Entre el poder supremo y el orden constitucional: Problemas en la concepción y organización del Estado durante la Independencia de Venezuela (1811-1830)
La idea del poder supremo y las tensiones y conflictos generados por éste en el orden político son el eje de este valioso ensayo de Elena Plaza (Caracas, 1952). En una discusión que pareciera proyectar sus ecos hasta el presente, Plaza analiza cómo en el marco de la configuración de unas insipientes Repúblicas, la concentración y organización del poder durante los años de la guerra de Independencia de Venezuela se convirtió en una tarea de primer orden para sus protagonistas. Severas crisis institucionales y alteraciones del orden público abrieron las puertas al poder supremo como medida de salvación nacional; lo que generó una relación de tensión con el orden constitucional que provocaría no pocas fracturas al proyecto nacional a comienzos del siglo XIX.
I. Introducción
La necesidad de concentrar el poder durante los años de la guerra de Independencia de Venezuela demandó desde el inicio la instalación de un poder supremo, bajo la premisa de que, siendo la salud de la República la suprema ley debían, por lo tanto, cesar las demás. Se apelaba así a una concepción del poder supremo más vinculada, parafraseando a Constant, a la libertad de los antiguos que a la de los modernos. Finalizada la guerra, Bolívar, frente a severas crisis institucionales y alteraciones del orden público, que a su juicio ponían en peligro la existencia de la república, recurrió nuevamente al poder supremo como medida de salvación nacional; lo que generó una relación de tensión con el orden constitucional.
El objeto de este ensayo es describir, desde la perspectiva de la historia política, esa relación de tensión y, en algunos casos, de conflicto que existió entre ambas formas de enfrentar la emergencia. Hemos organizado nuestro estudio en dos partes. En la primera presentaremos una breve descripción de los conceptos de poder supremo, dictadura y tiranía; y la emergencia o excepción en el orden constitucional liberal. En la segunda presentaremos los casos escogidos: 1812, 1813-14 y 1828-29. Haremos una breve descripción del contexto histórico-político en cada uno de ellos, de las características del poder supremo instaurado y de la tensión que se generó con el orden constitucional, así como las importantes e inevitables consecuencias que de allí derivaron.
II. Conceptos y categorías
1. El poder supremo
Comencemos por el poder: lo define el Diccionario de Autoridades (1737) como el dominio, imperio, facultad y jurisdicción que uno tiene para mandar o ejecutar alguna cosa. Viene del latín facultas, potestas. Supremo, según la misma fuente: lo más alto, elevado o último. El poder supremo era, pues, la facultad, dominio, imperio y jurisdicción más alta en el mundo conocido. En el mundo occidental los antiguos conocieron dos formas de poder supremo: la tiranía y la dictadura.
2. La tiranía
Históricamente debemos mencionar dos significados básicos en el concepto de tiranía: la tiranía como forma de manifestación del poder supremo o absoluto propia del “gobierno viciado” de uno, y la tiranía como resultado de la usurpación del poder. Ambas provienen de la antigüedad y siempre han sido entendidas como formas ilegítimas, bárbaras y corruptas del ejercicio del poder. Las tiranías eran consideradas regímenes breves, que lograban infundir entre los súbditos la desconfianza recíproca, la pusilanimidad y la impotencia para la acción política. Asímismo, se consideraba que en las tiranías el poder era ejercido en beneficio de los intereses privados del gobernante y no en función del interés público. El estudio de la tiranía por parte de los filósofos del mundo clásico se orientó hacia aspectos vinculados con el origen del poder y el ejercicio de la autoridad en un diálogo constante con Platón y Aristóteles, respetados y venerados como los dos grandes maestros de la política.
En el pensamiento político medieval la reflexión sobre la tiranía estuvo asociada a dos problemas: el monarca que se corrompe y el derecho a la resistencia. Es decir, hasta qué punto era justo desobedecer al rey que, convertido en tirano, violaba las condiciones básicas y fundamentales de su autoridad.[1]
A partir del pensamiento de John Locke (1660, 1662) el concepto de tiranía aparece vinculado esencialmente a la usurpación del poder y a la relación que el tirano mantenía con la ley. En este sentido, la tiranía era el ejercicio del poder más allá del derecho. Locke consideraba que era un error concebir a la tiranía como una desviación de la monarquía, debido a que existían otras formas de gobierno que también eran susceptibles a degenerar en tiranías, en la medida en que se apartaban de su objetivo fundamental: la preservación de los derechos de los ciudadanos. El tirano se colocaba a sí mismo en un estado de guerra contra su gente como resultado de la usurpación del poder y la violación de la ley, regresando a los individuos al estado de naturaleza. Locke concluía que aquél que llegara al poder por medios distintos a los que había prescrito la ley no tenía derecho a ser obedecido.[2] En pocas palabras, en donde terminaba la ley comenzaba la tiranía.
Desde el pensamiento de la Ilustración en adelante, la tiranía, en tanto que una de las formas de manifestación del poder supremo, entrará en una relación de conflicto con la reglamentación y formalización del uso del poder absoluto que hizo el constitucionalismo liberal.
En 1800 vio la luz pública Della Tirannide de Víctor Alfieri. Tiranía era, para Alfieri, cualquier régimen que ejerciera un poder ilimitado en contra del bien común. Fuera hereditario o electivo, usurpador o legítimo, bueno o malo, de uno, de pocos o de muchos, lo que distinguía a las tiranías era, en una clara sintonía con el pensamiento de Locke, la no sujeción a la ley y el ejercicio de la autoridad en función de los intereses privados del gobernante. Las tiranías se fundamentaban en el miedo que infundían los tiranos y la cobardía que padecían los oprimidos, miedo y sufrimiento que tenían como único límite la voluntad del tirano. Las tiranías se habían basado a lo largo de la historia en la idea del honor, única garantía con que contaban los gobernados para confiar en que el gobernante actuaría por el bien de la sociedad y no para su beneficio personal. El honor atribuido a los tiranos era la base sobre la cual se construía la legitimidad de las tiranías, pero para Alfieri se trataba de un falso honor. El honor verdadero era aquel basado en la virtud que Alfieri definía, coherentemente con la tradición republicana, como la capacidad de un individuo de colocar el bien común por encima de sus intereses privados.[3]
Así como el abate Sieyès y Benjamín Constant establecieron cada uno en su respectivo momento las diferencias que existen entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos, merece especial consideración la comparación establecida por Alfieri en Della Tirannide entre las tiranías de los antiguos y las tiranías de los modernos. En las primeras era particularmente importante el carácter excepcional que ellas tenían, como resultado de un conjunto de circunstancias extremas y peculiares, frecuentemente la guerra o agudas crisis políticas y sociales. En las segundas, era definitoria la relación que establecían los tiranos con la ley: en ellas se instrumentaliza o ignora la ley para afianzar el poder, son regímenes menos excepcionales y más duraderos.
