Políticas de lectura de la fábula y la nación en Las memorias de Mamá Blanca
Javier Lasarte Valcárcel (Caracas, 1955) nos ofrece un estudio inédito que vuelve sobre los pasos de Las memorias de Mamá Blanca, de Teresa de la Parra, uno de los textos fundacionales de la literatura moderna venezolana. En su minucioso análisis, Lasarte observa cómo sin esquivar “el asunto de representar la nación, [De la Parra] logró enmascararlo”, por lo que es solo en tiempos recientes cuando la novela ha sido valorada en esa dimensión; algo que ha logrado “trastrocando y subvirtiendo los modos, tonos y formulaciones que con frecuencia acompañaban dichas representaciones”.
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El fin-de-siglo XIX fue un primer momento de crisis del modelo republicano liberal de nación ante el empuje modernizador y ante una situación política y económica cuya inestabilidad fue percibida como insostenible. La literatura modernista venezolana es un cierto testimonio de esa crisis. Quiero destacar aquí dos aspectos de esa literatura que luego reaparecerán de modo más que relevante en Las memorias de Mamá Blanca (1929) de Teresa de la Parra.
Por un lado, la crítica a la modernización y sus agentes; es decir, el capítulo venezolano de la crítica al rey burgués, el “rastacuero”, arribista, nuevo-rico que ha logrado ascender súbitamente gracias a su pragmatismo, su dudosa moralidad, su gusto por la pompa y su afición a la faramalla. Novelas que pensaron la nación como Zárate de Eduardo Blanco, Todo un pueblo de Miguel Eduardo Pardo, Ídolos rotos de Manuel Díaz Rodríguez, El hombre de hierro de Rufino Blanco Fombona o Vidas oscuras de José Rafael Pocaterra, integran el “capítulo” de aquella crítica. En ellas, el saldo del primer siglo republicano será la entronización de la decadencia, fruto de la nueva barbarie en los tiempos del rey burgués y la subsecuente certeza de que se torció el rumbo marcado por los fundadores de la patria.
Por otro, aparejado a lo anterior, el surgimiento de nuevos posicionamientos o de nuevas respuestas a fórmulas que coparon el siglo. En otras zonas del continente, no es difícil reconocer el sintomático desplazamiento del clásico eje civilización vs barbarie, que derivaría en la desestimación del paradigma “civilización” para optar por el privilegio de mundos considerados, si no como obstáculos, complementarios o accesorios: la naturaleza, cuyo radio de acción se ampliará para abarcar lo natural y genuino, lo “propio-nuestro” frente a lo “artificial” (Martí o Urbaneja Achelpolh), y el arte o la cultura en general (Darío, Rodó o Díaz Rodríguez). Ambos mundos darían pie a la solicitud de nuevos misticismos más o menos militantes: desde el “nuestroamericanismo” vinculado a la tierra –de raíz bellista– hasta la convocatoria a una suerte de “nación de los espíritus” para contrarrestar los efectos de la vulgar y materialista democratización reinante. Entre o además de estas nuevas fórmulas o posicionamientos será posible verificar el surgimiento de la conciencia irónica, capaz de reconocer la imposibilidad del ideal –metáfora blanda del arte o el artista– y de constituir la escritura a partir de lugares duales o, mejor, indecidibles. La obra de Pedro Emilio Coll o la mencionada novela de Díaz Rodríguez pueden ser ejemplos anteriores a la narrativa de Julio Garmendia o la mayor expresión que son las novelas de De la Parra.
A partir de allí, los modos de representar la nación ante la encrucijada de la modernización en la literatura venezolana experimentan una apertura inédita. La intención de releer la historia desde nuevas claves quedará reflejada en una novela como Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri, alimentada en imágenes y tesis por un libro central de la época: Cesarismo democrático de Laureano Vallenilla Lanz, y cuya representación del momento más crudo de la guerra de independencia servirá para diseñar una imagen de patria vertical, jerárquica, delineada en blanco y negro sobre un espacio estragado por la decadente volubilidad de las élites letradas y la vorágine brutal desatada por el resentido pueblo bárbaro, como para resaltar mejor la figura divina y necesaria del gran hombre (Bolívar), único capaz de domeñarlos. No obstante, otro tipo de representación copará la escena: la fórmula populista del mestizaje cultural de Doña Bárbara de Gallegos, que, sin cuestionar la primacía del universo de su héroe, Santos Luzardo, esbozará el gesto simbólico de la apertura y reconciliación con la barbarie –esto es: lo popular y la naturaleza–, para construir la nación moderna sobre los cimientos de lo propio, superando así el dilema sarmientino y proveyendo un nuevo paradigma cultural que resonaría en la obra de algunos escritores vanguardistas (Guillermo Meneses o Ramón Díaz Sánchez, por ejemplo). Menor fortuna tendría entonces una de las más arriesgadas representaciones de la época, la que diseñase Enrique Bernardo Núñez en su novela Cubagua, antecedente de lo que Rama llamase «narrativa transculturada», que, ante la amenaza de una nueva conquista imperial –la emprendida por las transnacionales petroleras–, privilegiará de un modo radical el valor de la naturaleza y del mito indígena y universal, a la vez residencias de la nación de los vencidos y único espacio de la vida plena, transformado y, en cierto modo, “desnacionalizado”; su compleja circularidad, propia del mito, se llevará por delante nociones “occidentalistas” centrales: el tiempo progresivo o la identidad.
En este contexto, resultaron excéntricas aquellas escrituras que escaparon de las representaciones alegóricas de la nación. Quizás por ello obras como las de Julio Garmendia o José Antonio Ramos Sucre sólo encontraron recepción plena casi medio siglo después. En cierta forma es también el caso de Teresa de la Parra y Las memorias de Mamá Blanca, pues, aunque no esquivase el asunto de representar la nación, logró enmascararlo de tal modo que sólo recientemente la novela será percibida en esa dimensión; y lo haría trastrocando y subvirtiendo los modos, tonos y formulaciones que con frecuencia acompañaban dichas representaciones.
