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La llanura interior

Por | 18 julio 2020

Víctor Rivera (Popayán, Colombia, 1980) es el autor de este ensayo que sirve de introducción al libro, Habrá una casa, antología poética, de Igor Barreto (San Fernando de Apure, Venezuela, 1952), publicada este año por la editorial El Taller Blanco (Bogotá, 2020). “...La naturaleza, la llanura, todo aquello que se ve cubierto por un velo costumbrista, contienen en sí mismos la caducidad a la que los lleva la modernidad contemporánea. (...) Por lo tanto, [esta obra] revive la constante pugna entre lo urbano y lo rural, el problema de lo global y lo local asociado con regionalismo frente a universalismo, el dilema civilización y barbarie, entre otros problemas de la literatura latinoamericana.

Igor Barreto. Autorretrato. c. 1983. “Lo mejor es cuando uno quiere darle forma a un lugar; ese era el sueño.“

Existe la expectativa de que el lenguaje y las ideas sean tratados de manera original, que por agudeza de olfato señalen una situación de manera distinta. Un encuentro literario significativo tiene que ver con páginas que den forma a la casa de la mente, que den ruta a la imaginación o hagan eco a un impulso vital que no hallaba cauce. En poesía, es difícil encontrar una obra que reúna diversas miradas, que se nutra de diferentes estilos y los configure en una unidad, en una nueva voz, como lo hizo Rubén Darío en su momento. No basta con ser actual o adelantarse en el futuro, se necesita leer entre las líneas de la tradición contemporánea, entre los espacios en blanco de la historia más reciente, qué tipo de sensibilidad pide el espíritu de una época.  En este sentido, la literatura es una manera de conocimiento. Cuanto más rápido se inicie la exploración, se tendrán mayores coordenadas para leer el mapa que se quiera leer, por azar o por método.

En mi caso, la obra del venezolano Igor Barreto se trató de un hallazgo, de la confirmación de una poética que yo imaginaba debía estar escrita en alguna parte, con claves para leer de manera distinta la naturaleza del trópico, una escritura que naciera desde o en la selva, el río y la sabana, poniendo punto final a la literatura en que el paisaje es observado desde afuera. En los libros Crónicas llanas (1989), Tierranegra (1993), Carama (2000),  Soul of Apure (2006) o, El llano ciego (2006), la voz de la naturaleza interroga al ser humano, lo desafía, haciéndolo dudar del camino que actualmente sigue.

[Barreto] construye un amplio método de interpretación que logra que el paisaje, allá afuera, habite su intimidad, que devenga en llanura interior.

A la manera de un cronista que se enfrenta al constante descubrimiento, Barreto observa su objetivo con múltiples lentes. Ante las inestables orillas de los ríos o las impredecibles ráfagas de vida y muerte que recorren la sabana venezolana, el poeta acude como naturalista que deja constancia en su libreta de todo lo que ve, de los animales, de la gente, de la música, el vestido y el canto. Así, construye un amplio método de interpretación que logra que el paisaje, allá afuera, habite su intimidad, que devenga en llanura interior.

Aunque sus últimos libros intentan evadir la presencia del paisaje, la profunda huella es inevitable. Su obra es el ejemplo de cómo la naturaleza posee a un escritor, de cómo en tiempos de cientos de propuestas urbanas, globalizantes o futuristas, es posible aún concebir una forma distinta de relacionarse con el espacio natural. En últimas, es la impenetrable realidad de la naturaleza, lo que de ella se desconoce, su misterio, lo que permite escribir desde el centro del paisaje y lo que hace que el poeta busque todas las maneras de entrar en él.