3. La dictadura
Como es bien sabido, la dictadura es una creación de la república romana. Era una magistratura extraordinaria utilizada en la república para atender casos excepcionales de urgencia o necesidad, tales como la conducción de una guerra, sofocar una revuelta, atender una catástrofe natural, etc. El dictador, nombrado por uno de los Cónsules, era investido con poderes extraordinarios que eran, básicamente, la desaparición de la distinción existente entre el mando soberano ejercido dentro los muros de la ciudad y, como tal, sometido a límites; y el mando militar ejercido fuera de los muros de la ciudad, no sometido a límites.[4] La única limitación establecida a este poder era su duración: seis meses. Así, pues, la dictadura era una forma legítima de dominación personal, cuyo objetivo era resolver una situación extraordinaria y sus características fundamentales fueron, como lo señala Norberto Bobbio, su carácter excepcional, sus plenos poderes y amplitud del mandato, la unidad del sujeto investido, y su temporalidad.[5] El dictador no era considerado un tirano, a menos que traicionara los términos del mandato que le había sido otorgado. Debido a la expansión y la conquista de territorios, las instituciones de la República romana, con su complicado sistema de pesos y contrapesos, se revelaron insuficientes e inadecuadas para ordenar la nueva realidad dada por la extensión del Imperio. Esta expansión, unida a la preponderancia de un ejército triunfante, prepararon el camino para el advenimiento del régimen imperial. El cesarismo, una dictadura prolongada que tendió a hacerse hereditaria, tuvo dos manifestaciones políticas en la Roma imperial: el Principado y el Dominado.
Con el pensamiento de Maquiavelo surgió la dictadura como razón de Estado. Para Maquiavelo el dictador no podía modificar las leyes existentes, no podía derogar la constitución ni transformar la organización de los poderes públicos; es decir, que en su visión la dictadura se transformó en una forma de gobierno personal para atender situaciones extraordinarias previstas en el ordenamiento político, cuyo objetivo era, precisamente, la preservación del orden. Cuando las propias normas que organizan al Estado prevén técnicas y vías para hacer frente a situaciones extraordinarias no se están vulnerando los principios constitucionales sino que, al contrario, se está actuando conforme a ellos. En la visión de Maquiavelo, la dictadura es una institución constitucional de la república.[6]
Posteriormente Rousseau, en El contrato social, previó la figura de la dictadura para atender casos excepcionales, ante los cuales se suspendía momentáneamente el orden y se concentraba la autoridad en una persona. Así, el gobernante, transformado momentáneamente en Jefe Supremo con poderes absolutos, era una autoridad legítima:
“Si el peligro es tal que el aparato de las leyes resulta un obstáculo para conjurarlo, se nombra un jefe supremo que reduzca al silencio todas las leyes y suspenda por un momento la autoridad soberana.”[7]
Y, más adelante, dice:
“Por lo demás, de cualquier modo que sea conferida esta importante delegación, conviene fijarle un plazo muy corto que no pueda nunca ser prolongado. En las crisis que obligan a establecerla, el Estado tarda poco en morir o en salvarse y, pasada la necesidad apremiante, la dictadura resulta tiránica o inútil.”[8]
Para Rousseau la dictadura no terminaba con el imperio de la ley, sino que alteraba transitoriamente la forma de su administración. Una concepción en clara sintonía con la dictadura romana.
Como lo señala Bobbio, sólo en épocas recientes el concepto de dictadura se amplió del poder provisional al poder instaurador de un nuevo orden. Parafraseando a Schmitt, quién instaura por primera vez esta distinción en su obra clásica, La Dictadura, Bobbio sintetiza con mucha claridad la diferencia entre ambas clases de dictadura:
“Mientras el dictador comisario es investido por el poder de la constitución, es decir, tiene un poder constituido, el dictador soberano (…) asume un poder constituyente.”[9]
Esta distinción, prosigue, indica el paso del uso clásico del término al uso moderno del mismo, que transformó su significado original dejando de ser una función meramente ejecutiva, para invadir otros poderes como el legislativo e, incluso, el constituyente.[10]
Con la llegada del siglo XX, la voz dictadura comenzó a ser utilizada no sólo para designar a cualquier forma de dominación personal, sino como antítesis de la democracia y sinónimo de tiranía, sustituyendo, así, a términos más precisos, tales como autocracia o despotismo. Según Bobbio, este proceso de transformación y desfiguración se inicia con la visión moderna de la dictadura, se acentúa con el uso indiscriminado de esta terminología a fines del siglo XIX, y termina de finiquitarse después de la primera Guerra Mundial, a raíz de los procesos políticos ocurridos en Rusia e Italia.[11]
Hoy en día la voz “dictadura” es normalmente utilizada como antítesis de la voz “democracia”.
4. La emergencia o excepción en el constitucionalismo liberal
En el Estado de derecho, que Manuel García-Pelayo (1987) define como un Estado en el cual toda la actividad se desarrolla a partir de preceptos jurídicos previos y de un sistema de competencias delimitado con total precisión, la situación excepcional se inscribe dentro de parámetros jurídicos, es decir, en un derecho excepcional (Ibidem. pp. 162).
Para García-Pelayo el origen del estado de excepción en el constitucionalismo moderno está en el estado de guerra o de sitio, de procedencia francesa en tiempos de la revolución y en la ley marcial inglesa. El estado de guerra fue incorporado al constitucionalismo moderno francés después del Imperio, para quedar definitivamente en el estado de derecho a fines de la década de los años 40 en el siglo XIX. El antecedente histórico del Estado de guerra es la dictadura comisoria de origen romano. Lo define García-Pelayo en lo siguientes términos:
“una institución jurídica prevista de antemano, cuyo objeto es restablecer la paz pública, y, con ella, el imperio de la ley, y que se caracteriza por el reforzamiento del poder ejecutivo, consistente en atribuir a la autoridad militar competencias hasta entonces pertenecientes a la civil, al tiempo que, mediante la suspensión de ciertos derechos individuales y otras medidas, ensancha el ámbito de tales competencias.” (Ibidem. pp. 166).
El autor que venimos citando le atribuye las siguientes características: para su declaración es preciso una situación previa de guerra, insurrección o peligro; la autoridad competente para declararlo es la civil; no crea una nueva competencia de carácter ilimitado, sino que transmite y amplía las competencias previamente existentes mediante la concentración en la autoridad militar de ámbitos que normalmente pertenecen al civil, particularmente las referentes al orden público, y mediante el aumento cualitativo de esos ámbitos, al suspenderse temporalmente ciertos derechos y garantías constitucionales, aunque los ciudadanos preservan los derechos que no han sido suspendidos.
El estado de excepción, de guerra o de emergencia es una institución jurídica y legal con una finalidad concreta: restaurar los supuestos de vigencia de la ley. Para el constitucionalismo moderno no se trata de una institución que está más allá o por encima de la ley en la cual el imperium recobra su carácter originario de unidad del poder civil y militar, ya que los poderes conferidos no son ilimitados ni soberanos (Ibidem. pp. 167-68).
En lo que respecta a la ley marcial, de procedencia anglosajona, García-Pelayo señala que ésta carece de la regulación jurídica propia del estado de sitio de origen francés, pero que pueden distinguirse dos acepciones: una restringida, según la cual la ley marcial consiste en que las autoridades militares quedan a merced de las civiles a los efectos de mantenimiento del orden público, sin que se suspenda ningún derecho; y, en un sentido más amplio, significa que el conjunto de poderes pasa a la autoridad militar, la cual tomará las medidas que considere necesarias para solucionar la situación que ha provocado la emergencia, sin tener que sujetarse a ninguna norma. Se trata, para García-Pelayo, de una acción militar pura y simple (Ibidem. pp. 168).