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Apenas aparecida su Ifigenia en Caracas, Teresa de la Parra tuvo que soportar no pocas críticas por el carácter inmaduro y desvergonzado de su protagonista (Alvarado), y, sobre todo, por la incomodidad que producía una voz demasiado inquietante para un orden masculino desacostumbrado a cualquier tipo de cuestionamiento. Es probable que por ello la escritora haya decidido ser un poco más cauta a la hora de publicar su segunda novela, Las memorias de Mamá Blanca, disfrazando irónicamente, con la pose discursiva de la inocencia y la ternura, la dimensión más polémica de su texto: la que afectaba a las lecturas épicas y/o masculinistas de la nación. La efectividad de la máscara quedó puesta de relieve en la “inocencia” que mostrara, entre otros, Uslar Pietri a la hora de valorar la novela: «Lo que era confesión e ímpetu en Ifigenia ahora es arte y madurez […] Es libro tan femenino como Ifigenia, pero la feminidad arisca y ácida de la doncella se ha suavizado de sentido maternal» (81).
Una jugarreta de la historia quiso que dos novelas capitales para Venezuela, Las memorias de Mamá Blanca y Doña Bárbara, se publicaran el mismo año. La crítica reciente ha llamado la atención sobre la coincidencia, aunque apuntando a valoraciones radicalmente opuestas. Entre otras, elijo, sólo a modo de apertura, las lecturas de Nelson Osorio y Doris Sommer, pues repiten inesperada y cómicamente la coincidencia de Gallegos y De la Parra: ambas, publicadas en 1991.Si Osorio señalaba que en la novela de Teresa de la Parra la «idealización y mitificación del pasado […], compensatoria de la realidad […] muestra indirectamente la invalidez histórica de [su] proyecto ideológico» (312), expresión de una «nostálgica tristeza, que bien pudiera ser considerada, siguiendo el verso de López Velarde, como “una íntima tristeza reaccionaria”» (313); Doris Sommer, al confrontar la novela con las «narrativas del progreso”», afirmaba que Las memorias…:
…may remind us of the genre’s capacity […] to create an inclusive cultural space for the modern nation […] Las memorias de Mamá Blanca […] unfolds a bit wider with every page to make room for the next speaker […] the design she produces is hardly the hegemonic or pyramidal structure of founding fictions. It is an acknowledgment of the mutual dependence of every fold on the others. Anything less would fail to capture the polyphonic airs of a society so admirable for its complexity (321).
Reaccionaria o polifónicamente demócrata. Estas lecturas “extremas” son propiciadas, sólo en parte, por el lugar desde el que escriben los lectores –marxismo, feminismo–, pero también porque los escasos textos de Teresa de la Parra, al recurrir a la ironía y al disfraz, a «barajar las etiquetas» para establecer «la cordial confusión» (Parra: 477), distan mucho de ser unidireccionales, y no siempre el discurso crítico parece dispuesto a aceptar complejidades o contradicciones.
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Elizabeth Garrels califica el mundo construido en Las memorias de Mamá Blanca como una «fantasía colonial» (17, 25). El término “fantasía” aplicado a la narración de la infancia de Mamá Blanca en la hacienda Piedra Azul, arcadia criolla de aires coloniales, a lo María, me da pie para introducir otro: el de “fábula”. Sobre el uso de ese término en la novela se pueden barajar varios niveles de sentido. Uno, el más limitado, aquel que se desprende de la primera acepción del DRAE: «[b]reve relato ficticio […], con intención didáctica frecuentemente manifestada en una moraleja final»; o de la definición de la “fábula milesia”: «[c]uento o novela livianos y sin más fin que el de entretener o divertir a los lectores» (que parece ser el sentido que orientara algunas de las lecturas más convencionales sobre la novela, la de la ternura femenino-maternal de Uslar Pietri, p. e.). Pero también el DRAE abre las puertas a otras líneas de sentido más productivas en las acepciones 5 y, sobre todo, la 6; a saber: «[r]elación falsa, mentirosa, de pura invención, carente de todo fundamento» y «[f]icción artificiosa con que se encubre o disimula una verdad». En este sentido, ya Garrels advertía con acierto el “doble fondo” de Las memorias…:
…por debajo de la superficie aparentemente tranquila de la novela, no sólo hay una crítica de la democracia que delata una visión aristocrática de la vida; hay además una crítica de los hombres, y ésta se expresa en un repudio de todo lo que en el libro se identifica como masculino. […L]a crítica de los hombres y de su dominio que fue tan fácilmente detectada por los lectores de Ifigenia, sigue como una vocación central en Las memorias,aunque ahora queda disfrazada con una gran habilidad (13; cursivas mías).
Dejo de lado por ahora el asunto de las críticas emprendidas por la novela y me quedo con el “disfraz”. Mejor, con la idea de la fábula como máscara irónica, a la vez políticamente correcta e incorrecta, en la que lo idílico es vehículo de lo trágico.
la construcción discursiva de la arcadia criolla solo alcanza sentido pleno en su “puesta en historia”: el aborrecible advenimiento de los “tiempos modernos”.
La hacienda Piedra Azul del mundo de la infancia de Mamá Blanca es, como han advertido varios críticos, la alegoría del mundo colonial en resistencia ante el avance inevitable de la modernización (Garrels, Osorio…). Es el paraíso, pero como la misma novela señala, es un «Paraíso Perdido» (400). Aún más, la novela se vale de la escritura de la memoria-fábula para mostrar simultáneamente la conciencia de su imposibilidad (histórica). Piedra Azul sería, pues, desde la escritura ante la historia, como el cuero del cadáver de Nube de Agüita «un disfraz de consuelo» (390); dicho de otro modo: Piedra Azul no es sino voluntaria (y política) impostura, invención, anti-fábula que, en cierto modo, remite más bien a la escritura como único lugar precariamente posible. Y la paradoja constituye ese lugar: su empeño por acentuar correspondencias de palabras y cosas, armonías y comuniones, afinidades… no hacen más que subrayar un punto de partida y de llegada insalvables: la herida, el éxodo, el exilio del mundo. Aún más, la construcción discursiva de la arcadia criolla solo alcanza sentido pleno en su “puesta en historia”: el aborrecible advenimiento de los “tiempos modernos”.
