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Los intelectuales y el lenguaje audiovisual

Por | 22 noviembre 2019

Los jóvenes intelectuales que sacaban la cabeza al mundo después de la noche perezjimenista, el año 58, los mejores, en general, ubicados en la Facultad de Humanidades de la Universidad Central de Venezuela, tenían un horizonte límpido y unas cuantas tareas por hacer para colaborar a construir un país, un gran país. Afortunadamente tenían una acerada formación, una gran esperanza y no poca enérgica pedantería. Antonio Pasquali tenía 29 años y en este artículo hay un programa para una labor inédita entre nosotros, y en esa hora en muchos otros, que era el abordaje de la vital cuestión de los medios de comunicación de masas, hasta entonces poco conocida o despreciada por nuestros ensayistas, dominicales o no. Tiene algo de manifiesto, de clarín. De programa de vida, de adelanto de su obra magnífica. Antonio acaba de morir, a los noventa años, en un país siniestro, no el del sueño primaveral de ese artículo. Pero cuán premonitorio resulta leerlo a la luz de la cuantía y la riqueza de la obra que nos dejó y que se presagia en estas líneas. Posiblemente la más densa, pertinente e iluminadora de nuestras ciencias sociales, ¿o es filosofía? Este es nuestro homenaje a ese joven profesor de Filosofía Griega al que tanto debemos por su denodado amor a la sapiencia, que además tanto luchó por impedir las tinieblas que hoy vivimos.

Antonio Pasquali. Sin fecha. Archivo Familia Pasquali.

(Este trabajo fue publicado originalmente en la Revista de Cultura Universitaria N° 64, del 3° Trimestre de 1958)

Intelectuales y Masscommunication

La tarea del intelectual contemporáneo, de reconstruir a dimensiones humanas y espirituales porciones siempre más grandes y tangenciales del quehacer técnico, no tiene en rigor precedente en el devenir histórico del hombre.

La rehumanización como función básica del intelectual contemporáneo surge casi de golpe, sin antecedentes comparativos; esa función constituye el superlativo absoluto, el imperativo categórico, el modo de ser apodíctico del hombre de cultura contemporáneo. Ser intelectual significa, por definición, ser humanista, si por humanismo entendemos hoy la vuelta a la reflexión, a la conciencia de sí, tras el contacto de la inteligencia con la materia.

Esa función genérica del intelectual contemporáneo que requiere un estado permanente de alerta, un estar fuera de sí para un mejor estar a solas (y que refleja en las más variadas actitudes liberales, en las aperturas hacia, en los engagements), presenta en la realidad diferentes excepciones específicas o individuales. Curiosos resortes psicosociales (cuyo análisis ha de efectuarse aún), hacen que el intelectual se resista, y se oponga a veces, a la comprensión y utilización del recurso técnico; como si, en un exceso de bergsonismo mal entendido, todo enser o producto de la inteligencia fabricante y práctica lleva eo ipso un signo de valor negativo. En semejante coyuntura, el intelectual traiciona en parte su función humanista, y el que se niegue hoy a integrar en formas de comprensión humana los aportes de nuestra civilización maquinista no es digno de llamarse contemporáneo.

Muchas torres de marfil se han cerrado, en un ayer no lejano, frente al cine; demasiados intelectuales repiten hoy la mueca frente a la televisión, haciéndose directa e inconscientemente responsables de una mediocridad por los mismos señalada

Semejantes formas de “maquis” intelectual pueden hallarse en diferentes campos de actividad, pero parecen darse con más pertinacia frente a los nuevos recursos técnicos que utiliza hoy la información. Nos referimos a los medios audiovisuales (radio, cine y TV), parte preponderante en el concepto de masscommunication, que algunos intelectuales hacen objeto de una indiferencia digna de mejores causas. Muchas torres de marfil se han cerrado, en un ayer no lejano, frente al cine; demasiados intelectuales repiten hoy la mueca frente a la televisión, haciéndose directa e inconscientemente responsables de una mediocridad por los mismos señalada. Actitudes platónicas, simples ignorantia elenchi defensa temerosa de inexistentes privilegios o de alguna supuesta aristocracia mental; poses superintelectualistas que dificultan la asimilación o reconversión cultural del fenómeno audiovisual, y la penetración de aquélla en éste.

