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De espaldas a la alabanza. (Sonoridad, afecto, memoria en la obra de Igor Barreto)

Por | 30 octubre 2019

En este trabajo Gina Saraceni (Caracas, 1966) se propone analizar la obra completa del poeta venezolano Igor Barreto (San Fernando de Apure, 1952), uno de los autores más relevantes de la literatura venezolana contemporánea. Desde sus libros más tempranos como Crónicas llanas (1989) y Tierranegra (1993), hasta los más recientes como Annapurna (2012) y El muro de Maldeshtam (2016), Saraceni examina un proyecto estético a partir de ciertas figuras recurrentes: la naturaleza, el río, los animales, las antípodas, la memoria, el intervalo, el país, la precariedad. A través de la incorporación de materiales de la cultura que enrarecen la noción de literatura y poesía, Barreto explora estados de interrupción y dificultad de la vida –enfrentamientos, desencuentros, desapariciones, pérdidas, crisis, naufragios– como experiencias en las que el poeta ensaya los límites de su lengua e interviene las formas dominantes de sentir e imaginar para proponer una poética de la vulnerabilidad y el afecto.

Edgar Moreno. Caimán patrullero. San Fernando, Apure, Venezuela. 2017. De la muestra: “Un cocodrilo llamado caimán", organizada por el proyecto El Museo del caimán y sus lugares, exhibida en la galería Spazio Zero (Caracas) y AE Gallery (Potsdam, Alemania). 2017. © Edgar Moreno

1. Poesía expandida

La poesía nace de cientos de kilómetros de tierra analizada, al mirar los ríos formando cadenas unos con otros y ser la vida tan semejante. Igor Barreto

Sólo el oído trae noticias de tiempos que desconozco, el oído es mi salvación. Igor Barreto

La poesía es un lugar donde los materiales de la cultura ingresan mediante un gesto verbal que les otorga una nueva existencia cercana a la de una composición de voces, y resonancias que se combinan y se confunden. De aquí, la posibilidad de pensar la poesía como un archivo de esa trama sonora que es la cultura y como una lengua que traslada tradiciones, memorias, relatos.

Igor Barreto (San Fernando de Apure, 1952) es un viajero de río. Un navegante de barcos de vapor que trafica con objetos, emociones, historias, animales, léxicos. Va y viene, de una orilla a otra, del llano a la ciudad, de la oficina al Himalaya, de la gallera a los bares de pueblo y, a través de estos desplazamientos traza vínculos entre las cosas que ve y los relatos que oye, entre lo remoto y lo actual, lo nacional y lo extranjero, lo real y lo virtual, lo oral y lo visual. Este acto de avecinamiento de ámbitos referenciales distintos requiere, de parte del poeta, asumir una posición incómoda dentro del lenguaje; colocarse en una zona donde la representación entra en crisis, hace crisis, y donde los límites del sentido se desfiguran y expanden. Desde el intervalo y el umbral Barreto arma su poética como un montaje de piezas y documentos que despliegan la historia de un lugar –San Fernando de Apure, el río, el llano, Venezuela– que es también la historia de un modo de oír y sentir la cultura: “un poeta debería asumir el riesgo de ubicarse entre esos estratos, en esas zonas de mayor ambigüedad donde los tiempos se encuentran y se confunden; y tratar desde la confusión y el balbuceo de ensayar el canto ensanchando la posibilidad de una lírica distinta” (Barreto, 2014: 238).[1]

Según el fragmento anterior de El llano ciego, escribir supone poner a la poesía “fuera de sí”, para sacarla de sus límites y acercarla a otros discursos y a la vida misma. En este sentido, la obra de Barreto participa de una tendencia común a ciertos textos contemporáneos latinoamericanos que conciben la literatura como “campo expandido” cuyo desbordamiento, según Florencia Garramuño, “trae como consecuencia una puesta en jaque de algunas definiciones muy formalistas de lo literario y de la estética” y cuya heterogeneidad muestra “una voluntad de imbricar las prácticas literarias en la convivencia con la experiencia contemporánea”.[2]

A lo largo de sus diferentes etapas –¿Y si el amor no llega? (1983), Soy el muchacho más hermoso de esta ciudad (1986), Crónicas llanas (1989), Tierranegra (1993), Carama (2001), Soul of Apure (2006), El llano ciego (2006), El duelo (2010), Carreteras nocturnas (2010), Annapurna (2013), El muro de Mandeshtam (2016)– la obra de Barreto pone en escena una poesía comprensiva en el sentido de que incluye en su trama materiales que están fuera o en el límite de lo literario y que ingresan al campo poético sin perder su singularidad, lo que implica un cuestionamiento y enrarecimiento de la misma noción de poesía y literatura.

Su obra establece relaciones y diálogos con textos periodísticos, testimonios orales, referencias a Google Earth, léxicos del mundo de los caballos y de los escaladores de ocho mil metros, reportajes, traducciones, canciones, datos geográficos y cinematográficos además con experiencias y emociones del archivo personal del poeta. Desde un punto de vista formal, también se observa la presencia de diferentes formatos discursivos –poema largo, poema breve, fragmento, ensayo, anotación, carta, copla, traducción, fotos– de los que el autor se apropia para alterarlos y señalar su carácter codificado y su potencia de variación.

Allí, en ese umbral de desfiguración y tensión, en esa “zona ambigua y sinuosa de confrontaciones y ansiedades” es donde la poesía de Barreto ensaya “una lírica distinta”.

De lo anterior se desprende una primera reflexión sobre la poesía de Barreto: su agilidad para desplazarse y expandirse como una corriente de agua dentro del lenguaje haciendo que la poesía salga de cauce y naufrague como naufragan los barcos que viajan por el río Apure. La poesía entonces es una corriente que conecta seres y cosas y por esta capacidad vinculante es también “fuerza de gravedad” y “atracción hacia la zona más negra de lo concreto” (Barreto: 441). De aquí que la poesía registre accidentes y conflictos de la realidad, enfrentamientos entre hombres y animales, malentendidos y desencuentros entre la gente, desapariciones, pérdidas. Se trata de estados negativos de la experiencia marcados por la interrupción de la continuidad de la vida donde la existencia muta o se suspende. La “zona negra de lo concreto” donde un hombre muere porque se lo traga un caimán o un escalador cae al vacío “como un pichón de un petirrojo/ de un nido inseguro” (441), es la zona donde se ubica el poeta para probar los límites de su canto a través del enfrentamiento de la dificultad. Allí, en ese umbral de desfiguración y tensión, en esa “zona ambigua y sinuosa de confrontaciones y ansiedades” (253) es donde la poesía de Barreto ensaya “una lírica distinta”.

Igor Barreto. “En Madrid”. Lisbeth Salas. 2017. © Lisbeth Salas

2. Escucha y defecto

La obra poética de Igor Barreto se postula como un largo ensayo sobre la naturaleza y el paisaje americanos desde una perspectiva que le da “la espalda” a la tradición romántica de la alabanza y de la idealización.[3] En este sentido, cada libro que la conforma constituye una etapa de su proyecto estético que se enuncia a contrapelo de la épica modernizadora de poblar y civilizar la tierra según el dictamen del discurso fundador que busca implantar un nuevo orden a través del trabajo agrícola; una forma de domesticar la barbarie para volverla productiva y rentable. También hay un cuestionamiento de los paradigmas estéticos que la tradición romántica y simbolista usa para representar la naturaleza: la retórica de la luz y de la vastedad, lo pastoral, lo sublime, lo exótico muestran aquí su insuficiencia y su carácter codificado.[4] La naturaleza deja de ser un espacio de unidad y de identificación que el poeta enuncia a través de un canto solemne y totalizador que silencia quiebres y fisuras, para convertirse en lugar de interrogación y conflicto, en instancia de alteridad y alteración de la existencia donde se despliega otra historia de la nación y del continente cuyo archivo habla de un estado de ánimo, más próximo al del fracaso, la pérdida, la vulnerabilidad que al de la seguridad, la plenitud, la realización:

XXXII

La escritura de las grandes planicies de mi país natal siempre fue la del verano: la naturaleza dominada por la luz, el viento, el fuego, las faenas heroicas del pastoreo, la pintura triunfante de un hombre a caballo librando una lucha titánica contra la inclemencia de lo lejano. Con el tiempo ese icono perdió expresividad y descubrí entonces un vacío revelador: el del invierno. Una estación de recogimiento que se abre verdeante a la vida interior. Encontré al hombre recluido o aislado por las aguas o devuelto a una épica distinta: la de los grandes ríos y los esteros anegados y vi llegar barcos de paletas y húmedas canoas hasta mi mesa de trabajo (273).