A partir de este hecho, surge la pregunta de si un escritor,  por poseer una mirada educada en la tradición occidental, se encuentra limitado a lo que Ángel Rama llamó La ciudad letrada, como si se tratara de un estigma cultural ineludible. No creo, como lo afirma Gutiérrez Girardot, que la literatura latinoamericana haya sido siempre urbana, argumentando que aunque ha primado el tema rural, el nostálgico despliegue lleva la lupa citadina. En Barreto ocurre lo contrario, la llanura se interioriza como un tatuaje dibujado con la respiración de los elementos, con lo vivido desde sus primeros años en San Fernando de Apure. Nacer en la amplitud es quedar marcado de amplitud.

En su intimidad, Barreto prolonga aquella sabana, el espacio en el que confluye no sólo la sensación de lo extenso, sino sobre el cual transitan todo tipo de materialidades, como espejo de sí mismo, como prolongación interior que es también una metáfora del vacío. Al mismo tiempo su poética penetra en el paisaje a partir de la idea de que existe una escritura de la naturaleza, un código originario por medio del cual hablan los organismos, los fenómenos climáticos y geológicos. Cuando Barreto escribe: “árboles, vocales de una mundo que sólo imagino y escribo”, acude a una personificación de la naturaleza, portadora de un alfabeto esencial, de una escritura antes de la escritura humana.

Por tal motivo se retoma una idea que resulta interesante en tiempos de cosificación de los recursos naturales: la presencia del misterio. Elemento romántico que ya está presente en el aforismo de Heráclito: “la naturaleza ama esconderse”. Y aunque el misterio desaparece en lo pragmático de la vida llanera, retorna en leyes naturales imposibles de comprender o predecir, en la escritura original que el poeta intenta leer y copiar en sus poemas, pero que se desvanece en el momento de ser transcrita. Ahí está otra forma de añoranza: la voz del elemento es escuchada en el espacio íntimo, sin poder ser traducida. Así, la llanura interior se torna plena en la medida en que sólo se puede expresar por medio del silencio. Vacío y mutismo como único recurso para el instante elusivo.

En este punto, es importante comprender qué ocurre con el observador que se ubica ante la desmesura del paisaje, cómo se ve influenciado por este. A partir de las reflexiones de Bachelard en su poética del espacio, se puede enmarcar la experiencia de Barreto en una “fenomenología de la imaginación (que) pide que se vivan directamente las imágenes, que se tomen las imágenes como acontecimientos súbitos de la vida”. De esta manera, las palabras expresan lo que permanentemente está naciendo, la recreación de un mundo que se renueva con cada contacto. Por recurrente que parezca la temática, Barreto logra que la naturaleza sea vista desde la raíz del elemento observado. Por lo tanto, la llanura interior se construye según los movimientos del lugar en que el cuerpo se desenvuelve, porque se trataría, citando a Bachelard, de una “inmensidad, (en la que) los dos espacios, el espacio de la intimidad y el espacio del mundo se hacen consonantes, (porque) cuando se profundiza la gran soledad del hombre, las dos inmensidades se tocan, se confunden”. Y  Barreto, luego de la perplejidad de la experiencia corporal, se repliega en su hamaca, o en el rincón de una canoa, para rumiar las intensas formas de lo real.

Por otro lado, y sobre todo a partir del libro El llano ciego, hay una alusión constante al duelo, a la pérdida del idilio. Se trata de la imposibilidad de volver al paisaje con los mismos ojos maravillados de la infancia. Ante las vejaciones que el ser humano le propina a la llanura surge el desencanto, la sensación de que se ha roto un vínculo. La naturaleza se torna esquiva, difícil de leer, un lugar sin oídos en que se pierden los reclamos. Sin embargo, también hay una voluntad de dar vida a lo que muere. Cuando Barreto escribe: “es preciso que cargados de esta conciencia del deterioro…….nos dispongamos a restituir el alma del mundo”, acude a una comprensión de los hechos a partir de un movimiento interior. Se trata de una poesía de comunión que va más allá de lo abstracto y que propone, si se mira desde un punto de vista ecocrítico, un cambio de percepción con respecto al paisaje, como si la denuncia política necesitara de un previo sentimiento de lo sagrado.