El intelectual alejado de los complejos problemas psicosociales que plantean las modernas comunicaciones de masas, de espaldas a las graves implicaciones filosóficas y pragmáticas que esconde uno de los conceptos más explosivos de nuestra época –el de información–, elude en realidad uno de los serios compromisos que le plantea su condición histórica. Hay en ciertos sectores intelectuales un realismo ingenuo frente a tales problemas; una simple aplicación de la categoría de realidad (a veces reducida a lo estadístico), sin formulaciones relativas a lo posible y a lo necesario, sin problematización del asunto ni comprensión de sus modos de ser ideal ni de su deber-ser. Y donde no hay planteamiento autóctono de un “problema” audiovisual en términos gnoseológicos, morales, psicosociales o políticos, solo puede haber lamentaciones a posteriori y semi-colonialismo cultural, puesto que la información audiovisual “funciona”, quieran o no los intelectuales “resistentes”, en escala universal y teleológica. Al poner entre paréntesis ciertas argumentaciones descontadas o contingentes, la indiferencia de los intelectuales por las formas de expresión de tipo “iconográfico” (de pantalla o “icónicas”) parece reducirse a las siguientes argumentaciones fundamentales:

Lo iconográfico es un “artificial”; su absoluta previsibilidad, su total prefabricación, no plantean mayores problemas formales. Como en todo artificial (especie de ser-en-otro, desprovisto de un original ser-en-sí), la separación entre objeto iconográfico y posible sujeto cognoscente es insuficiente para crear una tensión, una relación de conocimiento.

Lo iconográfico no constituye expresión válida y operante del pensamiento. Trátase de un conato de expresión inmediatamente filtrado por una técnica máximemente deformante. Cine, radio y TV., nacidos en la cuna plebeya de un invento técnico, son en el fondo simples “aparatos”, amplificadores de una capacidad sensorioperceptiva preexistente, la de ver y oir; no son auténticos y nuevos “instrumentos” creadores y transmisores, en clave novedosa, del pensamiento humano. Su máxima categoría es lo útil, y ésta solo afecta a su función comunicante, no a los contenidos. Lo iconográfico, en suma, no es lenguaje, porque en lugar de adaptarse a los modos del pensamiento, encaja al pensamiento mismo en las leyes férreas de una técnica que limita y hasta impide la simbolización. Una imagen de pantalla puede comunicarnos un gesto, favorecer la percepción cinética de un cuerpo material y, en general, de todo “objeto” real (natural o psíquico), pero jamás podrá expresar o comunicar los “objetos reales”. Además, una palabra: caballo, río, estrella, etc., es como la cáscara simbólica de un concepto. Ella es el vehículo de una abstracción. Pero la imagen de un caballo en la pantalla solo es una imagen de “ese” caballo en “esa” pantalla; un caballo hic et nunc. Lo iconográfico, saturado de realismo, carece de capacidad transmisora de lo intemporal. El empleo de la imagen con fines expresivos representa un estado de regresión frente a la palabra, una renuncia a lo abstracto a favor de un concreto inoperante.

Todo conocimiento que aspire a lo esencial, a la verdad, requiere una mediación, necesita un “médium” en el cual moverse, un espacio mental. No hay conocimiento de verdad en los casos en que S. y O. constituyen una unidad, puesto que sin separación no hay relación. El conocimiento implica distinción entre el pensamiento discursivo y su objeto. La palabra, vehículo de conceptos, cumple con esos requerimientos gnoseológicos, puesto que es mediata. Pero esa distinción no se da en lo iconográfico, donde la imagen es reproducción “inmediata” de lo real e individual, sin ser auténticamente simbólica. Significación y cosa significada cohabitan en ella sincréticamente, en estado de simbiosis. Así, la expresión iconográfica se agota en su fulgurante inmediatez, no posee suficiente poder de penetración para trasponer el umbral psicológico. Trátase por consiguiente de una expresión precientífica, de un prelenguaje, inoperante a los efectos de una auténtica comunicación o simbolización del conocimiento.

