Un insomne monstruo contenido: Vitalidad del mar en la narrativa de Gustavo Díaz Solís
La presencia del mar en la obra de Gustavo Díaz Solís es tan misteriosa como vital, afirma el joven investigador Ricardo Andrade Fernández (Barquisimeto, 1987) en este breve estudio del autor nacido en Güiria, estado Sucre. “El escritor apela a la precisión imaginativa, cartográfica y poética de su prosa para inventar un mar bello y terrible a la vez, como el llano de Gallegos, que parece vigilarnos con el celo que es común a guardianes y perseguidores. Tal vez, después de todo, la espumante vitalidad del mar de Díaz Solís resida, precisamente, en la monstruosidad contenida de sus aguas.”
Mucha agua salada ha corrido en el proceso literario venezolano desde que Andrés Bello escribiera, alrededor de 1808, una oda titulada “A la nave”. Desde entonces, no son pocos los textos escritos por venezolanos que aluden al mar, lo cual no debe sorprender teniendo en cuenta los casi 3.000 kilómetros de costa que posee Venezuela, además del conjunto de islas y archipiélagos que constituyen su mar territorial. Para Efraín Subero es posible hablar de una “literatura marina” en Venezuela, que pese a su constancia, parece no haber sido cultivada con justa intensidad. En su antología El mar en la literatura venezolana, Subero señala un cierto olvido del mar por parte de los novelistas, argumentando que los más importantes logros de la narrativa marina venezolana se han dado en el cuento. Aunque no podemos dejar de lado la presencia del mar en novelas como Cubagua, de Enrique Bernardo Núñez o El mar es como un potro vigoroso, de Antonio Arráiz, es cierto que es en algunos cuentos como “La noche en el puerto”, de Uslar Pietri, o “La balandra Isabel llegó esta tarde”, de Meneses, donde encontramos la intensidad de un mar que se revela consustancialmente compenetrado con la trama. Lo que muestro a continuación es la forma en que esto ocurre en los cuentos de Díaz Solís, en los cuales la imaginaria precisión espacial con que se construyen deriva en la configuración de auténticas cartografías verbales del mar.
Nacido en Güiria, en la Península de Paria, Gustavo Díaz Solís está biográficamente ligado al mar desde su infancia, y también literariamente desde la publicación de su primera colección de relatos que lleva el elocuente título de Marejada (1940). Su breve aunque honda obra literaria es quizá más conocida por “Arco secreto”, relato ganador del célebre Concurso de Cuentos de El Nacional, en 1947. Sin embargo, en varios de sus otros cuentos es posible percibir similares proporciones de misterio, animalidad y horror. López Ortega ha clasificado en tres las líneas de fuerza de la perfeccionista obra de Díaz Solís: a) la espacialidad marítima, b) la recreación histórica y c) la refiguración ambiental. En realidad podría decirse que a menudo esas fuerzas se entrecruzan para hacer convivir el mar, lo histórico y lo animal en un solo relato, como ocurre en “Llueve sobre el mar” y “El niño y el mar”, dos cuentos que considero reúnen, con más nitidez que otros, la acabada construcción del espacio marino y toda la potencia significante del mar dentro de las historias.