III. Poder supremo y orden constitucional en Venezuela (1811-1830)
Pasaremos a exponer en esta parte del ensayo tres casos que ilustran la relación entre el poder supremo y el orden constitucional durante la emancipación venezolana.
1812
En la descripción de las atribuciones especiales del Poder Legislativo, la Constitución Federal para los Estados de Venezuela de 1811 establecía, en el Capítulo II, Del Poder Legislativo, sección séptima, numeral 71, que:
“El Congreso tendrá pleno poder para levantar y mantener exércitos para la defensa común, y disminuirlos oportunamente- de construir, equipar y mantener una marina nacional,- formar reglamentos y ordenanzas para el gobierno, administración y disciplina de las referidas tropas de tierra, y mar- de hacer las milicias de todas las Provincias, o parte de ellas, cuando lo exija la execución de las leyes de la unión, y sea necesario contener las insurrecciones, y repeler las invasiones- de disponer la organización, armamento y disciplina de las referidas milicias, y la administración y gobierno de la parte de ella que estuviere empleada en servicio del Estado” (Constitución Federal para los Estados de Venezuela, Cap. Segundo, Sección séptima, numeral 71, pp. 15).
Por otra parte, en el Capítulo III, Del Poder Ejecutivo, sección tercera, numeral 86, se estipulaba que el Poder Ejecutivo tendría en toda la Confederación el mando supremo de las armas de mar y tierra, y de las milicias nacionales cuando estas se hallaran en servicio a la Nación. En la sección cuarta, numerales 100 y 101, se estipulaba entre los deberes de este poder, que conforme a las leyes y resoluciones que le comunicara el Congreso, proveería (el Poder Ejecutivo) los recursos del resorte de su autoridad, de la seguridad interior y exterior del Estado, dirigiendo para esto proclamas a los pueblos de lo interior, intimaciones, órdenes y todo cuanto fuere conveniente. Como consecuencia de estos principios, podía hacer una guerra defensiva para repeler cualquier ataque imprevisto, pero no podía continuarla sin el consentimiento del Congreso, el cual debería convocar inmediatamente si no estaba reunido y, nunca sin su consentimiento, podría hacer la guerra fuera del territorio de la Confederación (Ibidem. numeral 86, p. 18; numeral 100 y numeral 101, pp. 19-20).
El inicio de la guerra en 1812 colocó a las autoridades del recién creado Estado frente a la necesidad de atender la emergencia, a los fines de lograr la efectividad requerida para la defensa de la república. En las sesiones que transcurrieron desde el 3 al 6 de abril de 1812, los diputados del Congreso discutieron el punto. En efecto, en la sesión de la mañana del 3 de abril el diputado Palacio propuso: “que ninguna cosa más debía hacerse que autorizar ilimitadamente al Poder Ejecutivo como dictador para que en las actuales circunstancias atendiese a la salvación de la Patria” (A.N.H., MCMLIX, 4, II, pp. 393-394). En la sesión del cuatro de abril se discute la moción. Esta discusión nos permite comprender lo que ocurre: los diputados Paúl y Sata informaron cuales eran las facultades extraordinarias previstas por la Constitución; pero que debían abdicarse las atribuciones legislativas previstas en el numeral 71, sección 7ª, capítulo 2°, y que tan sólo debían quedar en vigor las previstas en la sección 3ª del Poder Ejecutivo sin consulta al Senado. Según el Acta de ese día, “siguió una larga y detenida discusión sobre la expresada concesión de facultades (…) y, habiéndose propuesto al fin votación para declarar la urgencia, pluralidad por la afirmativa”. Es decir, que se impuso un voto mayoritario favorable a la moción (Ibidem. pp. 395).
A pesar de haber sido aprobada, el diputado Tovar propuso que se formase un cuerpo de siete diputados, uno por cada provincia, con el fin de “contener y vigilar sobre la conducta del Poder Ejecutivo durante el término de la concesión”, pero esta proposición no fue bien recibida, ya que en opinión del cuerpo esto no podía darse sino después de cumplido el plazo de conferimiento de facultades extraordinarias. Finalmente se acordó por unanimidad conferir al Poder Ejecutivo la “plenitud de facultades de que el Congreso se halla revestido para gobernar la nación en las actuales circunstancias (…)” (Ibidem. pp. 396); salvó su voto el diputado Taborda. De seguido se especificaban las facultades extraordinarias dadas al Poder Ejecutivo:
“Primero: que la medida y regla de las facultades concedidas al Poder Ejecutivo sea la salud de la Patria. Segundo, que siendo ésta la suprema ley debe hacer callar las demás, sobre cuyo último particular salvó su voto el diputado Maya, (…) e igualmente el diputado Tovar. (…) Tercero, que se impone al Poder Ejecutivo responsabilidad en el ejercicio de dichas facultades. (…) Cuarto, que el Congreso no debe permanecer para vigilar la conducta del Poder Ejecutivo. Quinto, que tampoco quede un diputado por cada provincia para aquel efecto. Sexto, que el Congreso deberá estar remitido en esta ciudad federal de aquí a tres meses y abrir sus sesiones el día cinco de julio de este año, para deliberar si se suspenden las facultades concedidas al Poder Ejecutivo o si continúan conforme al aspecto de las circunstancias” (Ibidem. pp. 398).
Finalmente, se aprobó la redacción de un decreto cuyo tenor era el siguiente:
“Convencido el Congreso de que las circunstancias naturales y políticas en que se halla Venezuela exigen providencias cuya rapidez y energía son incompatibles con la calma y dedicación propia de mejores tiempos, y deseando contribuir al impulso eficaz y benéfico que reclama la salud de la Patria, ha decretado que, siendo ésta la Suprema Ley, sea ella sola la que haciendo callar a las demás dirija la conducta del Respetable Poder Ejecutivo para que, bajo una responsabilidad nacional, ejerza absolutamente la plenitud de facultades que el Congreso, en uso de la representación nacional de que se halla investido le confiere por el presente decreto, y hasta que, reunido de nuevo el día cinco de julio, señalado para su emplazamiento en esta ciudad federal, determine lo que, con presencia de las circunstancias y los sucesos, crea más conveniente a la causa pública” (Ibidem. pp. 398-99).
En otras palabras, habían decidido adoptar el poder supremo mediante la concentración absoluta del poder en el Ejecutivo, lo cual no estaba previsto en la Constitución, y por lo cual era necesario abdicar a las facultades extraordinarias que normaban los artículos aludidos.
En su última sesión, el 6 de abril, el Congreso recibió de parte del Poder Ejecutivo al ciudadano Francisco Espejo, quién ratificó que el Gobierno Supremo de la Unión no usaría las facultades extraordinarias que se le habían dado sino en un caso muy urgente, y que de resto, “se acomodará en cuanto pueda a la Constitución, dando después cuenta de su conducta” (Ibidem. pp. 402) . Después de resolver el pago de los honorarios de los diputados el Congreso cerró sus cesiones.