La dualidad poética

En el libro Soul of Apure (2006) encontramos un verso que llama la atención por tratarse de un arte poética: “La poesía nace de cientos de kilómetros de tierra analizada”. Línea que en su aparente sencillez encierra una doble lectura. Primero, una poesía moderna de tono realista que comprueba lo que hay, que sopesa y mide en palabras concretas lo que sucede en un lugar en particular. Segundo, al hablar de “cientos de kilómetros”, se sugiere un lugar sobre el cual el análisis no llega, porque analizar implica comprobación, y para comprobar hay que presenciar una y otra vez lo que sucede en un territorio determinado. Si pensamos en la imposibilidad física de abarcar los cientos de kilómetros restantes no tenemos otra alternativa que hacer conjeturas, teorías abstractas. Estamos entonces, ante un verso que también nos lleva a pensar en el lugar imaginado, el espacio del cual se desconoce su totalidad y que por la misma razón se inventa.

Aunque el tomo que reúne la obra de Barreto parece un diario salpicado de voces contrarias, de aforismos, canciones, opiniones, traducciones, cartas y todo tipo de relatos, lo que mueve el diverso caleidoscopio es el engranaje continuo de esta dualidad: un eje poético moderno y realista, y otro que si bien no llega a ser simbólico, se construye a partir de reflexiones íntimas que transitan en términos de trascendencia. Un juego de dos voces que permanentemente se alternan o suenan en dúo, muy cerca del unísono, porque el mundo poético de Barreto se remueve y se construye entre las dos orillas de un largo río.  Si lo imaginamos sentado en un bongo que navega, podemos advertir cómo se ve impelido a narrar lo concreto, la tez curtida del boga que gobierna el bote y, al mismo tiempo, cómo se apresta el oído del corazón, para captar más allá de lo que ven los ojos.

“En el ascensor pienso en el campo y en el campo pienso en el ascensor”.

Es en El llano ciego (2006) donde se concentra de manera más interesante tal dualidad. Una página nos habla de una naturaleza ahogada en desechos y a la que habría que mirar con duda, sin “escribir sobre unos árboles que cabecean y rumoran entre ellos necedades”, pero más allá, otros versos asumen la impiedad sin atreverse al “desapego y vaciamiento del alma”, con respecto a una naturaleza en la que urge restituir la esencia. En su extensa variedad formal El llano ciego está lleno de anotaciones acerca de cómo expresar la naturaleza y el paisaje frente a una realidad social que no se puede ocultar. Barreto se debate en un continuo cambio de piel, en una duplicidad que lo ubica entre el desarraigo asumido, la expulsión del viejo paisaje, y al mismo tiempo la constante evocación de lo que fue el idilio, lo adánico. Tal ambivalencia está recogida en los versos de Carlos Drummond de Andrade que el poeta cita de manera textual: “En el ascensor pienso en el campo y en el campo pienso en el ascensor”.

Además de tratarse de un universo personal, lo que nos muestra esta doble mirada es la encarnación de dos ópticas que reproducen uno de los problemas centrales en la literatura latinoamericana en relación con el territorio: por un lado la invención del lugar, o la invención de una geografía que representa la Otredad difícil de abarcar y de narrar, y por otro, la proyección de una individualidad moderna que asume la lectura objetiva de lo real a través de recursos descriptivos que se oponen al vínculo romántico y expresan el desencanto que produce el fracaso de los proyectos civilizatorios. 

La contradicción de Barreto radica, por lo menos en los libros aquí tratados, en que sus temas más queridos, la naturaleza, la llanura, todo aquello que se ve cubierto por un velo costumbrista, contienen en sí mismos la caducidad a la que los lleva la modernidad contemporánea. De alguna manera se arriesga a recuperar un mundo que cada vez más ronda la periferia de las actuales tendencias globales. Y en su esfuerzo,  como lo resalta Antonio López Ortega, intenta dar un tratamiento moderno a las viejas temáticas. Por lo tanto, revive la constante pugna entre lo urbano y lo rural, el problema de lo global y lo local asociado con regionalismo frente a universalismo, el dilema civilización y barbarie,  entre otros problemas de la literatura latinoamericana.

