Archivos para (des)armar. Cuaderno Caribe de Christian Vinck
Cuaderno Caribe, “diario de vida, libreta de notas, archivo personal”. Cecilia Rodríguez Lehmann (Caracas, 1970) se acerca en este estudio al trabajo de Christian Vinck, para explorar las formas en que el artista plástico “nos invita a problematizar la manera cómo lidiamos con el recuerdo”. En esta propuesta, Rodríguez Lehmann, siguiendo referencias del famoso Atlas de Warburg, así como las formulaciones de Derrida en su Mal de archivo, observa cómo el trabajo desplegado por Vinck se organiza a la manera de un gran álbum dislocado, alterno y aleatorio del afecto: “un espacio de la memoria colectiva marcado por la recreación desde el registro pictórico“.
Cuadernos, álbumes, libros de artista, cuadernos de artistas, libros ilustrados, libro- álbum, cuantas categorías podríamos utilizar para intentar definir espacios de por sí poco definibles. Cómo acercarse a la porosidad de estos términos sin terminar diluyéndonos en sus imprecisiones, sus bordes desdibujados. Tal vez, precisamente, moviéndonos con su sinuosidad, renunciando al orden de los formatos y sus funciones preestablecidas. Sacar al libro del libro, volverlo otra cosa; deshacer las hojas del cuaderno para convertirlas en lienzo, hacer del lienzo una página de un álbum, de un cuaderno, de un libro.
He aquí, precisamente, lo que Cuaderno Caribe (2016) del artista venezolano Christian Vinck intenta mostrarnos. ¿Qué tenemos entre manos? Para empezar un libro, o no, un cuaderno, un catálogo de pintura, un álbum. Tanto el formato como su portada nos invitan a leerlo como un cuaderno, al menos a jugar con esa idea. El mismo título de la obra insiste en ello. En la portada vemos la reproducción de un tipo de cuaderno con el que crecimos montones de niños venezolanos. Son los cuadernos que utilizábamos para ir a la escuela, los más económicos y los más comunes. Incluso tenemos la etiqueta que nos invita a poner el nombre, el curso y la asignatura. Pero no se trata de la foto de ese cuaderno, ni una copia fiel, sino una pintura, más o menos rudimentaria, casi naif podríamos decir, de ese cuadernillo convertido ahora en portada de libro. Se trata de la reinvención del cuaderno de la infancia convertido en lienzo y en la tapa de este objeto escurridizo.
El cuaderno, por su propia materialidad, nos invita a pensar en un espacio en blanco, limpio, que requiere ser llenado. Ese acto de escritura es un acto íntimo, de contacto directo. A diferencia del libro –al menos de sus formas más tradicionales- el cuaderno requiere ser intervenido, escrito, dibujado. Es el espacio de la mano, de la grafía y del trazo, no el de la reproducción técnica, de allí que necesite del nombre propio como un elemento de identificación. El cuaderno es mío y no de otro, tiene mis marcas.
Esta suerte de intimidad, de contacto corporal, hace que el cuaderno se convierta en un registro cercano al espacio privado, aunque su contenido termine siendo público. Los cuadernos de artistas y escritores, inicialmente concebidos como lugares de una escritura otra (la escritura de la intimidad, de la experimentación), han terminado convirtiéndose en un género bastante popular. Mas allá de este fenómeno, lo que quiero rescatar es la noción de que se trata de un espacio más informal, más libre, una suerte de registro inacabado, un esbozo, un ensayo.
¿Qué tenemos entre manos? Para empezar un libro, o no, un cuaderno, un catálogo de pintura, un álbum.
En Cuaderno Caribe se simula esta grafía íntima para indicar los créditos, el título, el nombre del autor, el tiraje, etc. Sobre un fondo negro vemos unas letras aparentemente hechas a mano como intentando borrar de nuevo las huellas de la reproducción y del objeto libro. Se insiste así en la simulación del cuaderno y en su representación como espacio íntimo. Las líneas de la grafía aparecen deliberadamente torcidas, como hechas al descuido, sin un orden estructurado, como quien se mueve en el espacio vacío con soltura.
La elección del cuaderno como formato contenedor, o al menos su abierta simulación, permite que Vinck despliegue una serie de registros difíciles de amalgamar, registros un tanto desestructurados, que a ratos se agrupan y establecen líneas narrativas y a ratos se deshacen. El cuaderno reproduce una serie de lienzos hechos por Vinck en el período que va del 2010 al 2016 y que el autor exhibió en distintas galerías y bajo distintas configuraciones y curadurías. En ese sentido podríamos pensar que el cuaderno funciona como catálogo, como una recopilación de las obras de Vinck, pero creo que sería una lectura que pasaría por alto las características de este nuevo formato. El cuaderno personal permite otra organización, otra forma de lectura y de exhibición, otros códigos de interpretación que eluden el espacio de la galería para adentrarse en nuevas formas de construir sentido.