La esfera de objetos reales a que solo puede hacer referencia lo iconográfico, en cuanto lenguaje fallido, da como resultado final la tan esgrimida banalidad de sus contenidos. Tan insalvable mediocridad ratifica los límites de lo audiovisual. Y si dentro de tales límites pudo caber una deontología, el cine, la radio, la TV, la han traicionado rotundamente, al tomar el camino del espectáculo puro.

Validez de la expresión audiovisual

Cobijadas por una verdad toda epidérmica, estas proposiciones resultan viciadas por un rebosante psicologismo.

El reconocimiento de los límites de objetivación y simbolización de la imagen frente a la palabra –acerca de los cuales no cabe psicológicamente la meno duda– pivotea aquí sobre una lamentable confusión entre acto e idea, entre función temporal de conceptuar e imaginar por un lado, y sus correspondientes contenidos intemporales por el otro. La diferencia psicológica entre imagen y fonema es hipostasiada y convertida en divergencia esencial, en fundamento de un divorcio entre expresión verbal y visual. La palabra sería transparente, expresión translúcida de lo conocido y comprendido; la imagen sería opaca, espejo de su “mismidad”. En lo iconográfico, en suma, el signo se haría significado. Tal diferencia, como veremos, no existe.

En las anteriores argumentaciones rige además un elementalismo primitivo, y una inducción pars pro toto no concluyente. La imagen es analizada en cuanto mónada, como un “elemento” descomponible y reducible del discurso iconográfico; como si el cine, por ejemplo, fuera una simple suma de fotogramas gramaticalmente dispuestos. Por de pronto, hay en el hecho fílmico o televisado un elemento fundamental –el movimiento– que no reside en ninguna de sus partes, pero sí en una síntesis que de ellas elabora el sujeto cognoscente. La película o el tubo catódico solo “facilitan” la reproducción del movimiento, la cual se cumple en un acto perceptivo. Un “defecto” de nuestros órganos sensoriales (la persistencia de la imagen en la retina), recrea la continuidad allí donde solo había una secuencia de imágenes fijas o de puntos luminosos en vertiginoso movimiento. El factor cinético es, en el cine y en la TV, una estructura creada por el sujeto. Y, además, en el plano de la “expresión” plenamente entendida –como fenomenización voluntaria y total de una situación de “comprensión”, y no en su simple acepción filológica o psicológica– todo parentesco entre la palabra y la imagen pierde sentido. El fotograma no es la palabra, el fondu no es punto, una panorámica no es una descripción, etc. Así lo han entendido los mismos “gramáticos” del cine (Rotha, Spottiswoode, Martin, May, Souriau, Francastel, entre otros). Preguntemos, sin embargo, a un artista plástico, a un director de cine o TV, si la expresión iconográfica les permite una total objetivación de sus cargas de compresión, y nos contestarán que la imagen posee el más alto grado de elocuencia, que lo iconográfico no es para ellos solamente un lenguaje, sino “el” lenguaje. Toda ingenua disquisición psicológica se habrá entonces derrumbado, puesto que la imagen también es simbólica y significativa, a pesar de su inmediatez. Solo queda, pues, afirmar que la expresión lingüística y la iconográfica constituyen dos elementos igualmente privilegiados en la objetivación del espíritu, dos modos de mostración o fenomenización de la interioridad, capaces ambos de agotar la esfera de sus objetos, ambos transparentes y creadores.

Detengámonos un momento en esa segunda esfera, en el reino de lo audiovisual. El que sienta la imperiosa necesidad de expresarse en imágenes, realiza una doble función de nuevo tipo. Tropezamos aquí con un viejo y difundido error: el ultraintelectualismo cree, con escaso sprit de finesse, en una sola función comprensora del entendimiento: aquella que lleva directamente a la conceptualización y de allí a la expresión verbal. De asumir semejantes límites, la plástica, la música, la mímica y la iconografía resultarían verdaderamente impotentes para una adecuada expresión de la comprensión conceptual. En realidad, esa doble función comprensión-expresión se cumple con igual plenitud a partir de diferentes planos espirituales. En quienes se expresan por medio de una pantalla, tal función se realiza de la siguiente manera:

  • Un momento de “comprensión” audiovisual de la realidad.
  • Un momento de “fenomenización” de lo comprendido en términos o lenguaje audiovisual.