Consciente de esto, Barreto trata de desmarcarse de la mirada que para inventar idealiza el paisaje, y procura, citando a Eliot, un correlato objetivo que lo mantenga ligado a lo factico. Sin embargo, en muchas páginas de su obra minimiza este correlato  y acude al recurso  auditivo para captar lo que sobrepasa los cuerpos e inventa no sólo lugares, sino las formas de estar en ellos. Espacios alternos que recuerdan que en la tradición literaria latinoamericana, desde las primeras páginas de la conquista y la colonia,  la selva y la llanura han sido objeto de invención, por la imposibilidad misma de su comprensión total.

Y es aquí cuando aparece el lugar imaginado con plantas y animales nunca vistos ni definidos por lenguaje alguno: “¿Naturaleza? Lo no-humano, simplemente aquella porción de cosmos que no he visto, lo más apartado, el lugar donde unos pájaros comen semillas de árboles para los cuales carezco de nombres”. Aunque no es el paisaje arcadiano del repertorio clásico, ni el bucolismo con tintes renacentistas que asumirá la poesía decimonónica latinoamericana, sí se trata de una representación del lugar inaccesible, aquel paraíso que contiene la memoria de la edad dorada.      

Igor Gallero. Ricardo Jiménez. 2006.

Poeta terrestre

Barreto hace parte de los poetas que actualmente vuelven a la naturaleza. Entre ellos están, Raúl Zurita, Juan L. Ortiz, Jorge Boccanera, Horacio Benavides, Homero Carvalho. Poetas que expresan la naturaleza sin recaer en viejas formas, sin  hacer del paisaje un panorama de conquista. El reto contemporáneo está en nombrar desde adentro sin manchar la metáfora con algún sesgo hegemónico. La prueba radica, como afirma Juan L. Ortiz, en  “hacer participar al hombre de lo natural”. Ya no existe el interés de indagar sobre el subsuelo, como en  Alturas de Machu Piccchu. Al contrario, hay una preocupación por lo que sucede en la superficie terrestre, con una voz que nombra lo que hay, lo que camina, recordando la propuesta de Pessoa en su versión de Alberto Caeiro.

Barreto no cava la tierra queriendo que de ella crezca algo. Es terrestre por describir lo que camina sobre el suelo y no lo que se presume duerme entre las raíces. Además, como complemento y no como contradicción, la naturaleza se comporta como un espejo de la individualidad, una proyección del anhelo de asumir las formas de los elementos. Así ocurre cuando Zurita habla de estar pegado a las rocas, o cuando Watanabe toma la forma del lenguado, o cuando Barreto hace depender la existencia del alma en relación al lugar, porque el Mundo es el lugar. 

Selva, montaña o llanura en cuanto alberguen zonas relativamente intactas, se presentan como espacios en que el poeta interviene pero en los que entra también para ser intervenido, para ser leído por los elementos naturales y configurado de tal manera que se borra el límite entre el objeto y el sujeto.

Para que el poeta pueda romper con la mirada que objetualiza el paisaje, debe hablar desde dentro de la naturaleza, o dar la sensación de que su poesía viene de o está en la naturaleza. Se trataría de un desplazamiento del Yo poético hacia los elementos y de una invasión por parte de estos a todo el cuerpo de los sentidos, actualizando la misma emotividad telúrica que se pretende superar. Selva, montaña o llanura en cuanto alberguen zonas relativamente intactas, se presentan como espacios en que el poeta interviene pero en los que entra también para ser intervenido, para ser leído por los elementos naturales y configurado de tal manera que se borra el límite entre el objeto y el sujeto. Frontera que se presta para el encuentro de esa escritura original, o para ampliar los límites de la historia actual en una imagen en que el tiempo humano,  ante la vastedad ilimitada del tiempo de la naturaleza, se diluye desde la prehistoria hasta los ciclos cósmicos.

