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La condición post-chavista

Al abordar la problemática actual de la migración venezolana y los innumerables conflictos que está produciendo en todas partes donde es visible, Juan Cristóbal Castro (Caracas, 1970) propone en este ensayo una idea de la nación venezolana como un movimiento, un desplazamiento que está generando un sujeto negado. El venezolano “es un cosmopolita vernáculo dentro de América Latina, que tiene el peso destituyente de cuestionar una identidad latinoamericana soberanista, tanto en lo nacional como en lo multicultural. (…) Esta criatura carga el peso de una nacionalidad fantasmal que incomoda, perturba, molesta como un virus”. La propuesta amplía el marco para pensar hoy la condición migrante venezolana y los relatos cargados de buenas intenciones de la integración y la hermandad latinoamericana. Despojada de todos sus privilegios, concluye el autor: “esta venezolanidad cosmopolita, se mantiene plena de energías sin un plan previo de cómo vivir la vida, salvo la de su voluntad de continuar”.

Vasco Szinetar. De la serie Caracas postcards (2017-2018).

porque soy extranjero de toda dirección y de todo extravío
porque me pierdo porque no me encuentro
ni en mi falta de planes

Luis Moreno Villamediana

Al final no quedó rastro alguno del país donde José Asunción Silva obtuvo la orquídea que le regaló a Stéphane Mallarmé, por más que el poeta francés le diera las gracias y registrara en otro momento el deleite que le inspiraba la música del venezolano Reinaldo Hahn, amigo de Proust. La flor, sin embargo, tiene algunos elementos que singularizan el gentilicio de donde proviene, y que pudieran dar cuenta de la razón del desdén por su origen en el poeta europeo. Ahí está su falta de forma: sus pétalos son asimétricos y para muchos asemejan las costillas de un cuerpo. Luego está su carácter en apariencia dependiente, pues se sostiene de algún árbol y necesita del agua, aunque la mayoría de las veces exige poco para sobrevivir; o su fragilidad, siempre sensible, supuestamente endeble, delicada. También estaría su imagen ambivalente, entre hermosa y rara, entre atractiva, exótica y repulsiva, por no hablar de su afición fantasmal por la opacidad de la neblina, de los bosques húmedos y del clima templado.

Solo tiempo después, y dentro de los anales de la literatura moderna, vemos resurgir aquello que no había sido nombrado por el poeta francés, despojado ya del carácter sublime de una flor para ganar más el de una representación algo abyecta, errática, descolocada. Pienso en el fugitivo de La invención de Morel de Bioy Casares, alguien que huye a una isla perseguido por una dictadura y que no tiene ahora lugar, pero que sigue con un sueño monumental y heroico para terminar de enamorarse de una simple imagen que lo lleva al auto-sacrificio y la disolución. Jack Kerouc en The Road, por otro lado, habla de un poeta desconocido llamado Víctor Villanueva y de una sinuosa borracha venezolana “mitad india”, ambos personajes secundarios, desconocidos, hundidos en el espesor de la vida nocturna mexicana, sin rastros de identidad o pertenencia. Roberto Bolaño, por su parte, en La Literatura nazi en América, nos cuenta de Segundo José Heredia, viajante por el mundo, alguien que escribe y termina creando una comuna nudista en las cercanías de Calabozo. Todos comparten ese carácter errático e insignificante de la flor que vengo mencionando. Son desconocidos, sin lugar de residencia, viajantes, perdidos.

Quisiera con estos casos considerar el gentilicio venezolano en estos últimos años como parte de esa frágil deformidad que da cuenta de una ciudadanía impropia cuya naturaleza es menos real que fantasmal. Caminante o exiliado, hambriento o indocumentado, es y no es una “persona” que tiene como sino, como destino, transitar por el continente (de ida y de vuelta) ya no para liberarlo, como una vez el mito lo quiso creer, sino para habitarlo en búsqueda de refugio, protección, bajo la promesa acechante, insistente, de una “vida mejor”. Hablamos de un gentilicio que se define en el paso constante sobre un territorio común; tránsito u ocupación itinerante que para algunos latinoamericanos se ha visto lamentablemente como una forma más bien de ensuciarlo, de complicarlo, de desajustarlo, de criminalizarlo, de viralizarlo; incluso hasta en el caso de críticos de izquierda se ha visto como una presencia amenazante que desacredita los reclamos “legítimos” de sus verdaderos habitantes, poniendo en duda sus demandas de justicia y, me atrevería incluso a decir, alterando el confort que a algunos de ellos les puede dar como capital simbólico el rol de la víctima privilegiada del Estado o de los poderosos, el hermoso y celestial lugar de David o Calibán que lucha para siempre contra el Goliat imperial o estatal.

Quisiera con estos casos considerar el gentilicio venezolano en estos últimos años como parte de esa frágil deformidad que da cuenta de una ciudadanía impropia cuya naturaleza es menos real que fantasmal

Al desafiar estos espacios, termina siendo ahora solo una máscara, un chiste, una provocación, de lo que una vez fue y de lo que hasta cierto punto se esperaba de él, transmutándose así en un ciudadano espectral: sin leyes que lo protejan, ni territorio que lo albergue; sin voz que lo enuncie, ni comunidades que lo acepten del todo. Por fortuna, siguen los casos de solidaridad, pero eso no detiene los problemas que vive. Su intrusión sobre un continente en crisis y con muchos problemas por resolver arrastra un precio, sea simbólico, político o sentimental, pues es visto como un secreto traidor de un proyecto de liberación del que nunca participó y culpable benefactor de una riqueza petrolera que gozó con derroche y de forma “irresponsable”.