Llamamos, pues, audiovisual no simplemente a una forma expresiva, sino también a un modo de comprensión del mundo. El esquema no es redundante, y un ejemplo bastará para aclararlo. Los productores de cine, radio o TV, que solo cumplen con el segundo requerimiento, para quienes una cámara o un micrófono bastan para substituir la expresión verbal, traicionan la originalidad y el sentido de la expresión seleccionada. Para elaborar una auténtica información audiovisual, es menester “comprender” previamente la realidad de esos mismos términos. Si para llegar al concepto realizo una abstracción de lo idéntico, permanente, simple, etc., para elaborar un “iconograma” necesito abstraer lo plástico, lo auditivo, lo mímico, lo directa o indirectamente visible. Los buenos directores son precisamente aquellos en quienes la comprensión audiovisual del mundo es congénita, y de cuyo espíritu brota espontánea y necesariamente una expresión correlativa. Y un buen film, un buen programa televisado (aquel en que la imagen lo es “todo”) rebosan de sentido como cualquier otra expresión humana, siempre que nos decidamos a interpretarlo según las categorías que le corresponden. Con lo cual queda demostrado que el lenguaje verbal y el audiovisual representan, con iguales títulos y derechos, la expresión correlativa a dos formas de comprensión del mundo: la conceptual y la audiovisual, respectivamente.

Lo audiovisual en el devenir de las ideas

El liberalismo y el “engagement”, decíamos, definen el modo de ser del intelectual contemporáneo. Pero ¿qué vector lleva semejante liberalismo? ¿Constituye acaso una permeabilidad ideológica, apunta a un eclecticismo benévolo, a un liberalismo doctrinario de tipo romántico? No, seguramente, si constatamos el vigor con que se viene librando una lucha incesante en las diferentes fronteras de las ideologías. Liberalismo y “engagement” no son hoy de tipo ideal, sino “social”. El intelectual, ser sensibilizado por una colectividad histórica, tiene como función básica la de expresar sus mejores anhelos. Un intelectual completamente anti-crepuscular, en busca de un equilibrio entre el genio audiovisual y el destino colectivo es el que conocemos hoy. Si ayer el público disponía “a posteriori” de la obra de pensamiento individual, hoy dispone de ella  “a priori”, la motiva, crea las condiciones de posibilidad de su existencia. Hay un estado de fricción permanente entre intelectuales y público, una sensibilidad recíproca cuya primordial función dialéctica es la de impedir la evasión y la degeneración. Al intelectual no pueden escapársele, por consiguiente, estos importantes fenómenos sociales: que la información de masas desempeña un papel básico en la batalla de las ideas y que gran parte de esta información es enviada al público por medios audiovisuales.  

El hombre ha redescubierto, potenciado y perfeccionado uno de sus más antiguos descubrimientos: la imagen y su inefable fuerza creadora y expresiva (…) Haya o no conciencia del problema, lo cierto es que lo audiovisual no constituye un simple lenguaje, sino, implicitamente, un nuevo tipo de comprensión del mundo perfectamente ubicado en el devenir histórico de la civilización

Es aquí donde ciertos intelectuales –los más responsabilizados y comprometidos a veces– brillan por su ausencia. Ninguna actitud que pretenda ser socialmente operante puede desconocer los complicados problemas de la información y de su gestación técnica. Ninguna desestimación de la expresión iconográfica rescata la culpabilidad del ausentismo. Vivimos según la feliz expresión de Balazs, una civilización óptica. El hombre ha redescubierto, potenciado y perfeccionado uno de sus más antiguos descubrimientos: la imagen y su inefable fuerza creadora y expresiva. Ha intuido el funcionamiento de los resortes psicológicos que actúan frente al objeto “reproducido” y en ellos se apoya para realizar las más gigantescas operaciones de “transfert” de ideas y creación de motivaciones colectivas que la historia conozca. Toda información (sea ella objetiva, dramática o espectacular) esconde una tentativa de formación. La imagen, que es a la vez el camino más directo al objeto representado, posee también por su carácter semiconcreto de “presencia-ausencia”, la singular virtud de dirigirse a lo afectivo, de penetrar en la mente y convertirse en comprensión por el camino de los sentimientos, como ha demostrado tan brillantemente E. Morin. Llamémosla entonces, si se quiere, el lenguaje de lo afectivo. Lo cierto es que la conciencia humana estructura y diversifica en sentimientos, ideas y formas de conducta el material que asimila, por el conducto que sea, y que si la imagen lleva a la idea por el camino de los sentimientos, ella constituye a no dudar la expresión más formativa de cuantas existen.