En la articulación de tal variedad de repertorio, Barreto entra y sale de la tradición, da la espalda a la naturaleza y al mismo tiempo la abraza proponiendo rescatar una relación que sólo es posible en cuanto se lee la tierra como espacio fundamental. Por un lado recoge la mirada objetiva que enumera y que recuerda el inventario del naturalista y por otro, se despoja de toda influencia,  para encarnar lo adánico que nombra las cosas por primera vez, en similitud con el protagonista del cuento El salvaje de Horacio Quiroga: “Durante meses y meses había deseado ardientemente olvidar todo lo que yo era y sabía, y lo que eran y sabían los hombres. Regresión total a una vida real y precisa, como un árbol que siempre está donde debe, porque tiene razón de ser”.

Restituir el alma del mundo

El subtítulo del libro Soul of Apure (2006), “Anotaciones sobre el alma de un lugar”, nos  recuerda el intercambio, la coevolución entre el alma del poeta y el alma del lugar, hasta el punto de que lo que le ocurra al lugar le ocurre inmediatamente al poeta, y  lo que le ocurra al poeta le ocurre al lugar. Es así como el alma del lugar, de aquel estado llanero cuya capital es San Fernando de Apure, ha enfermado por las injurias cometidas sobre el paisaje y al mismo tiempo por el hondo desencanto que crece en el alma del poeta. Es porque “nuestro mal está en el alma”, como dice la cita de Horacio, que el lugar inmediatamente se enferma, por contagio.

La primera denuncia aparece en Crónicas llanas: “Han sido / casi, cien años, / tanta basura acumulada /sobre la línea serenísima de la tierra”. Línea serenísima donde  Barreto ha aprendido el arte de la espera y la música, y que ahora es lugar de la fealdad y el horror.  El fastidio que Barreto siente por representaciones pastoriles del paisaje parte de ese desencanto, de la amarga experiencia de tener que ver cómo se derrumba lo que ama. Una y otra vez, a lo largo de sus poemas, acude al mismo interrogante: “Cómo restablecer la relación entre cada una de las partes de la naturaleza si el tiempo de la civilización extravió el sentido, lo único de cada cosa, aquella profunda unidad de la cual hablaba Baudelaire en su soneto Correspondencias”.

Como contrapeso y cura de este mal, Barreto juega con la idea nostálgica, de restituir el alma del mundo, parafraseando al psicólogo junguiano James Hillman. A pesar del desencanto contemporáneo, hay una manera de restituir la perdida: “Cuál será la imagen que busco de la naturaleza. Sin duda que no se trata de una deificada y espiritualizada hasta el hartazgo. Pero tampoco esa otra más moderna de la que habla Gottfried Bem en su Carta a Oelze: La naturaleza es vacía, desierta […]. Aunque me inclino por su poesía sin piedad, despojada y libre, no tolero su desapego y vaciamiento del alma. Si la naturaleza ha sido pervertida e intervenida y sobrevive a penas en el imaginario del exilio, es preciso que cargados de esta conciencia del deterioro (y recuerdo a James Hillman) nos dispongamos a restituir el alma del mundo”.

Restitución, que requiere un arraigar en la tierra, como Hillman lo sugiere en su libro El código del alma, de tal manera que las potencias psíquicas encuentren vehículos en los elementos terrestres por mucho tiempo representados arquetípicamente, en una variante moderna del mito de Anteo, aquel personaje griego cuya fuerza dependía de su contacto con el suelo. En ese sentido, lo que se restituye es el vínculo físico y simbólico. En la poesía de Barreto esta relación tiene que  ver con el ejercicio de espera y escucha atenta, y la noción de otredad, de espacios naturales en donde el ser humano aún desconoce el nombre de las cosas.