Barreto usa la poesía para pensar las consecuencias que la modernización causa en el sujeto y en su percepción del mundo. Entonces le da la espalda a la “belleza” entendida como patrón estético y político que tiene a la “alabanza” como discurso fundamental, y a la mirada como órgano “único y divinizado” capaz de poseer y ordenar la dispersión de la realidad. Al paisaje como construcción del ojo que observa la naturaleza como espacio “intacto”, capaz de otorgar pertenencia y seguridad, Barreto contrapone el invierno como clima de interioridad y lejanía donde el sujeto se confronta con la otredad impredecible de la naturaleza para asumir su exclusión de ella.

Habitar el invierno del llano implica también un acto de escucha: ya no es el ojo el sentido que el poeta usa para confrontarse con el exterior y dominarlo, sino el oído como órgano que captura las materias sonoras que transitan en la cultura y registra sus tonos y disonancias, sin aspirar a la comprensión de sus contenidos, sino a la escucha de sus vibraciones e intensidades:

LV

Desde los comienzos sentí el deseo de imprimir mayor sustantividad al verso. El primer recurso al que apelé fue a la imagen. Organizar el poema mediante un «montaje constructivo» a la manera pudovkiana, donde el ordenamiento de una serie de tomas componían las estrofas, y así, secuencia tras secuencia, hasta el final del texto. Era solo ingeniería visual. Aquel modo que privilegiaba el sentido de la vista contenía en su diseño figurativo el germen de su propia destrucción: el poema y la palabra perdían resonancia y ganaban en exceso racionalidad. Fue entonces que vino a mi mente la imagen de un pescador de orilla oculto en un recodo del río, entre el bosque de galería, mirando sin perder detalle la superficie reflejante del agua. Mirar, y al hacerlo, poner toda la intensidad del que está escuchando con sobrada atención. He ahí la respuesta (me dije): mirar como el que escucha. Relacionar la vista con aquel sentido, el del oído, que para San Juan de la Cruz era el más espiritual de todos. Así, el mundo representado en el poema adquiría mayor profundidad y su imagen resonaba con emoción humana (301; el énfasis es mío).

Barreto busca escapar de la racionalidad visual de Andrés Bello sobre la “zona tórrida” para hacer de la escucha un lugar donde el mundo se despliega con «música callada» y «soledad sonora», según las palabras de San Juan de la Cruz en su Cántico espiritual.

Escuchar sería, en la poética de Barreto, una forma de desarticular “la visión lírica de la naturaleza” y de registrar tanto los ruidos de la modernización, que aquí adquieren la figuración de ruinas y deshechos, como también las “historias esenciales” capaces de revelar una dimensión fundamental de su poesía, la que habla de lo común: de las emociones, los miedos, los afectos de la gente. En este sentido, escuchar se convierte en la primera materia del poeta y en su principal archivo. “En mis oídos están mis ojos” dirá el poeta (192):

XL

La vida de un hombre transcurre construyendo, afinando una o muchas historias. Relatos donde el narrador resume las claves de su existencia, su relación con la naturaleza, los hombres y las cosas. Le oí narrar a un pescador cómo su hermano murió ahogado en un río, relacionando aquella fatídica hora con el canto del paují oculto en los bosques de galería. Para él era la voz de la soledad y el silencio. Estos relatos desarrollan con fuerza realidades profundas. Refieren de manera sesgada el mundo íntimo del que cuenta, sus intereses y preocupaciones: esas son las historias esenciales. Las busco, las descubro y las elaboro en forma de poemas (282; el énfasis es mío).

Igor Barreto usa el oído para intervenir la tradición poética venezolana sobre la naturaleza dando cuenta de “realidades profundas” que están en boca de la gente común: campesinos, viajeros, prostitutas, cronistas de pueblo, apostadores, curas hablan de sus vidas y de su mundo íntimo, de sus desgracias y alegrías. La poesía ajusta estas fuentes vivas orales a la forma del poema y arma un montaje de voces que van y vienen, entran y salen del texto, adelgazando el umbral de distinción entre la literatura y la realidad. En el grano de voz de estos hombres, en el uso del impersonal “dicen”, en la enumeración de nombres propios, la poesía escucha un paisaje distinto al celebrado por el escritor romántico. Un paisaje que ha perdido la profundidad y se ha vuelto superficie donde lo real se escribe y talla su vulnerabilidad inevitable. Un paisaje que ya no tiene eco sino que absorbe, hasta el silencio, cualquier resonancia del discurso épico y pastoral, para mostrar sus fisuras y artificios. Un paisaje, finalmente, al que no le interesa durar sino mostrar la imposibilidad de que algo subsista sin que la historia lo corrompa. Escribir de espaldas a la alabanza significa entonces afinar el oído para escuchar “un sonido que tenía el ancho de todas las cosas” (45), no con el fin de acumular un saber, sino de registrar un sentir que se dispersa.

A lo largo de toda su obra Barreto captura la materia acústica que la experiencia de la modernidad despliega a través de referentes que se ubican entre el llano venezolano y la ciudad, los animales y los objetos, la provincia y el país, el pasado y el presente, Enriqueta Arvelo Larriva y Lucian Blaga. Confrontar esa materia acústica indeterminada, hecha de rumores, murmullos, sonidos animales que pasaría desapercibida si la literatura no la anotara y le diera forma, implica asumir la existencia de un saber precario, de “una zona de no conocimiento” que la poesía se encarga de desplegar. Zona que, según Giorgio Agamben, “no significa simplemente no saber”, porque no se trata solo de una falta o un defecto. Significa, al contrario, mantenerse en la justa relación con una ignorancia, dejar que un no conocimiento guíe y acompañe nuestros gestos, que un mutismo responda límpidamente por nuestras palabras. (…) significa que lo que nos es más íntimo (…) tenga la forma no de la ciencia y del dogma, sino de la gracia y del testimonio. En este sentido, el arte de vivir es la capacidad de mantenerse en relación armónica con lo que se nos escapa. (Agamben 2009: 168)

Los poemarios de Igor Barreto articulan esta zona de no conocimiento para mostrarnos cómo la poesía es una forma de la ignorancia entendida como estado de “gracia”, es decir, como estado capaz de mantener el secreto de algo que no se sabe o no se conoce todavía: “Hoy no tengo la voluntad para lavar este pantalón” dice un poema de Soul of Apure, “así que he comprado uno nuevo: lo limpio, lo original y no usado es de pronto sinónimo de lo confuso” (Barreto, 2014: 201). Estos versos ponen de manifiesto esa zona inédita de la experiencia que el lenguaje poético mantiene en su potencia de devenir y en su irrealización que despliegan el presentimiento de que “tras el humo no hay nada” (140) y que, “si se pudiera mirar en su interior” como también observa Agamben, “solo se entrevería –aunque no es seguro– un viejo trineo abandonado, solo –aunque no está claro– el gesto arisco de una niña que nos invita a jugar” (2009: 169).

3. Río e interrupción

¿Cuáles serían los motivos y las obsesiones de una poesía que le da la espalda a la alabanza? ¿Cuáles sus lugares de observación? ¿Cuál su estado emocional?

Miembros del grupo literario Tráfico, retratados por Vasco Szinetar. De izquierda a derecha: Rafael Castillo Zapata, Alberto Márquez, Igor Barreto, Yolanda Pantin, Armando Rojas Guardia y Miguel Márquez. 1981.
© Vasco Szinetar

Desde ¿Y si el amor no llega? (1983) y Soy el muchacho más hermoso de la ciudad (1986), los primeros dos libros del autor, escritos cuando pertenecía al grupo literario Tráfico, hay premoniciones interesantes acerca de su necesidad de intervenir la herencia poética venezolana centrada en el espacio y el paisaje, como se observa, por ejemplo, en el poema “Amor a la patria” (276) dedicado a Juan Antonio Pérez Bonalde.

En estos primeros textos se despliegan múltiples referencias al consumo de íconos de la modernidad –Sears, “los bluyines por siempre americanos” (469), el western, el Cadillac, el Pontiac, Parque Central, el televisor, la mayonesa, el kétchup– que intervienen la cultura nacional y la sensibilidad del sujeto poético que se siente cada vez más exiliado de su pueblo natal y del país, como se observa, respectivamente, en los poemas “Ciudad Alianza” de ¿Y si el amor no llega? (469) y “Conclusión” de Soy el muchacho más bello de la ciudad: “El país/ me dejó atrás// pero el país no fue a ninguna parte” (507).

A diferencia de estos libros iniciales, en Crónicas llanas, Soul of Apure, Tierranegra y Carama, Barreto centra su atención en el río y hace de lo fluvial el punctum de su poesía: la zona de mayor vulnerabilidad y conmoción. Se trata del río que bordea la ciudad de San Fernando de Apure –lugar natal del autor y referencia constante en su obra– que funciona como archivo del pasado del pueblo. A Barreto le interesa escuchar cómo suenan las historias ocurridas en sus orillas y los relatos sobre los accidentes y naufragios de los vapores que navegaron en sus aguas. Su propósito es escribir con los restos materiales que el río transporta en sus corrientes y con los testimonios de las personas que hablan de barcos que se hunden, de caimanes que devoran a la gente, de trifulcas, pasos de ganado, apuestas, asesinatos, suicidios. De este modo, desmonta el paisaje cuyas piezas el ojo romántico había juntado en un todo armónico para mostrar la disgregación de sus partes y la imposibilidad de conocer el misterio de la naturaleza y de su fuerza ingobernable: “el paisaje ha desarmado sus piezas” (168).