Históricamente, la información audiovisual ha transformado tan profundamente nuestra concepción cotidiana del mundo y nuestros hábitos de percibir y pensar, que estas modificaciones han dado origen al nacimiento de una nueva disciplina, la Filmología, que se preocupa de problematizar sistemáticamente las cuestiones relativas a la nueva civilización óptica. Como de costumbre, una especie de maltusianismo, del que todos somos culpables, ha afectado las relaciones entre el mero progreso técnico de la información audiovisual, y la comprensión y utilización funcional que de él pudo desprenderse. Mientras aquel progresaba vertiginosamente, ésta marcaba el paso. Haya o no conciencia del problema, lo cierto es que lo audiovisual no constituye un simple lenguaje, sino, implicitamente, un nuevo tipo de comprensión del mundo perfectamente ubicado en el devenir histórico de la civilización. El cine, por ejemplo, en sus mejores momentos (citemos acaso El acorazado Potemkim, o Metrópolis, Modern Times o La grande ilusión, ¡Halleluyah! o Humberto D), ha sabido desvincularse de todo narcisismo filológico, rompiendo los vínculos de escuela o tendencia para codearse con las mejores expresiones culturales de nuestra época. Ha dejado de ser espectáculo cinematográfico para adquirir universalidad absoluta. Y Griffith, Eisenstein, Chaplin, Renoir, De Sica, Clair, Lang, Rossellini y muchos otros, no han sido simples artesanos cineastas, sino exponentes de un humanismo contemporáneo, absolutamente comprometidos con la urgencia y la universalidad de los problemas, descubridores (por el camino de lo iconográfico), de un equilibrio entre el genio individual y el destino colectivo.

Esa civilización óptica, que tan profundamente ha afectado los datos culturales dejados en herencia por las épocas previsuales, que tanto ha contribuido al conocimiento recíproco, ha acelerado también los más importantes procesos de evolución intelectual del hombre. No cabe la menor duda acerca del papel dialéctico que lo audiovisual ha desempeñado en el devenir de las ideas. Hemos ya afirmado que lo iconográfico, por contar con el “elemento” imagen, favorece una comprensión mediatizada por los filtros afectivos, por la raison de cour. Nada cabe añadir entonces acerca de su papel en la creación y transferencia de motivaciones sociales. Pero la expresión audiovisual (es aqué donde debemos aclarar enfáticamente), esa expresión que se mediatiza en representaciones de objetos reales, ha introducido un “realismo” radical en las formas de expresión, una vuelta copernicana a lo “fenoménico” tan favorecida por los más incondicionados asentimientos de la filosofía contemporánea. Los pedagogos, por ejemplo, que conocen el valor auxiliar de los medios audiovisuales en la enseñanza, han apreciado en todas sus posibilidades esa inyección de realidad en el ambiente forzosamente artificial de la escuela. Ahora bien, el hombre de nuestro siglo ha hecho del lenguaje audiovisual su expresión privilegiada. Ese lenguaje, forzosamente atado a lo real, ha convertido en realidad una simple posibilidad, ha provocado una vuelta al realismo que, a partir de lo audiovisual, afecta a todos los planos de la comprensión y de las expresiones. Tal vuelta a lo real presenta los síntomas de algo definitivo. Una simple ojeada a las más distintas manifestaciones del espíritu contemporáneo basta para comprobar la extensión de esa reconversión general al realismo. ¿Resultará atrevido afirmar entonces que ese proceso del espíritu ha contado con la intervención eficaz de las nuevas expresiones audiovisuales, como pauta impuesta por una técnica a nuestra visión del mundo?

