/ Política

La falacia de la efectividad de “la mano fuerte”

Por | 11 julio 2020

Presentamos a continuación un texto inédito de Alonso Palacios (Caracas, 1942–2018), que en estos tiempos de nuevos retos y definiciones políticas plantea cuestiones de enorme interés para la sociedad venezolana: la valoración de una necesaria e incontestable diversidad de opiniones en el mundo democrático, el papel de los partidos y la sociedad civil, y las terribles consecuencias del inmediatismo político y el mesianismo militarista, “tendencias autoritarias que, desgraciadamente, aún permanecen vivas y poderosas en nuestra cultura política y en nuestro inconsciente colectivo”.

Fotograma de El gran dictador (The Great Dictator). Charles Chaplin, 1940.

I  

En marcado contraste con las líneas de pensamiento autoritario, la acción política en un marco democrático puede ser entendida como un verdadero “combate por la opinión pública”, en el sentido de que tal “combate” sea concebido en términos tales que excluya toda y cualquier pretensión de superioridad y de condición privilegiada de una determinada proposición política por vía de su fundamentación en una  posición filosófica (a la manera del “historicismo” marxista)  y/o religiosa  (a la manera del “fundamentalismo” o “integrismo” religioso), consideradas a priori como “verdaderas”, independientemente de, y por encima del debate específicamente político. 

II

Por ende, y dado que ninguna concepción política puede pretender a un estatus de verdad revelada que justificaría presentarla como “verdadera”, a priori, frente a otras que serían “falsas”, es totalmente inaceptable que quienes la sustentan se sientan autorizados a enfrentar el debate político como una suerte de pedagogía política” –los que “saben” conducen a los que “no saben”– y, en consecuencia, a emplear cualquier medio que consideren idóneo y necesario para ganar el “combate” y asegurar el predominio de su visión, cuyos supuestos beneficios para toda la sociedad estarían, por petición de principio, excluidos de toda discusión. De hecho, si esto fuere así, ellos tendrían no sólo el derecho sino, más aun, el deber ético-político de hacerlo.

Por el contrario, para la teoría y práctica plenamente democráticas, simplemente existen distintas concepciones, proposiciones y actitudespolíticas, económicas y sociales– que se sitúan en un mismo plano epistemológico, y de las cuales ninguna es, a priori, superior a las otras. Sus programas y proposiciones no son más que –para emplear una analogía con la terminología científica– meras “hipótesis de trabajo” que compiten entre sí (“combaten”, en la terminología que es usual en la vida política) y que, por lo tanto, necesitan de “validación”  teórica y práctica; es decir, de legitimación social y política. De lo que se trata, entonces, es de la libre competencia entre esas distintas concepciones, opiniones y actitudes; de la consecuente libre consideración de esas distintas proposiciones, y de que cada una de las fuerza políticas, en el debate por la conquista de la opinión y por el ejercicio del poder, y en el ejercicio de dicho poder, debe demostrar la mayor o menor utilidad de sus propuestas frente a las de sus competidoras, y su mayor o menor capacidad para ponerlas en práctica, respetando los derechos de esas competidoras y de la sociedad civil en su conjunto; es decir, su capacidad de “convencer” y “gobernar” (Maquiavelo).

III   

A la luz de estas consideraciones, es evidente que la manera, las vías, las normas y los mecanismos por medio de los cuales la vida política democrática permite y regula la libre consideración de distintas opciones:

a) Poseen un inmenso valor intrínseco, en cuanto expresan y “cristalizan”, por así decirlo, el valor fundamental de las libertades individuales y ciudadanas, tanto en el ámbito público, como el  privado. Por ello, son componentes esenciales e irrenunciables de cualquier criterio cierto y verdadero de desarrollo y calidad de vida de las sociedades, no reducido ni reductible tan solo al crecimiento económico.  