El poeta escucha los sonidos del río y los introduce en el poema, convirtiendo al paisaje de la alabanza en una sonoridad doliente que cruje y agoniza. Como los “’árboles derribados por el río” que “se entrelazan y sobresalen en los bajíos del cauce” (112), esta materia acústica hecha de vida, trabajo, desapariciones, donde resuenan el “canto del paují” y el “borboriteo de los pájaros” (116) queda flotando en el agua de la cultura a la espera de que el lenguaje poético la incorpore y le atribuya una significación, como se observa en “Miseria del poema” de Tierranegra:

 Podrían pasar los años y llevar la cuenta 
de las cosas que bajan por el río:
árboles, vocales de un mundo
que solo imagino
y escribo.
Toninas y caimanes
en eterna cacería.
El sabor de otros ríos
que no conozco
y que una tarde
inclinado descubrí.
Las páginas pasan
y de esa enumeración
forman parte
este cuerpo
y unos lotos morados. (130)

El hablante poético no es ajeno a la historia de San Fernando que la corriente del río guarda, sino que pertenece a “esa enumeración” de materiales hundidos y precarios a los que la poesía le otorga una nueva existencia. De este modo, lo fluvial se convierte en estado anímico que registra las emociones, los sentimientos, los miedos de una comunidad de personas que vive y trabaja alrededor del río Apure: “Cada vez que se retiran los barcos de los brocales/ de la escalinata del puerto/ nos sorprende la raíz de la tristeza común” (158); “pero con todo y ello/ los barcos saleros/ volvían rutinarios (…)/ y en el malecón:/ la misma gente,/ los mismos comentarios” (210-211).

en la poesía de Barreto la mirada clasificatoria y calculadora que caracterizaba la empresa civilizatoria moderna es sustituida por la perplejidad y la duda que la naturaleza causa en la percepción del poeta

Lo común entre los habitantes de estos lugares es que comparten un mismo sentir, “la raíz de la tristeza” que la experiencia del río y su economía de traslados y pérdidas suscita en los que habitan sus orillas. El afecto entendido como “una fuerza en constante formación, inacabada por naturaleza, abierta, exterior, inestable”,[5] que vincula a los campesinos, vaqueros, navegantes e influye en sus acciones, sus deseos, sus modos de sentir e imaginar la vida y el trabajo. De aquí que en la poesía de Barreto la mirada clasificatoria y calculadora que caracterizaba la empresa civilizatoria moderna es sustituida por la perplejidad y la duda que la naturaleza causa en la percepción del poeta. Su alteridad irreductible solo le permite dar cuenta de la impotencia y del fracaso de la experiencia humana cuando intenta acercarse a la materia inapropiable de la naturaleza misma: “lo incierto/ pesa más sobre nuestro ser/ que aquello que conocemos” (127). De esto se desprende que la “ignorancia” constitutiva de la poesía y sobre la que esta da testimonio, pone al descubierto la necesidad del no saber para intervenir la tradición existente sobre el paisaje, y proponer otra distribución de lo sensible que haga aparecer sujetos, cuerpos, deseos ignorados por la sensibilidad hegemónica; que haga “visible aquello que no lo era” y que sea capaz de escuchar “como a seres dotados de la palabra a aquellos que eran considerados más que como animales ruidosos” (Rancière 2005: 6).

Los poemarios sobre el río se distancian de la poesía del siglo XIX pero se dejan contaminar por la cadencia de los relatos de viaje y de aventura de esa época; en ellos un motivo constante es la referencia a la dificultad y a los modos como el hombre enfrenta situaciones de conflicto causadas tanto por la naturaleza en sus diferentes manifestaciones animales, atmosféricas, vegetales, como por peleas, cuentas pendientes, traiciones, malentendidos que ocurren entre la gente que vive y trabaja en las orillas del río.

Igor Barreto, al igual que Armando Reverón y Eugenio Montejo, hace del invierno un estado poético en el que se borran los caminos y se instala el tiempo de la muerte que no solo se relaciona con ese momento del año en que la sabana se inunda y los ríos salen de su cauce, sino también con un tono singular que adquiere la escritura al absorber las corrientes adversas que desordenan el río y las tempestades que causan naufragios y hundimientos. De este modo, la voz que habla en el poema tiene una porosidad que hace resonar en ella, no solo el ruido de la muerte como destino inevitable de la vida cerca del agua, sino también de la pesadumbre que esto genera en el poeta que mira el río como si fuera una tumba (“el río es una tumba”) y, al constatar la desaparición de un tiempo extinto, lo convierte en lugar de lo entrañable donde resuenan el afecto y la memoria.

El río para Barreto constituiría la posibilidad de indagar sobre la vulnerabilidad de la gente del campo en relación a la realidad que habita y mostrar la afectación que la naturaleza causa en su existencia. En este sentido –como planteé anteriormente– al igual que otros escritores de la contemporaneidad latinoamericana que trabajan sobre esa zona de indistinción entre el mundo y la literatura, su poesía “se propone ella misma como una forma porosa y vulnerable ante el mundo que la circunda y en el que se encuentra inserta, y que se figura a sí misma, mediante esa misma porosidad y vulnerabilidad, como parte del mundo” (Garramuño 2015: 12); “Esa vulnerabilidad puede ser pensada como una heteronomía, ya que la poesía se concibe como una exploración de lo real en la que ese exterior sirve (…) más que como referencia de la poesía, como el objeto mismo que impone lógicas a menudo desestabilizadoras y contradictorias” (Garramuño 2015: 88).

La lógica del río es la lógica de la interrupción y de la inestabilidad; no hay quietud para los que viven cerca de sus aguas expuesto a esa “intemperie mayor” (Barreto, 121) que la naturaleza causa en los hombres cuando buscan “pervertirla e intervenirla” (250). Y la poesía se vuelve ella misma materia vulnerable, lengua precaria donde el río inscribe sus sedimentos y su flujo impredecible:

 En apartados parajes del río,
cuando algún vapor naufraga,
chocando contra un picacho de coral
o volcado por la fuerza del agua
que se arremolina en las curvas,
allí están los caimanes:
voraces, solitarios,
habrá maletas flotando
ante indefensos viajeros,
y sus gritos bajo el agua
irán formando pequeñas esfera
que asentadas en el cieno del cauce
conteniendo cada gritoro
darán río abajo
hasta la boca del Lajero
donde unos niños al bucear
las sentirán viscosas,
y seguirán rodando hasta el cañalote Rabanal
el que vierte sus aguas
a las sabanas del hato La Rubiera. (160)

LIV En invierno, los árboles orillados a las barrancas son derribados por el río y arrastrados edifican castillos tristísimos en los bajíos del cauce. Las muertes, como estas caramas, también se entrelazan y se atraviesan formando un nudo difícil de resolver, incluso con la palabra (300).

La acumulación de restos vegetales y materiales convierte al poema en un “nudo difícil de resolver” que el poeta no desata como una forma de señalar la alteridad radical de la naturaleza y la imposibilidad de un encuentro con ella que no esté determinado por la confrontación contrariamente a lo estipulado por la tradición de alabanza. De esta manera, Barreto hace naufragar a la poesía, la somete a las corrientes más destructoras del río para enfrentarla con la impotencia de esclarecer los misterios y enigmas de sus corrientes. Escribir en los límites de lo lírico significa para el autor asumir la provisionalidad como punto de inflexión de un proyecto estético que intenta “desde la confusión y el balbuceo… ensayar el canto ensanchando la posibilidad de una lírica distinta” (238). Esto se observa en Carama, un libro fluvial, un poema-río que, en el transcurso de sus partes, decanta una antipastoral de la navegación donde el tráfico de productos, saberes, personas está al acecho de las fuerzas naturales que se desatan sobre los hombres dejándolos a la intemperie:

El río hace naufragar a los barcos y hace desaparecer vidas que el poema convierte en gritos y después en “pequeñas esferas” que continúan el viaje que el vapor no pudo llevar a cabo. Bajo el agua, algo continúa sonando en la corriente, algo que dejó de ser humano para adquirir otra existencia, esta vez más cercana a las “apariciones” inefables y efímeras del mundo espiritual.[6]

Así como la poesía introduce la voz humana en las aguas del río como un resto más de los desechos que éste arrastra en su corriente; del mismo modo, coloca la vida de los hombres y de los animales en la misma jerarquía. Al contrario del dictado heideggeriano según el cual: “El hombre muere y el animal deja de existir”, lo que supone en un caso la conciencia de la muerte y en el otro la desaparición; para Barreto no hay diferencia entre una y otra muerte. De esta manera, su obra señala la inestabilidad inherente al concepto mismo de especie biológica y propone otra distribución de cuerpos donde la poesía se duele de la muerte de un caimán, de la misma forma en que lo hace de la muerte de los navegantes y los viajeros: “El caimán se lo tragó/…/. En realidad/ el caimán no mató a nadie// hay otro ser mayor/ que nos devora.// Tanto la víctima/ como el reptil// fueron “uno”/ todo este tiempo//. Los familiares/ deberían llorar// también esta muerte” (68- 69).