La sospecha de que la fábula en Las memorias… es premeditadamente otra cosa se emplaza sobre juegos y guiños metaficcionales que reclaman la atención sobre el aparato discursivo. Más allá de la paradoja central de que Las memorias… sean unas memorias premeditadamente desmemoriadas, que dicen olvidar nombres y fechas o prefieren escamotearlos, no deja de ser significativa la saturación de marcas que enfatizan la condición ficticia del escrito: de entrada, la “Advertencia” sugiere que el lector se enfrentará a un manuscrito intervenido para su publicación, sometido a una «siega funesta»; en el transcurrir de la novela, la proliferación de cuentos, parodias, monólogos, representaciones dramáticas… hace de la escritura fábula de fábulas y parece decir al lector que asiste ante todo al espectáculo de la propia producción de la ficción (Fombona: xxii); y qué decir de algunos nombres: Blanca Nieves, don Juan Manuel, en los que el diálogo con literaturas es más que evidente.
Pero la insistencia en el marcaje del aparato fabulador no borra al enemigo: el devenir histórico, la política; por el contrario, no resiste la tentación de actualizarlo en la fábula para someterlo irónicamente a polémica. Ya el trabajo de Garrels señalaba la nada inocente recurrencia en la novela de palabras como “orden”, “autoridad”, “ley”, “positivista”, “régimen”, “república”, “disciplina”. Memorias engañosamente desmemoriadas, pues; fábula que olvida la historia para ponerla de presente.
Por lo demás, la autora siempre fue dada a presentarse a sí misma como dualidad. La propia Garrels usaba como epígrafe de su libro un fragmento de una carta a Enrique Bernardo Núñez que resulta más que significativa:
Yo que soy en la vida corriente la persona de la paz (me dejo engañar, maltratar o robar con tal de no oír ni decir una palabra agria), soy muy picapleito; cuando se trata de escribir yo misma no me reconozco (Parra: 544).
Esa dualidad reaparece de algún modo en sus conferencias de Bogotá, “La influencia de la mujer en la formación del alma americana” (1931), que empiezan con la pose del candor –«¿Cómo hacer una conferencia? ¿Cómo asumir el papel de autor ante un público…?» (472)– para, de seguidas, emprender la crítica de la historiografía existente, y, llena de amable y feroz ironía, proponer… ¡nada menos que una historia alternativa! La escritura de la fábula en Las memorias… será, pues, ante todo, fábula/anti-fábula alegórica de la nación (existente y no existente) o, si se quiere, fábula que, al desear olvidar la historia y el presente, manifiesta la ansiedad del latigazo de su denuncia. El éxodo final de Piedra Azul a Caracas –la modernización, el «triunfo del revés sobre el derecho» (400)– es la caída en historia que impregna de hecho todas sus páginas.
La tragedia del generalísimo (1983) de Denzil Romero se inicia con un monólogo en el que se pone de relieve una idea que también se haya presupuesta, aunque con otra intencionalidad, en la novela de Teresa de la Parra: la de la palabra-escritura como una forma de resistir la muerte. Las memorias… se escriben para resistir la muerte que es el ingreso en el mundo moderno.[1] En un sentido cercano, Julieta Fombona señalaba que «Piedra Azul es el mito que suple la ausencia de un presente» (xxiii). Así, Las memorias… podría ser leída como una novela a la vez melancólica (Bohórquez) y polémica; su escritura será el llenado del vacío por el simultáneo acto de la fuga y la crítica. Fuga y crítica que se establecen en la oposición mayor de la novela: Colonia/Modernidad (Garrels, Osorio), y que en algunos casos es leída como entrecruzadamente con otra oposición inseparable: femenino/masculino (Garrels).
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En la novela, Caracas, “valle de lágrimas”, es la historia; aún más, desde la perspectiva de Teresa de la Parra, será el fruto mayor de un proceso iniciado con la Independencia. El “nacimiento de una nación” será, así, una suerte de “pecado original”, la irrupción en un orden cuyo destino es el presente moderno. Diría en carta a Lydia Cabrera:
…soy enemiga de esa independencia que hizo nacionalidades en donde antes la gente vivía ingenuamente, sin haber tomado conciencia de ellos mismos en esa forma tan antipática que es la nación y su derivado, el nacionalismo (en Molloy: 251-252).
La Caracas de la novela, con sus instituciones y sus restricciones, reino de la compra-venta y el dinero, es la muerte de [la] Aurora, de la «Edad de Oro en Paraíso Perdido» (399), la cárcel. Esa representación potencia la escritura de la fábula-memoria, la invención de Piedra Azul-Colonia. Es aquí donde empieza el problema de la valoración de obra y autora.
Sin duda, la representación del orden colonial, patriarcal, de Piedra Azul es expresión nostálgica e idealización, mitificación y mixtificación. Toda fisura –las restricciones de la autoridad de Evelyn, la figura distante del padre, los saqueos de Da-niel el vaquero, cuyo canto ya está contaminado por el “canto” del dinero– es finalmente exculpada por la llegada a la Caracas mortal. Desde esa “muerte”, los conflictos de Piedra Azul son redimidos por la escritura y pasan a convertirse, como las avispas del trapiche –centro físico del mito–, en elementos benefactores, espiritualmente nutritivos. A partir de esta reivindicación del orden patriarcal-colonial o de su obliteración, las lecturas sobre Las memorias… se oponen y excluyen.
Hay dos tipos de lecturas que tienden a silenciar o atenuar la operación mixtificadora en torno a la imagen de la Colonia: aquellas que, como la muy sugerente de Julieta Fombona, prefieren exponer las claves de la construcción de su escritura, sin confrontar el universo creado con cualquier más-allá extratextual; y las que, como la de Doris Sommer (seguida, p.e., por Cisterna), para resaltar la novela de Teresa de la Parra respecto de las representaciones jerárquicas de nación del populismo masculinista, al estilo de Doña Bárbara de Gallegos, postulan su talante democrático. En el otro extremo, se hallan lecturas que, al valorar en términos histórico-ideológicos la reivindicación que hay en la novela, subrayan la postura reaccionaria o antidemocrática que alienta Las memorias de Mamá Blanca (Garrels, Osorio). De ellas, la más severa, pero a la vez más acuciosa, es la de Garrels.
