Pequeño alegato a favor de Berkeley como defensor del sentido común
Nikola Krestonosich Celis (Valencia, Venezuela, 1978) indaga en la obra del pensador irlandés George Berkeley (1685-1753), reconocido en el campo de la filosofía por el desarrollo de sus formulaciones conocidas como “idealismo subjetivo” o “inmaterialismo”. El texto intenta ofrecer una posibilidad de lectura de las ideas de Berkeley en la que es necesario darse cuenta –afirma el autor– que “lo que se dice en esas obras no es algo tan extravagante, que tal como el resto de los mortales Berkeley está convencido de la existencia del mundo”, así como también reconocer “que el sentido común jugó un papel fundamental en la elaboración de esas obras”.
Todo texto filosófico es susceptible de ser malentendido.[1] Esto se debe, ciertamente, a que los problemas que se tratan en esos textos son complicados, a que requieren de una formación especial para poder ser comprendidos. También se debe, sin lugar a dudas, a que los filósofos tienden a expresarse de una forma tan idiosincrática o, si se prefiere, tan poco ordinaria que muchas veces resulta difícil determinar cuál es el significado que le atribuyen a los términos y a las expresiones que utilizan. De hecho, soy de los que piensa que hay que reconocer, cándidamente y sin remordimientos, que muchos filósofos sienten un especial deleite por escribir de una manera confusa.
Sin embargo, no importa qué tan dispuesto esté para aceptar que la naturaleza de los problemas filosóficos o la excentricidad con la que los filósofos adornan sus escritos son un factor decisivo en la crónica incomprensión que afecta a sus obras, no puedo dejar de pensar que la razón principal por la que la obra de George Berkeley (1685-1753) ha sido generalmente malentendida es porque una gran cantidad de lectores, académicos y diletantes por igual, ha procedido a juzgarla, y muchas veces a censurarla, antes de haberla analizado en detalle y poder distinguir cuáles son los problemas a los que intenta dar respuesta o cuáles los argumentos con los que pretende darles solución.
Donde sea que se mire, la obra de Berkeley es retratada como la de un extraño obispo irlandés que intenta mostrar que el mundo no existe o que su realidad depende de las mentes de los individuos. Por ejemplo, en la Crítica a la razón pura, Kant argumenta que para Berkeley: “…el espacio, junto con todas las cosas con las que se encuentra necesariamente conectado, son cosas imposibles en sí mismas, y por lo tanto sostiene que las cosas que están en el espacio son imaginarias.”[2] Mientras que Schopenhauer, en El mundo como voluntad y representación, afirma que Berkeley demuestra que el mundo que se percibe a través de los sentidos es: “esencialmente, un fenómeno del cerebro, y que está tan sobrecargado de condiciones subjetivas,…, que su supuesta realidad absoluta se desvanece.”[3]
Que estos grandes autores sostengan esta interpretación de la obra de Berkeley, no es algo tan grave, pues en última instancia ninguno de los dos escribe con el propósito de aclarar su pensamiento. No hay que ir muy lejos para darse cuenta de que sostienen estas opiniones porque se dejaron llevar por lo que otros dijeron sobre la obra de Berkeley o porque solo tuvieron encuentros casuales con los Principios o los Diálogos. Pero lo curioso, y también lo grave, es que esta interpretación aparezca constantemente en la literatura secundaria en torno a su obra, es decir, en aquellos artículos o libros escritos con el propósito explícito de aclarar su filosofía. Por supuesto, esta interpretación tiene su asidero en ciertos pasajes de las obras de Berkeley. En particular, en aquellos donde se esfuerza por demostrar que el concepto de materia es contradictorio y filosóficamente estéril, es decir, donde expone lo que denomina su inmaterialismo. En la medida en que el término ‘materia’ es utilizado, usualmente por hombres religiosos y filósofos, y en menor medida por científicos y hombres comunes, para hablar del mundo de cosas que se perciben a través de los sentidos, muchos lectores han supuesto que lo que Berkeley intenta, por lo menos en esos pasajes donde trata de convencer a sus lectores de la veracidad del inmaterialismo, es convencernos de que ese mundo que se muestra a través de los sentidos no es tan “real” como usualmente creemos.