En el ámbito de las culturas insulares, muchos se han ocupado de meditar sobre la influencia del mar en la cotidianidad y en la imaginación artística. Basta recordar en el contexto cubano el conocido poema de Virgilio Piñera, “La isla en peso”, para tener una idea de lo que significa vivir con “la maldita circunstancia del agua por todas partes”, o el planteamiento de Antonio Benítez Rojo, en La isla que se repite, acerca de la incesante recurrencia de la condición caribeña, tanto en el tiempo como en el espacio, propiciada por la insularidad. En archipiélagos más distantes del Caribe también se ha reflexionado sobre la presencia del mar en la imaginación literaria. Por ejemplo, Shin Yamashiro, académico de la Universidad de Okinawa, defiende el carácter tridimensional del mar en la literatura y la interdependencia entre lo oceánico y lo terrestre en los textos literarios, proponiendo la existencia de literaturas sobre el mar (on the sea), bajo del mar (beneath the sea) y por el mar (by the sea). Traigo a colación esta clasificación porque las acciones de los relatos de Díaz Solís no ocurren en altamar ni en las profundidades, sino precisamente en esos espacios fronterizos entre lo oceánico y lo terrestre, concretamente la costa y la playa, es decir, by the sea. Sin embargo, para desarrollar esta línea de pensamiento en el ámbito latinoamericano hay que considerar la singular presencia del mar en nuestras literaturas, a la que ha aludido Ignacio Padilla cuando sostiene que “hay mucho mar y mucha agua en la narrativa latinoamericana, pero su lejanía, su hostilidad y el prosaísmo de su furia lo hacen invisible sólo en apariencia” (15). Acá intento sopesar esa aparente invisibilidad a la luz de los cuentos de Díaz Solís, emplazados en una orilla septentrional de esa “isla de tribus perdidas” que es, según Padilla, toda América Latina.
Los rumores de la costa
Publicado por primera vez en 1943 en el libro homónimo, “Llueve sobre el mar” cuenta la historia del negro José Kalasán, peón de una hacienda cacaotera situada en un polvoriento caserío costero de Venezuela, que después de sobrevivir misteriosamente a la mordedura de una serpiente, una noche se emborracha y viola a la hija del comisario del pueblo. Más allá de las descripciones del paisaje tropical y de las explicaciones históricas del relato, quiero destacar la forma en que el narrador da cuenta de un mar que parece funcionar como un barómetro de la acción, capaz de marcar y anticipar momentos claves del relato. Al comienzo vemos un mar diurno y luminoso, aunque enceguecedor, que contrasta con la cómoda penumbra de los espacios interiores. Sin embargo, esta luminosidad del mar vigilante va desapareciendo a medida que se desarrolla la historia.
El relato nos sitúa en este anónimo caserío, olvidado en algún punto deprimido de la geografía venezolana, no sin dibujar algunos de sus rasgos históricos. Así, el narrador-cartógrafo evoca la formación del poblacho “en una ensenada mansa de la costa”, constituido por dos hileras de ranchos, habitados por pescadores y peones, y una calle que nace en la hacienda y muere en el mar. Contraponiendo lo marítimo y lo terrestre, el narrador recrea verbalmente la configuración urbana de los pueblos costeros que, antes de la explotación petrolera, vivían de la pesca y el cacao. A través de la imaginación y técnica de Díaz Solís los lectores podemos visualizar el embarcadero, los barcos que pasan a lo lejos indiferentes a la vida del caserío, el cerro pedregoso a la derecha, el puerto de los pescadores, el muelle, los mangles y los altos cocoteros. La perspectiva narrativa en ocasiones se nos presenta anclada en un mar que contempla a la distancia las acciones del pueblo, como si se tratara de una larga toma fílmica de plano general. Por ejemplo, desde el mar contemplamos la potente luz de la pulpería de Monchito, que es donde los peones se reúnen por las noches a beber ron malo y a olvidar. “Su luz puede verse desde lejos, desde el mar. Así decían los pescadores. Debía, pues, ser verdad” (58). Desde allí también se oyen los sonidos de la pulpería, las carcajadas, las piedras del dominó, el sonido del cuatro. Así que pronto se nos revela el mar como un testigo de la vida del pueblo.