No en vano, Barreto retoma las ideas del poeta rumano Lucian Blaga en lo que tiene que ver con un “tradicionalismo metafísico”, y la necesidad de “abrir nuestros sentidos para que una antigua corriente espiritual perviva”. Para mayor asimilación, traduce una serie de poemas que titula Cinco poemas de Lucian Blaga, como aquel titulado Yo no destruyo la corola de milagros del mundo, en que la metáfora de la diseminación del alma es nítida: “Yo no destruyo la corola de milagros del mundo, / ni aniquilo con la mente / los misterios que encuentro en mi camino: /en flores, en ojos, sobre labios y tumbas. / […] / yo con mi luz / agrando el misterio del mundo. / Así como los rayos de la blanca luna / no atenúan, sino que estremecidos / aumentan aún más el enigma de la noche, / así, yo enriquezco el horizonte oscuro / con lentos temblores de sagrado misterio; / y todo lo inexplicable / se transforma en secretos, aún más grandes / bajo mi atenta mirada, /porque yo amo: flores y ojos, labios y tumbas”. Se trata del espíritu humano capaz de resonar en los espacios transformándolos, como aquel tambor de la mitología Ticuna cuyo sonido ayudaba a que la luna subiera brillante por el firmamento.

Una noción de consonancia que recuerda la interacción universal planteada por Plotino en sus Enéadas: “Para dirigir la vista correctamente, es preciso que quien contempla se haga semejante al objeto contemplado, el ojo nunca podría mirar al sol si su propia esencia no fuese soliforme”. En este sentido, Barreto se refiere al vínculo del alma humana con el alma del lugar: “El alma existe sólo como una relación entre el individuo y el lugar. Se tiene alma solo cuando se está (con armonía) en cualquier paraje por remoto que sea. Así te encuentras de nuevo con la unidad posible del lugar donde el alma se torna palpable a los sentidos, […], una sympatheia que valora el espacio, el lugar, más allá de cualquier percepción naturalista”. Relación por principio de semejanza que evoca la raíz alquímica de las Correspondencias baudelerianas, desde la noción de magia natural en el renacimiento, hasta la filosofía de la naturaleza entre los románticos y el caso de Hölderlin, quien dirá: “Ser uno con todo lo viviente, volver, en feliz olvido de sí mismo, al todo de la naturaleza”.

Es, por lo tanto, la metáfora de la relación por simpatía entre el alma y la naturaleza el acierto simbólico para una nueva, aunque vieja, percepción del mundo. Así mismo, la metáfora de la naturaleza como libro de signos misteriosos, del alma como instrumento musical, de la naturaleza como partitura y otredad, hacen parte de toda la reelaboración simbólica en la relación humano y no-humano. Y en esa restitución del alma del mundo, la metáfora como imagen, palabra o signo, juega el papel de la representación. De ahí que las alegorías, los íconos, la palabra en el sentido mágico creador, cumplan un papel principal en la elaboración del mundo. Intercambio o negociación, que sucede a partir de una representación que se hace presencia, como lo advierte Cassirer, doblemente sentido por la metáfora poética.

Entre las distintas interpretaciones del significado de la metáfora Paul Ricoeur, en su ejercicio explicativo acerca del doble sentido de la misma en su valor de “verdad”, concluye que “la metáfora es, al servicio de la función poética, esa estrategia de discurso por la que el lenguaje se despoja de su función de descripción directa para llegar al nivel mítico en el que se libera su función de descubrimiento”.  Descubrimiento o revelación que concierne al sentido extático de lo poético en que el lenguaje acepta el “es” metafórico.

Así como la planta se hunde en la luz y en la tierra para sacar de ellas su crecimiento, […], de igual manera la palabra nos hace participar, por la vía de una comunión abierta, de la totalidad de las cosas”.