Es una criatura espectral, sobre todo gracias a la profusión de sus cuerpos en ciertas cadenas noticiosas, en la proliferación de imágenes fotográficas de prensa o internet. Víctimas o delincuentes, sombras exóticas de lo que una vez fue un país petrolero lleno de jugos de frutas, mujeres bonitas, paisajes naturales y caos caribeño, tal como se rememora al más puro estilo publicitario: eso es lo que llamamos “venezolano”, es decir, una construcción mediática que reúne un grupo de órganos desasistidos que ruedan en Whatsapp, en los noticieros sensacionalistas y en los programas de variedades. Hablo de un grito melodramático de dolor, de un gesto cursi de Miss ahora sin trono, de una nostalgia de tiempos ricos, de una caricatura de anhelos consumistas de dinero fácil, por no hablar de su contracara: la de sospechosos criminales que abusan de la ayuda de la gente, la de igualitaristas irresponsables que nunca trabajaron por su país, la de ladrones disfrazados de criaturas angelicales, desordenados irrespetuosos con falta de cultura política y reglas básicas de civilización. Todo eso va, a la vez, creciendo en intensidad en la medida que siguen saliendo de su país, padeciendo las contradicciones de una realidad cada vez más aplastante.

Con la constitución de 1999, donde paradójicamente se reivindicaban en papel los derechos de las comunidades indígenas y afro-venezolanas, empezó el declive, la transmigración de una ciudadanía nacional a una nacionalidad fantasmal, la transubstanciación de un cuerpo patriota “empoderado” a un cuerpo escindido por la nueva repartición soberanista. Para ese entonces se llamó al país República “bolivariana” de Venezuela, inscribiendo en ella un “nosotros” mítico, revolucionario, vinculado a la empresa de emancipación continental, dejando así de ser solo “nacional” para ser latinoamericano. La comunidad imaginaria que se fundaba en el nuevo pacto constitucional entró así en el lugar del mito, desmarcándose de aquellos sujetos que se mantenían todavía atrapados por la historia, en la lenta, difícil, construcción de sus instituciones democráticas: un Gallegos en el exilio, un Teodoro Petkoff aceptando sus errores guerrilleros, un Mendoza haciendo trabajo social. El más allá del tiempo de la trascendencia política entró así en la nueva ley del proceso constituyente, en la realidad de una nueva promesa, demarcando un bando contra otro: el bando revolucionario contra el bando mundano, el grupo mayoritario de los que pertenecían a la empresa salvacionista, y el grupo minoritario de quienes no participaban en el banquete del gran cambio. Y pronto, de ser bolivariano, se pasó a ser socialista, vinculando como por arte de magia los dos imaginarios redentores en uno solo, las dos utopías en un mismo horizonte.

El paraíso estaba en la tierra, hasta que lamentablemente (y cómo siempre sucede en estos casos) no hubo más dinero petrolero y la revolución se fue vaciando de su sueño social, de su fantasía colectiva. La máscara empezó a develar su propio rostro. El cuerpo decidió mostrar sus costados. El espejo reflejó la sombra que proyectaba.

Suplemento del latino-americanismo, lo venezolano terminó de este modo convirtiéndose en el simple soporte de la gestación del mito, en el espacio o escenario desechable, insignificante, en donde tuvieron lugar los indicios de la emancipación de Bolívar, ese relato continuo que signa la misión del continente: la eterna liberación de los pueblos.

La pequeña Venecia que Américo Vespucio vio en los palafitos indígenas construidos sobre el mar del Lago de Maracaibo da muestras de una metáfora que erige un desplazamiento de otro espacio principal, que es a su vez, si seguimos las versiones de un Martín Fernández de Enciso o el mismo Antonio Vásquez de Espinoza, el de un terreno sostenido por el agua, una materia lábil, flexible, frágil, inestable, como la orquídea de la que vengo hablando. Así, detrás de la supuesta solidez continental, estaba escondida, como el enano que jugaba al ajedrez en el invento de Wolfgang von Kempelen, la debilidad insular. La misma materia que llevó al ensayista Antonio Pedreira a criticar la falta de raíces del puertorriqueño, o al mismo Jorge Mañach a hablar de la debilidad entreguista y el complejo de inferioridad del latinoamericano.

Tenía razón Sarmiento cuando en el Facundo señalaba que, en contraposición a un Bolívar como totalidad, quedaba Venezuela como “la peana de aquella colosal figura”. La palabra, como señala el Diccionario de la Real Academia, significa una “basa, apoyo o pie para colocar encima una figura”. De este modo, era inevitable que lo venezolano, como ese contenedor secundario del líder, terminara siendo a su vez parte de la negación del mito trascendental. Por eso en su medio cultural y geográfico, en su historia, fue donde se gestó la terrible traición: la Venezuela republicana que hoy en día conocemos se forma por primera vez como Estado, separándose de la Gran Colombia, del gran proyecto bolivariano. Páez, primer presidente de la nación, desobedece a su líder.

Ese recipiente escenográfico es por consiguiente un lugar peligroso, maligno, traicionero. Después de todo, ¿qué puede esperarse de algo sostenido sobre el espesor del mar?

Desde ese suelo traicionero proviene entonces la ciudadanía venezolana que carece, en efecto, de propiedad, de dueño. Es un cascarón vacío; es un simple “veneco”, un “venefacha” o “sapo”, como dicen algunos en Chile, o un “limpia poseta”, como diría Maduro en otra ocasión: una criatura abyecta, deforme, mal hablada, peligrosa, una nueva versión del “gusano” cubano, un “majunche” o “escuálido”. Alguien que es y no es, que está y no está. Alguien que transita, se mueve, cambia. Alguien a quien le falta hombría o personalidad. Una identidad en fuga, metamorfoseándose en roles, oficios, lugares, destinos. Un “marrano” que desdice de su propia condición, la parte de lo sin parte del “pueblo” latinoamericano, sobre todo de aquellos neo-populistas y revolucionarios que tanto han querido construir una idea del mismo bajo una arque-política en los términos de Rancière.