La lectura de Garrels es pionera de una visión crítica de Las memorias… No obstante, es también una de las más excesivas. Su descripción de la imagen de la Colonia en la novela o en las conferencias de Bogotá deja poco lugar a duda o discusión: abiertamente y con un alto sentido de la provocación, Teresa de la Parra hace el elogio de la Colonia y de sus herederos tras la Independencia, el partido godo, la oligarquía conservadora que la autora quiere ver, por un lado, ligada desde siempre a la tierra (aunque históricamente no haya sido necesariamente así), al paraíso perdido de la Naturaleza y lo natural; y, por otro, como custodia de los valores de la cultura criolla. El conjunto “godo” es opuesto por los escritos de De la Parra al “arribismo” del nuevo mundo urbano: charlatán y fatuo, vulgar e irresponsable, inhumano. Silenciar o atenuar tal “provocación” es sin duda difícil de sostener, aún más en el caso de lecturas que expresamente asuman como central el abordaje de las representaciones de la nación.
Hay, en otro sentido, aportes destacables en la lectura de Garrels; entre otros, el de encastrar la visión de la Colonia que se desarrolla en la novela y otros escritos de la autora en otro marco: la oposición femenino/masculino, decisiva para una caracterización de la imagen de nación en Las memorias de Mamá Blanca. No en vano la novela es precedida por una “Advertencia”, en la que una escritora-personaje –además de declarar su ética y su poética, arremetiendo contra los agentes de un inminente apocalipsis: el arte nuevo y el mundo moderno– acepta el manuscrito de Mamá Blanca como si se tratase de una invalorable herencia; legado fundado en «misteriosas afinidades espirituales» (315), traducibles por los valores propuestos en la novela-memorias, cuya escritura es dado pensarla, por tanto, como hecha a cuatro manos. En la misma dirección, tampoco es azaroso que las memorias se abran con el personaje que viene a ser fuente de creación en un sentido diferente al obvio de la maternidad: Mamá; simbólicamente, el polo opuesto del final de la novela, Caracas. Al presentarse a sí misma en la primera página, la narradora se refiere a su nombre (Blanca Nieves) como un «disparate ambulante» (324) para dar pie a la presentación de Mamá:
…la culpa de tan flagrante disparate la tenía Mamá, quien por temperamento de poeta despreciaba la realidad y la sometía sistematicamente a unas leyes arbitrarias y amables que de continuo le dictaba su fantasía. Pero la realidad no se sometía nunca. De ahí que Mamá sembrara a su paso con mano pródiga profusión de errores que tenían la doble propiedad de ser irremediables y de estar llenos de gracia (324).
Su condición de “poeta” la conecta con las escritoras de la “Advertencia”. Con ello el legado “femenino”, al abarcar tres generaciones, se robustece y profundiza, hace familia. Si Piedra Azul es “mito”, “fantasía”, utopía, Mamá, como el trapiche en otro orden, es su fragua, núcleo generatriz de la fábula-memoria escrita para resistir la realidad (a lo largo de la historia). Con ella se abre la matriarcal nación alternativa de las «misteriosas afinidades espirituales».
A despecho de lo que afirmase Sommer sobre el carácter polifónico de la novela, el diseño del conjunto de sus voces podría leerse más bien como el resultado de un tejido monofónico –lo que no añade ni quita valor; monofónicos son por igual las novelas de Corín Tellado y el Quijote–, pues su tramado enfatiza la común unión de sus habitantes: el desvío de la norma, pertenecer al reino del error y el disparate. Eso son, tras Mamá: las niñas, Primo Juancho, y Vicente Cochocho (que Garrels incorpora atinadamente al mundo de lo femenino [2]); personajes que se reproducirán en el segmento de “modelos” que Teresa de la Parra propusiera en sus conferencias de 1931: «los jóvenes, el pueblo y sobre todo las mujeres» (477). Como se dijo, los personajes que representan la autoridad en Piedra Azul, la institutriz Evelyn y don Juan Manuel, espinas de la rosa, serán finalmente feminizados, incorporados al reino del error; al igual, quizás, que el llanero Daniel el vaquero, que es más bien, como se verá, un personaje-bisagra. Quienes de ningún modo tendrán cabida en la nación alternativa de Piedra Azul son aquellas figuras que se han integrado al mundo de la modernidad materialista: Caracas, el nuevo dueño de la hacienda –decidido a “urbanizarla”– y la descendencia de Mamá Blanca: sus hijas –caraqueñizadas, novomundistas– y esposos; es decir, lo simbólicamente masculino.
Otro de los aciertos de la lectura de Garrels es su osadía no sólo a la hora de “agrietar” las lecturas de la “ternura” hechas en torno a Las memorias…, sino al “desmontar” uno de los personajes de la novela que más elogios despertase hasta entonces: Vicente Cochocho. A él corresponde, en esta historia de las representaciones de la nación, nada menos que el rol de lo popular. Este «prodigioso y muy humanizado enano velazqueño» (Picón Salas: 90), «maravilloso arquetipo popular» (Torrealba Lossi: 83), pasó por ser «la más vigorosa creación de Teresa de la Parra» (id). Garrels, en cambio, lo presentará como resultado de una mixtificación, pues, si bien en la novela el recuerdo de Mamá Blanca le concede un reino que «no es ni debe ser de este mundo», es «confirmación de jerarquía patriarcal colonial» (75).