Pero pasando por alto la extraña concepción de la filosofía implícita en esta interpretación del pensamiento de Berkeley (una persona que mantiene esta interpretación pareciera pensar que la filosofía tiene la extraña potestad de decidir sobre la realidad de las cosas). A las personas que la sostienen o que la comparten, debería recordársele que si bien ciertos pasajes de las obras de Berkeley dan pie para que un lector incauto se imagine que convencer a los lectores de la irrealidad del mundo es su propósito principal, que éste sea realmente su propósito no es algo tan evidente para quienquiera que vaya más allá de esos pasajes, y considere todos los esfuerzos que realiza para refutar este tipo de apreciación de su obra.
Por supuesto, no creo que deba pensarse que un filósofo siempre tiene razón en las cosas que dice de sí mismo, pero sí que cualquiera que sea la apreciación que haga de su propia obra, debe ser tomada en cuenta a la hora de analizar sus reflexiones. Y lo cierto es que, al tomar conciencia de que algunas de sus líneas podrían dar pie a esta apreciación de su obra, específicamente, aquéllas donde expone que el ser de las cosas sensibles consiste en ser percibidas, Berkeley intenta dejar claro que no busca demostrar la inexistencia del mundo o su dependencia de la mente de los individuos:
“No disputo en contra de la existencia de ninguna cosa que podamos aprehender, por medio de los sentidos o a través de la reflexión. Que las cosas que veo con mis ojos y toco con mis manos existen, existen realmente, es algo sobre lo que no dudo en absoluto… Si alguna persona piensa que lo que se ha dicho rebaja la existencia de las cosas, esa persona estaría muy lejos de entender lo que he dicho anteriormente en los términos más sencillos que se me ocurrieron…” (P I 35-36. El resaltado es mío).
Pero lo cierto del caso no es nada más que Berkeley no pone en duda la existencia del mundo, sino que además declara en más de una ocasión que el propósito de sus obras es acercar la filosofía al sentido común. Por solo poner dos de los muchos ejemplos que podrían citarse, en los Comentarios filosóficos anota: “Rec.: Estar constantemente desterrando la Metafísica etc. etc. y trayendo a los Hombres de vuelta al Sentido Común.” (C 751)
Luego, en 1713, en el prefacio a los Diálogos, advierte a sus lectores:
“En este tratado, que no presupone en el lector ningún conocimiento de lo que se expuso en el anterior, mi objetivo ha sido introducir mis ideas y nociones de la forma más sencilla y familiar; sobre todo, porque se oponen con mucha fuerza a los prejuicios de los filósofos, que hasta ahora han prevalecido en contra del sentido común y las nociones naturales de la humanidad. Si estos principios, que aquí me empeño en propagar, son admitidos por verdaderos, pienso que las consecuencias que naturalmente se seguirán son: que el ateísmo y el escepticismo serán irremediablemente destruidos, que se simplificarán muchos puntos intrincados, que se solventarán grandes dificultades, que se podarán muchas partes inútiles de las ciencias, que la reflexión será referida a la práctica y que los hombres retornarán de las paradojas al sentido común.”
Mi punto es que una persona que lea las obras de Berkeley con la suficiente paciencia y atención, (…) podría darse cuenta, no solo de que lo que se dice en esas obras no es algo tan extravagante, (…) sino que también reconocería que el sentido común jugó un papel fundamental en la elaboración de esas obras.
Pareciera natural, entonces, que una persona que realice una lectura de las obras de Berkeley guiada por las ideas tradicionales acerca de su filosofía piense que el sentido común no es un asunto de mayor relevancia para sus reflexiones. Por lo general, se entiende por sentido común la forma como el hombre ordinario piensa, esto es, el hombre no iniciado en los misterios de la filosofía, y sin lugar a duda, este tipo de hombre siente, cree y piensa que el mundo que se muestra a través de la experiencia sensible existe. Pero una persona que realice una lectura de las obras de Berkeley haciendo énfasis sobre esos pasajes donde declara sus intenciones de acercar la filosofía al sentido común (y sobre tantos otros donde expresa intenciones afines) tendría opiniones muy diferentes a las que tradicionalmente se han esgrimido acerca de su obra. Mi punto es que una persona que lea las obras de Berkeley con la suficiente paciencia y atención –esto es, evitando pronunciarse de entrada sobre si duda o no de la existencia del mundo, o inferencias del tipo ‘Berkeley es un empirista, por lo tanto, debe sostener ésta o aquella opinión’ o ‘es un filósofo moderno, por lo que seguramente piensa de tal y tal forma’– podría darse cuenta, no solo de que lo que se dice en esas obras no es algo tan extravagante, que tal como el resto de los mortales Berkeley está convencido de la existencia del mundo, sino que también reconocería que el sentido común jugó un papel fundamental en la elaboración de esas obras.