La nación del venezolano ahora no es más que el movimiento de sus pasos, y las conexiones con sus otros hermanos circunstanciales de extranjeridad. Su identidad negada, destituida, mira un país cuya base territorial es tan desequilibrante como el líquido mismo del cual forma parte, que ni es completamente continental, ni completamente caribeño, ni enteramente amazónico, ni enteramente andino o llanero. Apenas es un lugar de paso para piratas, buscadores de oro, mineros, banqueros y revolucionarios. Ser venezolano en estos momentos es ser híbrido, impuro: haitiano en Chile o en República Dominicana, guatemalteco en México, o mexicano en la frontera norteamericana. Es asumir una identidad portátil que lo lleva a fusionarse con otros, una identidad prestada, desechable, frágil. Como la orquídea de Mallarmé, vive de otras sustancias, y se sostiene en el tallo de otros, mutando de naturaleza, de hojas.

La realidad migrante

Veo una vieja fotografía de Federico Ríos Escobar para el New York Times donde muestra tres hombres jóvenes caminando en silencio, arropados por el frío, que van por la ruta de Cúcuta a Bucaramanga. Sus rostros muestran silencio y determinación. No sabemos adónde irán. Tampoco qué piensan en su trayectoria, o qué llevan consigo: ¿un escapulario de la virgen de Coromoto, una imagen de Bolívar, o incluso alguna orquídea? No conocemos sus nombres, sus orígenes y menos sus destinos, porque son anónimos. Este (in)ciudadano nacional y (des)territorial es fantasmal, porque recorre el continente de distintas formas. Se habla ya de más de cinco millones que han salido de su país, y se calcula para finales de este año que llegará, según cifras oficiales, a seis millones; una cantidad comparada a la de Siria, sin haber estado nunca en guerra, una cantidad que es la más grande que se ha dado en América Latina. A diferencia de otras migraciones internas o del sur del continente, por primera vez a estos (in)ciudadanos se les pide visa en Perú, Ecuador, Chile y Trinidad. Es decir, en la comunidad “latinoamericana” donde tanto se critica lo que sucede en USA o Europa, se les ponen muros. Muros de diverso tipo: legales, ideológicos, culturales. La misma ACNUR ha decidido evitar concederles el privilegio de refugiados o solicitantes de refugio. Son solo “venezolanos desplazados en el extranjero”. No tienen por ende derecho a tener lugar en la casa latinoamericana[1].

Es común pensar que las campañas que se han hecho contra la xenofobia en muchos países, el trabajo de instituciones internacionales por resguardar a los venezolanos, la continua presencia mediática de la situación y las cifras comparadas a Europa en materia de actos anti-inmigrantes es suficiente para asumir las bondades del continente sobre este problema, siguiendo el relato de la “hermandad” entre nuestros pueblos. Pero precisamente por eso, por esa falsa seguridad que tiene claros elementos doctrinales, hay que estar alertas. Primero que nada, en comparación con el europeo o norteamericano, el tejido institucional de los países latinoamericanos es muy endeble, lo que obliga en la praxis a que se exponga no solo a dosis terribles de burocracia, sino a aplicaciones indebidas de la ley. Como bien explicaba Homi K. Bhabha, el problema en estos tiempos excepcionales de “populismos barbáricos” donde muchas veces en nombre de los más altos principios se cometen los más peligrosos designios, no es tanto la carencia de ley, de enunciados sobre la defensa de los derechos (o de sus políticas macro), sino de su suspensión, destitución y manipulación en situaciones concretas.

El segundo factor que debe llamarnos la atención para prevenirnos de cualquier exceso de confianza es la inmensa geografía del continente, cuyas ciudades letradas o mediáticas no abarcan todavía toda su extensión, solo algunos lugares estratégicos. De ahí que sea muy frecuente perder las visibilidades del derecho sobre las rutas que muchos de estos caminantes deben pasar con enormes dificultades. La selva de la explotación cauchera en La Vorágine de José Eustasio Rivera, o el desierto mexicano de las historias de Rulfo siguen vivos en el continente, y son los espacios que van a cruzar nuestros migrantes por falta de documentación, bien sea porque se las pide el “vecino” latinoamericano, o bien sea porque no tienen el dinero que le exige el régimen venezolano para obtener un pasaporte, cada vez más engorroso de conseguir. El domicilio de nuestros caminantes es el que Walter Benjamin en su viaje a Marsella ubica como el “afuera” del territorio ciudadano, donde el estado de excepción es “el terreno en el que ininterrumpidamente se desencadena la batalla que se decide entre ciudad y campo”. Dentro de él, solo tienen “vida desnuda” al transitar lugares des-localizados de las economías de la violencia, de la esclavitud sexual, de la trata, de la prostitución, de las redes del crimen, de los trabajos con mínima o ninguna remuneración. Todos espacios fantasmagóricos en su relación con la ley que llevan al venezolano a eso que una vez Achille Mbembe llamó “devenir negro del mundo”, es decir, transitar zonas “en que la distinción entre el ser humano, la cosa y la mercancía tiende a desaparecer y borrarse, sin que nadie –negros, blancos, mujeres, hombres– pueda escapar a ello”.

A diferencia de otras migraciones internas o del sur del continente, por primera vez a estos (in)ciudadanos se les pide visa en Perú, Ecuador, Chile y Trinidad. Es decir, en la comunidad “latinoamericana” donde tanto se critica lo que sucede en USA o Europa, se les ponen muros.