Aquí mi lectura se desvía de la de Garrels, entre otras cosas o sobre todo, porque hace derivar de la amenazante inquietud que despiertan tanto la relativa independencia de Vicente como su valía en el arte de los sublevamientos, los cambios ideológicos que se producen en la novela y que llevarán a De la Parra a defender la autoridad y ciertos principios de la “utopía positivista”. Así, Garrels entenderá, en el capítulo referido al trapiche, la reconciliación con la disciplina de Evelyn como una respuesta al peligro que representa el personaje popular, y leerá en el siguiente capítulo, referido al corralón de las vacas, «la apología de un sistema político identificable: un gobierno paternalista, con fachada republicana pero que de hecho depende del líder indispensable, donde imperan el orden y la disciplina y donde nadie protesta» (80). Ello inclina a la novela hacia una «marcada ambivalencia ante el gobierno fuerte y la autoridad del Estado, [por lo que] se puede leer como una especie de apología a regañadientes de la dictadura de Juan Vicente Gómez» (81). De seguidas, aunque intente marcar complejidades y diferencias, dedica algunas páginas a mostrar no sólo la relación ambigua o contradictoria de la autora con la figura de Gómez, sino a señalar las correspondencias parciales de su pensamiento con el de Vallenilla Lanz y otros positivistas, fundamentando así, con esta última instancia, su juicio político inicial sobre el aristocratismo antidemocrático de Teresa de la Parra.[3]
Ciertamente Teresa de la Parra dejó asentado en varios escritos su rechazo a todo tipo de radicalismo, y en la reivindicación de este personaje popular idealizado hay la traza de un deseo de suturar potenciales conflictos (de clase)
Vicente Cochocho, el «piojo sublime», es, además de peón, médico autodidacta, bígamo estoico, pieza clave de cualquier empresa militar y un respetuoso irrespetuoso de la autoridad de la hacienda. Conviene no olvidar, algo formal/estructural que es a la vez necesariamente significativo: la fábula encuentra en él y en la escena del trapiche su clímax; en ellas se producen los mayores elogios a la plenitud y sabiduría de lo simple y lo natural, valores medulares de la novela, cimiento y estilo de la casa-nación alternativa. Luego, a partir del capítulo sobre la «república de las vacas», la novela se precipita hacia la caída y la muerte, esto es: el ingreso en la historia y el reconocimiento de la imposibilidad de la fábula. Ciertamente Teresa de la Parra dejó asentado en varios escritos su rechazo a todo tipo de radicalismo, y en la reivindicación de este personaje popular idealizado hay la traza de un deseo de suturar potenciales conflictos (de clase); del mismo modo, es patente que el escamoteo de las contradicciones del orden colonial-patriarcal responden al deseo-en-clave-de-fuga de borrar la enemiga nación real del presente. Pero de ahí a leer la novela como «especie de apología a regañadientes de la dictadura de Juan Vicente Gómez», o incluso a cifrar en sus deseos nostálgicos o melancólicos su postura reaccionaria (Osorio)…
Acaso, para lo relativo a Vicente Cochocho, y finalmente para la postura misma de la autora, convenga retomar un breve pasaje del final de Las memorias… que necesito destacar en espacio diferenciado por su centralidad en mi lectura:
…no hay que respetar demasiado las leyes. Es sabiduría burlarlas con audacia ante los propios ojos de la autoridad, tan dispuesta siempre a aceptar cualquier colaboración o complicidad que la desprestigie (397).
Poco más o menos lo que hace Vicente con las órdenes de don Juan Manuel (y creo que la novela en su totalidad): una suerte de vuelta de tuerca del criollo dicho colonial «se acata pero no se cumple». Vicente Cochocho es el “otro” en la novela; también es, sobre todo, una figura. La alianza que la novela propone con el peón es, en última instancia, una proyección del escritor, en cierto modo parecida a la fijación que no pocos modernistas tuvieron con las prostitutas o con Cristo. De la representación de Vicente se destaca finalmente –y es fundamental– lo mismo que postula el sistema interno de la novela a través de otros personajes cuyos reinos tampoco «son de este mundo» –Mamá o Primo Juancho–: su excentricidad, su complacencia en lo torcido, en el “error”; sólo que Vicente Cochocho es además poseedor de sabidurías y realizador de prácticas (levemente) proscritas por la autoridad, y tiene el atractivo (no sólo narrativo) de ser “el otro” siendo “el mismo”: iletrado, su excentricidad no se deriva, como en los otros otros de asuntos de personalidad o incluso del contacto –inútil y superior– con una cierta cultura letrada, sino de su pertenencia a otro universo social y cultural, más en contacto con la naturaleza que con las instituciones. Ello culmina en su capacidad “altanera” para desarrollar una vida “alternativa” –la bigamia, la medicina o la revuelta–, su decisión de acatar sin cumplir los dictámenes del orden de la hacienda patriarcal. Cimarronería sin delito ni conflicto: un cierto deseo (fantasioso, de fábula) de la autora. Simultánea fuga y crítica. Al voleo: ¿Rebeldía y mixtificación? ¿Aristocratismo populista?
Vicente, como la idea de la Colonia, dice más de Teresa de la Parra o, con más propiedad teórica, de la autoría que de sus referentes históricos; por lo que, en este sentido, es obvia la valoración positiva que encuentra dentro de la novela (aún más si se toma en cuenta la exitosa tradición latinoamericana de representar lo popular en términos de ignorancia, brutalidad, barbarie). Ello no quiere decir que su representación discursiva no tropiece con varios impasses. Vicente, como la Colonia, es idealización que, en tanto tal, resulta finalmente enmascaradora y excluyente. Por lo demás –aquí con Garrels–, el recurso evangélico al elogio del buen manso, para el caso de Vicente, revela una ansiedad, y el epíteto que le es atribuido, «piojo sublime» (376), sin perder de vista ni su manejo sistemático de la ironía, ni que para la autora Naturaleza es religión y lo menor, lo simple, valor supremo, dice también a la vez del límite que marca la distancia. Aún más, podría afirmarse que en la construcción del personaje, suerte de criollo “buen salvaje” rousseauniano, actúa una cierta mirada exotista, orientalista, cónsona con la expresada por la autora en otros textos.
En este sentido, Garrels cita un pasaje de una carta de Teresa de la Parra a Luis Zea Uribe en la que se manifiesta contraria a las tesis de Gobineau:
¡Qué lindos rasgos de carácter entre nuestros pobres negros del campo y tanta gente humilde, llena de generosidad y de verdadero amor o caridad en su sentido más puro…! Toda nuestra infancia y juventud está llena por ellos! Pienso en Vicente Cochocho que existió y resucitó por visualización en Mamá Blanca. ¿Qué diría de él Gobineau? Era ingobernable y no tenía ninguno de los rasgos que constituyen la civilización simétrica y ordenada de los arios, es cierto, pero, ¿y su desinterés, su inmensa caridad y su lirismo de todas horas? Concluyo pensando que los arios están en su papel organizando sanatorios, ejércitos y ciudades donde reine el progreso, pero que allá, en medio de esas razas que no se sabe a dónde van, se siente de un modo muy hondo la dulzura de vivir… (Parra: 584).