b) Al permitir, facilitar y “viabilizar” la consideración y el examen de distintas “hipótesis” y proposiciones políticas, articulan y estructuran mecanismos más ricos y apropiados, eficaces y eficientes para la toma de decisiones acertadas, que la consideración de una única o unas pocas proposiciones; sin que ninguna de ellas pueda ser impuesta por un autócrata individual o por un partido político “único”, y sin que ninguna pueda –no está de más repetirlo– reclamar para sí, a priori, alguna presunta superioridad supra-política que vaya más allá de su propia utilidad y pertinencia.

c) Por otra parte, establecen el contexto imprescindible en el que puede establecerse, de la manera más transparente posible, el libre juego de la expresión de los distintos intereses de los distintos sectores, clases sociales, e individuos. Y, por ende, la competencia entre ellos por el uso, provecho y disfrute de unos recursos materiales y humanos en manos de la sociedad que, por definición, siempre serán insuficientes para satisfacer las necesidades de todos; y será, por eso mismo, aquél que permita la mejor locación de los recursos disponibles.

IV

Es concebible que regímenes autoritarios que sean capaces de minimizar, hasta cierto punto, la incidencia de intereses parciales y/o sectoriales –aunque, por supuesto, maximizando al mismo tiempo la de los suyos propios– puedan “funcionar” de manera relativamente eficaz y eficiente a corto y mediano plazo. Pero, a la larga, y en cuanto a la solución de los grandes problemas sociales y políticos generales, son y tienen que ser ineficaces e ineficientes, porque así lo determina su propia naturaleza autoritaria, centralizadora y, en fin de cuentas, atrasada, al impedir, obstaculizar y limitar la consideración de distintas opciones y el libre juego de expresión y contrastes entre los distintos puntos de vista y distintos intereses, y al limitar la participación en los procesos de toma de decisiones a pocos individuos, tienden, en definitiva, a empobrecer esos procesos.

Por otra parte, y como ya he dicho –pero conviene repetirlo –, las premisas del razonamiento son insuficientes, porque entre ellas no se incluyen los principios ético-políticos, no dependientes del devenir político histórico. En este caso, no se cuenta la valoración de la democracia como un bien en sí mismo, como un objetivo válido a ser conseguido por toda comunidad en su evolución. Es decir, se ignora el “deber ser” en función del reconocimiento –lúcido, doloroso y desesperado, o acomodaticio y cínico, vaya usted a saber– de la realidad bruta del “ser”, y se acepta resignadamente que lo primero deriva y depende de lo segundo. Es más, a veces se llega a sostener que se conoce “científicamente” una determinada “realidad” y unas determinadas “tendencias históricas”, a partir de las cuales se postula un “fin” al que esas “tendencias” se dirigen fatalmente; y entonces se invierte el razonamiento y se erige ese “fin” como ideal ético que debe ser buscado y alcanzado.

V

Las tendencias autoritarias y la nostalgia de “la mano fuerte” nacen allí donde no existen ni sentido de la responsabilidad individual, ciudadana, ni conciencia cívica. Pero el ejercicio autoritario del poder no resuelve, sino que agrava la situación: hacer dejación de la responsabilidad individual y colectiva en manos de un caudillo personalista, o de una cúpula investida por la voluntad de Dios o el sentido de la historia, no alivia, sino que acentúa ese defecto de conciencia cívica y, con ello, los peligros de disgregación social.

[En] la conquista del poder político, a menudo surge la tentación de plantearlo como asunto de inmediata solución, (…) en aras de espejismos inmediatos. En consecuencia, lleva, como tantas otras veces en nuestra historia, a confiar en la acción de agentes externos a las fuerzas democráticas, en supuestos salvadores y árbitros de la vida política. (…) Esto significa (…) delegar en manos de otros –ya se sabe quiénes: los militares– la principal responsabilidad ciudadana de la sociedad civil: ser protagonista de la propia vida social y política