Llueve sobre el cuerpo del criminal abatido a mitad de la noche y llueve sobre el mar oscuro, cuya presencia no es la de un elemento paisajístico o decorativo, sino la de un correlato directo de Kalasán y de su sino trágico
En contraste con el mar luminoso, el mar nocturno aparece en el relato con voz propia para reflejar y modular las tensiones de la acción. De hecho, es un mar tan o más sonoro que visual. No en balde, el narrador comenta que pasada la algarabía de la pulpería, “cuando ya Monchito había apagado su lámpara, se oía imponente la eterna voz del mar” (59). Acto seguido, nos habla de un rumor absoluto que domina el espacio mediante una presencia auditiva, invisible en la oscuridad, pero constante: “detrás, la montaña negra, más negra que la noche, llena de extraños ruidos. Y envolviéndolo todo, dominándolo todo con su ronco rumor, el mar” (59). Este mar oscuro y sonoro, de voz eterna y ronco rumor, introduce así su faceta más sombría y un presagio de fatalidad. Así, las imágenes del mar nocturno comienzan a anticipar el hecho trágico que ocurre en tierra firme, reafirmando el carácter fronterizo de la costa, en donde la existencia de lo acuático está estrechamente conectada con la vida terrestre (Yamashiro 62). Ocurrida la mordedura de serpiente y la sobrenatural recuperación del negro Kalasán, reaparecen las imágenes nocturnas de la costa: “Noche grande, inmensa sobre el caserío. Arriba, muy arriba, la luna amarilla, redonda, brillando. La luna pinta las cosas con extrañas tonalidades. Cae sobre el mar y el mar brilla y suena de un modo distinto” (66). El mar recupera su acción especular, pero ya no brilla por el sol sino por la luna, cuya presencia, en medio de los nubarrones, marca el enrarecimiento de la atmósfera. Es allí cuando volvemos a ver y, sobre todo a oír, al mar nocturno, pero esta vez abiertamente furioso: “El mar gruñe como un borracho y escupe espuma contra las rocas. Después chupa la arena que suena con áspero, hondo ruido” (69). Como es evidente, el mar deviene en metáfora de lo irracional, y su recreación poética actúa en el relato como presagio de los hechos violentos que vivirá el pueblo.
Cuando ya Kalasán está completamente borracho y resuelto a cometer el crimen que lo enfrentará a su destino, el narrador retoma las inquietantes imágenes marinas: “El negro Kalasán avanzó (…) Allá lejos, el mar, como un insomne monstruo contenido, quejándose” (71). Ya el mar se nos revela como una criatura abiertamente monstruosa, desvelada en medio de la noche, quejumbrosa sobre el destino de los hombres, pero todavía contenida. La violación cometida por el negro y su ulterior asesinato ocurren en medio del aguacero y el lector reconoce las imágenes que dan nombre al cuento. Llueve sobre el cuerpo del criminal abatido a mitad de la noche y llueve sobre el mar oscuro, cuya presencia no es la de un elemento paisajístico o decorativo, sino la de un correlato directo de Kalasán y de su sino trágico. Su monstruosidad y violencia no son sino el testigo y reflejo de una fuerza demoníaca que también habita en los hombres. Bachelard, en su conocido ensayo sobre El agua y los sueños, se refiere a la imagen de un mar perverso que sufre un cambio de género al encarnar un tipo de cólera: “Un duelo de malignidad comienza entre el hombre y el mar. El agua se hace rencorosa, cambia de sexo. Al volverse perversa, se hace masculina” (29). Acaso esa perversión del mar tiene lugar en el relato de Díaz Solís y se corresponde con la irracionalidad masculina que ha poseído al personaje de Kalasán, ahora resuelto a violar a su víctima a costa de su propia destrucción.
La playa y sus linderos
Un caso muy distinto se observa en el espacio marítimo de “El niño y el mar”, publicado por primera vez en Cuentos de dos tiempos (1950). Este relato cuenta la historia de un niño solitario que, armado con una caña y una lata, merodea en la playa en busca de cangrejos, y acaba siendo presa del pánico cuando se topa con uno mucho más desafiante de lo esperado. A diferencia del cuento anterior, la acción transcurre en una sola tarde y tiene lugar en el espacio liminal y profundamente metafórico de la playa. Este relato, sin abundar en descripciones, parece delinear un mapa del espacio. Al comienzo del cuento el mar es más bien una presencia distante que, junto a la duna, en cierto sentido confina al niño a un espacio aislado y reducido, en medio de ese estado de in-betweeness que, siguiendo a Yamashiro, caracteriza a la playa como espacio colindante entre lo oceánico y lo terrestre: “Detrás sentía la mole de la duna y miraba delante el pedazo de playa descubierto en el bajante donde el sol de la tarde ponía sus brillos” (Díaz Solís 7). Por medio de estas referencias espaciales se construye un mar vivo pero igualmente distante: “Y lejos, al frente, más allá de un terraplén de arrecifes cubierto de algas, el mar muy azul, vivo de olas y espumas que corrían en el viento hacia el oeste” (8).