El fragmento apenas le sirve a Garrels para marcar de pasadas la distancia de De la Parra con el positivismo o el racialismo culturalista enmarcado por valores cristianos tradicionales, y prefiere centrarse en la palabra “ingobernable”, en el alerta que la propia autora experimenta al haber hecho el panegírico de Vicente Cochocho, que la obliga a torcer el rumbo en la novela hacia la necesidad de una autoridad que mantenga el orden, olvidando, dejando así por el camino serpenteante de su discurso crítico el disgusto indudable y visceral que le produjese Gobineau a Teresa de la Parra.
El pasaje y su procesamiento es un buen ejemplo para lo que entiendo es, en general, una dificultad de una buena parte de la crítica sobre Teresa de la Parra: la posibilidad de considerar y, aún más, de sostener una lectura dual, que no tema acoger las contradicciones de los textos sin verse en la obligación de extremar el juicio en algún sentido (reacción o democracia, p.e.). En este caso, la correspondencia de Vicente Cochocho con «nuestros pobres negros del campo y tanta gente humilde, llena de generosidad y de verdadero amor o caridad» es expresa, y las formalizaciones de ambas figuras revelan el exotismo, la vertical distancia a la que me refiero. El «amor o caridad» que se le atribuye a lo popular sirve también para caracterizar el acto de la figuración misma. Por un lado, la mirada caritativa, aun en la “sublimación” –o por ella–, denuncia la jerarquía; pero, por otro, tal mirada no es exclusiva de un cristianismo tradicional, es elemento constituyente, por ejemplo, del discurso martiano, especialmente al referirse a las “razas” que integran su idea de lo popular. Por lo demás, la palabra «ingobernable», atribuida en novela y carta a Vicente Cochocho, ofrece otras vías a considerar: una, que tiene una inequívoca connotación positiva en ambos textos; la otra, que, en la carta, es inmediatamente opuesta a la «civilización simétrica y ordenada de los arios», con lo que abre las compuertas al americanismo tropicalista y, si se quiere, orientalista de la autora, expresado por esa «dulzura de vivir» (presente, por decir, algo en posteriores canciones de Vinicius de Moraes o Joao Gilberto). Por no hablar de la distancia que marca sin equívoco De la Parra ante las “políticas” de Gobineau, aún más tomando en cuenta que el positivismo pasó a ser considerada ideología oficial del gomecismo.
Algo similar ocurre –aunque a la inversa–, con la consideración de Daniel el vaquero, que, para Garrels, es el personaje que expresa una versión de la utopía positivista mejorada por Teresa de la Parra: el establecimiento de un orden pacífico ajeno al progreso material, natural y armónico, logrado no por el peso de la fuerza sino por la ideología que viene a ser el canto de ordeño. Con ello se desestima la posibilidad de que la «república de las vacas» sea objeto de ironía o simplemente de distancia por parte de la narración.
Convendría, en este sentido, no olvidar que Daniel es un “llanero” y que es visto en Las memorias… como un personaje de doble faz –como ocurre en muchas representaciones de esta figura en la tradición inmediata: Vallenilla Lanz o Gallegos. Si bien el canto experto y sabio del llanero sirve para mantener el orden del corralón de las vacas, su presentación deja poco lugar a dudas sobre su naturaleza ya ganada para el mundo “enemigo”. Julieta Fombona recordaba al final de su texto sobre Las memorias… que el dinero es lo que “vende” la utopía de Piedra Azul. Tras la llegada a Caracas, el descubrimiento de su existencia en tanto «símbolo externo que rige sin integrar, lo que se cambia, no lo que se usa» (xxiv), así como del espacio que posibilita su circulación y su poder (las instituciones sociales), explicará la carga adicional que tiene la muerte de “Aurora”, título del episodio final de Las memorias… En ese contexto habría que releer la presentación inicial de Daniel el vaquero en la novela como la otra cara de la tramoya novelesca del personaje popular respecto del idealizado Vicente, pues su interés en el dinero mal habido lo vincula al mundo turbio del comercio:
Como buen llanero, a más de ser excelente vaquero, y excelente poeta epigramático, Daniel era astuto y rapaz. Conciliador como nadie, amable siempre, todos sus actos iban urdidos a una trama finísima cuyo hilo, ningún ojo por avizor que fuese era capaz de descubrir. Cuando Papá lo contrató como vaquero, Daniel estudió la situación durante dos o tres días, y sin duda alguna, acabó por deducir esto en su fuero interno: “Aquí serás vaquero, Daniel, sin pleitos ni imposiciones, hasta que quieras, y ¡ganarás dinero!”. Así fue. […] Todos los días de la semana, Daniel trabajaba con ardor a fin de todos los sábados en la tarde, con muy buenos modos, presentarle a Papá por la leche y el queso las más correctas cuentas del Gran Capitán. Dada la corrección de dichas cuentas, Papá no podía probarle su mala fe, dada la amabilidad con que las presentaba (386).
5
A veces este tipo de lecturas de toque y acento judicial resultan reductoras, o incluso banalizadoras, en especial cuando se opta por mancar o hipertrofiar un texto para el mejor resalte de la propia gestión política de los sujetos académicos. El caso de Teresa de la Parra quizás sea solo uno de varios ejemplos (Bolívar, Bello, Sarmiento, Martí, Vallenilla Lanz…). Conservadora… democrática… ¿y por qué no ambas cosas a la vez?, o al menos, finalmente, algo más matizado o complejo o dubitativo?[4]
Si su nostálgica invención de la Colonia como lugar idílico o de la oligarquía terrateniente como figura modélica de la historia no resiste una confrontación con lecturas vigentes y abre las puertas a su calificación como conservadora, esta misma podría ser matizada por otras consideraciones no “exculpatorias” –salvo que se quiera seguir con la inquisitorial o antidialógica tradición de enfatizar el costado judicial de la crítica– sino contextualizadoras o comprehensivas. Julieta Fombona afirmaba que Teresa de la Parra veía la Colonia como «todo lo que vive […] de acuerdo con la naturaleza» (xi), «continuidad sin historia» (xii), «figura que al sustraerse al flujo de la historia resiste y perdura» (xiii), y traía a colación una carta de la autora a Vicente Lecuna en la que hacía explícito el carácter orientalista de su Colonia: «¿No cree Ud. que la Colonia debía estar impregnada sin saberlo del gran misticismo de Oriente […] y que la Independencia, manifestación de ese misticismo, le abrió la puerta a la charlatanería del siglo pasado?» (en xiv).