La poesía de Igor Barreto se encuentra llena de animales –perezas, lagartos, caimanes, caballos, garzas, manatíes, tigres, tortugas, gallos– que en su diferencia radical respecto de lo humano están allí para señalar otra forma de lo viviente fundada en la inmanencia y la inmediatez prelingüística y primitiva. Esta condición del animal abierta al mundo, abandonada, indeterminada, sin cualificaciones, “signo de una alteridad heterogénea”, “marca de un afuera inasimilable”, se convierte aquí en condición de una “nueva proximidad” entre el hombre y el animal, donde el animal “se vuelve interior, próximo, contiguo, la instancia de una cercanía para la que no hay ‘lugar’ preciso y que disloca mecanismo ordenadores de cuerpos y sentidos” (Giorgi, 2014: 13).

Poner al animal dentro del poema es una manera de señalar la posibilidad de otras alianzas que no se constituyen por la pertenencia al mismo reino biológico, ni tampoco se basan en clasificaciones establecidas por los saberes instituidos, sino que se constituyen a partir de afinidades afectivas, simpatías entre el hombre y el animal a los que el poema otorga una posibilidad de existencia.[7] De esta manera, en la poesía de Barreto, el animal “no es pobre-de-mundo” (Heidegger) sino, por el contrario, es el “propio mundo” (Barreto, 2014: 329); es la belleza como condición del desastre y la muerte; estado de vulnerabilidad extrema como si en lo bello hubiese un defecto íntimo relacionado con su perdurabilidad: “la pureza mayor/ es la intemperie mayor” (140). El caballo más hermoso de la manada, el caballo zaino que atraviesa el río Apure, se rezaga y desaparece “con naturalidad/ y hasta con gracia” y así como fue vida mientras nadaba, ahora es la muerte más breve, otra muerte sobre la que el río cierra sus aguas (62-63).

Este hecho muestra según Derrida que: “No hay poema sin accidente, no hay poema que no se abra como una herida y también abra una herida” (1988). Barreto parece saberlo y convierte los poemarios sobre el río –particularmente en Carama– en un testimonio del duelo por las vidas que las aguas se llevaron y por aquellas que perecieron de muertes defectuosas a causa de la fuerza impredecible de la naturaleza (como se observa en “Capillas imperfectas”, una sección de Soul of Apure). Pero este duelo que quiere ser memoria de una comunidad extinta y registro de sus emociones y afectos, también se refiere a la imposibilidad del poeta de regresar a San Fernando sin sentir que ha perdido el mapa de la ciudad: “hoy mis palabras se han excluido./ El paisaje ha desarmado sus piezas/ y el árbol y un trozo del río/ han vuelto a ser solo partes./ Hay un punto de llanto,/ una mancha blanca/que ha tomado el lugar del todo armónico” (168). Ese punto de llanto, esa forma mínima de agua que brota ahora de los ojos del poema, es la constatación de la pérdida del origen, de su disgregación y desarticulación a causa del presente que “es solo tiempo de hondas desilusiones” (246). Escribir sobre el río y sus accidentes es para Barreto abrir una herida en el corazón de la pertenencia para enfrentar ahora la imposibilidad de tener patria “en un país del pasado” (246); la orfandad que supone naufragar en las aguas de un mapa ilegible.

4. El presente por todas partes

El llano ciego constituye una suerte de libro-umbral que separa y a la vez une dos etapas del proyecto poético de Barreto: la primera sobre San Fernando de Apure, el río, el invierno, en la que se propone la idea del paisaje como accidente e interrupción; y la segunda, conformada por los poemarios El duelo, Carreteras nocturnas y Annapurna sobre el país, la ciudad y el exilio en la que, a través de referentes y formatos textuales diversos, se elabora una crítica política del presente venezolano, a la vez que se reflexiona alrededor la crisis de la representación.

Con la transformación que la modernidad causa en la provincia, el poeta queda desterrado y se pregunta: “Qué soy en medio de las calles de San Fernando: la ciudad frente a la estepa y el río: un extranjero. La doliente oscilación que asocio a ese calificativo, su moral frontera, su ambigüedad, se han transformado con el tiempo en el no-lugar de mi experiencia” (240).

El pueblo de San Fernando que había sido el lugar de la memoria y de una común intimidad afectiva, se convierte en un espacio que no se reconoce y se vuelve ajeno. El poeta pierde el domicilio (“ ‘el más bajo grado de la miseria es, seguramente, no tener lo que puede llamarse un domicilio’ ”: 240) y no halla en el espacio circundante coincidencias entre su memoria y la actualidad que lo rodea. De esto se desprende la obsesiva presencia en estos libros de lo que el autor llama “la maldita circunstancia del presente por todas partes” reescribiendo un verso de Virgilio Piñera, poeta del exilio y de la insularidad. Barreto busca, a través de la poesía, una manera de expresar la incomprensión que le genera este “tiempo de hondas desilusiones” (246) que lo deja sin patria y lo arrastra fuera de toda pertenencia: “La ciudad que edificaron los Conquistadores fue una ciudad amurallada (una ciudad-fortificada), tan diferente y semejante a la ciudad contemporánea: amurallada también, pero, por el presente, el muro del presente” (238).

Si hasta ahora el motivo que articulaba sus libros era la naturaleza como resistencia e ilegibilidad, como lugar del accidente y de la dificultad, de revelación y hallazgo; en esta nueva etapa son otros los espacios y materias que interpelan al poeta. Al pueblo natal, el río, la gente, el invierno del llano, le suceden el presente como una temporalidad radical cuyo transcurrir solo deja espacio a la desesperanza y el desencanto:

Recuerdo un paseo con el cronista de la ciudad de San Fernando, don Julio César Sánchez Olivo. Nos deteníamos en cada esquina y él me iba diciendo: «Aquí estuvo la farmacia Libertad» (ahora había un edificio); «Aquí la antigua fábrica de hielo» (ahora tan solo un terreno baldío). Luego de aquellas caminatas, pensé que cada objeto merecía perdurar y ser memoria de un tiempo, ya que solo lo antiguo tiene corazón. San Agustín creía que el presente debía conjugarse como presente-pasado o presente-futuro. Pero por desgracia entre nosotros, por desgracia para las cosas, para calles y ciudades, aquí el presente le sigue al presente en un mundo de pura y maciza cotidianidad (237).

Este “mundo de pura y maciza cotidianidad” es el mundo que Barreto aborda en sus últimos tres libros donde la referencia a lo político adquiere una dimensión predominante que requiere elecciones estéticas y formales específicas.[8] Si la poesía implica al hombre en el mundo (Sophia de Mello), lo que le interesa a Barreto es mostrar las consecuencias que la política produce en la vida de la gente. De allí que estos poemarios, más que explicar un estado de cosas específico, buscan desentrañar y poner al desnudo los efectos que la Revolución Bolivariana causa en el orden de la vida cotidiana y dar testimonio de sus repercusiones emocionales y materiales en los sujetos.

Para tramar estas implicaciones, Barreto elige la figura de la antípoda como recurso capaz de poner en escena la separación entre mundos, seres, lenguajes y señalar la capacidad del lenguaje poético de establecer vínculos y conexiones entre experiencias, léxicos y saberes diferentes. Junto con la antípoda, nuevamente recurre al recurso del accidente como figura de la interrupción que trastoca la existencia de los sujetos.

El asesinato de dos caballos, un viaje en autobús por la carretera, el vuelo de cometas chinas en el cielo de Caracas, la imagen virtual del Annapurna vista por un funcionario público en la computadora de su oficina, se convierten en ocasiones poéticas para pensar los grados de afectación del país a causa del “muro del presente”.

El duelo puede ser leído como un reportaje de dos crímenes ocurridos en las fincas San Gregorio y Las Peñas en las afueras de Maturín. Dos caballos de raza son robados y asesinados por hambre y su carne es vendida en el mercado de un pueblo cercano. El poeta halla sus restos y certifica su muerte: “El hambre hizo todo esto. El hambre que rompe, destroza, corta, quiebra. En la caverna de la boca ya no veo palabras, solo hambre” (308). El hambre humana mata al caballo pura sangre para hacer con su carne “una sopa doliente”; la boca del hambre se abre “ancha/más allá del límite/ hombres-ollas,/ hombres-caldero” (326) para “comer lo incomible” (366), como se observa en el poema “El Triste” (367).

La boca deja de ser la sede del lenguaje, esa facultad que para Aristóteles es la que diferencia al hombre del animal, para convertirse en lugar donde se consume el crimen. A esa boca insaciable que devora “lo incomible”, se enfrenta la boca del poeta que busca testimoniar la muerte del animal al impedir que su vida no desaparezca “simplemente”.