Es cierto, he dicho que para llegar a este punto hace falta paciencia y atención. Pero estas cualidades no se requieren porque el reconocimiento de la conexión entre las obras de Berkeley y el sentido común sea producto de una interpretación rebuscada de sus obras, sino porque esa conexión constituye un problema complicado. “Sentido común” no es, y esto es algo sobre lo que la gran mayoría de las personas no parece haber reparado, una expresión filosóficamente perspicua, sino más bien una que en distintos contextos puede llegar a ser utilizada para hablar de cosas completamente diferentes.
A todo lo largo de su obra se puede observar a Berkeley criticando la incertidumbre que gobierna las reflexiones de los filósofos y contraponiéndola a la tranquilidad “metafísica” que domina el mundo de los hombres comunes.[4] Bien sea cuando se refiere a esa incertidumbre filosófica de una forma general, haciendo eco de la percepción que tiene la gente común de la filosofía, como algo tan abstracto que resulta de poco valor para las interacciones cotidianas con el mundo. O bien cuando se refiere a esa incertidumbre de una forma más específica, aludiendo a la tendencia escéptica que él percibe en la filosofía moderna. Estas críticas dan testimonio de que Berkeley tuvo una clara conciencia, no solo de que los principios de los filósofos muchas veces entran en conflicto con la forma como los hombres comunes piensan, sino también de que parece haber alcanzado la convicción de que éste es un conflicto completamente injustificado.
Esos pasajes donde habla de retornar al sentido común parecieran hablar de que Berkeley, en algún momento, toma conciencia de que la única forma de superar ese estado de incertidumbre que reina entre los filósofos es tomando en cuenta al sentido común o, como lo dice en el fragmento que acabamos de citar, tomando como criterio de la labor filosófica las nociones naturales de la humanidad:
“Sobre todo, me inclino a pensar que, si no todas, por lo menos la gran mayoría de esas dificultades que hasta ahora ha distraído a los filósofos y bloqueado el sendero hacia el conocimiento se debe exclusivamente a nosotros mismos. Que primero levantamos una polvareda y luego nos quejamos de no poder ver.
Mi propósito es, por lo tanto, ver si me es posible descubrir cuáles son esos principios que han dado pie a todas esas dudas e incertidumbres, a esas paradojas y contradicciones en las muchas escuelas y sectas de la filosofía; hasta tal punto, que los hombres más sabios han pensado que nuestra ignorancia es incurable al considerar que brota de la opacidad y de las limitaciones naturales de nuestras facultades. Ciertamente, realizar una investigación rigurosa acerca de los principios del conocimiento humano, tamizándolos y examinándolos desde todos los ángulos, es una labor que bien amerita nuestros esfuerzos: especialmente si existen motivos para sospechar que esos obstáculos y esas dificultades, que detienen y perturban al espíritu en su búsqueda de la verdad, no brotan ni de una oscuridad o dificultad en los objetos ni tampoco de un defecto natural del entendimiento, sino de falsos principios sobre los que se ha insistido mucho y que han podido ser evitado.” (P in. 3-4)
Ahora bien, cuando se lee con detenimiento los distintos fragmentos en los que desarrolla sus opiniones acerca del conflicto entre las posturas de los filósofos y el sentido común, se encuentran por doquier aquellos donde hace uso de la expresión “sentido común” para hacer referencia, no a un sistema de opiniones que ofrece una especie de explicación primigenia del mundo, sino a una forma de pensar cuya única característica es la de no responder a los parámetros o a las exigencias de ninguna disciplina particular.[5] Este hecho resulta fundamental para la exégesis del pensamiento de Berkeley, pues permite interpretar sus denuncias:
(1º) como la constatación de que, a pesar de no contar con un sistema de ideas similar a aquellos que los filósofos se esfuerzan por alcanzar, el hombre común no sólo no está desprovisto de guía, sino que cuenta con una forma de pensar que descansa sobre pilares más sólidos y firmes que aquellos sobre los que descansan los pensamientos de los filósofos;
(2º) como la sugerencia de que sólo edificando sobre estos mismos pilares podrá la filosofía emprender un camino que pueda satisfacer sus expectativas de orden y sus ansias de progreso.