A lo anterior se agregan las formas de xenofobia que vienen ocurriendo bajo esquemas estigmatizadores muy peligrosos[2]. Por parte de los sectores llamados de derecha, si bien aceptan el problema que atraviesa el venezolano, su uso propagandístico de la situación genera sospechas sobre los verdaderos motivos para erradicar esta situación; usan su caso como consigna contra la lucha salvacionista contra el comunismo, tal como hacen algunos para evitar cualquier crítica al statu quo que sigue sosteniendo una desigualdad en América Latina. También han desarrollado un doble discurso: al mismo tiempo que victimizan de forma dramática a los venezolanos para atacar a sus contrincantes de izquierda, promueven cada vez más formas soterradas para regular y evitar su circulación dentro de sus países con exigencias de distinta índole. De igual modo, en muchos sectores se tiende a criminalizar a estas personas, generalizando los casos de violencia como propio de lo “venezolano”, sustancia por lo visto viral que se inserta sobre el organismo sano nacional para pervertirlo bajo el relato conspirativo de “los planes de Maduro y los cubanos”. También sucede con los casos de crímenes concretos de algunos venezolanos, que son llevados desde los medios, o incluso desde las alocuciones públicas como algo propio de lo venezolano: esencia biológica creada para cometer males. Lo vemos en la prensa regional de Perú, Ecuador o Colombia, sin obviar las marchas contra ellos que se han dado con cierta frecuencia en estos países. Muchas veces también han sido usados como chivos expiatorios, tal como hizo Lenin Moreno en un discurso terrible frente al asesinato cometido por un venezolano, o la misma Claudia López, alcalde de Bogotá, quien planteó la necesidad de expulsar a los venezolanos que incurrieran en delitos.

En el caso de los sectores de la llamada izquierda borbónica o populista, la situación es aún peor. Si bien su actuación no da cuenta de una xenofobia abierta, en su afán por eludir la discusión sobre el fracaso del chavismo colaboran como nunca reproduciendo la estigmatización, al negar los motivos del éxodo venezolano y de su crisis. Hay algo dramático, desconcertante, en todo esto. Es desolador constatar cómo han escondido detrás de sus supuestos discursos pacíficos, democráticos, de respeto a las diferencias y de defensa de los derechos humanos, un esquema binario, guerrerista, en su manera de pensar, lleno muchas veces de los más infantiles lugares comunes, con dramatizaciones enceguecedoras que evidencian además peligrosos nacionalismos solapados a la hora de hablar de la situación venezolana para no darle la razón al imperio, a Macri, a Piñera, a Duque… Las estrategias van desde la negación cínica, hasta el desdén, la omisión o la minimización de la crisi venezolana[3]. Cuando se asoma Venezuela, muchos sacan a relucir las violencias en Colombia, en Haití o en Brasil, como si criticar una violencia significara negar otras, como si denunciar una tragedia fuese negar a la vez otras.

El argumento imperial ha sido otro recurso muy usado. Basta estar al amparo del déspota Trump para que un manto de invisibilidad sea arrojado sobre el venezolano y sea negada su situación de precariedad. De esa manera, mientras se espera la supuesta intervención por-venir, los caminantes no conseguirán lecho, porque no se les verá, ni se les aceptará. La lógica sacrificial soberanista se proyecta en ellos: como reniegan del gran proyecto de reivindicación de los “pueblos” y piden ayuda al Tío Sam, deben ser negados, relegados, marginados. Al final, con ello no hacen sino perpetuar su condición de traidores, de apátridas, y por eso hay que proteger a otras poblaciones más importantes, más heroicas, más legítimas, más nacionales.

Otros lugares

El panorama dentro del territorio venezolano no es menos desolador, por supuesto. Antes de la aparición de Juan Guaidó en la escena política, en tan sólo tres años (2016-2018) y bajo el renglón de “resistencia a la autoridad”, masacraron a miles de ciudadanos inocentes. Otra cantidad murió injustamente por no declarar la emergencia humanitaria. Todo esto, mucho antes de las sanciones económicas impuestas por los Estados Unidos. Hablamos de una suma significativa por responsabilidad directa de la dictadura, por no mencionar los muertos por inseguridad, o los neonatos fallecidos por el problema eléctrico y demás accidentes por falta de servicios públicos fundamentales. Y hubo más: si incluimos a los que fallecieron saliendo del territorio nacional, a los que se suicidan en número cada vez más alarmante por falta de ayuda médica o depresión. Además, no hay que rehuir de la aritmética del dominio que ha sucedido durante estos años, la terrible necropolítica que trabaja el hambre dentro de los sectores más vulnerables, mientras proliferan pequeñas burbujas de gente con dinero.

Cuerpos que rondan en el espacio, vidas sin lugar: así están por lo visto muchos venezolanos. Por eso encarnan un lugar vacío, destituyente, del arkhé fundacional latinoamericano que da cuenta de una différance, pues están y no están en su país, y se definen en ese espacio suplementario dentro la identidad nacional. De ahí también su castigo.

Gracias a esta diferencia porosa, ambivalente, se convierten en criaturas escindidas en dos: peligrosas para los ideólogos de izquierda, y criminales (chavistas en potencia) para los sectores conservadores[4]. Como el vizconde Medardo de Terralba, andan repartidos entre Gramo, el malo, y Buono, el bueno; con la diferencia de que no vendrá ningún Calvino a reconciliarlos, pues no existe en el continente polarizado un doctor como Trelawney que pueda reparar la herida y fundir los sujetos en uno.