Al poner bajo palabra al cuerpo asesinado del caballo, la poesía lo saca de la banalidad de la muerte y le otorga una sepultura donde el animal puede ser recordado. Lo que queda después del crimen es una enumeración caótica de imágenes donde solo hay espacio para la negación:

El antipaisaje,
el antirrío,
los antiamigos, la antizanahoria, el anticorral,
los antiturrones de azúcar, la antiniña de pelo largo,
la antifogata,
el antivaquero
con su silla
y antibotas,
el antilucero de la mañana, los antiperros... (339)

Después de “la brutalidad absoluta” (318), el mundo queda trastocado y las cosas se convierten en su opuesto. Si por un lado, un animal herbívoro es asesinado para saciar el hambre del hombre carnívoro; por el otro, entre el poeta y el caballo se establece una forma de entendimiento que los une en un vínculo afectivo e íntimo del que la poesía otorga testimonio: “Siempre he vivido entre caballos. Cuando me encuentro alicaído me voy a los corrales: los baño, los peino, me monto en ellos y boto la tristeza” (336). Una alianza ésta que atenta contra la distribución de la especie y muestra que en la poesía es posible una contigüidad entre hombre y animal.

El duelo muestra que no hay distancia entre el asesinato de dos caballos y la muerte del país; que la poesía avecina estos dos hechos y los coloca en una relación de complementariedad para decirnos que “lo real ha invadido lo real…/ y no hay escapatoria” (357). El país está siendo devorado por el mal como el caballo es asesinado por el hambre del hombre, y ante la desolación que estos hechos causan, el poeta escucha “aquella mudez sin nombre” del caballo y la hace resonar en el poema (322).

La poesía señala el peligro que corre el caballo en manos de “la brutalidad absoluta” del hombre y pone su oído en la “mudez sin nombre” del animal para convertir la palabra poética en un decir de lo mudo, de la impotencia de decir. Este lenguaje de la mudez que atraviesa este libro da cuenta de algo que queda fuera de la representación, en ese campo abierto donde el caballo “se arroja/ en una carrera/ desmedida” (312); algo inexpresable, sin forma, fuera del discurso que disloca el orden de lo humano poniendo al desnudo las políticas de la muerte que se imponen sobre los cuerpos que no importan.

Así como el “galope/ inmortal y grácil” del caballo (310) encuentra su antítesis en el país que mata a la belleza por hambre (314); en Carreteras nocturnas se observan imágenes antagónicas que muestran la potencia de variación de la poesía para abrir líneas de fuga en el orden de la realidad y mostrar otras aproximaciones a la angustia por el presente. En el primer poema del libro titulado “Volando cometas chinas en Caracas un domingo de marzo”, un pequeño cortejo de personas conformado por el poeta, unas mujeres “aseadoras de escaleras y oficinas”, un oficial y un pintor, encabezado por Lu Pan “constructor de artefactos alados”, suben por una “colina rala/ en las estribaciones del mísero oeste” (373) para volar una cometa china en forma de dragón. El poema combina una perspectiva aérea –la de vuelo del dragón– con otra a ras de piso, de los ranchos agolpados en el cerro. En la tensión existente entre lo alto y lo bajo, el cielo y la ciudad, la ilusión y la decepción de los espectadores, se despliega el vuelo de la cometa que, en un momento dado, precipita y se vuelca “contra la tierra” (375).

Se trata de la caída del país que se desploma sobre la miseria del cerro a pesar del intento de Lu Pan –“un funcionario de confianza/ ataviado por otros/ para el artificio y la simulación”– de timonearlo a través de un cordel y un mapa. La simulación del control y del conocimiento del territorio, no pueden evitar la caída del dragón disminuido por la “devoración” y la pobreza, que se derrumba ante la mirada del poeta que observa: “Navegar podría llegar a un término/ pero volar, finaliza siempre” (375). Otra vez nos encontramos ante una interrupción: el país cae de bruces sobre la tierra y se convierte en una mancha de sangre (”Un país con la forma de una mancha de sangre”: 314); y la poesía escribe el duelo por este país ahora perdido al que el poeta había aludido desde sus primeros libros cuando el país era la patria a la que se regresa, como se observa en el poema “Amor a la patria” de Soy el muchacho más hermoso de la ciudad:

 Cuando estoy lejos 
me doy cuenta
de que amo el desorden
y vuelvo. (500)

Así como la memoria de San Fernando de Apure se desfigura por los cambios que la modernización causa en sus calles y casas; también el país del presente ha perdido la memoria y no hay mapa que pueda orientar al poeta que busca descifrar el presente sin tener las coordenadas para comprenderlo:

 El novelista Enrique Bernardo Núñez 
en Una ojeada al mapa de Venezuela
escribió esta frase:

Ante todo la tierra que tenemos delante reclama de nosotros una interpretación.
(...).

Sé que hay una ciudad cercana,
un bosque cercano
pero cómo relacionarlos
y armar con ellos
un universo.
El mapa del país
resulta inútil.
A pesar
de la certeza de la noche
si alguien preguntara:
¿qué día es, de qué año y qué fecha?,
no sabría responderle.
Entonces, aquel momento estancado en un presente continuo
me pareció tan semejante al país:
quiero decir que el país
es como los restaurantes nocturnos
de carretera.
Estas imágenes han resonado
durante años
como una onda que se expande
y no se disuelve.
Diría que es un lugar de amnesia.
(...).

La amnesia
es la visión de las garzas
que posan a la orilla del mar
luego de un largo viaje.
La piedad llueve
sobre esta estampa
y no hay remedio.
(...)

Con ojos calmos
releo –otra vez–Una ojeada al mapa de Venezuela,
impreso por la editorial Élite en 1939:

A veces, al cruzar una aldea, veo casas abandonadas. El hombre se ha marchado de allí y ha cambiado sin dificultad el hogar por una reducida habitación en la ciudad fría.

En 1939
todavía se hablaba de la «hermosa barbarie»
mas hoy
las favelas acorazan
as montañas
con su muro de ladrillos anaranjados.
Es la maldita circunstancia
del presente por todas partes (408-412; el énfasis es mío).

Lo real produce restos que la representación no alcanza a decir y Barreto se refiere a la imposibilidad de la poesía de suturar ese excedente. A través de la alusión a residuos de la tradición literaria y cultural venezolana y de su experiencia personal, el poeta traza un viaje nocturno en autobús que es un desplazamiento dentro del exilio que constituye aceptar que el “país entrañable” “no volverá más”.

Esta necesidad de intervenir la crisis del presente mediante la palabra poética adquiere un nuevo formato enunciativo en Annapurna, La montaña empírica. (Fábulas de un funcionario). Aquí el viajero del llano, navegante del río Apure, gallero y apostador, es ahora un funcionario público del Ministerio del Poder Popular para la Cultura que pasa los días encerrado en una oficina donde el lunes es como “una mancha de café” al igual que el viernes (49), y que busca un escape en la computadora que le brinda la posibilidad de realizar una de las empresas más temerarias que un ser humano pueda realizar: escalar el Annapurna, la décima montaña más alta y peligrosa de la Tierra, perteneciente a la cordillera del Himalaya en Asia. El funcionario no tiene “nada que hacer/ como no sea viajar con Google Earth” (44) porque la desolada rutina de informes y papeles administrativos lo arroja en el hastío más radical y lo conduce a emprender un viaje virtual por geografías lejanas: “Huí a 10.000, a 20.000 m de altura/ y me aparté hacia el estancado desierto del Paquistán (…)./ Y si el salario se va por una zanja inmunda/ juro no descender jamás del Annapurna:/ -a las colinas del tedio/torritremebundo-“(44).

En este libro Barreto realiza uno de los experimentos más temerarios de su proyecto estético al construir lo que quiero llamar máquina geopoética, un dispositivo verbal capaz tanto de conectar espacios geográficos distantes, reales y virtuales que de este modo, se vuelven coexistentes y simultáneos, como de contagiar y vincular hablas, términos, voces que son a la vez específicos y no de un saber porque han sido llevados al límite de su capacidad significante. La potencia atlética de esta máquina avecina la oficina ministerial a un macizo de hielo; un funcionario a un escalador; un escalador a un poeta; la burocracia al trekking; Buda al Jefe interino del Archivo Muerto del Ministerio; “la cresta del Annapurna” al “ocaso del trópico” y hasta logra que el Annapurna sea “una pieza de lego/ adquirida en la juguetería American Toy Store de Colinas de Bello Monte/ Caracas- Venezuela” (43).

El poeta es un escalador que enfrenta la cresta del lenguaje sin saber qué encontrará al hacer cumbre; qué ocurrirá después del ascenso, cuando se acabe la roca.

