólogo la magia que atravesará la obra, ofreciéndonos diversas metamorfosis y muestras de maleabilidad. Al hablar del “otro” el narrador escribe sobre sí mismo: no por azar Georges-Louis Leclerc de Buffon había sentenciado, célebremente, que “Si no existieran los animales, la naturaleza del hombre sería aún más incomprensible”. En literatura todo es espejo porque todo es signo. Creación a “imagen” y “semejanza”, dicen las traducciones del Génesis: conviene recordarlo para leer una colección narrativa que se abre y cierra con referencias acuáticas ―nuevo diluvio― mientras reinventa zonas de convivencia entre lo humano y lo animal. Y no soslayemos que la deidad creadora de la “Nota” nos inserta en su ficción mediante un hágase el lector.
Esa doble lectura que admite el preámbulo nos instala de lleno en la mayor virtud de Chirinos: su capacidad de diseñar laberintos de indeterminación, donde nuestras vacilaciones son ineludibles. Sus novelas más recientes, Nochebosque (2011), Gemelas (2013) o Los cielos de curumo (2019) se complacen en dinamitar cualquier intento de confinar el mundo de la imaginación con jaulas racionales. El absurdo, lo contradictorio, el caos siempre fuerzan los barrotes, y ese placer anárquico se despliega una vez más en La sonrisa de los hipopótamos. Saber que todo esto lo hace un escritor venezolano en estos momentos de la historia y que algunos pasajes de uno de los cuentos, “España se ríe de Casandra” (pp. 87-88), son bastante explícitos en cuestiones políticas, allana el camino para entender por qué las “aperturas” que he examinado en líneas previas no agotan las latentes en el volumen. Ninguna interpretación que lo pretenda logrará cazar ni domesticar esta indócil fiera literaria. De allí, su sonrisa.
©Trópico Absoluto
NOTAS
1 Juan Carlos Chirinos. La sonrisa de los hipopótamos. [Madrid]: Ediciones La Palma, 2020. 106 p.
2 Erich Neumann. The Origins and History of Consciousness. F. C. Hull, trad, Princeton UP: 1995. p. 56.
3 Jaime Alazraki. “¿Qué es lo neofantástico?”. Mester, vol. XIX-núm. 2, 1990, pp. 21-33.
4 Giorgio Agamben. L’aperto. L’uomo e l’animale. Torino: Bollati Boringhieri, 2002. p. 34.
5 Justin Edwards and Rune Graulund. Grotesque. Londres: Routledge, 2013. p. 3.
Miguel Gomes (Caracas, 1964), estudió literatura en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad de Coimbra. Doctor en literatura por la Stony Brook University, New York. Board of Trustees Distinguished Professor de la Universidad de Connecticut, donde enseña desde 1993. Miembro de la Academia de Artes y Ciencias de Connecticut y miembro correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. Posee una amplia obra narrativa. Entre sus libros de crítica se cuentan: Los géneros literarios en Hispanoamérica (Navarra: Ediciones Universidad de Navarra, 1999) y La realidad y el valor estético: configuraciones del poder en el ensayo hispanoamericano (Caracas: Editorial Equinoccio, 2010).
Fotografía: Juan Carlos Chirinos retratado por Vasco Szinetar. 2017. ©Vasco Szinetar
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