La lógica de esta construcción sigue lo que René Girard llamó “chivo expiatorio”. En el capítulo 16 del Levítico se ofrece un macho cabrío como ofrenda a Dios para expiar los pecados de una comunidad. Es un sistema de transferencia de culpabilidad que el antropólogo francés entiende como una “ilusión unánime de una víctima culpable”, cuyo precio es el apaciguamiento de una comunidad. Para los sectores gobernantes de derecha, criminalizar a los venezolanos permite reducir las presiones sociales. Mientras para los sectores intelectuales de izquierda, negar la situación venezolana ayuda a seguir trabajando con su capital moral para denunciar y sentirse superiores. Ambos así reparten sus lugares políticos sin ceder, cambiar, transformarse. Hanna Arendt en Orígenes del totalitarismo cuenta cómo el producto de la nueva repartición mundial de la Primera Guerra, el mal manejo de la Sociedad de Naciones y las limitaciones de su institucionalidad dejaron muchos grupos minoritarios “al margen de la protección legal normal”, cosa que favoreció el exterminio de inocentes durante la Segunda Guerra Mundial. Así, “sólo los nacionales podían ser ciudadanos”, pues en ese momento y antes de Hitler el “interés nacional tenía prioridad sobre la ley”. El apátrida se convirtió en alguien sin derecho, en una excepcionalidad de la regla y las leyes, lo que los llevó a su criminalización y luego persecución. Por fortuna, la situación venezolana está todavía muy lejos de las circunstancias a las que refiere la autora, pero nos sirve con la fuerza del ejemplo histórico para atender con cuidado los peligros que están por venir si no se hace nada. Ya es momento de aceptar su condición y evitar la retórica del dolor para empezar a institucionalizar sus debidos reclamos. Son más de cinco millones de venezolanos repartidos por las calles de Bogotá, Quito, Lima o Buenos Aires, a quienes deberían darles el derecho de exigir derechos: de transitar libremente o de tener cierto amparo legal. Es lo mínimo. Pero hay otros por los que hay que exigir y por los que hay que luchar, pues son más complicados. El primero de ellos es el derecho a la visibilidad sin estigmatización o escisión. Una visibilización que esté fuera de las agendas geopolíticas y lejos de la apropiaciones deshumanizadas, sensacionalistas. El segundo derecho debería ser el derecho a narrar sus experiencias, y sobre todo las razones por la cuales tuvieron que irse de su país, el de contar su vivencia histórica y reclamar comprensión, solidaridad y mecanismos para un cambio en su país de origen.

Es tiempo de salir de la fractura, de los juegos demagógicos o de los usos sentimentales. Asumir su condición fantasmal como imperativo ético que ponga en crisis los presupuestos del latinoamericanismo que tanto lo esclavizan a las servidumbres contemporáneas.

El espacio cosmopolita

Sigamos con la foto de esos caminantes anónimos del New York Times, la que retrata cuerpos que, como la orquídea de Mallarmé, son frágiles, desubicados, sin base. Su situación debe interpelarnos para pensar estos tiempos globales desde una nueva escenografía latinoamericana y mundial que está siendo poblada, cambiada en algunos lugares por venezolanos. Kwame Anthony Appiah en Cosmopolitismos: La ética en un mundo de extraños, pretendía volver al concepto de “ciudadano del mundo” en esta era para asegurar la convivencia entre varias tradiciones, etnias y ciudadanías. La noción, con todo, muestra limitaciones. David Harvey nos previene de los peligros de cerrarla a una idea de individuo abstracta, sin tomar en cuenta las particularidades geográficas y culturales en donde se relaciona lo local con lo global, aunque de igual modo deja de lado la lucha necesaria de reconocimiento en el marco de la legalidad misma.

Como sabemos, hoy no todos tienen el derecho a ser ciudadanos de todas partes. Olvidémonos de la figura del desterrado monumental, como fue el caso de Bello o de Simón Rodríguez; o del ecuménico viajero, Francisco de Miranda; olvidemos a los escritores o profesionales que se autoproclaman “exiliados” para ganar cierto capital simbólico, aunque cada vez más, cualquiera, dependiendo en qué lugar esté, se expone a la pérdida de sus derechos. Muchos teóricos han querido cifrar a este nuevo sujeto minoritario expuesto a diversos peligros bajo nuevos análisis. Silviano Santiago habla de un “cosmopolitismo pobre” para distinguir aquel sujeto precarizado que debe trasladarse a otros lugares para poder comer. Sin embargo, al resaltar demasiado la categoría de clase y las condiciones laborales, deja de lado otras formas de viajeros subalternos. Homi K. Bhabha, por otro lado, propone lo que llama “vernáculo”, es decir, el cosmopolitismo de aquellos sujetos que no entran dentro del patrón de la ciudadanía soberana, sin que por ello ocupen un lugar definible previamente, ni un marco cultural que los inserte dentro de una economía binaria de luchas ideológicas. Se basa en las novelas de Naipaul, y los distingue como aquellos que “actúan en la intersección de distintas tradiciones culturales, revelando formas híbridas de arte y vida”. No son sujetos aislados, discernibles, visibles (“entidades o identidades políticas ‘marginadas’ ya constituidas”), sino figuras que, gracias a esa misma opacidad de corte híbrido, ambivalente, nos interpelan ya que exigen un reconocimiento difícil de aceptar. Un reconocimiento, huelga señalar, que implica, siguiendo la frase de Etienne Balibar: “el derecho de la diferencia en la igualdad”.

El venezolano en estos momentos de crisis es un cosmopolita vernáculo dentro de América Latina, que tiene el peso destituyente de cuestionar una identidad latinoamericana soberanista, tanto en lo nacional como en lo multicultural. Incluso revela en aquellas nuevas izquierdas que pretenden despojarse del lenguaje identitario, un núcleo soberano que todavía calcula las vidas en función de sus metas estratégicas latinoamericanas, de sus luchas contra el neoliberalismo, de su odio frenético, agonal contra la derecha como totalidad ubicua, radical, absoluta, incondicional. Escindido en dos, y sacrificado simbólicamente hacia uno de los bandos, esta criatura carga el peso de una nacionalidad fantasmal que incomoda, perturba, molesta como un virus.