En condiciones en que el movimiento democrático aún no dispone de fuerzas propias suficientes como para lograr por sí mismo un objetivo de tal magnitud e importancia decisiva, i.e.: la conquista del poder político, a menudo surge la tentación de plantearlo como asunto de inmediata solución, que puede implicar incurrir en un razonamiento “maximalista” que compromete negativamente el necesario y trabajoso proceso de acumulación de fuerzas en aras de espejismos inmediatos. En consecuencia, lleva, como tantas otras veces en nuestra historia, a confiar en la acción de agentes externos a las fuerzas democráticas, en supuestos salvadores y árbitros de la vida política; que pueden serlo, simplemente, por el mero hecho de estar armados.  Y eso, a su vez, significa correr el riesgo de comprometer no tan sólo la consecución de los objetivos finales, sino también, y al mismo tiempo, poner peligrosamente en cuestión aquellos que son factibles a corto y mediano plazo, en tanto que ponen en peligro las propias fuerzas ya acumuladas por un movimiento popular y democrático. Esto significa, tanto en teoría como en la práctica política, delegar en manos de otros –ya se sabe quiénes: los militares– la principal responsabilidad ciudadana de la sociedad civil: ser protagonista de la propia vida social y política. Hay que recordar lo que esta actitud nos ha costado a todo lo largo de nuestra historia en cuanto atraso político, cultural y económico, en cuanto a debilidad de las instituciones, y, en fin, en simples términos de terror y de sangre. En este tema hay que insistir hasta el cansancio, sin temor alguno de aparecer como repetitivos y redundantes: nuestra sangrienta historia –la de toda América Latina– ha consistido, hablando en términos generales, precisamente en la penosa y trabajosa construcción de las instituciones que son imprescindibles para garantizar el funcionamiento de una sociedad justa y libre. 

La vía de arrasar con las instituciones, de negar la separación de poderes, bien sea en aras de una visión leninista de concentración de tales poderes, bien sea en aras de un salto atrás hacia un mesianismo y personalismo político que ha causado tanto daño, tanto atraso y tanta sangre, no es ni puede ser, ni será nunca la vía para acercarnos a ese futuro que todos anhelamos. Las proposiciones autoritarias y estatistas, con su fragilidad y banalidad conceptuales, con sus garrafales errores, sus contradicciones y su terrible atraso, no sólo no abren la vía hacia el desarrollo, sino que la cierran. Los logros históricos no pueden ser sacrificados por acciones desatadas durante una crisis política que, en fin de cuentas, tiene que ser pasajera. Acciones movidas por razonamientos elementales en aras de tendencias autoritarias que, desgraciadamente, aún permanecen vivas y poderosas en nuestra cultura política y en nuestro inconsciente colectivo. Se trata de una ilusión engañosa: explicable, pero engañosa. Y, sobre todo, cargada de males y peligros.  

Por tales razones, la falacia de la efectividad de “la mano fuerte” es, simplemente, eso: una falacia. Y por la misma razón, si bien hay que reconocer que los mecanismos propios del debate democrático y de la consiguiente toma de decisiones son a menudo complejos, defectuosos, de difícil manejo, y hasta en no pocas ocasiones costosos –en términos humanos y materiales–, ineficaces e ineficientes, no es menos cierto que son, sin embargo, los mejores de los que dispone la humanidad.

©Trópico Absoluto


Alonso Palacios (Caracas, 1942-2018) egresó como Licenciado en Filosofía de la Universidad Central de Venezuela (1979). En la London School of Economics and Political Science de la Universidad de Londres realizó un programa de investigación sobre la crítica del pensamiento racionalista moderno al marxismo. Fue miembro de la Dirección Nacional, Secretario General por el Estado Miranda, y Diputado al Congreso Nacional del Movimiento al Socialismo (MAS). Entre los años 1971 y 1984, fue uno de los autores de sus tesis políticas y programas de gobierno. Se desempeñó como docente en la Universidad Central de Venezuela y en la Universidad Católica Andrés Bello. Director de la compañía GECAMP (Gerencia de Campañas Públicas). Autor de diversos artículos en revistas y la prensa nacional, entre los que figura la serie titulada: Un conflicto en la política revolucionaria, publicada en el Suplemento Cultural del diario Últimas Noticias en 1986. Desde 1999 hasta sus últimos días publicó en los diarios El Mundo, Tal Cual y en la revista digital Analítica.

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