El funcionario-poeta-escalador está en su oficina de Caracas que es a la vez la montaña “hombro del planeta,/ y su espalda” (18). Esta vinculación que la máquina geopoética realiza es producto de la apropiación de léxicos propios del montañismo, la geografía, la cinematografía, la medicina, el budismo, la burocracia, necesarios para poner en escena una de las experiencias límite del cuerpo humano que es también experiencia de los límites del lenguaje que, para ascender la montaña, al igual que los escaladores, tiene que hacer un “esfuerzo enorme” hasta quedarse sin oxígeno. “Colocarse el equipo es un acto despersonalizante” dice un verso del libro, lo que además de señalar la alteración del aspecto y del rostro de los escaladores, también se refiere al enrarecimiento mismo del lenguaje que necesita “equiparse” con otros vocabularios, otros “arneses” de la palabra para poder enfrentar a la roca más alta del mundo. Esta práctica de contaminar la poesía con terminologías especializadas es un aspecto central de la poesía de Barreto quien se refiere a este ejercicio de contagio del siguiente modo: “Quisiera una atención especial por los nombres propios, un léxico de curtidas resonancias y toponimias recónditas. (…). Se trata de una arqueología verbal. Aunque esas palabras hayan perdido para muchos su significado, continuarán resonando en el oído oculto del idioma: enjoyarán el verso, darán atmósfera y sonoridad” (283). El Annapurna es entonces una línea de fuga que la poesía abre en el lenguaje; “una forma de atletismo que se ejerce en la huida y en la defección orgánica” (Deleuze 1996: 6), a través de “caminos indirectos” y “moleculares” que pueden conducir al agotamiento, a la necrosis, a la mutilación. El poeta es un escalador que enfrenta la cresta del lenguaje sin saber qué encontrará al hacer cumbre; qué ocurrirá después del ascenso, cuando se acabe la roca.

La poesía que sube al Annapurna desde una oficina ministerial se convierte en “máquina de acuñación verbal” (28), donde restos de lenguas se sedimentan y acumulan, como en la montaña se sedimentan y acumulan “las deyecciones” que los escaladores dejan en sus nieves: “restos de carpas para dormir, bolsas de papel celofán para galletas y también cadáveres” (29). En estos paisajes minerales y blancos que sorprenden por su imponencia y su alteridad radical, reina la muerte. Maurice Herzog, Louis Lachenal, Iñaki, David Sharp, Scott Fischer, Chantal Maudit, Laila Rosemberg, Amy Cubert, Leo Feltrinelli, Juan Ignacio Apellániz, Narayan Sherestra, Atxo, el pequeño Alessio…, grandes escaladores que hicieron cumbre o murieron en el intento de hacerla, conforman una comunidad de deseo: alcanzar la cima más difícil del mundo es su mayor aspiración para después de haberlo logrado, descender y soñar con un nuevo ascenso: “¿Cómo una roca/ puede inspirar honor/ y llamar al espíritu?”, le pregunta el poema a estos hombres que buscan “una vía de elevación” y luchan contra todo tipo de adversidad física, geográfica, atmosférica que pudiera quitarles la vida: “Somos minúsculos trozos de pedernal que descienden por un mar blanco” (25); “Uno es apenas nadie/ atado a una cuerda” (26).

Así como el río Apure es la tumba de aquellos que se ahogaron y desaparecieron en sus aguas; el Annapurna es la tumba de los escaladores que tuvieron la ambición de llevar “el cardiograma del corazón al punto de romperse” y murieron a causa de una avalancha, un edema, una necrosis, una septicemia, una gangrena, o porque se congelaron o porque cayeron al vacío “como el pichón de un petirrojo/ de un nido inseguro” (34). Debajo del glaciar resuenan los mismos gritos que se oyen bajo las aguas del río: antes eran de los navegantes, ahora son de los escaladores y la poesía llega donde ni los rescatistas ni el helicóptero de salvamento pueden llegar: “Escribo la arista, las flores del hielo que se desploman,/ la fuerza de gravedad/ que me conduce al cuerpo que no será encontrado” (422).

El poeta que forma parte de esta comunidad temeraria es a la vez un funcionario público que a diario intenta defenderse de una cotidianidad que lo disminuye y humilla y mira “un edificio ministerial/ como una montaña del Nepal” (456). Al igual que un escalador, todos los días sube en ascensor su montaña de concreto hasta llegar a la cima de su oficina donde, como en los ocho miles, tampoco se puede respirar. Pero a diferencia de la montaña que otorga la fama y la satisfacción a quien la escala, la que está en las Torres del Silencio de Caracas es una “montaña empírica” que se eleva sobre el desastre de un sistema inoperante y está amenazada por una “zona de muerte” que a diario muestra el vacío que la constituye. El funcionario trabaja “en el abismo”: “Nada que hacer” es el trabajo que enfrenta todos los días: “Llevo mi vida a secas/ en esta oficina/ donde una enredadera/ de malanga verde/ es lo inalterable” (48). Desde el tedio y la desesperanza entra y sale de la imagen que la computadora le ofrece rompiendo la barrera de la temporalidad y de la espacialidad. Pero su aspiración de ascender la montaña y hacer cumbre no es sino la experiencia de la horizontalidad de una secuencia fotográfica que se despliega. “No hay mayor degradación de la experiencia, no hay mayor desolación” dice Barreto: “El funcionario cree escapar de su exilio mediante el consumo de un protocolo creado por una compañía transnacional y a través de la virtualidad ilusoria de la industria tecnológica”.

En este sentido este poemario muestra cómo la vía de fuga que proporciona internet para desplazarse por el mundo no es sino la constatación de la imposibilidad de un encuentro con la realidad que no esté mediado por la representación cada vez más sofisticada e hiperreal de los medios. En su viaje digital el funcionario toca el hombro del planeta aunque “el Annapurna es apenas una imagen en la pantalla del ordenador. ¡Pero cómo duele!” (caligrama). Esta exclamación revela el dolor que causa la horizontalidad sin accidentes de la imagen digital y la ausencia de evidencias orgánicas en las fotos que a su vez son también la horizontalidad del muro del presente donde no hay ninguna satisfacción posible. Al poema le duelen sus buenas condiciones atléticas que lo hacen ascender, tocar los “trozos de nieve-hielo”, escuchar el “crash” de las avalanchas (23) porque en realidad sus manos lo que tocan son “papeles administrativos” y sus ojos están “congelados en la pantalla del ordenador” (44), en su “cromatismo” y “resplandor bien calibrado” (44). “Nada que hacer, nada que hacer/ como no sea viajar con Google Earth” es lo que el poema reitera y lo que el poeta-funcionario lleva a cabo todos los días para defenderse de un “sueldo miserable” y de la vida misma que se desploma como “las flores de hielo” que caen de la montaña más difícil de la Tierra.

5. La lengua de la pobreza

El muro de Mandelstham (2016) es el libro más reciente de Igor Barreto, un artefacto literario complejo, arriesgado, singular, que constituye un punto de llegada de su proyecto estético que alcanza aquí un estadio de culminación aunque no de clausura.[9] “Yo vengo del encuentro con las antípodas. Quiero decir que en estos años me ha preocupado la posibilidad de atar poéticamente dos extremos” (15). Con estas palabras Barreto da inicio a esta obra donde se combinan distintos formatos textuales –narrativa, poesía, fotografía, diseño editorial– y diferentes referencias y apropiaciones culturales y literarias, y donde se retoma la figura de las antípodas como proceder poético centrado en vincular “tanto seres como cosas de distinta naturaleza” (15). Después de haber conectado, en el libro anterior, una de las montañas más altas del planeta con la figura de un funcionario público que todos los días acude a su oficina en las torres Simón Bolívar; aquí lo que el autor anuda es al poeta ruso Osip Mandelstham con un barrio caraqueño donde comienza a nevar y donde un día llega el tren transiberiano. ¿Qué tienen en común el más grande poeta ruso y un barrio o favela latinoamericanos? Lo común entre los dos es “la condición de pobreza”: “pobreza opulenta”, “la miseria poderosa”, “un triste canto”. Mandelshtam y la gente que habita los cerros comparten un estado común que es el de la precariedad material y espiritual que los arroja sin reparo a una existencia sin esperanza ni oportunidades, y los condena a no poderse nombrar porque “aquello que de verdad somos suele estar en otra parte” (50).

Ante semejante reducción de la vida a su constante eliminación y condena; ante la naturalización de la violencia y del hampa que descartan y desaparecen cuerpos; frente a la precariedad que se instaura como única condición posible para los habitantes del barrio que se vuelven “retazos de vida extrema” (34); la palabra también se degrada, se vuelve pobre “para significados tan enormes”:

 qué puede ser un verso
sino un corralito de estantillos
de madera podrida
en demasía inútil para contener
el animal que somos. (36)

El poema deviene, resto, basura, hueso que se amontona y apesta y, justo porque estorba y está en el medio, llama nuestra atención (Ammons). Para que las antípodas puedan constituirse como espacio de intercambio y significación poética, es necesario que la misma lengua se vea afectada por el abandono y la precariedad y devenga una materia más de deshecho que solo puede hablar desde la reducción de su potencia expresiva porque no alcanza a decir el espesor experiencial de la condición de pobreza.