Tal vez estas palabras de De Santis, escritas hace casi un siglo, definan el nuevo realismo provocado por esa eclosión de expresiones visuales: “les digo que el momento del nuevo arte no es el de la contemplación, el pensar impotente de Amleto, sino el de la acción de Fausto rejuvenecido. Y les digo que el mote de un arte serio es este: hablar poco de nosotros, y mucho hacer hablar las cosas. Saint lacrimae rerum. Dadnos las lágrimas de las cosas y ahorradnos las vuestras”.

Deberes del intelectual

Ciertos intelectuales jamás han prestado atención a los problemas formales y de contenido de la emisión radiofónica; han llegado al cine con veinte o más años de retardo (éste se había cristalizado mientras tanto en una estructura económica que poco les concedería), y, al paso que vamos, parecen reservarse un brillante e hipócrita papel de mesías de la TV,. cuando llegue la hora de la crisis. Su único papel frente a las informaciones audiovisuales (cuyo génesis y manejo desconocen), parece ser el de señalar con escándalo su mediocridad; manera muy elegante y prestigiosa de proyectar en otros una culpabilidad que los afecta directamente. Se irritan, porque los errores que han echado por la puerta de la universidad, de la escuela, del puesto directivo, vuelven a entrar por la ventana del cine, de la radio, de la TV.

Estas consideraciones genéricas cobran caracteres alarmantes si se aplican a la específica realidad nacional. Toda nuestra información audiovisual (o la gran mayoría) se asienta sobre los fáciles esquemas de un liberalismo absoluto de tiempos idos. Además de eludir los problemas prácticos, nosotros hemos postergado indefinidamente el planteamiento del problema audiovisual.

La primera tarea, la más profunda y urgente, es la de crear una conciencia pública acerca del problema. Muy pocos son los que se dedican con seriedad a inculcar en el público los elementos fundamentales para la interpretación del hecho cinematográfico, radial o televisado. Por ignorancia, miedo o compromiso, se dejan de esgrimir las más grandes categorías estéticas y sociales.

Muchas veces, los hechos significativos pasan inadvertidos. No se insiste en crear en el público un estado de alerta intelectual. Nadie cree hoy en la eficacia de las censuras; pero la única manera de evitarlas (la auténtica censura total) está en crear tales exigencias en el público que lo mediocre se vuelva de por sí improductivo. Es hecho consabido que radio, cine y TV., son unos singulares maestros que enseñan lo que acaban de aprender de sus alumnos más desaprovechados, y que su atención se dirige preferentemente al hecho banal o a la imaginación más esclerótica y pueril. En ese aspecto, casi todo queda por hacer. En la realidad educacional que vivimos, tarea fundamental del intelectual ya familiarizado con el problema audiovisual, es la de superar los dorados pero angostos límites de la ejercitación filológica y del estetismo, para ejercer la acción profunda y colectiva, educativa o práctica. La única manera de no caer en las varias formas de censura a posteriori es la de equilibrar la fuerza difluente de la actual información audiovisual con una producción autóctona mejor inspirada. La manera más radical de contrarrestar la mediocridad actual es la de crear en el público mayores exigencias culturales, para que éste ejerza una irresistible presión sobre las fuentes de producción.  

© Trópico Absoluto

Antonio Pasquali (Rovato, Italia, 1929 – Reus, España, 2019), nacionalizado venezolano, egresó de la Escuela de Filosofía de la Universidad Central de Venezuela. Doctor en Filosofía por la Universidad de la Sorbona. Fue catedrático de la Universidad Central de Venezuela. Está considerado como uno de los introductores en América Latina del pensamiento que se originó en la llamada Frankfürter Schule. Publicó, entre muchos otros: Comunicación y Cultura de Masas (Caracas: Ediciones de la Biblioteca Central, Universidad Central de Venezuela, 1964), La moral de Epicuro (Caracas: Monte Avila, 1970), Proyecto RATELVE: Diseño para una política de radiodifusión del Estado venezolano (Caracas: Librería Suma, 1976), La comunicación cercenada: el caso Venezuela (Caracas: Monte Avila, 1990), Bienvenido Global Village: comunicación y moral (Caracas: Monte Avila, 1998), y Del Futuro: hechos, reflexiones, estrategias (Caracas: Monte Avila, 2002)

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