Pero la percepción material del mar también va más allá del sentido de la vista. Como en el otro cuento, acá Díaz Solís refiere el rumor de ese lejano mar que llega a presentar inquietante y sinestésicamente como “una mancha de ruido de agua”. El narrador de este cuento refiere incluso el aroma del mar al avanzar la tarde como un “olor friolento y salado”. El tacto también es muy importante en medio de este juego sinestésico de imaginación y materia. Así, advertimos el contacto del pie descalzo con la arena mojada y la sensación de haber tocado algo vivo bajo las rocas, única manera que tiene el niño de adivinar la presencia de sus esquivas presas. Pero pronto descubrimos que esa acechante adivinación de presencias no se da sólo entre el cazador humano y su presa animal. El clímax de la historia viene dado luego de que el niño, desinteresado por los cangrejitos accesibles de la arena, se empeña en dar cacería a los carnosos cangrejos de las rocas que quedan al descubierto en bajamar. Es decir, a los habitantes de un espacio de apariencia terrestre que pertenece al mar, un espacio oceánico que no está fácilmente dispuesto a ser invadido por el niño.
El escritor apela a la precisión imaginativa, cartográfica y poética de su prosa para inventar un mar bello y terrible a la vez, como el llano de Gallegos, que parece vigilarnos con el celo que es común a guardianes y perseguidores
Uno de los asuntos más evidentes de este relato es el tópico de la inferioridad del hombre ante la inmensidad de la naturaleza, concretamente del mar. Por muy grande que sea su espíritu de lucha, el niño se nos presenta como una criatura diminuta y frágil frente al ancho y misterioso reino marino: “Así, caminando sobre el desnudo fondo del mar, [el niño] se veía pequeñito, íngrimo, pero como animado de una movilidad resuelta” (9). Es por eso que la transgresión del territorio tiene en este caso consecuencias similares a las de otro tópico, el del cazador-cazado. Si el mar latinoamericano es, al decir de Padilla “ambivalente contenedor de islas y monstruos” y “fuente caótica de la inferioridad” (19), el mar de este relato se constituye prácticamente en un monstruoso antagonista de la inferioridad humana. En tanto criatura marina, el cangrejo enorme que sorprende al niño actúa como una especie de monstruo que no solo no se deja capturar, sino que además es capaz de librar batalla contra el humano y causarle verdadero terror. Primero se nos muestra la resistencia del animal. Y más adelante, cuando el cangrejo por fin sale de su escondite se nos muestra como una criatura enorme, vigilante y amenazante, dotada de una tenaza dentada y otra afilada, y adueñada de la caña del niño, es decir, una presa convertida en cazadora y una extensión de la propia monstruosidad del mar.
De hecho, el antagonismo del mar luego se expresa en sí mismo, pues en medio del terror causado por el cangrejo, es precisamente la subida de marea la que obliga la retirada del niño. “Entonces advirtió que estaba pisando en agua, que el mar asaltaba el terraplén de las algas y avanzaba espumoso y vivo por todos lados, recobrando piedras y rocas y plantas marinas que vivían de nuevo en el ritmo del agua” (13). Así, al final del cuento el mar vivo, espumoso, recupera el espacio cedido y ahuyenta al invasor, a quien no le queda más opción que correr chapoteando. El mar es imaginado acá como una entidad dotada de agencia, celosa de su territorio, que se opone al ímpetu dominador del hombre, tan proclive a la ilusión de poseer. Si de acuerdo con Yamashiro, la playa es el espacio que sirve de contención a las fuerzas destructivas del océano (60), entonces Díaz Solís presenta atinadamente la tensión de este espacio limítrofe a través de la angustia de un niño que se propone transgredir esos límites, pero que acaba aterrado por la monstruosidad del mar y expulsado de sus dominios.