A los pocos días, el Poder Ejecutivo nombró al General Francisco de Miranda General en Jefe de las armas de toda la Confederación Venezolana, delegando en él las facultades absolutas que había recibido del Congreso, para que tomara las providencias que considerase necesarias. Este nombramiento se le comunicó el 23 de abril de 1812 y decía lo siguiente:
“Acaba de nombraros el Poder Ejecutivo de la Unión, general en jefe de las armas de toda la Confederación venezolana con absolutas facultades para tomar cuantas providencias juzguéis necesarias a salvar nuestro territorio invadido por los enemigos de la libertad Colombiana; y bajo este concepto no os sujeta a ley alguna ni reglamento de los que hasta ahora rigen estas Repúblicas, sino que al contrario no consultaréis más que la ley suprema de salvar la patria; y a este efecto os delega el Poder de la Unión sus facultades naturales y las extraordinarias que le confirió la representación nacional por decreto de 4 de este mes, bajo vuestra responsabilidad” (Miranda, Archivo, XXIV, pp. 397) [El resalto es mío, E.P.].
El 19 de mayo del mismo año, se firmó un Protocolo en el cual se precisaron los términos de las facultades dadas al General; se estableció que eran las mismas que el Congreso había dado al Poder Ejecutivo y se acordó así mismo la publicación de la Ley Marcial (Ibidem. pp. 400-402). La fundamentación de la Ley Marcial fue igualmente la salud de la patria como suprema ley de la república y los poderes dictatoriales transferidos al General Miranda por el Ejecutivo. Como en la dictadura republicana clásica, la suprema ley duraba seis meses que podían ser prorrogados.
Como es bien sabido, se trató de una dictadura que no llevó la guerra a buen término: el 12 de julio, el General Miranda inició conversaciones con el comandante de las tropas realistas Domingo de Monteverde para terminar firmando la versión definitiva de la Capitulación en la población de San Mateo el 25 de julio de 1812
Así quedó organizada institucionalmente la concentración del poder en el dictador para proveer la seguridad y defensa del Estado frente a la inminente ocupación de sus territorios por las tropas realistas. Era la primera vez que el congreso abordaba el problema de la reglamentación de la emergencia en la historia de la joven república, y lo hizo renunciando a sus funciones y a la reglamentación que estaba prevista en la constitución, delegando poder absoluto en el ejecutivo y cerrando finalmente sus sesiones. Miranda, por su parte, apeló a la figura del la Ley Marcial para implementar el poder absoluto que ostentaba.
Como es bien sabido, se trató de una dictadura que no llevó la guerra a buen término: el 12 de julio, el General Miranda inició conversaciones con el comandante de las tropas realistas Domingo de Monteverde para terminar firmando la versión definitiva de la Capitulación en la población de San Mateo el 25 de julio de 1812. De esta manera Monteverde ocupaba la provincia de Caracas y restablecía el orden realista en el territorio que había ocupado el efímero Estado de 1811. Monteverde gobernará enfrentado al Capitán General Mixares, argumentando que su poder se basaba en la capitulación firmada por el General Miranda y no en las bases constitucionales de la nación española. A finales de 1812 se vio obligado a publicar la Constitución política de la monarquía española en los territorios bajo su mando, lo cual a su vez permitió que en la actuación de la Audiencia en los juicios contra los infidentes, estos pudiesen recuperar su libertad.
1813-19
Según Clément Thibaud, en los años 1812-14, en la llamada “Patria Boba” de la Nueva Granada el conflicto armado se desarrollaba en cuatro polos: dos controlados por las fuerzas realistas ubicados en la costa de Santa Marta y, al sur, en las regiones montañosas de Pasto y los valles de Patía. Los dos polos patriotas, por su parte, estaban divididos entre federalistas, que dominaban la región central, y centralistas, que dominaban Santa Fe y la región del Magdalena medio (Thibaud, 2003, pp. 216-17). Los federalistas estaban organizados en las Provincias Unidas de la Nueva Granada, conformadas por Casanare, Cartagena, Pamplona, Popayán y Tunja. Era ésta una confederación inacabada, ya que no había logrado definir con claridad las competencias de los distintos poderes federales y locales, generando con ello conflictos constantes entre los estados miembros y el poder federal.[12] Thibaud resume la guerra de la Patria Boba en los siguientes términos:
“Lejos de resumirse en una lucha contra los españoles europeos, el conflicto en la Nueva Granada es, más aún que en Venezuela, una guerra cívica que se desarrolla en torno a dos manzanas de la discordia: realistas contra patriotas, y centralistas contra federalistas” (Ibidem. pp. 224).
Si bien, según la fuente que venimos citando, ningún trabajo ha logrado reconstruir con suficiente claridad un organigrama de las tropas patriotas en la “Patria Boba” de la Nueva Granada, sí es posible ubicar a Simón Bolívar en ese complejo mapa militar: formaba parte de un conjunto de militares extranjeros provenientes de Venezuela exilados en Cartagena como consecuencia del desplome de la República en su país. Estos militares dependían directamente del poder federal, mientras que había otros numerosos regimientos que obedecían directamente al gobierno de una provincia en particular. Será en esta condición, Brigadier General nombrado por el Congreso de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, como Bolívar iniciará su actuación militar en el escenario neogranadino durante los últimos meses de 1812 e inicios de 1813, en operaciones que le permitieron controlar el bajo Magdalena. El 26 de abril de 1813 encontramos a Bolívar en su cuartel general de Cúcuta esperando la autorización del Congreso para entrar en las provincias de la Capitanía General de Venezuela. Allí recibió la orden de prestar juramento de fidelidad y obediencia al Congreso de las Provincias Unidas de la Nueva Granada a fines del mismo mes. Su contestación fue entusiasta y afirmativa:
“Puedo asegurar a V.E. con la mayor sinceridad, que la ceremonia augusta que se me ordena celebrar de prestar juramento ante el Ser Supremo de mi lealtad y obediencia al legítimo y liberal Gobierno de los Estados de la Nueva Granada, es para mí el acto más satisfactorio y conforme a mis deseos y principios” (Blanco y Azpurúa, IV, N° 798, pp. 5759).
En carta posterior le comunica al gobierno neogranadino que lo hará el 10 de mayo en la villa de Cúcuta ante el Presidente del cabildo de la ciudad y los miembros del Ayuntamiento, ya que, una vez en los territorios de Venezuela le sería mucho más difícil hacerlo (Ibidem. IV, N° 812, pp. 588). El 7 de mayo de 1813 obtuvo la autorización del Congreso para entrar en los territorios de la Capitanía General de Venezuela.
Cuando tomó el poder por las armas en Caracas, como resultado de la Campaña Admirable (12.1812/06.1813), solicitó la opinión de cuatro letrados sobre la forma de organizar el poder en las provincias que había recuperado para la causa de la Independencia venezolana: Barinas, Trujillo, Mérida y Caracas. El problema para Bolívar se transforma, en palabras de Germán Carrera Damas, en “la necesidad de encarar la cuestión de la legitimidad de su propio poder, la cual se halla determinada precisamente por la vigencia de la estructura constitucional [constitución venezolana de 1811, E.P.] que juzga nefasta para los intereses de la guerra” (Carrera Damas, 1961, pp. 118).