El venezolano en estos momentos de crisis es un cosmopolita vernáculo dentro de América Latina, que tiene el peso destituyente de cuestionar una identidad latinoamericana soberanista, tanto en lo nacional como en lo multicultural.

Es cierto que se trata de algo que pudiese ser temporal. También es cierto que es riesgoso erigir su situación migrante como una totalidad excepcional, considerando que hay una diversidad de minorías y emigrantes que bajo ciertas situaciones puedan estar muy mal también. Pero en estos momentos los que están, al menos estadísticamente, más expuestos y susceptibles a cualquier violencia son los venezolanos. Al final, otros migrantes del continente pueden conseguir pasaporte, pueden regresar a sus países de origen sin que los castiguen o ir a otros lugares de América Latina sin que les pidan visa, o sin que nieguen su realidad y las razones de su partida. Podrán algunos venezolanos estar en muy buena situación en algunos lugares, sobre todo las primeras generaciones de migrantes que gozaban de mejortes condiciones para emprender el viaje; pero otros están en un infierno, y el pueblo, mientras más avanza el tiempo, está peor, mucho peor. No es juego.

La utopía vital

Quisiera terminar esta reflexión comentando una obra de Renato Rodríguez, que bien puede leerse como el mapa de la ruta vital del venezolano bajo su nueva condición fantasmal. Como se sabe, el autor vivió en Chile, Perú, Colombia, Francia, Alemania y los Estados Unidos. Además, profesó varias labores menores, como la de carpintero, marinero, obrero de montaje, electricista o ayudante de cocina. Al final de sus días, pocos años después de haber ganado el Premio Nacional de Literatura y de haberse reeditado su obra, murió retirado en la parcela de un amigo en el pueblo montañoso de Tasajera, una zona apartada del estado Aragua. Por fortuna, pudo ceder sus textos inéditos a la editorial del Estado, que se interesó en sus trabajos con el propósito no solo de reivindicarlo, sino también de usarlo como materia prima para su estética estatal populista, siempre proclive a valerse de productos como el suyo. Sin embargo, hasta de eso, por fortuna, logró distanciarse y auto-marginarse.

La obra nos habla de cómo David, joven aficionado a la literatura, busca su vocación de escritor, alentado inicialmente por la figura de Eduardo, suerte de tutor, padre putativo y role model. Su itinerario vivencial empieza con su salida en autobús de manera un tanto caprichosa de Caracas. Va a Bogotá. Allí anda en la noche con jóvenes compañeros latinoamericanos, poetas menores que eran amigos de tertulias literarias, topándose incluso con León de Greiff o el chileno José Donoso. Luego en Ecuador termina de viajar como mochilero por diferentes ciudades. Desde ahí trata de conseguir una visa para entrar a Argentina o a Bolivia, pero no lo logra. En algún momento le advierten que “un extranjero sin plata puede convertirse en un problema” (71). No satisfecho con ello, se traslada en barco a Perú, donde logra conseguir un permiso de entrada. En el trayecto se entera de los maltratos que viven los peones en las plantaciones de banano, e intenta alegrar a sus compañeros de viaje con cuentos de “episodios que me hubieran sucedido, reales e inventados” (71). Ya en Lima vive varias borracheras en grandes fiestas, comparte con otros inmigrantes e ingiere muchas cosas, entre ellas drogas, para después irse finalmente a Chile, donde se hace amigo de un lustrador de zapatos y emprende una pequeña compañía de “cosméticos”.

“yo me voy yendo cada vez más al norte de un montón de cosas y sin embargo y a pesar de ello, a la vez, mi posición auténtica, después de haber escrito, está cada vez más al sur del Equanil”

Cerca del final, volvemos al inicio de la narración que se da en París y al supuesto encuentro con Eduardo, su lector ideal; pero éste no aparece. Llevado por la decepción, el protagonista asume su disgusto y frustración, no sin antes repasar los horizontes de su vida y, ahí mismo, encontrar una paradoja: “yo me voy yendo cada vez más al norte de un montón de cosas y sin embargo y a pesar de ello, a la vez, mi posición auténtica, después de haber escrito, está cada vez más al sur del Equanil” (149). Como sabemos, el Equanil es un tranquilizante. Al parecer, el título del libro iba a ser Al sur del Ecuador, y luego de una juerga, el autor lo cambió por el ansiolítico. Sin embargo, en un pasaje dentro de la obra le ofrecen al narrador el químico y él no lo acepta, pues no desea tranquilizarse, sino que busca, por el contrario, excitarse más. Por eso, el consumo del químico lo contrapone a otro producto: el de la coca, que es lo que busca en ese momento consumir, vivenciar, probar. Si vinculamos todas las significaciones, encontramos que ese “sur” que reconoce como el auténtico, el verdadero, al final es el lugar de la vivencia intensificada, lugar relacionado con América Latina, o con una idea marginal de ella que ve como experiencia adictiva, excitante. Ir más abajo del tranquilizante, más abajo del continente, más abajo también de una idea de dignidad humana, termina siendo la fuente de su itinerario vital y creativo.

La novela es a su vez un abanico de historias que se combinan y se relacionan: la obra de David sobre su vida y viajes; lo que, en parte, cuenta en parte Eduardo; donde David se convierte en Augusto, y las narraciones de ficción del Niño Uraña, narrador inventado por el personaje principal. Las identidades, puntos de focalización y lugares de enunciación se rotan así continuamente, a pesar de tener como constante la vida del protagonista, su sed por narrar y vivir, por devenir otro entre los planos reales y ficcionales. Gracias a esta mutación, se desdobla, convirtiéndose en una subjetividad en acecho y fuga: desde fuera, por las contingencias que vive, los prejuicios en torno a él o a su vocación como escritor y, desde dentro, por la relación conflictiva con su mentor y la necesidad de construir ficciones. Esta tendencia por salir de sí mismo permite a la vez que su “yo” no se clausure en una personalidad fija, sino que permanezca en la búsqueda. De ahí entonces el núcleo vital del texto donde se fusionan vivencia y escritura y que explica esta desmaterialización constante. Es tanto lo que cuenta David, como lo que narra Eduardo y lo que refieren las historias que se introducen en la narración.