En uno de los poemas centrales del libro, la pobreza se vuelve “un objeto orgánico y mecánico a la vez”, “sólido y muerto” que se materializa en una caja de madera “muda y encerrada” que contiene en su interior “la definición de pobreza”. Los habitantes de Ojo de Agua la encuentran y tratan de “ver la raíz de los que eran”, de “indagar el sabor” y la sacuden “por los aires/ buscando algún sonido que pudiera identificarlos” (38-39): “¿qué interés pueden tener en una pobreza/ que ya no les molesta?/ ¿Quién ha dicho que el dolor y la desgracia se definen de alguna manera?”. La pregunta por la pobreza se convierte en la pregunta sobre cómo nombrarla y el recurso que Barreto utiliza de convertirla en un objeto concreto, palpable y manipulable, contribuye a mostrar su naturaleza indeterminada, su indefinición constitutiva tan semejante a “una bolsa de plástico/ cerrada con un nudo/ conteniendo el relato de un día:/ una toalla de papel higiénico, dos paquetes arrugados/ de cigarrillos/ restos de cabellos,/ la cabeza de una gallina muerta/ y sus huesos./ Elementos humanamente apretujados” (40). La pobreza es como los “remanentes diarios”, gastados e inertes, que están entre la vida y la muerte y que en su lenta agonía de deshechos, balbucean un relato de lo viviente que se tensa “entre humano y no-humano, entre orgánico e inorgánico, entre tiempos heterogéneos de los cuerpos y las materias” (Giorgi 2016: 129).

A partir de lo anterior quiero proponer El muro de Mandelshtam como un texto que elabora una poética de lo precario para mostrar las relaciones existentes entre materialidad y afecto a partir de la puesta en escena de un repertorio de materias y objetos que, en su dimensión residual e indeterminada, muestra que hay algo de entrañable en el corazón de las cosas y que las cosas también son un espacio donde lo viviente se inscribe y manifiesta. En este sentido, Barreto elabora una conexión entre la crudeza y la ternura cuando muestra cómo un lápiz “que apenas puede sostenerse con una mano”, “un lápiz ya desbastado” “puede compararse con la vida de un hombre” (62); o cómo dos venados que están encima de la mesa de noche de un enfermo en un hospital, “a pesar de ser objetos/ fabricados en serie/ cuando se apaga la lámpara/ (…) se acercan a husmear/ el quimono de una geisha/ pero esta los espanta con el chasquido de su abanico” (72); y cómo el “convalesciente/ elige a uno de los venados/ y acaricia su pelambre neutra” (73). En el centro de la desesperanza o del deterioro más extremo, late la posibilidad de una pequeña conmoción que altere y fisure la irremediable precariedad de lo viviente, como se observa en el poema “Las golondrinas”, donde las acrobacias de estas aves alrededor de los reflectores de luz de una gasolinera, constituyen una posibilidad de fuga para los habitantes del barrio que contemplan “aquel zig-zag de alas arqueadas” y creen que “mirarlas fijamente/ previene la posible ceguera/ y otros creen que es Dios/ que nos mantiene así/ alelados/ para ejercer su dominio” (86-87).

Este libro es también una obra de albañilería que levanta muros de ladrillos y construye una espacialidad de techos de zinc, escaleras, canchas de basquet, talleres mecánicos, barracas pero también de tumbas “imperfectas” que puntúan la topografía del barrio para recordarnos que no todas las muertes son iguales y que Andri José Ascanio, Kelver Cordero, Rosa Michelangeli, Gregorio Almela, Javier Enrique Szinetar lo perdieron todo, murieron golpeados por la desgracia. La poesía entonces se vuelve sepulcro y epitafio que nos interpela para que nos detengamos a escuchar la voz de los muertos que reposan allí abajo, en las entrañas del barrio, donde nadie los escucha: “Caminante que pasas raudo ante la estela de esta tumba y ni siquiera diriges un saludo al que permanece bajo tierra…” (24); “Viajero que pasas raudo, por qué no haces un alto en tu camino y apoyas tus ojos en estas letras” (70).

Estas tumbas al igual que la basura, los delitos, las venganzas, la escasez; al igual que el propio Mandelshtam arrestado dos veces por el régimen stalinista y condenado a los campos de concentración, pero ahora habitante de un ghetto caraqueño, son señales de “una humanidad deshecha” (45), de “un presente que no espera” (60), del “vaciamiento” de la vida y de su gasto incalculable. El tiempo de la pobreza es el tiempo de la repetición (“y otra vez, y otra vez”: 94), de la inmediatez pero también de la extrañeza porque  “extraño es el que no conoce/ lo que en él acontece” (96). Este no saberse, esta falta de definición de lo que somos y su indeterminación es también lo que el poeta intenta escribir “con calma/ para no herirse” (79), para que la misma poesía no lo desgarre por dentro porque la “mayor desgracia” es “estar frente al dolor, frente al vacío, con los ojos cerrados” (102).

6. El animal del canto

El 20 de julio del 2015 me encontré con Igor Barreto en una panadería de Colinas de Bello Monte para conversar sobre su poesía. En esa ocasión Igor, gallero de larga tradición y experiencia, me explicó que el gallo es un maestro de la sobrevivencia y me contó la historia de una de estas aves que estaba herida y que antes de morir empezó a cantar. “Eso me sobrecogió” dijo y añadió: “Estos seres extraordinarios cantan en medio de las peores adversidades”.

Poco después relató otra anécdota de cuando tenía 12 años y vio a un gallo de una belleza tan sorprendente que exclamó en voz alta: “¡Qué bello!”. Los galleros-maestros que se encontraban cerca del ejemplar lo miraron con reprobación y le dijeron que esa no era la manera de halagar al mejor gallo, al que batalla mejor, y que la expresión más adecuada era: “Bastante regular”.

Estas dos historias me hicieron pensar en la relación existente entre los gallos de pelea y la poesía: así como el lenguaje que nombra la virtudes del gallo es austero y parco aunque reconoce la suficiencia satisfactoria de las destrezas del ave; del mismo modo, el lenguaje de la poesía se sabe pobre y rasgado y desde esa dificultad y limitación busca ensanchar su canto. Entre la vida y la muerte, la permanencia y la interrupción, la belleza y la pérdida, el gallo y la poesía elevan su canto cuando están en el borde de la caída y ensayan tonos diferentes como son diferentes los tonos de los gallos según su raza: “el gallo lobo, el que se agacha para cantar y lo hace con sentido de lejanía; el gallo que canta con la determinación del Ángel Gabriel espantando las sombras y el que entona como un clarín para ahuyentar el sueño” (192). Así como los cantos de los gallos suenan los poemas de Igor Barreto: con la intensidad y la variación de estas finas aves que sacan de sus poderosa cuerdas “el animal del canto” (361), porque el mejor gallo de Igor Barreto es su poesía, un gallo “bastante regular” que se aferra al “grano de vida” porque sabe que va a morir.

Correo electrónico enviado por Igor Barreto:

Sábado, 5 de agosto, 2017 (11:16:56)

Querida Gina, te envío la foto. Caramba ha pasado el tiempo y yo hubiese querido ser el de esta imagen siempre. Allí, en ese momento, escribía los poemas de Crónicas Llanas. Esta foto la hice con el automático de una Leica que tenía. Es un autorretrato. Medí la distancia, coloqué el automático y corrí a sentarme en la punta de aquel bongo desecho por tantas travesías fluviales. Así fue.

Igor Barreto. Autorretrato.
La Trinidad de Arauca, Apure. 1980.

Caracas-Chicago-Bogotá 2015-2107

©Trópico Absoluto


Notas

[1] Todas las referencias a la obra de Igor Barreto serán tomadas de: El campo/El ascensor. Poesía reunida (1983-2013). Valencia: Pre-Textos, 2014. Salvo las de El muro de Mandelstham, publicado en 2016, que se abordará recién sobre el final del trabajo.

[2] Ver Garramuño (2015: 44-45).