Fueron considerados cuatro proyectos en los que se abordó la concepción del Estado, la legitimación del poder de facto que ejercía en las provincias liberadas, dada su condición de comisario general del Congreso de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, desprovisto de jurisdicción sobre los territorios de Venezuela y al cual había prestado juramento de obediencia, y la organización de ese poder a los fines de continuar la guerra en Venezuela. La consulta que se hace a los letrados es posible analizarla, para Carrera Damas, a partir de dos tendencias fundamentales: la que postulaba la reanudación del hilo constitucional y la que postulaba la reanudación del hilo dictatorial (Ibidem. pp. 119). Para algunos era evidente, más allá del sentimiento de gratitud manifestado al ejército neogranadino que los había liberado, que el poder llamado a legitimar la situación del mando de facto ejercido por Bolívar en las cuatro provincias de Venezuela, fuese el mismo que había delegado facultades extraordinarias en el Ejecutivo en 1812, es decir, el Supremo Congreso de Venezuela. En este sentido, valía la pena evaluar, a pesar de las dificultades que conspiraban en contra, el hecho de que, efectivamente, los poderes del Estado creado en 1811 pudiesen reinstalarse y funcionar en la situación que había en el territorio de la República. Para otros, eran evidentes las dificultades que conspiraban en contra de que, efectivamente, los poderes del Estado creado en 1811 pudiesen reinstalarse. Frente a las dificultades reconocidas por ambas posturas, se propuso la creación de un régimen provisional que apelara nuevamente a la dictadura como solución para conducir la guerra, llevara la política interna y la externa.
El antecedente inmediato estaba en los poderes dictatoriales transferidos al General Miranda por el Poder Ejecutivo en 1812. Sin embargo, como bien apunta Carrera Damas, “la nueva dictadura propuesta parecía mucho más la legitimación de una situación de hecho que el resultado de un acto legal” (Ibidem. pp. 122).
La unión militar con la Nueva Granada, a los fines de concentrar todos los esfuerzos bélicos posibles que permitieran alcanzar la Independencia, fue algo aceptado e indiscutido en los distintos proyectos que se realizaron. Pero, el que esa unión con fines militares derivara en un Estado distinto al venezolano al finalizar la guerra, no fue un dictamen unánime.
Lo que terminó imponiéndose fue la continuidad del hilo dictatorial y se le pidió al Libertador que hiciera esfuerzos por lograr la unificación territorial, en aras de establecer un gobierno general para todo el territorio ocupado por el Estado fundado en 1811.
La gratitud, por una parte, y las reservas respecto al poder y mandato constitucional que traía Bolívar, por la otra, se reflejan en los distintos planes. En el Plan de gobierno provisorio para Venezuela, de Francisco Javier Ustáriz, hay tanto gratitud como disposición a la unión, llegando inclusive a sugerirse la elección de Diputados investidos de plenas facultades que se incorporasen al Congreso de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, “para tratar esta Unión, ordenarla, y fijarla sobre las firmes, y permanentes bases de una buena Constitución” (A.N.H., MCMLXI, 44, V, pp. 132). En las Bases para un gobierno provisional en Venezuela, redactadas por Miguel José Sanz, hay gratitud pero también reservas, y se especifica que, una vez alcanzada la Independencia y la paz, Bolívar “convocará el Congreso de Venezuela, (…) en el cual, instalado que sea dimitirá el mando” (A.N.H., MCMLXI, 44, V, pp. 147). En el Proyecto de Gobierno Provisorio para la República de Venezuela, de Ramón García Cádiz, se hacía insistencia en la condición de Bolívar como Comisario General del Congreso de la Nueva Granada, y la necesidad de organizar el gobierno en las cuatro provincias liberadas, sin contar las del Oriente del país: Barcelona, Margarita y Cumaná, gobernadas por el General Santiago Mariño, quién no estaba sometido a la autoridad del Libertador. Allí el General Mariño gobernaba con un Consejo Privado compuesto de un conjunto de notables patriotas competentes en los diversos ramos de la administración, mientras que los asuntos civiles y policiales quedaron bajo la autoridad de los alcaldes y las municipalidades (Parra Pérez, 1954, I, pp. 262). Parra Pérez habla de la existencia de dos Estados de hecho, el de Oriente bajo el mando de Santiago Mariño, y el del Centro y Sur Occidente al mando de Bolívar (Ibidem. pp. 261).
Lo que terminó imponiéndose fue la continuidad del hilo dictatorial y se le pidió al Libertador que hiciera esfuerzos por lograr la unificación territorial, en aras de establecer un gobierno general para todo el territorio ocupado por el Estado fundado en 1811. Se concentraron los poderes legislativo y ejecutivo en la persona del Libertador dictador (las competencias judiciales quedarían al cargo de sus respectivos jueces y tribunales), se hizo énfasis en el carácter provisional del poder supremo y la proyección hacia un cercano restablecimiento del orden constitucional. El único objeto de este gobierno sería la conducción de la guerra a buen término. De estas decisiones informa el Libertador al Congreso de la Nueva Granada el 8 de agosto de 1813:
“Desde la ilustre capital de Venezuela, tengo de honor de participar a V.S. el restablecimiento de esta República, que los heroicos sucesos de las armas de la Nueva Granada han sacado de la nada.
Los habitantes de Venezuela se hallan penetrados del más tierno reconocimiento, y no cesan de bendecir la benéfica generosidad con que el Supremo Congreso Granadino, atendiendo a sus lamentos, les envió sus huestes salvadoras” (Escritos del Libertador, 1969, Tol. V, pp. 4-7, doc. N° 299)
Y, para finalizar, describe el poder que se le ha otorgado en Caracas:
“Interin se organiza un Gobierno legal y permanente, me hallo ejerciendo la autoridad suprema, que depondré en manos de una Asamblea de notables de esta capital, que debe convocarse para erigir un Gobierno conforme a la naturaleza de las circunstancias y de las instrucciones que he recibido de ese augusto Congreso” (Idem.).
Bolívar organiza el poder en tres Secretarías: Guerra y Marina; Estado y Hacienda; y, Justicia y Policía. Las instituciones de la administración española que habían sobrevivido a los cambios producidos por la guerra fueron modificadas en la línea manifestada en el plan de Ustáriz y adaptadas a las necesidades del gobierno. Respecto a sus esfuerzos por establecer la unidad de mando en las provincias liberadas por el General Mariño, estos terminaron concretándose un Proyecto de ley determinando las facultades de los Jefes Supremos del Estado que va a cristalizar hacia enero de 1814 y que, si bien no llegó a ser realidad, reviste importancia para el conocimiento de la reflexión política sobre el Estado y las formas de gobierno en las tendencias patriotas del oriente venezolano. El proyecto hablaba de dos Jefes Supremos del Estado, correspondientes a los ejércitos del Oriente y del Occidente, investidos de poderes dictatoriales. Reconocía la existencia de facto de dos Estados autónomos que pactaban una unión por razones militares para el logro de la independencia, y se comprometían a unirse en el futuro en el terreno político (Ibidem. pp. 334-336). Para Parra Pérez, se trató de “un milagro de equilibrio entre los dos Libertadores, imaginando un pacto de índole personal (…) que no regirá sino mientras subsistan las circunstancias que les han elevado a sus respectivas magistraturas” (Ibidem. pp. 336).