En definitiva, dentro de la imaginación espacial de Díaz Solís, el mar oscila entre la lejanía de un testigo contenido y la agencia de un personaje monstruoso. En estos cuentos comprobamos la lejanía y la hostilidad del mar señaladas por Padilla, pero también su efectiva compenetración con los mundos imaginados. Si en “Llueve sobre el mar” vemos un mar-espejo que refleja el ánimo de los personajes, anticipa la acción narrativa y se agita en medio de su contención, en “El niño y el mar” encontramos un mar menos furioso, pero igualmente hostil y atemorizante, como dotado de una voluntad que termina por expulsar al ser humano de sus confines. El monstruo contenido del primer cuento parece superar un poco esa contención en el segundo, pero no tanto mediante sus fuerzas irracionales, sino a través de una decidida arremetida contra el sujeto. No obstante, en ambos casos es el ser humano el que sobreestima sus poderes, se excede, fracasa y recibe el castigo. Por eso, todo cuanto ocurre en el espacio histórico-social de la costa o en el espacio intemporal-universal de la playa tiene su contrapartida en el mar, el cual tiende a volverse contra el hombre. Es evidente que la presencia del mar en Díaz Solís es tan misteriosa como vital. El escritor apela a la precisión imaginativa, cartográfica y poética de su prosa para inventar un mar bello y terrible a la vez, como el llano de Gallegos, que parece vigilarnos con el celo que es común a guardianes y perseguidores. Tal vez, después de todo, la espumante vitalidad del mar de Díaz Solís resida, precisamente, en la monstruosidad contenida de sus aguas.
©Trópico Absoluto
Referencias
Bachelard, Gaston. El agua y los sueños: Ensayo sobre la imaginación de la materia. Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2003.
________. The Poetics of Space. Beacon Press, Boston, 1969.
Benítez Rojo, Antonio. La isla que se repite: el Caribe y la perspectiva posmoderna. Ediciones del Norte, Hanover, NH, 1989.
Díaz Solís, Gustavo. Ophidia y otras personas. Monte Ávila, Caracas, 1968.
_________. Arco secreto y otros cuentos. Monte Ávila, Caracas, 1973.
López Ortega, Antonio. “Gustavo Díaz Solís: Un arco secreto”. En Cuadernos Hispanoamericanos, No. 742, abril 2012, pp. 27-32.
Padilla, Ignacio. La isla de las tribus perdidas: la Incógnita del mar latinoamericano. Debate Editorial, México, D.F, 2010.
Piñera, Virgilio. La isla en peso: obra póetica. Tusquet Editores, Barcelona, 2000.
Subero, Efraín. El mar en la literatura venezolana (vols. I y II). Ediciones del Congreso, Caracas, 1974.
Tally Jr. Robert. Spatiality. Routledge, London and New York, 2013.
_________. (ed.) Literary Cartographies. Spatiality, Representation and Narrative. Palgrave Macmillan, New York, 2014
Yamashiro, Shin. American Sea Literature: Seascapes, Beach Narratives and Underwater Explorations. Palgrave Macmillan, New York, 2014.
Ricardo Andrade Fernández (Barquisimeto, 1987), estudió Comunicación Social y Letras en la Universidad Central de Venezuela. Completó estudios de Maestría en Filología Hispánica en la Universidad de Sevilla y es actualmente Ph.D. Candidate en The Pennsylvania State University, donde trabaja como investigador e instructor en Literatura Latinoamericana.
Una versión anterior de este artículo fue presentada en la Universidad de Chicago en el marco de la Chicago Graduate Conference of Hispanic and Luso-Brazilian Studies, titulada “Corrientes y contracorrientes: El mar y el mundo luso hispánico” (abril, 2018).
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