[3] El llano ciego representa un texto clave para la comprensión del proyecto estético de Barreto; se trata de una teoría poética donde se reflexiona sobre las implicaciones existentes entre las retóricas sobre el paisaje y la naturaleza y la política, como se observa en los siguientes textos: XXVI. “Existen correspondencias entre formas distintas de representación de la naturaleza y algunos momentos históricos de la nacionalidad: una imagen de la naturaleza marcada por la pasión del inventario que podría atribuírsele a la época de los cronistas y colonizadores del Nuevo Mundo, otra con descripciones fuertemente idealizadas que concierne a los poetas neoclásicos y románticos cercanos a la Independencia y, por último, una naturaleza asumida con espíritu de trascendencia y distanciamiento que leo en poetas modernos. Desde el período de la Conquista hasta la democracia moderna la poesía también participó de los movimientos geopolíticos. Por eso, el poema de tema paisajístico y el nacionalismo han ido siempre de la mano, compartiendo invasiones y perversiones sentimentales” (2014: 264). XX: “El paisaje ha muerto. El paisaje de tradición romántica ha muerto, a pesar de que aún descubrimos marcas de lirismo alabancioso en nuestros poemas. En él la naturaleza se identificaba con un estado edénico anterior a la «caída». La naturaleza era su «paraíso perdido», algo que nos abandonó al cruzar la puerta de la infancia, tal como leemos en la «Oda de los indicios de inmortalidad en los recuerdos de la primera infancia» de Wordsworth. Éramos roussonianamente felices en los predios de ese paisaje hasta la llegada de la modernidad que precipitó el abandono de nuestra memoria ancestral y colectiva. Pero la modernidad también trajo consciencia ideológica y lingüística, señalando la gran carga de simple utilería que se acumulaba en nuestra visión de la naturaleza. Aunque habría que decir que el romanticismo estuvo animado por un espíritu nacional de reconocimiento de lo geográfico, donde la representación del paisaje constituía una forma de encarnar estéticamente lo que en otros ámbitos era un destino político” (Id.: 254).

[4] Sobre las relaciones entre naturaleza y política en la literatura venezolana es fundamental el libro de Julio Miranda: Poesía, paisaje, política.

[5] La emergencia del “giro afectivo” y el auge de los estudios críticos y teóricos sobre las emociones y los sentimientos da cuenta de un interés creciente en las ciencias sociales y humanidades por el afecto entendido, a partir de Spinoza y Deleuze y Guattari como estado intensivo del sujeto que moviliza acciones que “afectan” a una comunidad determinada y que son afectadas por ella. Según Mabel Moraña en “Postscriptum. El afecto en la caja de herramientas”: “El ‘giro afectivo’ propone (…) una liberación de la instancia representacional y un estudio del afecto como forma desterritorializada, fluctuante e impersonal de energía que circula a través de lo social sin someterse a normas ni reconocer fronteras. Afecto nombra así un impulso que, (…) permite la problematización de las formas de conocimiento y de las conductas sociales así como de los procesos de institucionalización del poder y sus asentamientos (inter)subjetivos. El afecto es, en este sentido, una vía de acceso a lo real, a lo simbólico y a lo imaginario, una latencia que depende de (y de la cual dependen) las formas de dominación y los procesos de subjetivación que ellas generan y a partir de la cual el poder mismo es configurado y reconfigurado en constantes devenires. Definidos como ‘intensidades impersonales’ que no pertenecen ni al sujeto ni al objeto (…) los afectos han sido codificados en términos de su autonomía (…), su inconmensurabilidad (…) y sus formas de transmisión intersubjetiva (…) ‘el afecto es el límite del poder porque no tiene límites’. Es una fuerza en constante formación, inacabada por naturaleza, abierta, exterior, inestable. Integra la consolidación de los biopoderes y las formas de control social que los imponen, tanto como las estrategias de resistencia que los desafían. El afecto se mueve entonces entre los extremos del control y el exceso. Constituye una fuerza a la vez constructora y deconstructora, cohesiva y dispersante, un punto ciego de la racionalidad moderna y una de sus más nítidas líneas de fuga” (2012: 323-324).

[6] En el poema «Apariciones” de Tierranegra hay una referencia a la aparición de “almas” mientras el poeta está pescando: “Muy poco vaga mi alma./Solo una tarde emprendió el camino/y encontró una torcaza de tono azulado/llena de enigmas.//Luego estuvo e las ruinas/de un antiguo horno/de ladrillos y tejas.// Ese que era el preciado trozo de jaspe/de un caserío/y de aposentos de señores.// Más allá había una laguna/entre guamales/y tallos negros de píritu.//Pues mi alma/se sentó a pescar/frente al anzuelo detenida//y aparecieron otras almas/que vagaban muertas/ y la rodearon con preguntas./(…)/Las apariciones/quedaron suspendidas/sobre el élan del agua//y mi alma/regresó a mi cuerpo/como un rayo de penumbra.//(…)” (135).

[7] Gilles Deleuze se refiere al devenir-animal cuando habla de la presencia de lo animal en la subjetividad para señalar no una transformación del hombre en animal, sino “el devenir anómalo de lo humano” (74), “lo áspero, lo rugoso, lo insólito del hombre” (55). El animal entonces es esa variación de lo humano que deshace sus límites y lo proyecta hacia un más allá de lo humano al volverlo materia intensiva y expresiva. Es decir, el animal es un “fenómeno de borde” (Deleuze 1996: 74- 55). Justo esta zona de indistinción de lo humano donde la especie falla y donde la vida se manifiesta en toda su diferencia, es lo que la estética pone en escena; son el arte y la literatura los espacios donde el animal se hace visible como materia expresiva y afectiva según propone Gabriel Giorgi: A partir de los años 60, dice el crítico argentino, “la distinción entre humano y animal que durante mucho tiempo había funcionado como un mecanismo ordenador de cuerpos y sentidos, se tornará cada vez más precaria, menos sostenible en sus formas y sentidos y dejará lugar a una vida animal sin forma precisa, contagiosa, que ya no se deja someter a las prescripciones de la metáfora en general y del lenguaje figurativo, sino que empieza a funcionar en un continuum orgánico, afectivo, material y político con lo humano (…) una nueva proximidad que es a la vez una zona de interrogación ética y un horizonte de politización” (2014: 12).

[8] El tema del “país” y de la “patria” constituyen una preocupación central de la literatura venezolana de la última década, como se observa en los poemarios: El hueso pélvico (2002), País (2007) y 21 caballos (2011) de Yolanda Pantin; Patria y otros poemas (2008) de Armando Rojas Guardia; Silva a las desventuras en la zona sórdida (2011) de Harry Almela, por mencionar algunos.

[9] Todas las referencias a esta obra son de la edición: El muro de Maldeshtam, San Fernando de Apure, Ediciones Sociedad de Amigos del Santo Sepulcro, 2016.

Bibliografía

Agamben, Giorgio (2011). Desnudez, Buenos Aires, Adriana Hidalgo.


Barreto, Igor (2014). El campo/El ascensor. Poesía reunida (1983-2013), Valencia, Pre- Textos.


Deleuze, Gilles (1996). Crítica y clínica, Barcelona, Editorial Anagrama.


Deleuze, G., Guattari, F. (1994). Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia, Pre- textos.


Derrida, Jacques (1988). “Che cos`é la poesía?”. Poesia I, 11. Disponible en

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Garramuño, Florencia (2015). Mundos en común. Ensayos sobre la inespecíficidad del arte, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.


Giorgi, Gabriel (2014). Formas comunes. Animalidad, cultura y biopolítica, Buenos Aires, Eterna Cadencia.

——————- (2016). “Paisajes de sobrevida”. Catedral tomada. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana. Vol.4, n. 7: 126-141.


Miranda, Julio (1992). Poesía, paisaje, política, Caracas, Fundarte.


Moraña, Mabel (2012). “Postscríptum. El afecto en la caja de herramientas”.

Sánchez Prado, Ignacio y Mabel Moraña (eds.). El lenguaje de las emociones: Afecto y cultura en América Latina, Frankfurt / Madrid, Iberoamericana- Vervuert.

Rancière, Jacques (2005). Sobre políticas estéticas, Barcelona, Museo de Arte Contemporáneo/ Universidad Autónoma de Barcelona.


Gina Saraceni (Caracas, 1966), es Doctora en Letras por la Universidad Simón Bolívar (Caracas). Fue profesora titular del Departamento de Lengua y Literatura, la Maestría en Literatura Latinoamericana y el Doctorado en Letras, en esta misma universidad (1994-2016). Actualmente es profesora asociada del Departamento de Estudios Literarios de la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá). Es Editora de la Revista Cuadernos de Literatura (Pontificia Universidad Javeriana). Ha publicado, entre otros títulos: Rasgos comunes. Antología de la poesía venezolana del siglo XX. (Pre-textos, 2019); La soberanía del defecto: Legado y pertenencia en la literatura contemporánea (Editorial Equinoccio, 2012); Escribir hacia atrás. Herencia, lengua, memoria (Beatriz Viterbo Editora, 2008); En-obra. Antología de la poesía venezolana contemporánea (1983-2008). (Editorial Equinoccio /Papiros, 2008). Es autora de los siguientes poemarios: Lugares abandonados. Antología personal (Editorial Eafit, 2018); Casa de pisar duro (Fundación para la Cultura urbana, 2011); Ha traducido al italiano a Rafael Cadenas: L’isola e altre poesie (Ponte Sisto, 2007) y a Yolanda Pantin: I bassi sentimenti (Ponte Sisto, 2008).


Este trabajo se publicó originalmente en El jardín de los poetas. Revista de teoría y crítica de poesía latinoamericana. Año III, n° 4, primer semestre de 2017. Se reproduce aquí con autorización de su autor.

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