El 1 de febrero de 1814, desde su cuartel general en Puerto Cabello, el Libertador se dirige nuevamente al Congreso de la Nueva Granada dando algunas explicaciones acerca de la naturaleza del poder que ejerce en las provincias de Venezuela. En esa comunicación argumenta que se ha visto obligado por la fuerza de las circunstancias a ejercer la “autoridad suprema”, al mismo tiempo que “obro en persona a la cabeza del ejército”. Argumenta que las autoridades que existían al momento de la capitulación de San Mateo (se refiere a la capitulación del General Miranda) no pueden reponerse en el poder porque los individuos que la ejercían están casi todos fuera de Venezuela y sería necesaria una elección popular para constituir legítimamente a otras autoridades, lo cual le parece muy peligroso por la situación de la guerra. Es necesario poseer, dice, la autoridad sobre todos los ramos de la administración suprema para obrar con energía y rapidez. Dice el Libertador:
“Para alistar los hombres que deben componer los ejércitos, es indispensable tener el mando sobre los pueblos; y para sostener aquéllos, es preciso disponer de las rentas y de los recursos; en fin, sin que una sola mano reúna esta suma de autoridad, todas estas medidas no pueden ejecutarse en tiempo y con celeridad” (“Comunicación del Libertador al Presidente del Supremo Congreso de la Nueva Granada, 1.02.1814”. En: Escritos del Libertador (1969), VI, pp. 105-107, Documento N° 667).
Finaliza su exposición informando las gestiones realizadas ante el General Mariño quién, reconoce, no está sometido a su autoridad, todo ello con el fin de persuadir al Congreso de que “no es una aparente ostentación de principios moderados, con el objeto de llegar más seguramente a la tiranía” (Idem.)
Luego de la caída de la República en Venezuela (1814) Bolívar parte nuevamente a la Nueva Granada en donde reinicia la guerra. Organiza una expedición para liberar a Santa Marta pero se ve enfrentado a la decisión de Cartagena de no suministrarle armas y provisiones. En el asedio al puerto su ejército se disuelve y, enfrentado a una situación sin salida, renuncia a su cargo de Brigadier de la unión y parte a refugiarse en las Antillas (Thibaud, pp. 224).
En 1817, después de haber tomado la Provincia de Guayana y, basándose en la dictadura otorgada en 1813, el Libertador decretó la creación de un Consejo Provisional de Estado que debía residir en esta provincia. El Consejo estaba dividido en tres secciones: Estado y Hacienda, Marina y Guerra, e Interior y Justicia. No podía ser convocado ni presidido sino por el Jefe Supremo. (Cfr. “Decreto de creación del Consejo de Estado de 1817”. En: Decretos del Libertador, 1813-1825, pp. 84-86.)
En lo que al fin de este poder supremo concierne y el regreso al orden constitucional, el desenlace fue distinto al previsto, según la opinión pública venezolana de 1830. En efecto, en 1819, en Angostura, Provincia de Guayana, y sin la participación de los habitantes de la más poblada provincia, Caracas, se instaló un Congreso constituyente al cual el Libertador entregó el poder supremo. Este Congreso, lejos de reasumir el orden constitucional de 1811, aprobó el 17 de diciembre de 1819 la Ley Fundamental de la unión de los pueblos de Colombia. Es decir, un Estado distinto al fundado en 1811, tanto en la delimitación de su territorio, la organización del poder y la identidad de su población asentada en una nueva nación.
1828-29
El contexto histórico político planteado por los sucesos de los años 1828-29 nos lleva a considerar la última crisis institucional de la República de Colombia antes de su disolución. Allí, Bolívar recurre nuevamente al poder supremo como forma extrema de salvación nacional. Pero antes de entrar de lleno en el contexto histórico de esos años, es necesario revisar la regulación de la emergencia en la Constitución de la República de Colombia de 1821.
El Art. 25, sección II, título IV establecía entre las atribuciones del poder legislativo:
“Conceder, durante la presente guerra de independencia, al Poder Ejecutivo, aquellas facultades extraordinarias que se juzguen indispensables en los lugares que inmediatamente están sirviendo de teatro a las operaciones militares, y en los recién libertados del enemigo; pero detallándolas en cuanto sea posible, y circunscribiendo el tiempo, que solo será el muy necesario” (Constitución de la República de Colombia, Art. 25. En: CDCH, 1961,12.)
Más adelante, en la sección segunda del Título VI, tratando las funciones, deberes y prerrogativas del Presidente de la República, se especifica el estado de excepción en los siguientes términos:
“Art. 128. En los casos de conmoción interior a mano armada que amenace la seguridad de la República, y en los de una invasión exterior y repentina, puede, con previo acuerdo y consentimiento del Congreso, dictar todas aquellas medidas extraordinarias que sean indispensables, y que no estén comprendidas en la esfera natural de sus atribuciones. Si el Congreso no estuviese reunido tendrá la misma facultad por sí solo; pero le convocará sin la menor demora, para proceder conforme a sus acuerdos. Esta extraordinaria autorización será limitada únicamente a los lugares y tiempo indispensablemente necesarios” (Constitución de la República de Colombia, Art. 127. Ibidem. pp. 18).
Una redacción bastante general, si se la compara con el artículo 118 de la Constitución del Estado de Venezuela de 1830, que le daba un amplísimo rango al Presidente de Colombia para actuar en situaciones de emergencia; únicamente limitada por la exigencia del acuerdo y consentimiento del poder legislativo, aunque se le permitía hacerlo por sí solo, si este no estaba reunido.[13] También ha sido señalado que esta Constitución elimina la facultad del presidente de “suspender el imperio de la constitución” en situaciones de emergencia y le permite dictar medidas indispensables, como se ha visto (Guerrero, 2005).
A mediados del año 1827, el país iniciaba su recuperación de las crisis políticas acaecidas en el año anterior. Varias medidas se tomaron para superar la situación. Entre las más importantes para el tema de nuestro ensayo figuran las siguientes: el 5 de junio, un decreto declarando el olvido perpetuo de los acontecimientos acaecidos el año anterior; el 20 de junio, una ley suspendiendo el ejercicio de las facultades extraordinarias y restableciendo el imperio de la Constitución y leyes de la República; y el 7 de agosto, un decreto convocando la gran Convención nacional para el 2 de marzo de 1828, a reunirse en la ciudad de Ocaña. En el Art. 2 de este último decreto se estipulaba que la convención a instalarse debería decidir si procedía o no la reforma de la constitución. En el Art. 3° se dejaba explícitamente claro que la Constitución seguiría plenamente vigente y debía ser observada hasta tanto la convención hiciera alguna alteración o reforma. En la misma observancia deberían continuar las leyes de la república. (CDCH, Op. Cit. pp. 503-509). El 29 de agosto, una ley que fijaba el censo de población conforme al cual debía hacerse la elección de los diputados a la convención, con su respectivo reglamento electoral. Finalmente, por decreto de 26 de septiembre, se aprobaban las medidas tomadas por el Libertador Presidente en los departamentos de Zulia, Maturín, Venezuela y Orinoco el año anterior.
La convención se instaló el 9 de abril de 1829 y debatió hasta el 10 de junio. Allí el Libertador presentó su Mensaje, texto en el cual resumía sus críticas a la Constitución de 1821, de cara a la futura reforma. Para comenzar, decía lo siguiente:
“…nuestro gobierno está esencialmente mal constituido” (…)
“Nuestros diversos poderes no están distribuidos cual lo requiere la forma social y el bien de los ciudadanos. Hemos hecho del legislativo sólo el cuerpo soberano, en lugar de que no debía ser más que un miembro de este soberano: le hemos sometido el ejecutivo, y dado mucha más parte en la administración general, que la que el interés legítimo permite.” (Bolívar. “Mensaje a la Convención de Ocaña, 1828”. Obras Completas (1947). II, pp. 1248).