En un sentido, la Colonia no puede dejar de ser la Colonia, por lo que se pone de manifiesto en De la Parra la voluntad de borrar contradicciones, de idealizar, de mi(x)tificar; pero, en otro sentido, a la vez, esa operación se halla en función de otra. Si la Independencia es de algún modo el presente, el vacío de «la sala de baño de un gran Palace» (Parra: 491), la Colonia-Naturaleza es también el efecto simbólico de una escritura disconformista (Romero). En este punto, la lectura de Fombona abre posibilidades de relación muy distintas a la de los positivistas venezolanos:
[De la Parra] Tal vez escribe para llenar este vacío colocando lo escrito en el lugar de la naturaleza perdida. La añoranza de lo natural está en toda su obra, aunque, por supuesto, no se trata del proverbial retorno a la naturaleza del que se burlaba Valery al decir que cada treinta años se la vuelve a descubrir. En eso Teresa de la Parra está muy cerca de Rousseau; lo que intenta es contemplar a la sociedad desde la naturaleza para deshacer las identificaciones forzadas que aquélla impone, esa naturaleza “que es profundamente inmoral, puesto que desdeña las más elementales conveniencias y se burla a todas horas de los sanos principios sociales” (xi).
Rousseau dice, por ejemplo: «El hombre civilizado nace, vive y muere en la esclavitud. Cuando nace se le cose en una envoltura; cuando muere se le mete en un ataúd, y en tanto que él conserva la figura humana vive encadenado por nuestras instituciones» (73). ¿Cómo no hallar correspondencias claves en pasajes como éste del ilustrado romántico y la oposición Piedra Azul/Naturaleza/libertad/vida vs Caracas/Modernización/cárcel/muerte? Por otro lado, ¿cómo olvidar que la idealización y mixtificación del pasado, en el contexto de los discursos culturales de la modernidad occidental, cumple funciones que tienen que ver con la necesidad de inventar la tradición, pero también, a veces, con la de cuestionar los excesos de la modernización? ¿No sería productivo, en este sentido, conectar (además) la idealización de Teresa de la Parra con las “vueltas a la semilla”, la invención de orígenes igualmente idealizados y falsificadores, frecuentes ya en el fin-de-siglo: la Naturaleza y lo natural, lo indígena en Martí; la Grecia de Rodó; las series de Martínfierros, Ismaelillos, Tabarés…; o con las fugas escriturales hacia espacios y figuras de un medievalismo raro y excéntrico, ideal o cruel, de José Antonio Ramos Sucre, quien viese también, como De la Parra, la historia como mal (Sucre, 1999) –«Yo quisiera estar entre vacías tinieblas porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos»; «el movimiento, signo molesto de la realidad, respeta mi fantástico asilo»– ; o, en prospectiva, con la familiar relación exultante –y mi(x)tificadora– de la diferencia criolla y el señor barroco que habita en Lezama Lima?
Por otra parte, así como las lecturas que promueven la imagen de Las memorias de Mamá Blanca como un texto inclusivo y democrático, quizás por sentirse parte de sus «afinidades espirituales», prefieren suavizar o esquivar los alcances del ansia de armonías y correspondencias que recorre la novela de las “delicadas” idealizaciones de Piedra Azul o Vicente Cochocho, las lecturas de la otra banda parecen olvidar o menospreciar instancias que vienen a ser igualmente decisivas. El «barajar etiquetas» de Las memorias… es, en esta dirección, un juego muy serio. No es poca cosa en este caso, respecto de las representaciones masculinistas de la nación, que el centro y raíz de esta casa alternativa de los espíritus afines, reino de la escritura que desea borrar la nación real, resida en la cadena de mujeres antes mencionadas, y que en ella encuentren lugar protagónico, justamente, los hombres fuera de lugar (y por ende, simbólicamente femeninos).
una de las mayores faltas de las “lecturas severas” de Las memorias de Mamá Blanca (Garrels, Osorio) es que hayan desestimado la significación que tiene en la novela la adopción del humor irónico e irreverente como una estrategia primordial.
Los olvidos vienen a veces complementados por operaciones o decisiones de lectura simplificadoras, que en no pocas ocasiones tienen que ver con la desestimación del peso que tiene la ironía en la novela, incluso o sobre todo, de cara a la representación de la nación. Es lo que quizás lleve a pensar que solo el reino de Vicente Cochocho «no es ni debe ser de este mundo», en vez de considerar que el sistema de «afinidades» que teje la conciencia irónica de la novela advierte oblicuamente que sus figuras solo pueden reinar en la escritura misma. Por ello, las recomendaciones de Mamá Blanca a la joven escritora de la “Advertencia”, a propósito del gobierno sobre las notas del piano, remiten a la declaración de principios de esa conciencia irónica que reconoce su inoperancia en la realidad histórica y no, como quiso ver Garrels con simplismo, como un apoyo a la final índole autoritarista de la novela. Si hay dificultad para captar la ironía como ese lugar que desea escapar a la historia y que a la vez marca la inevitable sujeción a su innegable realidad, y que en vez de celebrar sin más la fuga en el recuerdo-escritura postula la precariedad del intento, su condición náufraga, se pone de relieve ante todo la dificultad del discurso crítico para entender las formulaciones irónicas. No otra cosa es el gobierno sobre las notas del piano o la posibilidad de pensar la nación como una «república de las vacas».
Así, pues, una de las mayores faltas de las “lecturas severas” de Las memorias de Mamá Blanca (Garrels, Osorio) es que hayan desestimado la significación que tiene en la novela la adopción del humor irónico e irreverente como una estrategia primordial. ¿O es que la forma, el tono, no dice nada o no tiene pertinencia y relevancia? Tanto el gobierno sobre las notas del piano como la utópica república de las vacas o la bacteria americana gracias a la cual nacen Napoleón y el Romanticismo tienen una decidida dimensión carnavalesca que actúa en relación directa con las lecturas épico-viriles del nacionalismo o el americanismo dominante en la época: las de Gallegos o Uslar o Vallenilla o Urbaneja, pero también las de Martí o Rodó.