Sin embargo, estas consideraciones no aclaran aún todo el panorama, puesto que, al menos en una primera aproximación, el sentido común no se muestra capaz de cumplir con la alta misión que Berkeley le ha encomendado. Constituido con materiales procedentes de diversas fuentes, básicamente, por todas aquellas opiniones que por diversos motivos han traspasado las paredes de las disciplinas especializadas y han encontrado un terreno fértil en la vía pública, no se muestra menos susceptible al cambio que los pensamientos de los filósofos, por lo que no pareciera constituir una herramienta más confiable en la búsqueda de la verdad.
Pero los argumentos de Berkeley no buscan convencer al lector de que, debajo del cúmulo desorganizado de opiniones que conforma el pensamiento del hombre común hay oculto un sistema conceptual o una teoría acerca del mundo que se mantiene inalterada a través de los tiempos, y que los filósofos deben esforzarse en desenterrar o en imitar; sino que, más bien, están dirigidos a convencerlo de que debajo de ese cúmulo siempre pueden encontrarse dos certezas:
(1º) que el mundo tal y como se muestra a los sentidos es real. De hecho, que es el fundamento de cualquier concepción de lo real que pueda llegar a elaborarse;
(2º) que este mundo es, esencialmente, cognoscible.
A los ojos de Berkeley poco importa cómo imagina el hombre común que se ha formado el mundo o cuáles son los procesos que llevan a su conocimiento, lo que le resulta relevante, y lo que tiene en mente cada vez que habla del sentido común, es que a diferencia de los filósofos, el hombre común siempre está seguro de que el mundo que le presentan sus sentidos es real y de que puede ser conocido. De hecho, se muestra tan seguro sobre estas cosas que, a diferencia de lo que suele ocurrir con sus otras opiniones, no hay hechos que lo lleven a cuestionarlas o a ponerlas en duda. Entenderlas como “verdades fundamentales” es, en buena medida, la base de su actitud o disposición primordial frente al mundo.
Desterrar la metafísica y acercarse al sentido común no significa, entonces, abandonar la reflexión filosófica, (…) sino que significa evitar los errores que los filósofos tradicionalmente han cometido al momento de reflexionar sobre el mundo, y esforzarse por elaborar una filosofía anclada en las certezas fundamentales que sustentan el pensamiento del hombre común.
Cuando en sus escritos sostiene que las obras, o más bien, los principios de los filósofos se oponen al sentido común, Berkeley quiere dar a entender que las opiniones que han elaborado sobre los problemas asociados a la existencia y el conocimiento, y particularmente aquellas que han surgido de la mano de las nociones de materia e idea abstracta, llevan a dudar de estas certezas que guían el pensamiento del hombre común. De acuerdo con Berkeley, suponer que la mente tiene la capacidad de formar ideas abstractas, que todo conocimiento versa sobre tales ideas, que las cosas sensibles participan de una existencia material o que la materia es el fundamento de la realidad del mundo que se percibe a través de los sentidos, si bien no contradicen teorías que el hombre común toma por verdades evidentes, en la medida que hacen más difícil de comprender el proceso mediante el cual llega a tenerse una experiencia sensible y el proceso mediante el cual a partir de esa experiencia surge el conocimiento, debilitan esas certezas que todo hombre, fuera de las aulas de la filosofía, reconoce como valiosas y fundamentales para su interacción con el mundo.[6]
Desterrar la metafísica y acercarse al sentido común no significa, entonces, abandonar la reflexión filosófica, esto es, todo esfuerzo por “razonar, meditar y reflexionar sobre la naturaleza de las cosas”, con vistas a recuperar una especie de teoría del mundo primigenia, sino que significa evitar los errores que los filósofos tradicionalmente han cometido al momento de reflexionar sobre el mundo, y esforzarse por elaborar una filosofía anclada en las certezas fundamentales que sustentan el pensamiento del hombre común. Significa, en última instancia, no dejarse engañar por los aires de sofisticación y refinamiento, por el tecnicismo engañoso del pensamiento moderno, y recuperar para el oficio filosófico la certeza de que el mundo es real y de que efectivamente puede ser conocido.
Al llegar a este punto alguien podría preguntar cuál es la relevancia de esto que he expuesto. Al final, qué importa, si generalmente se cree que Berkeley es un autor que busca mostrar que el mundo no existe. No me atrevo a decir que la rectificación de la serie de opiniones que usualmente se esgrimen en torno a la obra de Berkeley lleve a una nueva comprensión de la filosofía moderna. Pero si diré que juzgar a alguien, o peor aún, censurar a alguien por algo que no ha dicho, es un acto injusto, y rectificar una injusticia es algo que un hombre razonable siempre debe estar dispuesto a hacer.