Y, más adelante:
“El gobierno, que debería ser la fuente y el motor de la fuerza pública, tiene que buscarla fuera de sus propios recursos, y que apoyarse en otros que le debieran estar sometidos. Toca esencialmente al gobierno ser el centro y la mansión de la fuerza” (Ibidem. pp. 1249).
En sintonía con estas ideas, el debate en el seno de la convención se polarizó entre los que apoyaban la posición del Libertador de fortalecer el poder ejecutivo en la futura reforma, y quienes postulaban una reconfiguración del Estado en la forma federal con una constitución liberal. En este sentido, el proyecto constitucional que presentaron contemplaba un poder ejecutivo que no podía recurrir al uso de facultades extraordinarias, los ministros eran responsables por todas sus actuaciones oficiales, el presidente tenía un consejo de gobierno compuesto por el vicepresidente, cuatro individuos nombrados por el Congreso y dos de Estado. Su función: limitar el poder del presidente. Los bolivarianos, por su parte, presentaron un proyecto que aumentaba el período presidencial a ocho años y establecía la reelección indefinida, disminuía el número de senadores y representantes y presentaba un amplio articulado referente al estado de excepción (Gil Fortoul: 1930, II, pp. 602-03; Guerrero, Op.Cit., pp. 102-103).
Dada la imposibilidad de conciliar los dos proyectos, los santanderistas propusieron dejar vigente la Constitución de 1821 pero eliminando el artículo 128 (vide supra) que regulaba el estado de excepción. La respuesta de los bolivarianos fue retirarse de la convención, dejándola sin el quórum reglamentario para funcionar y, con ello, precipitando su fracaso y disolución.
Colocado frente a esta situación, Bolívar apela nuevamente a la figura del poder supremo para salvar la República. En su Proclama del 27 de agosto el Libertador justificaba la necesidad del poder supremo:
“La Constitución de la República ya no tenía fuerza de ley para los más; porque aún la misma Convención la había anulado, decretando unánimemente la urgencia de su reforma. Penetrado el pueblo entonces de la gravedad de los males que rodeaban su existencia, reasumió la parte de los derechos que había delegado; y usando desde luego de la plenitud de su soberanía, proveyó por sí mismo a su seguridad futura. El soberano quiso honrarme con el título de su Ministro, y me autorizó, además, para que ejecutara sus mandamientos. Mi carácter de primer Magistrado me impuso la obligación de obedecerle, y servirle aún más allá de lo que la posibilidad me permitiera. (…)
Yo, en fin, no retendré la autoridad suprema sino hasta el día que me mandéis devolverla; y si antes no disponéis otra cosa, convocaré dentro de un año la Representación nacional.
¡Colombianos! No os diré nada de libertad (…) además, bajo la dictadura, ¿quién puede hablar de libertad?” (Blanco y Azpurúa: XIII, pp. 3867)
Se opta, pues, por no acudir al artículo 128 de la Constitución, ya que se asume que no está vigente. A pesar de que, como vimos, el decreto de la convocatoria establecía en el Artículo 3 que la Constitución permanecería vigente hasta que fuera reformada. El Artículo 128 daba amplísimas facultades al Presidente de la República frente a una situación de emergencia; aunque, por supuesto, con la obligación de dar cuenta al legislativo de sus acciones. Se apela, en cambio, a la figura del poder supremo que suspende la ley fundamental y el imperio de la Constitución para salvar la República. La lógica jurídica de esta opción la encontramos en los consideranda del Decreto Orgánico del régimen:
“Considerando: que desde principio del año 1826, se manifestó un deseo vivo de ver reformadas las instituciones políticas, el cual se hizo general y se mostró con igual eficacia en toda la República, hasta haber inducido al Congreso de 1827 a convocar una Gran Convención para el día 2 de Marzo del presente año, anticipando el período indicado en el artículo 191 de la Constitución del año 11°:
Considerando: que convocada la Convención, con el objeto de realizar las reformas deseadas, fue éste un motivo de esperar que se restablecería la tranquilidad nacional:
Considerando: que la Convención reunida en Ocaña el día 9 de Abril de este año, declaró solemnemente, y por unanimidad de sufragios, la urgente necesidad de reformar la Constitución:
Considerando: que esta declaración (…) puso el sello al descrédito de la misma Constitución. (…)
Considerando: que la Convención no pudo ejecutar las reformas que ella misma había declarado (…) y que antes bien se disolvió. (…)
Considerando: que el pueblo en esta situación, usando de los derechos esenciales que siempre se reserva para libertarse de los estragos de la anarquía, y proveer del modo posible a su conservación y futura prosperidad, me ha encargado de la Suprema Magistratura para que consolide la unidad del Estado, restablezca la paz interior, y haga las reformas que se consideren necesarias:
Considerando: que no me es lícito abandonar la patria a los riesgos inminentes que corre; y que (…) es mi obligación servirla:
Considerando: en fin, que el voto nacional se ha pronunciado unánime en todas las provincias, cuyas actas han llegado ya a esta capital, y que ellas componen la gran mayoría de la nación:
Después de una detenida y madura deliberación, he resuelto encargarme, como desde hoy me encargo, del Poder supremo de la República, que ejerceré con las denominaciones de Libertador Presidente, que me han dado las leyes y los sufragios públicos” (Ibidem: XIII, 3868).
El decreto orgánico concentraba las atribuciones legislativas y ejecutivas en la figura del Poder Supremo a cuyo cargo estaba el Jefe Supremo de la República. Existía un Consejo de Ministros con una función meramente auxiliar del Jefe Supremo; y un Consejo de Estado que debía tomar las medidas necesarias para la administración de justicia. Esta última quedó organizada en una Alta Corte, cortes de apelación, juzgados de primera instancia, tribunales de comercio, cortes de almirantazgo y tribunales militares. El régimen se ponía fin a sí mismo: en un año convocaría nuevamente el poder constituyente.
Como bien ha señalado Carolina Guerrero (op.cit.), la Constitución preveía en el título X la posibilidad de su reforma, más no de su anulación. Y, si bien el Artículo 128 era muy amplio, demasiado para los liberales más radicales que proponían su reforma, no cabía en él la figura del Poder Supremo, que fue aquello que, en definitiva, se instaló al suspenderse el imperio de la Constitución.
Conclusiones
Asistimos a una época en la cual, si bien existen antecedentes históricos y jurídicos para ordenar situaciones excepcionales, se trataba de una técnica que estaba en los estadios iniciales de su desarrollo y que, como bien señala García-Pelayo, quedaría definitivamente incorporada en el constitucionalismo liberal a partir de la década de los años 40 del siglo XIX. Tal vez ello explique tanto el lenguaje constitucional presente en los textos analizados, como la recurrencia de la figura del poder supremo para afrontar la guerra y las crisis institucionales. No obstante, nos parece útil presentar algunas breves acotaciones en cada una de las tres fechas escogidas, a manera de conclusión.