Coleccionar, archivar, inventariar
En una primera mirada, Cuaderno Caribe parece obedecer a las formas del azar. Mapas, portadas de libros, portadas de cuaderno, publicidad, manuales, juguetes, héroes nacionales, objetos cotidianos, paisajes, piezas arqueológicas, conviven en un mismo espacio. La disposición y el tamaño de estos dibujos también varían, algunos son piezas diminutas que se agrupan en una sola página y otros utilizan todo el espacio para desplegarse cómodamente. Dentro de este tejido es posible encontrar pequeñas series que giran en torno a un eje temático. A veces algún objeto de la serie salta y aparece en otro lugar del cuaderno como extraviado de su grupo, a veces las series desaparecen y reaparecen después de un tiempo para volver a difuminarse. Todo esto crea una suerte de ir y venir dentro del cuaderno, un deambular entre objetos que de pronto se alinean para construir sentido y de pronto se separan. Nos agarramos de ciertas huellas, de un mínimo orden que aparece y desaparece dejándonos nuevamente desamparados. Solo al concluir el libro encontramos un inventario en miniatura en donde la mayoría de las piezas han sido ordenadas en grupos y han sido tituladas, si no individualmente, al menos en la colección a la que pertenecen. Tenemos así, por ejemplo: “La escapada al sur”, “Pisos venezolanos”, “¿Qué onda Murieta?”, “Divagaciones en la prensa”, etc.
Este inventario nos obliga a revisitar el libro y a recorrerlo con las nuevas pistas que se nos han suministrado. El título de las piezas y de las colecciones nos permite releer la imagen bajo la impronta de la letra y del conjunto. Sabemos así, por ejemplo, que los juguetes que encontramos en el libro forman parte de la serie “Juguetes rusos (según la colección de Walter Benjamin)” o que los paisajes forman parte de la colección “La escapada al sur (Sonora-Valpo-Quillota).
Estas indicaciones escritas nos permiten, por un lado, armar ciertas unidades en medio del heterogéneo terreno del cuaderno y, por el otro, entender de qué se trata ese conjunto, cuál es el principio que lo organiza. Así, imágenes que nos resultaban evocadoras pero indescifrables de pronto se vuelven claras y familiares.
Pienso, por ejemplo, en la serie “Pisos venezolanos”, y en como el bloque rojo con pintas blancas que habíamos visto en un principio, de pronto cobra sentido y nos recuerda el piso de granito de nuestras abuelas. Las series de Vinck, sus pequeños inventarios, aparecen como microunidades de sentido que solo podemos entender a partir de la memoria, de lo ya visto. Más que mirar, reconocemos, reconocemos pisos, paisajes, cuadernos, libros, objetos, eventos históricos, noticias locales, etc.
Ese reconocer está atado intrínsecamente a la memoria e implica una experiencia compartida que a ratos se da y a ratos no; lo que implica que algunas de sus pinturas nos dejen en el extrañamiento, nos distancien. Pensemos, además, que esta memoria se mueve en dos contextos: Chile y Venezuela. Como artista venezolano que emigra a Chile, Vinck construye un tejido de la memoria que se mueve entre ambos países y que hace que algunas de sus historias fácilmente se nos escapen. A fin de cuentas se trata de un recorrido personal que entrelaza fragmentos de aquí y de allá, fragmentos que a veces nos acogen y a veces nos obligan a ubicarnos en el lugar del extranjero, de aquel que necesita las coordenadas para entender ese fragmento de la historia que se nos escapa.
Los objetos que reconocemos y que forman parte de la memoria colectiva tienen procedencias muy disímiles. Algunos vienen de los archivos y las bibliotecas: la serie de los mapas y cartografías son copias de los que se encuentran en el Archivo de Indias; otros como los de la serie “¿qué onda Murita?” reproducen un grupo de publicaciones disímiles (pósteres cinematográficos, avisos, portadas de libro) sacados de los registros de la cultura de masas; otras colecciones funcionan como inventarios, es el caso de “A. Armitano”, donde el autor registra las portadas de los libros más emblemáticos de la historia de la pintura venezolana; se trata del libro convertido en pintura, sacado de su órbita letrada.