[1] De hecho, siendo rigurosos habría que decir que todas las cosas son susceptibles de ser malentendidas.
[2] “Refutación del idealismo,” B 274. La traducción del inglés es mía.
[3] T. II, cap. 1, p. 3.
[4] Para muestra un botón, o mejor dicho, dos: “Resulta algo extraño a lo que vale la pena prestarle atención, mientras más tiempo y esfuerzo los hombres han invertido en el estudio de la Filosofía, en esa misma medida se ven a sí mismos como criaturas ignorantes y débiles, descubren fallas e imperfecciones en sus Facultades” que Otros Hombres no logran divisar. Se encuentran bajo la Necesidad de tomar por verdaderas muchas opiniones inconsistentes e irreconciliables. No hay nada que estos hombres toquen con sus manos o que miren con sus ojos que no tenga sus lados oscuros mucho más grandes y numerosos que aquellos que se perciben, y que al final, se vuelven escépticos, por lo menos en la mayoría de las cosas…/ Estos hombres con un orgullo arrogante, desdeñan la simple y sencilla información de los sentidos. Ellos aprehenden el Conocimiento por fajos y bultos (como si intentando abarcar mucho de un solo envión, sólo pudiesen contemplar el aire vacío). ellos en las profundidades de su entendimiento Contemplan las Ideas Abstractas. etc.” (C 747-748); “No siendo la Filosofía otra cosa que el cultivo de la sabiduría y de la verdad, resultaría razonable suponer que aquéllos que han dedicado mayor tiempo y esfuerzo en su estudio, disfrutaran de un espíritu más tranquilo y sereno, de un conocimiento de mayor claridad y certidumbre, de estar menos perturbados por dudas y dificultades que otros hombres. Sin embargo, tal como son las cosas, es la muchedumbre iletrada de la humanidad, que transita por el camino simple del sentido común y es gobernada por los dictados de la naturaleza, la que parece, en su mayoría, holgada y tranquila. Para ellos nada que sea familiar resulta extraño o difícil de comprender. No se quejan de una falta de certidumbre en sus sentidos y están fuera de todo peligro de convertirse en escépticos. Pero tan pronto nos apartamos de los sentidos y del instinto para seguir la luz de un principio superior, para razonar, meditar y reflexionar sobre la naturaleza de las cosas, en ese mismo momento, brotan en nuestro espíritu miles de escrúpulos sobre todas aquellas cosas que antes parecíamos comprender perfectamente. Prejuicios y errores de los sentidos aparecen a nuestra mirada, y esforzándonos por corregirlos por medio de la razón, somos llevados, insensiblemente, a grotescas paradojas, dificultades e inconsistencias, que crecen y se multiplican a medida que avanzamos en la reflexión; hasta que al final, luego de haber vagado a través de intrincados laberintos, nos encontramos justo donde estábamos o, lo cual es peor, sentados en un desesperanzado escepticismo.” (P in. 1)
[5] Que en estas obras Berkeley utiliza la expresión “sentido común” para hacer referencia a la forma de pensar de la gente que no tiene formación filosófica, es algo que se ve reflejado, principalmente, en el hecho de que en todas ellas sea equivalente a expresiones como “el Vulgo”, “la Muchedumbre“ o “Nosotros los Irlandeses”: “Yo no admiraría a los Matemáticos. [Lo que ellos logran hacer] es lo que cualquiera que tenga sentido común podría alcanzar repitiendo ciertos actos. Lo sé por experiencia, yo solo soy uno de sentido común” (C 368); “Hay hombres que dicen que existen extensiones insensibles, hay otros que dicen que la Pared no es blanca, que el fuego no es caliente y Nosotros los Irlandeses no tenemos acceso a estas verdades./ Los Matemáticos piensan que existen líneas insensibles, y acerca de éstas ellos arengan, éstas las cortan en puntos y en todos los ángulos, éstas son divisibles ad infinitum. Nosotros los Irlandeses no podemos concebir tales líneas./ Los Matemáticos hablan de lo que llaman un punto, y dicen que no es propiamente nada pero que tampoco es propiamente algo, ahora nosotros los Irlandeses tenderemos a pensar que algo y nada son vecinos del mismo barrio” (C 392-394); “Todas las cosas que en las Escrituras están del lado del Vulgo en contra de los Eruditos, están de mi lado también. En todas las cosas estoy del lado de la Muchedumbre.” (C 405)