Aún para esta Venezuela de hoy el disconformismo carnavalesco de esta presunta aristocratizante resuena de manera inesperada cuando, a propósito del padre distante, Juan Manuel, se aborda en Las memorias de Mamá Blanca al más sacro de los símbolos patrios para marcar la inútil arrogancia de su pose militar:
Sí, mi señor don Juan Manuel, tu perdón silencioso era una gran ofensa, y, para llegar a un acuerdo entre tus seis niñitas y tú, hubiera sido mil veces mejor el que de tiempo en tiempo les manifestaras tu descontento con palabras y con actitudes violentas. Aquella resignación tuya era como un árbol inmenso que hubieras derrumbado por sobre los senderos de nuestro corazón. Por eso no te quejes si, mientras te alejabas bajo el sol, hasta perderte allá entre las verdes lontananzas del corte de caña, tu silueta lejana, caracoleando en Caramelo, coronada por el sombrero alón de jipijapa, vista desde el pretil, no venía a ser más sensible a nuestras almas que la de aquel Bolívar militar, quien a caballo también, caracoleando como tú sobre la puerta cerrada de tu escritorio, desde el centro de su marco de caoba y bajo el brillo de su espada desnuda, dirigía con arrogancia todo el día la batalla gloriosa de Carabobo.
Quizás tampoco esté de más que, nosotros, oficiantes de la crítica (literaria, culturalista, feminista, postcolonialista…), relajemos de vez en cuando nuestras poses severas y nos dediquemos algo más a «barajar las etiquetas» y buscar el contacto con otras «bacterias» distintas a las predominantes.
©Trópico Absoluto
Notas
[1] Sin descartar el ánimo de ponerme “filológico”, es el mismo mecanismo, con un resultado obvia y felizmente distinto, que se pone en marcha en un artículo de costumbre de Nicanor Bolet Peraza: “El mercado”.
[2] Como en este caso concuerdo con Garrels en la comprensión de lo femenino en Las memorias… sigo la posibilidad de considerar el término –al menos también– en su calidad de entidad simbólica, que le permite eventualmente trascender las diferencias específico-referenciales de género. Si no explicitada, al menos sugerida por mi lectura (lejana ya) de Nelly Richard (1993). Y aunque toda oposición presupone para mí algo de reducción o mixtificación y de juego de privilegio/exclusión, en estos días de “salto atrás” mundial de las conquistas sociales, no parece “haber de otra”…
[3] Quisiera decir hoy, 11 años después de la escritura del original, que recuerdo claramente que mi insistencia en el trabajo de Garrels obedece, aparte de ser uno de los primeros libros serios dedicados a Teresa de la Parra, a que tiene hoy la virtud de ser una muestra de un eslabón crítico ¿aún respetable? que, desde el feminismo crítico y el estudio-culturalismo académico anglosajón, parece anunciar lo que aconteció poco después: la resurrección de lo que fuese conocido en los años 70 y 80 como “mecanicismo socio-lógico/ideológico” y su conversión actual en lecturas post o des-coloniales de gesto judicial, más que crítico, y de notable falta de consistencia que campean por varios predios académicos de este s. XXI fundamentalista. (Quisiera decirlo, pero, en el mejor de los casos, no sería más que uno de tantos gazapos falseadores de la memoria; en realidad, sólo sería una forja mal intencionada. Sí puedo decir, claro, que así veo mi lectura sobre Garrels desde 2020).
[4] Ana María Caula (2017) declaraba hace poco esta dificultad para “ubicar” a Teresa de la Parra, en lo referido a su discurso sobre nación y género: «Estos dos aspectos […] se presentan de una forma muy singular en su escritura, sobre todo si comparamos su narrativa con la de otros escritores de su tiempo que también abordan de alguna manera la misma temática. […E]stos dos temas se entretejen en su narrativa de una forma en la que se hace complicado dilucidar si nuestra escritora comparte una posición reaccionaria o liberal en cuanto a la inserción de la nación venezolana dentro de un sistema moderno capitalista, o en cuanto al rol de la mujer en la sociedad. En este sentido, el análisis de las diferentes estrategias utilizadas por la autora para configurar el lugar de su escritura resulta sumamente interesante, en su manera no explicita de criticar o reaccionar en contra de los modelos impuestos, ya que el “decir no diciendo” es una de las características más relevantes de su estrategia textual» (17-8). Caula trata, como también lo intentase Garrels, de presentar las escrituras de De la Parra en toda su complejidad y esquivez, lo que siempre es de agradecer. No obstante, tal intención no siempre se concreta. Así, De la Parra «puede comunicar preocupaciones de orden socio-económico que parecen ser más liberales, al producir una novela como Ifigenia […] al mismo tiempo que produce una obra de tendencia más clasista y conservadora que nos pinta la vida en una hacienda colonial, de estructura todavía feudal, como un paraíso perdido» (24). Se refiere a Las memorias…, claro, y ahí nuestras lecturas difieren. Quizás la ansiedad por ubicar definida o estrictamente lo estudiado, en pautas tan restrictivas como «reaccionaria o liberal», puede jugar malas pasadas al buen ánimo de partida de las lecturas en favor de algún tipo más o menos (in)feliz de “universal”. En este sentido, la lectura de trabajos clásicos –y ya olvidados– sobre el modernismo latinoamericano de Ángel Rama, Aníbal González o Rafael Gutiérrez Girardot, fue central para hacer(me) visibles y procesables emplazamientos ideológico-discursivos como los de Teresa de la Parra. En su momento, en “Ironía, (auto)crítica y descentramiento. Pedro Emilio Coll” (2005), me permitieron pensar en la “dúplice” ironía como un lugar ideológico-discursivo per se.
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Fco. Javier Lasarte Valcárcel (Caracas, 1955) es Profesor Titular Jubilado de la Universidad Simón Bolívar de Caracas. Ha publicado: Sobre literatura venezolana (1992), Juego y nación. Posmodernismo y vanguardia en la narrativa venezolana (1995), Al filo de la lectura. Usos de la escritura/figuras de escritor en Venezuela (2005). Desde 2019 publica algunos de sus textos en DELA(u)TOR (https://delautorjavierlasartev.blogspot.com/), donde ha reeditado Narrativa venezolana del s XX: Identidad / Fabulación. (2019) y aparecerá próximamente Aires de cambio. Cultura y narrativa en la Venezuela del gomecismo y el postgomecismo (1908-1953).
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