Lo vital no se reduce así a un modelo de experiencia atemporal preestablecido de un sujeto unívoco, autónomo, a una economía representacional que delimita terrenos de forma binaria, reductiva, entre los hechos objetivos y las fantasías, entre mundos de referencias y mundos alternativos. Lo vital, por el contrario, se abre como proyecto inconcluso y demuestra su pluralidad en un sistema de relaciones complejas, donde se dan negociaciones continuas entre lo que queremos, lo que producimos y lo que negamos. Siguiendo una línea que abre Ramos Sucre y sigue con Guillermo Meneses, Renato Rodríguez hace un serio cuestionamiento no solo de la soberanía de la subjetividad individual, privada, sino también del sujeto pedagógico populista, ese que fusiona su experiencia singular con la experiencia de la nación y su arkhé, como si buscara otro modo de vivencia, otra forma de experimentar la vida. No hay fundamento, fuente, origen nacional, sino la marca de unos recuerdos, de un clima, de unos afectos, de unos paisajes sensoriales que lleva consigo como una maleta, relacionándolo con lo que vive. Solo cuando termina de chocar con Eduardo, en ese desencuentro, es que se libera de ese París como centro cultural donde está la biblioteca de la vivencia literaria, y regresa a su América Latina como deseo, como droga.

Esta ciudadanía despojada de privilegios, esta venezolanidad cosmopolita, se mantiene plena de energías sin un plan previo de cómo vivir la vida, salvo la de su voluntad de continuar.

La droga es un correlato de la afición a la ficción y a otros mundos alternos, pero también es una forma de mostrar la vulnerabilidad misma del adicto, de la persona que depende de algo, del pobre o desasistido, tal como vemos en las películas del colombiano Víctor Gaviria. También es una metáfora para pensar la condición migrante venezolana como de aquella que se infecta de nuevas experiencias y contamina el cuerpo nacional latinoamericano, así como a los mismos relatos de cierta izquierda que esconde su radicalismo guerrerista en defensa de nobles causas, porque los pone al desnudo. Las posibles fallas o faltas de la obra, como algunas de sus discontinuidades o irregularidades, no empeñan la fuerza narrativa del proyecto de David, sino que lo abren para enmarcar toda construcción narrativa como un trabajo inacabado, múltiple, como un ejercicio donde se diluyen fronteras, marcos, en el puro acaecimiento, abierto a perspectivas distintas. Su supuesta pobreza es así su riqueza. La apuesta, insisto, busca poner en escena la complejidad de eso que llamamos vivencia como proceso en continua construcción, como experiencia en constante transformación, llevada por el desamparo, la mutación. Con ello busca en términos de Giles Deleuze, un “devenir siempre inacabado, siempre en curso” que “desborda cualquier materia vivible o vivida” y que se da en un doble movimiento: al mismo tiempo que procesa lo literario de la vida, asimila lo vital de la literatura. Lo irregular es entonces un síntoma de desajuste productivo frente a otras formas de narrar, convencionales, además de que abre una conexión con una tradición muy importante de otras obras venezolanas marcadas por la heterogeneidad, el anonimato[5]. Esta experiencia sin centro, ni marco, esta experiencia mutante y dislocada se consagra también en los sueños, en las transgresiones nocturnas, en los desdoblamientos ficcionales, y también en las vivencias alucinógenas. Sus excesos son formas del gasto improductivo, excedentes de una vida inapropiable, que lo libera de las restricciones de su condición pobre, migrante, joven, desorientada y venezolana, fuera del arkhe nacional.

Quizás quienes me han seguido hasta ahora pueden sorprenderse de asumir los personajes de Renato como role models a seguir, habituados al heroísmo bolivariano y su teatralidad virtuosa. Más allá de las valoraciones morales de sus hábitos viciosos, de sus vivencias (des)afortunadas y de su propia auto-marginación, lo que vemos en David es también un núcleo duro de vitalidad que se resiste a ceder, a claudicar. Una vitalidad desnuda, que se ve en su poder de superarse para seguir rehaciendo su vida. Esta ciudadanía despojada de privilegios, esta venezolanidad cosmopolita, se mantiene plena de energías sin un plan previo de cómo vivir la vida, salvo la de su voluntad de continuar. De alguna manera, esa fuerza de David es la de ese caraqueño mayor de edad que sigue en el país esperando las cajas de comida, y con todo no deja de hacer oficios de electricista o carpintero para conseguir algo extra. Es también la de ese arquitecto que está solo en Canadá y que, pese al arduo trabajo de taxista que tiene, sigue en la noche en su cuarto diseñando construcciones para algún proyecto futuro. Es la de esa señora que está en Perú, trabajando en oficios callejeros para darle comida a su familia, y que a su vez busca tiempo para tomar un curso de costurera para hacer vestidos que le gustan. Puede ser la de esa familia del litoral que logró irse a China y que, bajo el frío inclemente que nunca vivieron y con otro idioma que les cuesta aprender, se reúne en las noches para pensar en un negocio que pudieran tener todos. Como la misma orquídea del Ávila que le regala el colombiano José Asunción Silva al poeta Mallarmé, esta forma de vitalidad resistente, incondicional, en su más pura fragilidad encuentra su fuerza y belleza.