[6] “No siendo la Filosofía otra cosa que el cultivo de la sabiduría y de la verdad, resultaría razonable suponer que aquéllos que han dedicado mayor tiempo y esfuerzo en su estudio, disfrutaran de un espíritu más tranquilo y sereno, de un conocimiento de mayor claridad y certidumbre, de estar menos perturbados por dudas y dificultades que otros hombres. Sin embargo, tal como son las cosas, es la muchedumbre iletrada de la humanidad, que transita por el camino simple del sentido común y es gobernada por los dictados de la naturaleza, la que parece, en su mayoría, holgada y tranquila. Para ellos nada que sea familiar resulta extraño o difícil de comprender. No se quejan de una falta de certidumbre en sus sentidos y están fuera de todo peligro de convertirse en escépticos. Pero tan pronto nos apartamos de los sentidos y del instinto para seguir la luz de un principio superior, para razonar, meditar y reflexionar sobre la naturaleza de las cosas, en ese mismo momento, brotan en nuestro espíritu miles de escrúpulos sobre todas aquellas cosas que antes parecíamos comprender perfectamente. Prejuicios y errores de los sentidos aparecen a nuestra mirada, y esforzándonos por corregirlos por medio de la razón, somos llevados, insensiblemente, a grotescas paradojas, dificultades e inconsistencias, que crecen y se multiplican a medida que avanzamos en la reflexión; hasta que al final, luego de haber vagado a través de intrincados laberintos, nos encontramos justo donde estábamos o, lo cual es peor, sentados en un desesperanzado escepticismo” (P in. 1); “Pero quizás estamos demasiado sesgados al poner la falla en nuestras facultades y no en el uso equivocado que hacemos de ellas. Es muy difícil suponer que deducciones válidas a partir de principios verdaderos nos lleven a consecuencias que no son coherentes y que no pueden ser sostenidas. Tenemos que pensar que Dios ha sido más generoso con los hijos de los hombres, y no que le haya dado un gran deseo por ese conocimiento que colocó más allá de su alcance. Esto no sería coherente con los métodos habituales y bondadosos de la Providencia, que cualquiera que sean los apetitos que ha implantado en sus criaturas, usualmente les provee también de aquellos medios los cuales, si son correctamente usados, no dejarán de satisfacer esos impulsos” (P in. 3, el resaltado es mío); “Siguiendo los principios comunes entre los filósofos no podemos asegurar la existencia de las cosas del hecho de ser percibidas. Se nos enseña a distinguir entre su naturaleza real y aquello que aparece a nuestros sentidos, lo que trae como consecuencia el escepticismo y las paradojas. No es suficiente que veamos y toquemos, que saboreemos y olfateemos una cosa. Su verdadera naturaleza, su ser absolutamente externo, todavía se nos esconde. Porque, aun si resulta ser una ficción de nuestro cerebro, la hemos hecho inaccesible a todas nuestras facultades. El sentido es falaz y la razón defectuosa. Pasamos nuestra vida dudando de esas cosas que el resto de los hombres conoce con certeza y creyendo aquéllas de las que se ríen o que desprecian.” (D, Preface)
©Trópico Absoluto
Nikola Krestonosich Celis (Valencia, 1978). Licenciado en filosofía por la Universidad Central de Venezuela y Máster en filosofía por la Universidad Simón Bolívar y la Katholieke Universiteit Leuven. Ha impartido clases en las áreas de filosofía del lenguaje, historia de la filosofía moderna, filosofía política y filosofía de la historia en la Universidad Central de Venezuela, en la Universidad Simón Bolívar, en el Seminario Arquidiocesano Santa Rosa de Lima y en la Universidad Católica Andrés Bello. Algunos de sus trabajos han aparecido publicados en Episteme, Apuntes filosóficos, ITER Humanitas, Veintiuno y en el diario Tal Cual. Además, ha publicado dos poemarios: Ejercicios (2003) y Esperar es un deporte sangriento (2014), una monografía: Aspectos filosóficos en la obra de Jorge Luis Borges (2004), y un libro de ensayos, En un campo de fronteras difusas: ensayos y fragmentos (2015).
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