En series como “alfarería prehispánica”, las piezas de alfarería son extraídas de los museos y presentadas como dibujos sobre un fondo negro que las aísla de cualquier contexto; en “Divagaciones en la prensa” Vinck extrae algunas noticias del periódico y las convierte en lienzos. Podría seguir enumerando inventarios, colecciones y archivos que pasean por Cuaderno Caribe, pero requeriría de otros espacios y otros tiempos que se escapan a este ensayo. Lo que quiero marcar es la procedencia de los distintos referentes que utiliza Vinck para construir un lugar de la memoria colectiva que desarma las jerarquías y las formas más tradicionales de acceder a ella.
(Des)armar el archivo
Sabemos, desde Derrida y su ya tan recorrido Mal de archivo, que lo archivado es indisoluble de su proceso de archivamiento. Cuando se trata de la memoria, las estructuras y jerarquías de lo guardado, ordenado y clasificado dejan improntas sobre el objeto. Lo recordado, lo olvidado, lo guardado, lo desechado, lo clasificado, lo fuera de serie, se ajustan y al mismo tiempo construyen jerarquías que, como diría Foucault, crean un régimen de verdad y un proceso de disciplinamiento.
Cristian Vinck, con su Cuaderno Caribe, desordena y reordena el registro de la memoria y sus regímenes de verdad. Construye un archivo otro, que obedece a un orden distinto y a otra manera de poner a dialogar registros muy disímiles. La pieza de museo, las cartografías, los libros, la cultura popular, las noticias, así como los objetos cotidianos y los paisajes, se rearticulan en una suerte de archivo desjerarquizado que homologa, por ejemplo, un mapa de las indias, un libro de arte y un piso de granito.
Esta desjerarquización de la memoria permite el ingreso de lo minúsculo dentro del tejido de aquello que requiere ser conservado. Se trata de partículas ínfimas que no por minúsculas dejan de ser poderosos evocadores del pasado. Pienso, por ejemplo, en la colección “Inventario chileno”. En ella, los objetos cotidianos reciben el mismo trato que los “eventos” de la historia: una mesa de planchar, un vaso de agua, un fragmento de cobija, son convertidos en lienzos y guardados juntos a esos otros registros ya mencionados, construyendo una suerte de archivo de todo y de nada.
Los objetos, los documentos, los libros, pasan por un proceso de reinterpretación que tiene que ver, como ya hemos visto, con el orden y la estructura utilizada por Vinck, pero también con su proceso de recreación. No se trata de la portada de un cuaderno, sino de la pintura al óleo de ese cuaderno. Los documentos y los objetos han sido sacados de su esfera para sumergirlos en el terreno de la representación y del arte. Se trata entonces de un espacio de la memoria colectiva marcado por la recreación desde el registro pictórico. Los trazos toscos de Vinck, su recurrir a la estética de la mal llamada “pintura ingenua”, “naif”, lo acercan a una propuesta plástica también asociada con el borde y lo dislocado. No dejo de pensar que en esa escogencia hay también una manera de subvertir las jerarquías. Una de sus colecciones está dedicada a Bárbaro Rivas, el pintor popular por excelencia de la cultura venezolana, el “mago de Petare” como lo llama el autor. Rivas también es sacado de su incómoda clasificación para ser utilizado como modelo pictórico de esta propuesta de desjerarquización del recuerdo. El archivo visto desde Petare, el barrio caraqueño estigmatizado por su pobreza y marginalidad.
Diario de vida, libreta de notas, archivo personal, Cuaderno Caribe nos invita a problematizar la manera cómo lidiamos con el recuerdo. No se trata de la renuncia al orden y a sus sistemas clasificatorios, sino a la posibilidad de establecer otras unidades de significación. El cuaderno como formato le permite la libertad de entrar y salir de sus series y de ponerlas a dialogar con otras completamente distintas, le permite también saquear diversos registros culturales sin renunciar a los conjuntos significantes. En ese sentido, funciona como un archivo dislocado, alterno. En resumidas cuentas, se trata del archivo aleatorio del afecto. El acervo visual reinterpretado bajo el ojo de la mirada naif crea un objeto que nos resulta familiar en su extrañeza, que encontramos cercano y que provoca guardar entre nuestros objetos personales, allí debajo del álbum de fotografías familiares y del viejo reloj de algún antepasado ya olvidado.
©Trópico Absoluto
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Cecilia Rodríguez Lehmann (Caracas, 1970), es doctora en Letras Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México. Magíster en Literatura Latinoamericana, Universidad Simón Bolívar, Venezuela. Profesora del Instituto de Lingüística y Literatura de la Universidad Austral de Chile. Dirigió Estudios, Revista de Investigaciones Literarias y Culturales de esa universidad. Es autora de los libros Miradas efímeras. Cultura visual en el siglo XIX (Santiago de Chile: Ed. Cuarto Propio, 2018). (Coord.) y Con trazos de seda. Escrituras banales en el siglo XIX (Caracas: FUNDAVAG Ediciones, 2013).
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