©Trópico Absoluto

Notas

[1] Al respecto recomiendo ver el texto titulado “ACNUR y los venecos” de la especialista Ligia Bolívar:https://migravenezuela.com/web/articulo/acnur-y-los-venecos/1990?fbclid=IwAR3O-tyTXrygCL6EaDkk3W8-bb2YjOAZA2jU65v8fJjtBcMrKaO6qGfcWhE

[2] Es muy curioso cómo ciertas características tan laxas que marcan al venezolano no frenan los imaginarios identitarios; características tan leves como una forma de hablar mal el castellano, como cierto componente racial mestizo y/o mulato, como cierta energía caribeña (de moverse, reírse), como cierto uso del political incorrect, terminan construyendo un sujeto amenazante; si un sector lo racializa y criminaliza (como negro), otro sector lo ideologiza como burgués rico, privilegiado.

[3] Se le agradece a José Natanson que, desde la visión de Le Monde diplomatique, acepte la situación venezolana en su texto “Incomoda Venezuela”, a pesar de que minimice todo, salvo los derechos humanos. Y tanto incomoda, que le cuesta aceptar muchos otros hechos, como la migración. A pesar de que reconoce que en poco tiempo se ha alcanzado una significativa magnitud, clausura el daño con varios gestos. Primero habla de “cuatro millones”, cuando en realidad son más de cinco millones y se estima más de seis millones dentro de algunos meses. Segundo, añade la frase: “no es una rareza en América Latina”, y cita otros casos donde hubo grandes contingentes de migración. Lo que no explica es que en estos casos la migración se dio durante muchos años, y algunos tuvieron gobiernos con largas crisis políticas y económicas, por no hablar de regímenes militares o guerras civiles. Tampoco explica que algunos de ellos pueden obtener documentación de sus países de origen, y, salvo algunas situaciones, no son estigmatizados y hasta castigados, tal como viene haciendo Maduro con los que se han regresado por la pandemia.

[4] No en balde durante las protestas en Ecuador, Chile, Colombia, y otros países, mientras los sectores de derecha veían chavismo por todas partes, los de izquierda (tanto del espectro nacional-popular como algunos ideólogos de la revuelta) veían a Guaidó en todas partes. Entre tanto, varios venezolanos de carne y hueso fueron expulsados de Colombia, Ecuador, y otros tantos fueron despojados de su derechos de tránsito, de circulación, y pocos dijeron algo.

[5] Obras extravagantes, extrañas, y con ello desamparadas como los caminantes venezolanos, al no tener marcos interpretativos sólidos desde el cual valorarlas o consagrarlas, ajenas a las alegorías totalizantes de lo latinoamericano del Boom, o a las economías válidas o legítimas de las mezclas híbridas de lo regional con lo cosmopolita que se vienen imponiendo como modelos.

Bibliografía

Agamben, Giorgio. Homo Sacer: El poder soberano y la nuda vida. Valencia: Pretextos, 2013.

Arendt, Hanna. Orígenes del totalitarismo. Madrid: Taurus, 1998.

Benjamin, Walter. Haschisch. Trad Jesús Aguirre. Madrid: Titivillus, 2016.

Bhabha, Homi. Nuevas minorías, nuevos derechos. Trad. Hugo Salas y Editor Mariano Siskind. Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2013.

 __________.“The Foregneir’s Home: On Migration and Barbarism.”.Conferencia dictada en Buenos Aires. Lunes 1 Julio 2019.

Deleuze, Giles, “La literatura y la vida”. En Estafeta. http://estafeta-gabrielpulecio.blogspot.com/2007/11/deleuze-2.html

Girard, René. El sacrificio. Madrid: Ediciones Encentro, 2012.

Harvey, David , El cosmopolitismo y las geografías de la libertad. Madrid: Akal, 2017.

Mbembe, Achille. “Cuando el poder brutaliza el cuerpo, la resistencia asume una forma visceral” Entrevista de Amado Fernández-Savater para el El diario.es 17 de junio 2016. https://www.eldiario.es/interferencias/achille-mbembe-brutaliza-resistencia-visceral_132_3941963.html.

Santiago, Silviano. “El cosmopolitismo del pobre”. En Cuadernos de Literatura. Bogotá: núm. 32, julio-diciembre, 2012, pp. 309-325

Rodríguez, Renato. Al sur del Equanil. Caracas: Monte Avila, 2002.

Juan Cristóbal Castro (Caracas, 1971), estudió Comunicación Social y Literatura en la Universidad Central de Venezuela. Doctor en Literatura por la Universidad de California. Fue profesor en la Universidad Javeriana de Bogotá. Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica de Valparaiso, Chile. Ha publicado los libros Alfabeto del caos: crítica y ficción en Paul Valéry y Jorge Luis Borges (Caracas: Facultad de Humanidades y Educación, Universidad Central de Venezuela, 2007), e Idiomas espectrales: lenguas imaginarias en la literatura latinoamericana (Bogotá: Editorial Javeriana, 2016).

3 Comentarios

  1. ARMANDO CHAGUACEDA

    Brutal, hermoso, triste, esperanzador. Todo junto. Pero sobre todo honesto, un testimonio de la resistencia y la sobrevivencia. Te abrazo

  2. Gracias, Juan Cristóbal. Es un ensayo muy duro que debemos conservar. Ayuda, pese a lo difícil que resulta lo que comentas, a pensarnos a nosotros mismos y a reflexionar sobre la vida que hemos (estamos) atravesando.

  3. Luis Perez Oramas

    Extraordinario ensayo, ciertamente desgarrador -también en el sentido de que toda agencia analítica debe desgarrar a su objeto para poder señalar una posibilidad de reconstrucción. Pero sobre todo, este es un escrito -me parece- que se enuncia desde la perspectiva de la misericordia. Quizá una pieza fundacional para una necesaria política de la misericordia -de la cual Venezuela y quienes deseen comprenderla estan tan urgidos.

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