Remitiéndose a la reflexión que Coleridge hace sobre la filosofía de Schelling, Ricoeur escribe: “Coleridge proclama el poder casi vegetal de la imaginación, recogida en el símbolo, de asimilarnos al crecimiento de las cosas: While it enunciates the whole [a symbol] abides itself as living part of that unity of which it is the representative. De este modo la metáfora opera un cambio entre el poeta y el mundo, gracias al cual crecen juntas la vida individual y la universal. El crecimiento de la planta se convierte así en la metáfora de la verdad metafórica, como “a simbol established in the truth of things”. Así como la planta se hunde en la luz y en la tierra para sacar de ellas su crecimiento, […], de igual manera la palabra nos hace participar, por la vía de una comunión abierta, de la totalidad de las cosas”.

Una vez que se llega a las implicaciones psicológicas de la metáfora, Ricoeur acepta el límite de la interpretación semántica científica y deja abierto el camino para el campo de la fenomenología: “Si la semántica encuentra aquí su límite, una fenomenología de la imaginación, como al de Gaston Bachelard, podría sustituir a la psicolingüística y llevar su impulso a las zonas en que lo no-verbal prevalece sobre lo verbal. [..] Gaston Bachelard nos enseña que la imagen no es residuo de la impresión sino un principio de habla: “La imagen poética nos sitúa en el origen del ser hablante”. […] Por tanto, si la fenomenología se extiende más allá de la psicolingüística e incluso de la descripción del ver-como, quiere decir que sigue el hilo de la “resonancia” de la imagen poética en la misma profundidad de la existencia. La imagen poética se convierte en un principio psíquico. Lo que era “un nuevo ser del lenguaje” se convierte en un “crecimiento de conciencia”.

Se trata del mismo estado de atención aumentada, del mirar y escuchar que se trastocan en la experiencia sinestésica con que Barreto propone contemplar lo que está allá afuera, pero desde adentro, en mirar como el que escucha, para que el poema adquiera mayor profundidad y su imagen resuene con emoción humana. Como vemos, ahí está la diseminación en el espacio, sobre la superficie contemplada, pero no desde el bastión antropocéntrico, sino como el que se deja poseer por el ser de su silencio y el ser del silencio de lo otro. En este caso la metáfora de Barreto es metáfora viva, en consonancia con el  poema del venezolano Juan Liscano, Sola evidencia:

“La más alta poesía consiste / en intuir lo invisible del universo / tal como el chamán de los orígenes. / La poesía verdadera dice el mundo / de otra manera. Asume la mediación / entre lo temporal y lo intemporal, / entre el suceso efímero y el existir. /Transforma los objetos y las parcelas / de realidad en semillero de formas, /en arquetipos de la representación / inicial. El poeta se yergue / en la fronda de lo efímero y es capaz / de hablar del eterno retorno  y de las aguas / de los primeros días. / Inspirado, cuando lo está, establece el vínculo / entre el alma suya y la del planeta”.

©Trópico Absoluto

Víctor Rivera (Popayán, Colombia, 1980), es músico violinista de la Universidad del Cauca, y Magíster en Literatura de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. En 2011 publicó su libro de poemas La Montaña sumergida (Editorial Gamar), y en 2019 Desmesura (El Taller Blanco). En 2016 obtuvo el Premio Internacional de Poesía Editorial Praxis (Ciudad de México) por su poemario Libro del origen, publicado por esta editorial en el 2017.

(La antología poética de Igor Barreto, Habrá una casa, editada por El Taller Blanco (Bogotá, 2020) se encuentra disponible para su descarga en el siguiente enlace: https://eltallerblancoed.files.wordpress.com/2020/05/habrc3a1-una-casa-2.pdf )

Habrá una casa. Antología poética de Igor Barreto. (Bogotá: El Taller Blanco, 2020). Foto de la portada: Vasco Szinetar.

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