1812
En 1812 se integra, débil e insipiente, la normativización del estado de excepción presente en la Constitución; el cual preveía, entre otras cosas, una guerra defensiva, con el poder supremo bajo la figura de la dictadura comisoria. Para poderlo hacer, el Congreso renuncia por sí mismo a las facultades que tenía para afrontar la guerra y concentra el poder en el Ejecutivo, el cual transfiere esos poderes al General Miranda. Este último, por su parte, haciendo uso de esos poderes decreta la Ley Marcial. Es decir, que conjuga una forma política del mundo antiguo como lo es la dictadura con una forma moderna de origen anglosajón como lo es la Ley Marcial. Dado que el Congreso clausuró sus sesiones y el conjunto de poderes que había sido concentrado en el Ejecutivo fue cedido por este último a la autoridad militar, personificada en el General Dictador, el sentido que éste le confiere a la Ley Marcial obedece a su más amplia acepción. Es decir, la autoridad militar no queda a merced de la autoridad civil, sino que, por el contrario, es la depositaria del conjunto de poderes y, como tal, puede tomar todas las medidas que considere necesarias para solucionar la situación que ha provocado la emergencia; en este caso, una guerra, sin tener que sujetarse a ninguna norma (vide supra). Será en el uso de estos poderes que el General decida entrar en negociaciones con Monteverde para terminar firmando la capitulación del 25 de julio.
Las aspiraciones de Monteverde de ejercer un poder omnímodo en las provincias que habían estado bajo el poder patriota se justificaban en los términos de la capitulación y en la dictadura mirandina que había cedido su poder a Monteverde. Este argumento lo esgrimirá Monteverde permanentemente en sus enfrentamientos con el Capitán General Mixares.
1813-19
La línea de continuidad jurídica establecida por la visión que argumentaba la continuidad del “hilo dictatorial” para mantener la relación con la dictadura mirandina, impone nuevamente el Poder Supremo en el mando ejercido por Bolívar en las provincias venezolanas luego de la campaña admirable. Este poder contrasta con el carácter institucional y limitado que tiene el mandato que él trae del Congreso de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, al cual sí debía responder por sus acciones, dado que se hallaba sujeto a éste y le había prestado juramento de obediencia.
Al restablecerse el poder realista en todo el territorio de la capitanía, nuevamente escindido en una manifestación institucional y otra personalista bajo la tiranía arcaica de José Tomás Boves, no hay en este último la aspiración de establecer una vinculación jurídica con el poder supremo recién caído, como sí lo hizo Monteverde en su búsqueda de una legitimidad jurídica frente al Capitán General Mixares. Si bien en el régimen de este último pareciera haber la búsqueda de una legitimidad “conforme a derecho” que lo sustente, en el caso de Boves se ignora el derecho y la legitimidad del régimen es totalmente carismática.
1828-30
El artículo que regulaba el estado de excepción en la constitución de la unión colombiana de 1821 tenía una redacción lo suficientemente amplia como para darle gran margen de acción al presidente de la República frente a posibles guerras, alteraciones del orden o crisis institucionales. Sin embargo, en la justificación que hace el Libertador de la necesidad del Poder Supremo podemos encontrar su visión de cómo enfrentar la emergencia, no en la visión moderna, sino en la reconsideración que hace el pensamiento ilustrado de la antigüedad.
Por lo tanto, la categorización del régimen que se instala en Colombia en agosto de 1828 puede ser vista como una Dictadura (es el término empleado por Bolívar, tanto en la proclama como en el decreto orgánico), o como una tiranía (es el término empleado por la oposición del departamento de Venezuela para justificar la desobediencia legítima), entendiéndose en este caso el concepto de tiranía como usurpación.
La instalación de este régimen estimuló aún más la disconformidad política de los separatistas venezolanos y el auge de la prensa opositora que, sobre todo hacia fines de 1829, comenzó a consolidar una matriz de opinión adversa al Libertador y proclive a la desmembración de la República. Para esta oposición, un tirano no tenía derecho a exigir obediencia a su pueblo, por lo cual el desconocimiento de un régimen considerado como una usurpación (una forma de entender la tiranía y, al mismo tiempo, un concepto contrario al de legitimidad) era una acción legítima.
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Notas
[1] Al respecto véase: skinner (1979).
[2] locke, John (1689): Two Treatises of Government, Second Treatise. [Edición crítica a cargo de Peter Lastett]
[3] Para una visión del concepto de tiranía en Alfieri véase mi ensayo Consideraciones históricas y políticas sobre la tiranía escritas a la luz de Della Tiranide de Vittorio Alfieri (1749-1803).
[4] Véase, Bobbio, N. Estado, gobierno y sociedad, pp. 224 et seq.
[5] Ibidem., pp. 224
[6] Maquiavelo. “Discursos sobre la primera década de Tito Livio”; en: Obras Políticas, pp. 142-143.
[7] Rousseau, J.J. El Contrato Social, pp. 213
[8] Ibidem., pp. 215.
[9] Bobbio, Op. Cit., pp. 228.
[10] Ibidem. pp. 229.
[11] Ibidem. pp. 223.
[12] Véase: Acta de la Federación de las Provincias Unidas de Nueva Granada (27 de noviembre de 1811). En: www.cervantesvirtual.com
[13] La Constitución del Estado de Venezuela de 1830 es la primera que especifica y enumera cuáles son las facultades extraordinarias que se le dan al Poder Ejecutivo en una situación de emergencia. Dice así:
“Art. 118. En los casos de conmoción interior a mano armada que amenace la seguridad de la República, o de invasión exterior repentina, el Presidente del Estado ocurrirá al Congreso si está reunido para que le autorice; o en su receso, al consejo de gobierno, para que considerando la exigencia, según el informe del Ejecutivo, le acuerde las facultades siguientes:
- Para llamar al servicio aquella parte de la milicia nacional que el Congreso o el consejo de gobierno considere necesaria:
- Para exigir anticipadamente las contribuciones que uno u otro cuerpo juzgue adecuadas: o para negociar por vía de empréstito las sumas suficientes, siempre que no puedan cubrirse los gastos con las rentas ordinarias:
- Para que siendo informado de que se trama contra la tranquilidad o seguridad interior o exterior del Estado, pueda expedir órdenes por escrito de comparecencia o arresto contra los indiciados de este crimen, interrogarlos o hacerlos interrogar (…)
- Para conceder amnistías o indultos generales o particulares.” (A.C.P.S., 1982, I, 11.)
©Trópico Absoluto
Elena Plaza (1952), es Licenciada en Sociología, Magister en Ciencias Políticas y Doctor en Historia. Es profesora titular de la Escuela de Estudios Políticos y Administrativos de la Universidad Central de Venezuela. Individuo de Número de la Academia Nacional de la Historia. Sus líneas de investigación son la historia política del siglo XIX venezolano, historia de las ideas políticas venezolanas, historia de las formas de gobierno, e historia conceptual en la Venezuela del siglo XIX. Ha publicado, entre otros, El 23 de enero de 1958 y el proceso de consolidación de la democracia representativa en Venezuela: ensayo de interpretación sociopolítica (Garbizu & Todtmann, 1978); Versiones de la tiranía en Venezuela: el último régimen del general José Antonio Páez, 1861-1863 (Universidad Central de Venezuela, 2000); Procesos constituyentes y reformas constitucionales en la historia de Venezuela: 1811-1999 (Universidad Central de Venezuela, 2005), Venezuela: 1830-1850, la construcción de la República (Fundación Rómulo Betancourt, 2011)
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